(2007: revista Otra Parte, Buenos Aires)
Europa padeció durante siglos “la cuestión alemana”. En América llevamos cinco décadas forcejeando con “la cuestión cubana”. “La cuestión japonesa” pareciera aun más ardua de abordar. Es más antigua: se remonta a los viajes de Marco Polo. Es más universal: Japón se ha transformado en enigma para sí mismo y en “el otro” por antonomasia para asiáticos y occidentales de diversa orientación. Y es más polémica: los tratadistas lo aman o lo odian (se nota en sus escritos). ¿Es posible “traducir” a Japón? Por lo menos podemos “pensarlo”. O como mínimo sugerir algunas ideas que hagan apetecibles nuevos acercamientos a Japón.
TRADUCCIÓN
Miremos una sociedad como un tejido. Hecha de tramas y urdimbres, combinando elasticidad y resistencia hasta adquirir frágiles aunque prolongadas permanencias, duraciones que se estiran sin dejar de ser provisionales. A esa sociedad leámosla, igualmente, como un texto, sucesión de palabras escritas en un idioma extraño. En materia de ciencias humanas, tejido y texto comparten idéntico gesto cuando, a partir de elementos semejantes o dispares (hilachas dispersas; palabras o sonidos sueltos), componen algo que constituye un conjunto nuevo, real aunque invisible. Se trata de una comprensión ordenada del caótico archivo inicial, diferente de los materiales que constituían lo que ahora sólo miramos como partes: procesos, instituciones, hechos y lugares. El producto final es un relato que sobreponemos al mudo original: si queremos entenderlo y lograr que nos revele algo, tenemos que encontrar una lengua distinta en que verterlo. Hemos de traducirlo.
Pero surge un problema: nunca podemos comprender (abarcar) a una sociedad en su conjunto. Es demasiado vasta. Sólo la compendiamos a base de imaginarla. Y a partir de imaginarla nos hacemos capaces, siguiendo metódicas reglas, de establecer una hipótesis, que reemplaza la variedad heteróclita de lo observable, ofreciendo una primera traducción: ordenamos los hechos dispersos, de forma que llegamos a captar (o a suponer) conexiones internas que se nos habían escapado. Así, el saber de las ciencias sociales no constituye una descripción (por más exhaustiva que la diseñemos) o una fotografía (por mejor tramada que aparezca la imagen): la hipótesis se limita a establecer la posibilidad de una red verosímil de relaciones subterráneas. Se presenta como una versión.
Salta a la vista el carácter conjetural de las ciencias humanas. Hay más: la ilegibilidad inicial de su objeto observable no depende de nuestra familiaridad o lejanía cultural. La sociedad nativa nos resulta tan ignota como otras más exóticas. El contacto cotidiano con los modos de ser habituales suele esconder nervaduras que nos convendría detectar. Comprender a Japón no es más difícil que comprender a la Argentina. Sólo es menos frecuente, sólo parte de un caos informativo diferente.
La operación de traducir convoca de inmediato la figura intermedia del traductor. En Japón sigue siendo frecuente la presencia de un intermediario matrimonial, un arregla-bodas: el nakôdo. Mediante observación paciente de las partes y un manejo flexible de lengua y convenciones sociales, el nakôdo hace posible que confluyan en un mismo espacio dramático dos contrayentes, dos familias, dos rangos, dos universos que, de no ser por su habilidad (y llegado el caso sus ardides), podrían no haberse cruzado, o no congeniar. El intermediario crea un discurso puente (nuevo y provisional) cuyo fin es el compromiso de un enlace. Estamos en pleno siglo XXI, pero lo que vale se sigue midiendo por lo que cuesta: los servicios del nakôdo suelen costar bastante.
La observación y la explicación de una sociedad, por ejemplo Japón, está llena de compromisos. Para cumplirlos, el intermediario se vale de un rasgo sobresaliente de las ciencias humanas: su carácter convencional. Los traductores culturales hacen suya aquella afirmación, con sabor platónico, de Ferdinand de Saussure: “El punto de vista crea el objeto”. Y no es de extrañar que existan muchos japones posibles, producto de puntos de vista distintos, todos convencionales, todos proyectados sobre un objeto que sólo por confusión podríamos considerar idéntico. El más famoso es acaso el de Ruth Benedict, henchido de una épica de la racionalidad como sustrato del progreso, libro creador de un sistema de dualidades que se ha hecho tan célebre como indescifrable: los japoneses “son a la vez, y en sumo grado, agresivos y apacibles…rígidos y adaptables…leales y traidores… disciplinados e insubordinados”. Benedict dio forma al sentido común circulante en su tiempo sobre Japón. Su libro creó escuela: aparecieron docenas de explicaciones de un Japón asentado en todo tipo de paradojas (que no se explican). Entre sus seguidores asoma George Ball: según él, la historia japonesa constituye “una sucesión de líneas rectas periódicamente quebradas por ángulos agudos”. De a poco, Japón se transforma en un enigma, dando aparente razón a las perentorias palabras de James Bond: “These fucking Japanese ¡no hay quien los entienda!”
TEORÍA-FICCIÓN
Roland Barthes comienza otro libro germinal sobre Japón con esta sorprendente afirmación: “Si quiero imaginar un pueblo ficticio, le pondré un nombre inventado, lo trataré como un objeto novelesco…de forma de no entrometer en mi fantasía ningún país real…Me limitaré a identificar cierto número de rasgos…y con ellos organizaré deliberadamente un sistema... A ese sistema le llamaré Japón”. ¿Quiere decir que la investigación social se reduce a literatura? ¿O lo convencional se confunde con lo arbitrario? Más bien ocurre que la traducción cultural se eleva en graduación y potencia cuando acepta y explota su carácter ficcional. Aceptémoslo: toda teoría es ficción. Gilles Deleuze lo afirma sin pelos en la lengua: “Habría que llegar a contar un libro real…como si se tratara de un libro imaginario y fingido”. En su casi borgeana afirmación, Deleuze establece su versión: sobre lo que ignoramos, imaginamos; y al imaginar, emprendemos la tarea especulativa por excelencia: la invención.
Todo estudioso de Japón que disponga de una hipótesis sustentable se encontrará en la tesitura de inventar a Japón, hecho realidad en una nueva instancia, las hebras de su texto. En este aspecto, en este sólo aspecto, el acercamiento entre análisis estructural y literatura es máximo. Entonces, ¿cuál ficción preferir? Sin duda la más útil, a pesar de que, en materia de conocimiento, la utilidad es un concepto ambiguo hasta la equivocidad, manipulable hasta el oportunismo. En todos los campos del saber, comunidades de especialistas desarrollan ciertas reglas de validación de las ficciones más útiles: o porque su teoría previa es más convincente o porque resuelven más escollos gnoseológicos o metodológicos. Cuando abandonan las manos del saber (llamémosle autoridad académica) y caen en las del poder (político, económico, religioso, etc.), la traducción amenaza con traicionar un original del que se aleja y se aleja, arbitrariamente. Múltiples versiones de Japón son solventes, pero siempre pueden ser utilizadas dentro o fuera de sus originales reglas de validación. Depende de la traducción.
Así, tanto pudo surgir un Japón romántico en la pluma de Lafcadio Hearn o Pierre Loti (funcionales al desbordante exotismo europeo de la época colonial), como otro industrialista en la mente de Ronald Dore y Ezra Vogel (funcionales al capitalismo globalizado de barras y estrellas). Por esta vía, se puede llegar al colmo: el sindicato español Comisiones Obreras, en tiempos de estricta obediencia marxista, contribuyó a fabricar un (efímero) Japón popular y cooperativista, tentado por la revolución y espontáneamente comunista en sus raíces tradicionales.
Sea como sea, traducir una sociedad implica mirarla como conjunto. Sin embargo, y dado que nuestros sentidos sólo perciben lo particular, el primer ejercicio del traductor japonológico consiste en imaginar el terreno deseado como una generalidad, asimilable a algo que él conozca. E imaginarlo como algo discernible, por medio de la aplicación de una matriz o modelo que le resulte manejable y que, a esos efectos, hará funcionar como hipótesis. En un libro de hace unos años, La invención de Japón, buscando imaginar a un poco familiar País del Sol Naciente, me serví de la hipótesis que Michel Foucault utilizó para analizar su terreno natal, el más cercano que pudiera imaginar: Francia. En ambos casos el asunto era establecer que una sociedad (Francia, Japón) puede ser leída como un sistema de dispositivos de normalización. Mi análisis contribuía a desmembrar esos dispositivos, exponiéndolos a la vista del público. Como en los demás casos, el resultado acabó desembocando en algo diferente: Japón se vuelve un nuevo sistema de signos, según la oportuna expresión de Barthes.
CAMBIAR DE ESCENARIO
En esta ocasión quiero referirme a otra posible traducción, buscando un orden diferente de los signos. Ésta ya no tendrá que ver con el análisis de los procedimientos con que un occidental mira lo oriental, ni con los de quien observa desde fuera para determinar cómo se piensan los nipones a sí mismos. En ocasión de aquel libro, analizaba teorías (vernáculas o foráneas) que aceptan que una línea de comunicación debería automáticamente trazarse entre pasado y presente japonés. De cuño europeo o norteamericano, esas teorías intentan aplicar a Japón la idea de un puente erigido entre lo antiguo y lo moderno. Como se sabe, presuponer la existencia de algún sistema de correspondencias entre tradición y modernidad se ha ido transformando en lugar común de las ciencias humanas occidentales. Su existencia y duración en el tiempo constituyen un indicio de la fecundidad de esta aserción paradigmática, característica de las teorías de la modernización. Pero, en el caso de Japón, se levantan voces denunciando anomalías que vuelven cada vez más difícil la aplicación automática de correspondencias como esas. Se preguntan si no sería necesario modificar un modelo que hasta ahora había ayudado a los occidentales a inventarse un Japón de corazón tradicional, aunque mágicamente travestido de modernidad.
Imaginemos, entonces, otro escenario. Aquel inventor, autor del libro mencionado, hoy día se aloja en el archipiélago nipón. ¿Y qué observa, ahora que divisa todo, como quien dice, desde su ventana? Percibe un país que no sintoniza bien con las cosas que en su día lo atrajeron a Japón. Es como si un biólogo noruego estudiara ballenas en la península Valdés, mientras a su alrededor ellas solamente atrajeran la atención de agentes de turismo. Pero mejor imaginemos algo más sencillo, algo que ya sucede: un pueblo vive absorto en la estrechez de un presente en el que cayó de forma poco premeditada y del que no consigue evadirse. Este pueblo, olvidadizo de su historia e ignaro de sus tradiciones, maniatado a una sucesión de presentes anodinos manipulados por mediocres dirigentes, acaba desconociendo hasta lo más elemental del suelo que pisa. Esto no le pasa únicamente a Japón. Para Eric Hobsbawn, es un hecho corriente en las sociedades contemporáneas: “La destrucción del pasado, o más bien de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con la de generaciones anteriores, es uno de los fenómenos más característicos y extraños de las postrimerías del siglo XX…”. Lo afirmaba en su Historia del siglo XX y creo que se aplica al Japón de hoy.
El escenario que imagino es concreto. Diría más: es de concreto. Resido en lo que un comentarista denomina democracia de cemento. Este término designa a un país en el que la gente vive apretujada en ciudades, adyacente al común patrimonio de vastos bosques sagrados que ocupan la mitad del territorio. La población, 128 millones, tiene que ocupar la otra mitad, 187.000 km2, equivalente a la superficie de Uruguay. Bosques vacíos porque públicos, se argumenta, y es cierto. Aunque también es verdad que están surcados por todo tipo de autopistas, privadas, cuya construcción y explotación ha demostrado ser el negocio más pingüe de la posguerra, con independencia de criterios de rentabilidad (ahora diversas fuentes lo denuncian). Como pingües están siendo los muy exclusivos clubes de golf, en prados arañados a los bosques, con la complicidad de responsables urbanísticos. El caso de los bosques resulta ilustrativo pero, por desgracia, no es único. También las ciudades se encementan: proliferan plazas secas y aeropuertos; miles de parkings expulsan a otros tantos arrozales; viviendas para unos veinticinco millones de japoneses se repiten como monótonos paralelepípedos a ambos lados de las vías del tren o de las carreteras, construidos a la rápida, con burdos y antiestéticos sistemas antisísmicos, todo en gris. Muchos japoneses no saben dar el paso entre el hormigón que pisan y la tierra labrada en la que otrora germinaban sus más famosos frutos: noh y kabuki, sumi-è y ukiyo-è, sumo, shiatsu, la estética de los jardines, los monogatari, el renga, el arte de comer. Parte del Japón real en el que vivo considera (me temo) folklórico, o quimérico, al Japón para mí fascinante, el de las tradiciones aparcadas.
Aún sin geishas ni sombrillas, sin samurais y sin yakuzas, el Japón que algunos occidentales estudian y valoran es el que muchos japoneses parecieran dejar de lado. Intentando paliarlo, Japón se ha convertido en un país que precisa ser traducido sin respiro, antes que nada para uso vernáculo. La colosal información archivada en el sistema de su cultura tradicional necesita incesantes explicaciones, en forma de adaptaciones y simplificaciones, creando almidonados estereotipos difuminados por el sistema escolar, la empresa poderosa y los mass media.
Un lugar significativo en esta traducción de Japón lo ocupan los libros de autores extranjeros que explican Japón. Podríamos pensar que dichas obras van destinadas a un público únicamente occidental. Esa es la apariencia. Debajo de la cual, de a poco se va revelando otra motivación: abastecer al propio mercado japonés. Un amigo de Tokio me decía: “Tú, que eres extranjero, si quieres producir un best-seller, escribe un libro sobre Japón”. No intentaba proponer una paradoja, ya que (iguales a los argentinos) los nipones viven pendientes del qué dirán (de ellos) los extranjeros. Las traducciones que los de afuera han hecho de Japón son a menudo originales. Algunas se dirigen al público extranjero (como la de Renato Ortiz, que busca una nueva inteligibilidad para un Japón visto desde una perspectiva posmoderna). Otras han conseguido ser traducidas al japonés y difundirse por el archipiélago (como las de los autores norteamericanos más ligados al discurso liberal norteño). Pese a su variedad, la mayoría de obras mantiene este punto en común: básicamente giran en torno a la continuidad entre pasado y presente.
LO CONTINUO Y LO DISCONTINUO
Una revisión parece necesaria en la perenne cuestión japonesa. En el empeño por definir al Japón actual como amnésico, convendría distinguir diversos planos, en los que, en realidad, lo continuo y lo discontinuo se van alternando. Grietas de ruptura se dibujan allí donde los occidentales predicábamos consenso. Y la permanencia aparece soldando lo que el discurso oficial japonés de posguerra plantea como desgajado de lo tradicional. Los occidentales con frecuencia nos excedemos, por ejemplo al dibujar un eje hipotético entre los valores tradicionales del zen, traducidos en la ética samurai y luego aterrizados en la empresa configurando la imagen del guerrero corporativo, sea capitán de empresa o fiel soldado asalariado. Y nos extralimitamos al mirar lo japonés en una continuidad temporal sin etapas ni explicaciones, que lo separa y aísla de lo extranjero, llámese chino, europeo o americano. De mientras, la dirigencia japonesa aplaude y reutiliza la ingenua versión americana de un renacimiento (en la posguerra) de la nación japonesa desde cero, como un bebé que brota de las coles, sin pasado ni progenitores.
La revisión que sólo estoy en condiciones de enunciar, consistiría en trazar en Japón un nuevo mapa de lo continuo y de lo discontinuo.
- El terreno manifiesto de la continuidad se relaciona con las estructuras de autoridad y, en consecuencia, con los modos de sociabilidad en la escuela, la oficina, el hogar, el hospital, la tienda, la milicia, la fábrica. Japón es una sociedad vertical, como explica sin tapujos la antropóloga Chie Nakane, una escalera en la cual siempre hay alguien encima a quien obedecer y alguien debajo que nos obedece. Esta realidad es prolongación, maduración, fruto de semillas aclimatadas tiempo ha en los más famosos viveros extranjeros del rango y la dominación: confucianismo chino, autoritarismo prusiano, moral victoriana, manipulación de masas con ayuda de las más modernas técnicas psicológicas, exhibidas en el altar doméstico de la televisión. Aquí lo extranjero se disfraza de añejo espíritu vernáculo: la dominación no necesita traducción alguna, pues lo que se trata de asimilar ya viene asimilado (lo que conviene, en este caso, es más bien el silencio, la ocultación y el disimulo, táctica buena para un ninja, pero que vacía de substancia la vida política japonesa actual). Se produce lo que, en lenguaje de Pierre Bourdieu, llamamos inculcación, habitus. Y se traduce en una transformación de la sociedad japonesa en vasto aparato corporativo (como los que sagazmente analizan P.C. Schmitter y otros) o en inmensa fábrica, oficina o taller de empleados, que a un amigo de aquí le recuerdan el verso terrible de Gottfried Benn: “ser idiota y tener un empleo, esa es la felicidad”. La continuidad viene a ser la sociedad-empresa, estigmatizada con el rótulo Japan Inc. El escritor Kenji Nakagami explica que “el sistema japonés no es capitalista sino imperial”, que fue desarrollado para crear “un modelo de servidumbre mental”. Por su parte, el politólogo Masaru Tamamoto analiza la pérdida de identidad del Japón contemporáneo y la “inmoralidad” que supone “renunciar a una lucha seria por su soberanía”. En la obra de ambos resuena el eco precursor del psiquiatra Takeo Doi, quien disecciona como un cirujano la anatomía de la dependencia de la mente japonesa.
- ¿Qué necesita entonces traducción? Desde el punto de vista del modelo de dominación vigente, lo que ha de ser reconducido sin descanso al mainstream del discurso oficial (el del panal de abejas con alteza imperial, zánganos y obreras) es todo aquello que pone en evidencia el orden social autoritario. En pocas palabras, lo que precisa traducción incesante son los do o caminos espirituales: artes marciales, técnicas de meditación, práctica independiente de las bellas artes, filosofía, sello personal en la escritura, holgura del espíritu al arreglar las flores, tiempo de preparar un te sin prisa ni objetivo. Parecen temas nimios. Pero en Japón constituyeron inicios de orientaciones mentales y sociales divergentes, puntos suspensivos en el trazo continuo de la imposición de la autoridad. Los japoneses contemporáneos (salvo una pequeña minoría de, pongamos, 5%) lo ignoran casi todo sobre bushido, chanoju, kare sansui, haiku, zen. No es que los japoneses no hayan escuchado hablar sobre estos temas. Lo que no han oído es el poder corrosivo y libertario que esas y otras artes atesoran. En el campo de la cultura tradicional se multiplican, al contrario, intentos para aproximar a la gente de algo que todos reconocen lejano. El sistema escolar, los ayuntamientos y ciertas fundaciones intentan mantener vivas unas vías de las que todos se enorgullecen. Pero al divulgarlas las modifican, como Ray Conniff interpreta la música clásica occidental, edulcorándola para hacerla más digerible. O las ahogan en el ropaje de la erudición, ganga que amenaza con hundir a la poesía del Manioshu, a las estampas ukiyo-è o al kabuki. O transforman lo extrínseco, lo estridente y subversivo en prestigiosas piezas de un museo que pocos frecuentan y menos son capaces de actualizar. Respecto del zen, Sekkei Harada, miembro eminente de la rama Soto, se preguntaba cuánto tiempo podrá seguir existiendo en Japón. Tal vez encontró una respuesta al decidir, hace muy poco, trasladar su dojo desde las montañas de Fukui a las orillas del lago de Como, en Italia.
¿Se dan cuenta los japoneses de todo esto o funcionan (según indicaba con inquina Arthur Koestler y retomaron incontables voceros occidentales) como “hormigas ciegas y sumisas”? Hay muchos que se oponen al modelo vigente. Pero no son suficientes y están mal organizados, parecen ajenos a la política y no consiguen tribuna en los diarios. Sin conocer ninguna respuesta definitiva a la cuestión japonesa, cierro estas notas con una anécdota de los últimos días, totalmente veraz aunque parezca extraída de una novela de Amélie Nothomb. Perdidos con mi mujer en los subterráneos de Umeda, megaestación de trenes en Osaka, una señora japonesa muy amable toma la iniciativa de orientarnos. Guiándonos por brillantes e interminables túneles, arriesga una pregunta: “¿Qué le parece?” Muy iluminado, le respondo. Ella se inflama y sigue sola: “Son túneles de hormigas”. Respondo mirándola en silencio. Prosigue: “Somos hormigas, vivimos como hormigas, en espacios minúsculos, trabajando ciegamente y al final reventando: ¡hormigas en celdas para hormigas!” Su inglés era fluido: no nos cabía duda. No nos pidió opinión, se limitó a darnos la suya, alentada por nuestro silencio embarazado y el albur imposible de volvernos a ver. Por suerte o por desgracia, ya habíamos llegado a destino. Sencilla inclinación por ambas partes, sonrisa de ocasión y sayonara.
Lecturas
Ruth Benedict escribió The Chrysanthemum and the Sword en 1945 (versión inglesa de 1946 y española de 1974) sin siquiera bajarse del portaaviones Independence. Roland Barthes compuso L’Empire des Signes en 1968 (versión francesa de 1970 y española de 1995) presumiblemente antes de iniciar sus visitas al archipiélago. Renato Ortiz escribió O próximo e o distante: Japâo e mordernidade-mundo en los años 90 (versión portuguesa de 2000 y española de 2003) como fruto de su experiencia con japoneses de Brasil y de Japón. Alberto Silva publicó en 2000 La Invención de Japón antes y después de vivir en Japón. Thomas Henderson, contacto inglés de James Bond en Sólo se vive dos veces, afirma lo siguiente: “Hace 28 años que vivo en Japón y recién me voy situando”. ¿Será por las muchas lecturas que tuvo que asimilar para orientarse?
domingo, 31 de mayo de 2009
Traducir Japón
viernes, 29 de mayo de 2009
jueves, 7 de mayo de 2009
La pandilla de Asakusa, por Yasunari Kawabata
(2008: editorial Emecé, Buenos Aires)
En la historia de la literatura se repite el caso de textos frescos y por algún motivo experimentales, libres aunque imprecisos, turbulentos y llenos de ambigüedad. De forma casi contemporánea a La pandilla de Asakusa (que vio la luz en 1930, con partes redactadas años antes), asoman obras escritas por autores jóvenes que se atrevían a experimentarlo todo en materia de literatura. Dublineses, de 1914 (aunque varios de sus cuentos ya estaban prontos desde 1905) y El idioma de los argentinos, producida de a poco, hasta su publicación en 1927, fueron creadas por artistas en simultánea búsqueda de personaje y estilo propios.
El irlandés y el argentino se movían en el contexto de la explosión modernista. En el caso de James Joyce, el texto contiene in ovo las características de lo que constituiría su definitiva manera de mirar y escribir. A Jorge Luis Borges le ocurre algo contrario: su obra posterior no renuncia del todo a lo intentado en El idioma, pero se modificarán la entonación y la escritura, así como su auto-imagen de escritor. Igualmente juvenil y modernista que El idioma, La pandilla en algo es comparable a la obra del argentino. Ambos abordan la construcción minuciosa, artificiosa y provisional de un universo expresivo. A los dos la descripción romanesca de vidas populares les insume años de estudio y gran esfuerzo estilístico. Ambos escritores acabaron segregando esas obras de su corpus consolidado. Al editar sus obras completas, Borges simplemente descatalogó El idioma. Por su parte Kawabata confesó su “vergüenza” por los resultados obtenidos con La pandilla.
¿La pandilla de Asakusa es entonces un texto frustrado? ¡Nada de eso! Esta breve novela resulta atrayente, innovadora a su manera. Descerraja puertas por las que el novelista quiso un día colarse para explorar el mundo exterior, como esos jóvenes que interrumpen la universidad para salir proyectados al Salar de Uyuni o a Montmartre. Claro que Kawabata ya había terminado sus estudios en la Universidad Imperial de Tokio y era un novelista bastante notorio: su primera obra, La bailarina de Izu, alcanzó éxito de crítica y público. Con La pandilla Kawabata investiga, por ensayo y error, buscando qué camino le convendría seguir. De ninguna manera en pos de un experimentalismo occidental cada vez más pronunciado, como Joyce, lanzado desde el comienzo en pos del Ulises. Kawabata se orienta más bien hacia formas clásicas de plantear su escritura y, en ella y por ella, de reconocerse como lo que ansiaba ser: un autor profunda y estrictamente japonés decidido a recuperar tradiciones nativas. La pandilla es el escenario en que tuvo lugar un juego de experimentaciones de “lo ajeno” como manera de amigarse con “lo propio”. Una novela rompedora y catártica, incluso al señalar caminos que después el propio Kawabata no recorrería. Obra con magnética presencia, la leemos como una crónica de prensa. Y hasta podemos perfectamente visualizarla con los atributos estéticos de un manga.
Deriva occidental de “La pandilla”
Kawabata creció mientras Japón se abría mentalmente a la civilización occidental. El fin del régimen feudal y la centralización de la autoridad en un emperador restaurado iniciaron procesos que ya no se detendrían, como parte de una modernización entendida como occidentalización. Se adoptaron usos desconocidos, prestigiosos por creerlos propios de una identidad moderna: pantalones, ropa interior, bailes de salón, feminismo, estudios extranjeros, cigarrillo, etc. “Lo nuevo” irrumpió con gran fuerza en ambientes provincianos caracterizados por un feroz autoritarismo. Hay además otro elemento que ayuda a entender el contexto de La pandilla de Asakusa: las ciencias sociales entraban en Japón y progresaba la franqueza para reconocer temas sensibles. Como por ejemplo la difícil situación del barrio de Asakusa, donde se desarrolla la novela.
Cada ciudad tiene un trastero. Desde la época Edo, en el siglo XVII, Asakusa funcionó como un sitio al margen, desgajado de los barrios tradicionales y bien provistos. La escoria social campaba por sus calles: campesinos sin tierra, samuráis sin señor, soldados licenciados, prostitutas, aprendices de geishas o sumotoris, aventureros, extranjeros errabundos, maleantes. Famosa por su distrito prostibulario, Yoshiwara, Asakusa era un emporio de pobreza en la zona de Tokio. Siendo Kawabata joven, Asakusa se convirtió en tema de debate público. Los sociólogos la estudiaban. Los periódicos aireaban situaciones sorprendentes. Fue aflorando un mundo sórdido que necesitaba tomar la palabra. Asakusa se convertía, quizá por su mismo carácter marginal, en lugar propicio para experimentar costumbres nuevas: prostitución callejera, amor libre, convivencia de culturas, manejo igualitario de las relaciones de género, cabaret popular, cine, protesta social. El morbo de observar la pobreza (ajena) y la fascinación por un sexo barato y accesible generaban turismos similares a los que la miseria alegre y desfachatada de hoy día estimula en ciudades del mundo pobre: Bombay, Río o Buenos Aires.
Kawabata provenía de una familia de ricos tenderos de Osaka. Estudioso y sensible, se dejó cautivar por la vitalidad del pueblo bajo. La pandilla escarlata de Asakusa describe con agudeza una crisis social. La da a sentir de forma estremecedora a través de sus protagonistas, todos ellos jóvenes, pobres, salvajes, desprejuiciados. Kawabata oscila entre la novelería y un sentimiento justiciero. Se va a vivir a Asakusa, pasa años fatigando sus calles, toma notas sin interrogar a la gente, simplemente observando. La cosa empieza gustándole. Como en un juego, hasta imagina que se vuelve un poco canalla. Su visión tiene limitaciones, claro, de las que se ríe con severa auto-ironía. Afirma que no es más que “un estudiante” de paseo, un joven “escritor descarriado”, en el fondo parecido a la “gente de Ginza” (el barrio rico). “Siempre serás un turista”, le lanza Yumiko en el primer diálogo. Y en el último parlamento, la misma joven se lo recuerda: “Como siempre, sobreactúas a tu personaje”. Pese a todo, el escritor logrará esbozar una interesante etnografía literaria de las pandillas juveniles del barrio más castigado (y más creativo) de un Tokio anterior a la guerra.
Kawabata transforma a Asakusa en un escenario por el que se desplazan multitudes que son más sombras que personajes. Muestra un trasfondo de marginados muy tradicionales (obedientes a las creencias confucianas, campesinos iletrados con pedigrí de pobres) entrando en contacto abrupto, imperativo, inmisericorde, con otro tipo de marginación, de características occidentales: el bajo fondo sexual en forma de diosas rotosas “de piel tan blanca” (y fuertes al punto de no pedir la ayuda de macrós,), la promiscuidad de una vida urbana en la que la ausencia de espacio vuelve público lo más íntimo, el consumo de groseras baratijas revestidas de brillante novedad, medias corridas enguantando sinuosas piernas, cabellos con cremas de un aroma que apesta. Los mundos que se mezclan en la Asakusa de Kawabata forman muchedumbres: “La ola humana que inunda Asakusa asciende a cien millones de personas al año”. El dato, carente de verosimilitud, sirve al menos para ilustrar el ambiente de la novela: masas densas moviéndose al rumbo del fisgoneo de lo exótico y lo erótico, excitación de cada vez confirmar una intemperie compartida. En la frontera, incierta, entre la multitud nipona y tanto muestrario escabroso ofrecido al voyeurismo local, Kawabata presenta a unas cuantas pandillas: los Halcones, la Sociedad de la falda roja, la de Shinkoune… grupos juveniles entre barra festiva y banda criminal. “En un mundo como éste, no es una sorpresa que cuarenta o cincuenta mil delincuentes juveniles caigan bajo la jurisdicción de la Jefatura Central de Policía”. Aquí el dato parece más posible.
La pandilla escarlata, eje de la narración, ilustra un nuevo tipo de reacción ante el cruce obligado de dos mundos marginados, uno japonés tradicional y otro occidental moderno. Encarna la libertad de escoger elementos de aquí y de allá, sin fidelidad a la tradición vernácula o a la moda extranjera. Trata de reconstituir la propia identidad mediante un montaje micro-social de códigos estrictos, uniformes distintivos, fajas, colores, distribución de roles, lenguaje codificado. Desprecia al mundo adulto (lo identifica con la sumisión al mandato cultural y con la explotación sexual). Busca “escandalizar a todo el mundo al menos una vez”. La pandilla escarlata rompe el código tradicional por lo “atrevida y descarada”, con “despliegues de extravagante e inesperada originalidad”. Con esta banda ocurre igual que con otras de Asakusa. Kawabata cita a Soeda Azembô, conocido autor de la época: Asakusa es una forja “en la que los viejos modelos son fundidos para formar otros nuevos”. Sin confraternizar demasiado con los extranjeros, late sin embargo en los chicos escarlatas cierto “mito occidental”. No referido a la metafísica, claro, sino a su opuesto más material y físico, el color de la piel, tema de numerosas escenas y ejemplificado en el cartel que anuncia a la bailarina rusa Varenna Rasosenko y a su troupe: “El erotismo de sus hermosos cuerpos desnudos, blancos como perlas”. En otro pasaje Haruko, otra heroína, comenta sobre unas extranjeras que “las chicas bajan corriendo a la calle haciendo ruido con los tacos, como potrancas salvajes, como si las empujara un viento erótico y violento”. El narrador prosigue en la misma vena: “Agarradas del brazo, silbando, sin medias, sin sombrero, con vestidos de tela finita, de un rojo subido, que parece de baile, con nada debajo, las dos chicas actúan como si quisieran dar a entender que es lo mismo para ellas si la gente de color mira su piel blanca, ya que la lujuria de los japoneses les resulta indiferente”. El imaginario moderno japonés “de color” sigue atribuyendo ciertas características atractivas al fantasma cromático “blanco”: aptitud para sentirse uno mismo; posibilidad de un amor elegido. A costa de privaciones, los pandilleros experimentan la ebriedad de estar vivos. Lo dirá Umekichi: “Nunca en mi vida me divertí tanto y me metí en tan pocos problemas como esos seis meses en los que viví como un vagabundo”. En una sociedad en la que el estricto cumplimiento de las normas hace la vida previsible y consigue aburrir a la gente, el joven intenta definir la opción de las pandillas: asobu, relajarse, entretenerse, disfrutar de la existencia, incluso al margen de las normas establecidas.
En esta obra, Kawabata se aproxima a cierto expresionismo occidental. Perteneciente a la escuela de “la Nueva Percepción”, buscaba quebrar el vetusto naturalismo literario nipón. Igual que novelas urbanas como Ulises de Joyce o Berlín Alexanderplatz de Döblin (con las que canónicamente se la compara, aunque al parecer no las leyó), La pandilla emplea una batería de recursos modernistas: descripción objetiva de lo que ocurre, fascinación por la desbordante vitalidad de las calles, sentido de la velocidad, cosquilleo del erotismo, humor del periodismo y las tiras cómicas, fascinación por pícaros y marginales, fractura narrativa, auto-reflexividad. Sin embargo, el toque occidental a Kawabata le llegó menos de la literatura que de la difusión (masiva y superficial) de modos y modas del Oeste, los que el escritor escenifica en La pandilla. Crea una atmósfera típicamente suya: suavemente erótica, suavemente grotesca, suavemente disparatada. Ero, guro, nansensu: japonización de tres términos que condensan el ambiente de esta novela juvenil. Como dice el narrador: “Erotismo y sinsentido y velocidad y humor de tira cómica de actualidad y canciones de jazz y piernas desnudas”. ¿Qué más pedir?
El malestar de Kawabata
Además de fascinación por el oeste, un Occidente más soñado que probado, La pandilla manifiesta el creciente malestar de Kawabata y se vuelve metáfora de una confusión vertiginosa de la que él buscará poco a poco desligarse.
La novela crea un efecto de mezcla, es bien cierto. Entrelaza mundos y personas, describiendo “las multitudes de la calle Nakamise”. Ofrece una rapsodia de experiencias y sentimientos: “En Asakusa, todo está en estado salvaje. Los deseos bailan desnudos. Todas las razas, todas las clases se mezclan formando una corriente sin fondo, interminable, que fluye noche y día, sin comienzo ni fin”. Las historias se entrecruzan o chocan, quedan pendientes. Los argumentos cambian. Los personajes desaparecen para volver a la superficie cuando menos se espera. El mismo narrador parece confundido: a veces omnisciente, otras se dirige al “querido lector” y a menudo es interpelado por los protagonistas, como un actor más. La mezcla, buscada por Kawabata, incluye el lenguaje: se intercalan el tono paseísta (“Quiero hablar del modo en que lo hacían en la antigua Edo” o Tokio), el habla culta del autor, el lacónico idioma de los carteles, la pomposidad efectista de cierta prensa y, por supuesto, la jerga de los pandilleros de Asakusa, con palabras peculiares a cada grupo o recursos compartidos como hablar al vésre, abundar en alusiones sexuales o llamar a cada cual por uno o varios motes. Lo que ocurre está contado de forma similar a como, dejada a su arbitrio, una moviola certificaría sucesiones de tomas inconexas: un hilo continuo parecido al fluir de la mente; y, al contrario, una serie de cuadros, al estilo de un comic actual, con rupturas constantes, previsibles o no, de la aparente línea argumental.
Al mismo tiempo, cada vez que avanza un paso por el caos, cada vez que agrega un nuevo elemento a lo que semeja ser un coro cacofónico, el narrador manifiesta una molestia progresiva. “Poco tiempo después, Akikô me invitó a pasear por la mañana neblinosa del parque” (habla el narrador, ahora travestido como actor). En una escena que recuerda al Oliveira de Rayuela en el parque Luxemburgo o a los tres escolares escapados de Un encuentro (cuento de Dublineses), consigue transmitir sensaciones contrarias: proximidad intensa entre elementos heteróclitos que se revuelven en la vida de los protagonistas; lejanía de lo que irá siendo, detalle por detalle, un mundo extraño, cuyas claves de funcionamiento se le escapan. En plena turbamulta callejera, el narrador (ahora omnisciente) anota desconcertado: “Esa mezcla no es sorprendente, pero esta multitud frente a los puestos del templo Sensô a las siete u ocho de la mañana parece como si desconociera la fugacidad del mundo del placer…” Avanza el texto y el desorden provoca protestas: “Si bien no soy de escandalizarme por cosas como el jazz kappore (embutido de música norteamericana y danza folklórica de algunos templos japoneses), pienso que…están mezclando demasiado”. Ocurre con esas piezas populares a base de “marinero de ojos azules y chica japonesa con kimono de mangas largas”. “¡Odio a estas extranjeras!”, confesará una enojada Haruko, dejándonos la sensación de que tal vez es el autor quien estalla por boca de su personaje. ¿Odio o amor? Kawabata deja la respuesta en suspenso: el narrador no se pone de acuerdo con sus personajes o se contradice él mismo. La solución la iremos conociendo más adelante, al publicar Kawabata nuevos libros.
La pandilla de Asakusa ostenta rasgos vanguardistas de composición y toques surrealistas. No en vano fue publicada por entregas en Asahi, diario popular de la época. Y no en vano fue retomada después en forma de comic: su estructura y el tratamiento de la imagen se prestan para entender que La pandilla inauguraba un síndrome que poco a poco iría produciendo lo que hoy conocemos como cultura urbana pop del Japón. Sin embargo, leída en la perspectiva de obras posteriores como Kioto, Un país de nieve o Una grulla en la taza de té, se percibe que el fondo de La Pandilla sigue siendo intensamente japonés, pero en un sentido primitivo. Las fuentes de Kawabata se encuentran no sólo, y no tanto, en la literatura occidental moderna. A Mann, Flaubert, Poe o Colette gustaba mencionarlos delante de extranjeros, para evadir el frecuente sentimiento japonés de aislamiento provinciano respecto de Occidente y de sus lectores. Su abrevadero fundamental era entonces, y siguió siendo, una cultura antigua que Kawabata bebió de manantiales literarios (las Historias de Genji, el Cuento de Heike y la tradición poética, del Manyoshû en adelante), así como de la sociabilidad erótico-cultural con geishas (expertas en poesía y música clásicas) propia de un rico heredero disfrutando la vida nocturna de los ryokanes (posadas) del Tokio menos recomendable.
En La pandilla, Kawabata alcanza su frontera. Se ha dado un baño de extranjería. Y lo visto no le acaba de gustar. A partir de 1930, se pondrá a trabajar para que sus intríngulis literarios se resuelvan a base de pura tradición japonesa. Ya comienza a practicar este método al final de La pandilla, precisamente cuando manifiesta desconcierto ante la “pérdida de alma” que significa para Japón una excesiva influencia de Occidente. Sobre las tablas de un sórdido cabaret hace subir a Genji, héroe de la Historia de Genji, novela de Murasaki Shikibu, cumbre (según él) de la literatura nipona. En tan rumboso escenario interpretan a un Genji que personifica la misma confusión de la que Kawabata pretende alejarse: hacen del Príncipe Brillante un play-boy que alterna en los garitos de Asakusa y ama la compañía de salaces tenorios. Lo muestran como prototipo de modan boii (chico en la onda) del barrio de Ginza. Lo aproximan al correoso cortejador de Yumiko y Haruko, quien busca deslumbrarlas a base de prestancia “moderna”. Una década más tarde, sirviendo (con disimulo) al ejército invasor japonés en Manchuria, durante una estadía prolongada, Kawabata cortará de un sablazo los dos nudos que lo ataban a la modernidad occidental. En cuanto hombre de letras, realizará repetidas e intensas lecturas del Genji Monogatari, el cual guiará sus pasos literarios desde entonces. En cuanto ciudadano, fantaseará con la existencia de una esencia espiritual nipona manifestada en tradiciones arcaicas y encarnada en la figura del emperador (en su momento apoyaría a su discípulo, amigo y cómplice Mishima cuando éste forjó el concepto de “emperador cultural”, síntesis de un programa de ideología nacionalista extremada). Por ambos caminos, después de La pandilla Kawabata no dejará de dirigirse hacia ese “bello Japón mío”. Con esta frase titulaba su discurso de aceptación del premio Nobel en 1968, un texto que completa su atípico periplo desde el cambiante modernismo occidental, iniciado en La pandilla, hasta la inmovilidad de lo perennemente japonés, territorio mental incorruptible, ajeno al paso del tiempo. Llegado al permanente olimpo que buscaba, sólo le quedaba acabar con su vida. Lo hará en 1972, después del suicidio de Mishima.
……
A La pandilla de Asakusa le ha tocado vivir un curioso destino. Fue uno de los primeros textos de Kawabata y el último en traducirse a lenguas occidentales (al inglés en 2005 y al español en esta edición de Emecé). Indicó la máxima aproximación del escritor a la cultura y a la literatura occidentales y, como vimos, el inicio del retorno a un redil literario más arcaico. Merece ser leída y valorada justamente por su ambigüedad, la misma que caracteriza toda la cultura moderna japonesa, tironeada entre la fascinación y el rechazo de lo occidental. Sin quererlo pero queriendo, La pandilla tiende un puente de elevada y ambiciosa ingeniería. Al atravesarlo sentimos auténtico vértigo. En La pandilla de Asakusa el escritor intenta reunir el universo maravilloso e intemporal de la corte de Heian, nombre antiguo de una Kioto romantizada del siglo X, con otro mundo, actual, con el que nos topamos en ciudades como Tokio, llena de personajes opacos y desesperanzados, mascaritas risueñas y poco convencidas de un carnaval que ni ellas mismas creen. De pronto bellas cortesanas recluidas se travisten en hembras ordinarias, callejeras. Del tipo de las aparecen en mangas, animes y films de consumo corriente.
Una estética de la pausa. El cine japonés de Alexandr Sokurov
(2007: revista Las Ranas, Buenos Aires)
I) En la actualidad disponemos del arte cinematográfico que merecemos. ¿Hemos de resignarnos?
En las últimas décadas, parte del pensamiento occidental más incisivo ha luchado por esclarecer el fenómeno del cine. Tenemos entre otras la obra de Paul Virilio (1). Hay puntos de su análisis que nos pueden ayudar a reflexionar sobre la estética de Alexandr Sokurov. Si concedemos que la velocidad es el rasgo definitorio de nuestra civilización y que el cine constituye expresión artística crucial de dicho mundo, en buena lógica aceptaremos que el séptimo arte se plante como viga maestra de nuestro imaginario. Al par que constituye representación icónica de la vida social contemporánea, podemos entender que nos domina de un segundo modo: es nuestro pedagogo de cabecera en el arte de percibir la realidad, de construirla, como solían decir los fenomenólogos de la sociología.
Nuestra imagen de nosotros mismos ES una imagen fílmica: entre sus rasgos descuella aquella velocidad, cada vez más acelerada, que moldea nuestros actos en el momento mismo en que los está visualizando. El cine da lenguaje al vértigo de nuestra existencia. Baste un hecho para aclarar que, en su conjunto, el cine no sólo se refiere a movilidad sino a ese extremo cinético que, aunque sin hablar de cine, Peter Slöterdijk denomina “movilización” (2). Tal hecho, pienso, no es otro que el predominio aplastante del modelo fílmico americano. No sólo como consecuencia de su poderío económico. También por la progresiva acomodación de nuestro sistema sensorial: de a poco nos vamos convirtiendo en espectadores irresistiblemente movilizados.
Se suele decir: el cine americano es “dinámico”, el europeo es “lento”. A poco que ejerza la crítica, uno se siente urgido a redefinir. El cine americano es más bien “instantáneo” (maniaco, maquinal y nos condena a la “tiranía del instante” en secuencias pautadas por “máquinas de visión”, en palabras de Virilio). En tanto que algún cine europeo, estimo que el de Sokurov, intenta ser “progresivo” (o sea: humano por la expresión que busca; y, en eso, liberador de cualquier dominación tecnológica).
El entorno social europeo (¿también el de Argentina?) parece poco dispuesto a cuestionar el vigente mandato de la velocidad. No en vano somos parte de una civilización hiperkinética. La industria cinematográfica se muestra proclive a incrementar el vértigo de las imágenes, por razones estratégicas que explican los estudiosos citados, amén de algunos otros. Por eso nos resulta sorprendente (y en algunos provoca cierto rechazo) el cine en cámara lenta de Sokurov. Claro que esta vez el diccionario nos confunde. En el caso del ruso, cámara lenta no designa el “rodaje acelerado de una película para producir efectos de lentitud al proyectar imágenes a velocidad normal”. Se trata de lo opuesto: el intento es rodar a un ritmo digamos natural, para el caso una cadencia humana, capaz de producir, por contraste, conciencia de una inhumana aceleración, aquella a que obligan representaciones fílmicas que quisieran vendernos como normales.
II) “La gente tiene una idea extremadamente simple y sumaria de lo visible”, afirma Sokurov.
El tempo del cine convencional mima, imita, esposa, el ritmo galopante de la tecnología. Las imágenes nos ametrallan en sucesión vertiginosa. Sin embargo, ellas se explayan usando cadencias calculadas y uniformes, en última instancia previsibles. El pensamiento de un espectador “normal” (o sea: cumplidor de la norma subliminal que le están imponiendo), pasa a funcionar de forma “correcta” cuando su ritmo, por más que en superficie parezca frenético, se vuelve en realidad más lento, al impostar el que la sucesión mecánica de fotogramas le va marcando. Así de sutil y de grotesco, el cine nos enajena del ritmo de la vida. Porque la vida no discurre con uniformidad. Lo muestra Sokurov en sus films: ella tiene un ritmo difícil de precisar, suele alejarse de la ley del metrónomo. A veces se rige por la rapidez torrencial de la pasión de una campesina rusa, María, y otras por la somnolencia fluvial del ojo que observa en close up el rostro fascinante de otra campesina, Umeno Matsuhashi, protagonista de Una vida humilde.
Fuera del imperio del cine, una retina siempre puede aspirar a ser más libre y creativa: puede aprender a captar mucho más que cualquier cámara y llegar, con ascesis, a registrar un nivel de complejidad que al aparato más moderno se le escapa. Por eso, la retina, a pesar de que registra más, al ojo maquinal le parece (por error) parsimoniosa. Fuera del cine, igualmente, el pensamiento, si lo dejan, vuela veloz como la luz, hace quiebres, esquiva, toma atajos, relaciona lo que estaba separado, separa lo que una torpe visión mecanizada se empeña en empastar.
La apuesta fílmica de Sokurov consiste en invertir un juego inicialmente planteado “dentro” del cine, colocando al espectador en situación distinta, “fuera de juego”. Por un lado, toma todo tipo de recaudos para ralentizar la imagen: el ojo de la cámara intenta en lo posible alcanzar, imitar, la performance, de suyo infinita (3) de la percepción humana. Por otro lado, intensifica y agiliza la comprensión del espectador sobre lo que está visionando. Comprensión, aquí, equivale a afinamiento, aguzamiento de la percepción visual, una visión auténtica, una contemplación de imágenes. Estas no ocultan ningún mensaje. Son lo que son: planas, bidimensionales en toda la extensión del concepto. Y sin embargo, esas imágenes tienen mucho que revelar a quien se atreva a observar, en el sentido que este verbo adquiere, por ejemplo, para fotógrafos aficionados japoneses que preparan, en abril, una toma del primer verde del bambú.
Un desafío de esta laya constituye la negación del cine “americano” (4). Rechazo de cualquier realismo en las imágenes, de una dócil imitación del movimiento, del color que debiera corresponder, o del sonido que cabría incorporar, acompañamiento convencional de imágenes vueltas, ellas también, convencionales.
III) “El nacimiento del cine como un arte todavía está por ocurrir”, anuncia Sokurov, jugando a ser profeta.
“Si el primer cineasta hubiese nacido en China o en Japón (agrega), los asiáticos habrían creado inmediatamente un nicho de arte para el cine”. Pero al cinéma lo crearon occidentales, en concreto franceses (precisa que “para divertirse y hacer dinero”). Y con eso “lo pusieron en un burdel”. ¿Justifica que el ruso vea tan poco cine y lo ame tan poco, como reitera provocativo en sus declaraciones? En todo caso, Sokurov quiere asistir al nacimiento del cine como arte. ¿Fantasea con ser protagonista de su gestación?
El cine, según él, no ha llegado todavía a un estado en que pueda “nacer en el mundo visual, sin la influencia del exterior, y conseguir la independencia de sus raíces”. El empeño de Sokurov consiste en conseguirlo, con ayuda de recursos limpiamente fílmicos. Diversos críticos sostienen que el cine de Sokurov es pictórico, o musical, o literario (5). Sin duda es cierto, pero se trata de afirmaciones delicadas: podrían inducir a error si fueran tomadas de forma genealogista o conductista. El cine de Sokurov hemos de mirarlo en sí mismo. Importa descubrir que a las referencias procedentes de otras artes el ruso les hace sufrir, cine mediante, una total transubstanciación, convirtiéndolas en divina carne fílmica.
¿Cómo se las ingenia, por ejemplo, para lograr la máxima desaceleración? Permitiendo que todo suceda desde el punto de vista del ojo que mira a través de la máquina. En varios momentos de El arca rusa, al ser expulsado o repelido de una sala, el irónico conde francés que la (lo) guía, la cámara (el operador) retrocede manteniendo sus mismos pasos y dejando establecido que quien filma es otro personaje que, acaso, convendría mencionar en los créditos. También en Una vida humilde, la cámara adopta el punto de vista del observador, en esta ocasión un viajero. En otros casos, el ojo filmante queda fijo, petrificado en la indagación de imágenes que no se modifican. Leo que, en Voces espirituales, la primera parte comienza con un paisaje ártico mantenido en encuadre inalterable ¡durante 40 minutos! No me cuesta creerlo, considerando la calma notable con que la cámara visualiza los campos en María. O la ventana de Dolce, a través de la cual o bien se abalanzan las miradas hacia un exterior oceánico, o bien tormentas y/o bosques invaden esa misma habitación de Miho, esposa y madre enloquecida.
En movimiento o en quietud, el ojo del amo engorda la cámara, la doma, le enseña a proceder a ritmo humano. El uso del plano-secuencia es clave en la misma dirección: en el caso de El arca rusa, dura los noventa minutos de la película. Un ritmo tan sosegado atenúa oscilaciones innecesarias y elimina de raíz la noción misma de clímax. No es que las cosas se paralicen: el cine de Sokurov no es un monolito, no es un fresco. En sus escenas todo cambia constantemente, pero mediante modificaciones pequeñas, a veces infinitesimales. La ventana de Dolce es un palco donde siempre parece mirarse lo mismo y desde donde se perciben al mismo tiempo innegables modificaciones. El uso del travelling cumple idéntica función: de pronto aparece un río y la cámara se distrae persiguiendo una inmovilidad que viaja sin cesar, de acuerdo a la consagrada metáfora. O, al contrario, es el ojo-viajero el que mira durante tres minutos por la ventana de un autobús, en María, aplacando de a poco la impaciencia del espectador que se pregunta quién es el que viaja y hacia dónde.
También, segunda manga, pretende Sokurov extremar la implicancia del espectador en sus películas. Para lo cual, emplea a gran escala esa forma modesta pero efectiva de la metamorfosis que algunos denominan la distorsión (6). Todo tipo de distorsiones se suceden en sus films. Distorsiones de la imagen, a base de desenfoques, como en el álbum de fotos de Dolce, en donde unas acaban revelando (o escondiendo) su parecido con las demás. O mediante variaciones luminosas, que se prodigan para mejor expresar el estado de ánimo del momento: cada vez que, en El arca rusa, los ojos de Sokurov miran con delectación su pasado favorito (pareciera que aquel protagonizado por Catalina la Grande), el blanco y negro (en realidad es color sepia) se transmuta en rosáceo de polvos faciales. La cara de Miho, viuda de Shimao, muta igualmente del blanco sin color al rosa pálido, en la escena de su llegada a la suntuosa casa familiar.
También se van modificando los sonidos, de acuerdo con parecida lógica: ¿quién podría explicar en qué consiste exactamente la banda sonora, a menudo próxima a lo inaudible, de extensas partes de Dolce, de María o de Madre e hijo, por ejemplo? Una idea dramática general que me parece aplicable a los films de Sokurov que he visto es “la permanente confrontación de cada sonido con su inminente desaparición en el silencio u otro sonido”, como comenta Joâo Nisa, crítico portugués.
Se distorsionan los espacios, permitiendo la coexistencia de imágenes de archivo, fotografías, filmaciones o cuadros vivos. Vestida con impecable kimono blanco, de pronto la foto de Miho se transforma en mujer que mira hacia cierta ventana que nos queda invisible (el espectador imagina que es la misma ventana de siempre), mientras detiene la caligrafía con la que, devota, pasa a limpio los escritos de su marido, ahora delante de ella mirándola con afecto y distancia. Se distorsionan los tiempos, a base de variaciones de velocidad en una misma toma o en tomas parecidas, extraviando entre ellas toda homogeneidad. El tiempo real no parece interesar a Sokurov: le interesa un tiempo nuevo, el de la experiencia, que se dedica a construir película tras película.
IV) El concepto de pausa es central en la estética de Alexandr Sokurov.
Desaceleración rítmica de las imágenes y máxima implicación emocional del espectador: aquí están los dos pilares de una misma concepción de la pausa. Pausa es intervalo entre plano y plano, dejando que se manifieste la incertidumbre del tiempo, que el realizador prolonga, salvándolo en forma provisional de su acabamiento. Es detención del tiempo para que mejor trasluzca la intensidad dramática de una escena, en concordancia con el concepto japonés de ma (7): Sokurov parece conocerlo; en todo caso lo maneja con pericia. Pero pausa es igualmente algo que aparece inverso: una súbita elipsis en forma de atajo que acorta caminos y pone a prueba la velocidad interpretativa del espectador.
Hay momentos, es cierto, en que pausas tan largas contrarían el movimiento hasta negarlo y se transforman en lentitud: es cuando el artista quiere por ejemplo mostrar la eternidad del desgarro doloroso de alguna mater dolorosa, una de las muchas que pueblan la filmografía del realizador ruso. En otros momentos, por el contrario, la lógica cruje y se estremece al descender a toda velocidad por un barranco inesperado, siguiendo la mirada de Miho y haciéndonos temer lo peor.
Pero en Sokurov siempre acaba triunfando la lógica: no asoma ningún disparate, ni un atisbo de surrealismo, nada de rêve mallarméan. Lo que hay, según explica Jacques Rancière, es interface, un espacio o un tiempo voluntariamente indefinidos, en donde las propuestas de diferentes artes que el director hace suyos “vienen a juntarse, a sacar partido de su ambigüedad, a bifurcarse unos en dirección a los otros” (8). Una nueva cara de las cosas, donde la fotografía se hace pintura pero también página compuesta, alfombra suavemente deslizante y hasta ventana. Estoy así describiendo el arranque de Dolce, en el cual Sokurov prodiga un resumen magistral de su pausada estética: mientras los créditos se desgranan (¡bien poco hay que acreditar en apenas veinte segundos que dura el tramo!) en kanji y doblaje cirílico, un kakemono (pintura en rollo) es filmado conteniendo acrobáticos y erectos cedros japoneses. A medida que la cámara se eleva y se trepa a los árboles, las nubes ocupan de a poco la escena hasta que las copas se transforman en dichas nubes. Sólo que, ahora, ellas (¿copas o nubes?) reposan sobre el mar y el kakemono se transmuta en ventana desde la cual una nube, a la sazón vuelta espalda de alguien, parece mirar la tormenta del mar. Por entre grises aparece, in-traducida, en rojo vivo, la palabra dolce. Lo presentimos de inmediato: se refiere a dulzura, sin perder de vista que las tres primeras letras anuncian la sangre de un dolor y de un duelo inminentes.
Nadie tiene prisa en los films de Sokurov. Las escenas más terribles conservan la misma tibia tranquilidad. Las mujeres que lloran (en Rusia, por lo visto, los hombres no lloran) lo hacen elegíacamente. Las pasiones se desencadenan de forma equidistante (por dicha razón, el feeling japonés se presta muchísimo a ilustrar una estética como la del ruso, quien ha dedicado tres películas a temas japoneses). El sosiego marca un presente que no admite dilación, pero tampoco trasunta pereza, indolencia o pelmacería. Tan sólo aplazamiento, ante un destino que no precisa de apuros para cumplirse. ¿Sokurov habrá leído a Sartre? En ciertas películas suyas, el desenlace está anunciado, como en Madre e hijo. Pero en otras como Dolce, o en María, la imagen transunta el mismo sursis sartreano: el paso espacioso, despacioso, hacia el cuajo de un destino, aunque sigamos sin saber cuál, al final, será su cumplimiento.
V) El cine de Sokurov ayuda a transformar el metro del reloj en ritmo de una experiencia que el realizador desea compartir.
La doble voluntad de Sokurov (atenuación de las imágenes, intensificación de la implicancia del espectador en lo que visiona) contribuye a crear una situación no muy frecuente en cine: el séptimo arte abandona el surco trazado por las máquinas de la visión, inaugurando un registro distinto, humano, más lento y más veloz que el de una lente obediente a la técnica.
Sokurov reivindica una obra fílmica. Puede hacerlo porque tiene mirada propia. Su ya larga obra (por el momento, difícil de conocer en su totalidad) constituye una meditación sobre el destino de la vida. Es la obra de alguien que regresa a sí mismo. A Paul Schrader le comenta: “Si quisiera visitar el lugar donde nací, tendría que conseguir un barco, viajar a través de las aguas y mirar hacia el fondo”. En el buceo de su vida, no encuentra otra cosa que soledad (los hombres son seres solitarios: “cada uno tiene su círculo”, afirma uno de sus personajes) (9). Su regreso a las raíces tiene poco de autobiográfico (salvo los sentimientos, por supuesto), mucho de cultural y, si puedo atreverme a decirlo, de espiritual, aunque no en un sentido religioso. La mirada a veces extraviada de los personajes de Sokurov -madres, hijos, esposos, viajeros, amateurs de arte, políticos, monumentos de metal o de piedra, algún animal, simples soldados- escruta de frente una ausencia, una pérdida. Una falta de certidumbre a causa de la fragilidad de las situaciones y la fugacidad de los afectos. Su intento es cerciorarse una y otra vez sobre lo mismo: si hay algo debajo de sus pies, si hay algo que pueda contenerlo y abrazarlo. A Maria Joâo Madeira le dice que, en cada película, lo que intenta es crear y construir su casa: “Hago films como si estuviese construyendo una casa de principio a fin”. “Mi casa”, insiste. “A veces una casa que inspira miedo, otras no, nos inspira alegría” (10).
Como los grandes escritores rusos que admira, y a los que vuelve y vuelve, Sokurov se siente impelido a exhibir y compartir su punto de vista: “Lo que un artista hace es desarrollar al hombre y abrirle horizontes…”. Su horizonte no es otro que la muerte. Los ríos fluyen pausadamente en sus películas y van a dar al océano inmenso de la taiga, a la extensión sin fronteras de muchos campos recorridos. En ellos la mirada se zambulle, en ellos acaba la vida del hombre. De mientras, no deja por de manifestar un respeto profundo por la vida, la cual acaba imponiendo su módica esperanza, incluso en condiciones tan difíciles como la locura, la pobreza, la represión, el frío ártico, la disciplina de los cuerpos, la dictadura de las mentes.
Ajeno al moralismo, Sokurov se sirve de procedimientos artísticos verificables para desarrollar sus planteamientos. La cámara ha de mostrar lo mismo que se ofrece ante los ojos. Sin moral, sin ideas, huyendo de todos los tabúes “(debe incluso huir de Dios”), “abriéndose sólo a sí mismo”. Cada film ha de latir como late un corazón, dándole a su obra ese diapasón tan claramente sokuroviano. Ni la lentitud desesperante de Marguerite Duras, ni la velocidad exasperante de las tópicas películas “de acción”. Mezcla de realidad y de ficción, sístole y diástole de la respiración sin ansia de un meditante.
Sokurov filma sensaciones y percepciones. Las suyas las convierte con maña en las de su espectador. Por eso, no es de extrañar que insista en controlar por sí mismo, como un artesano, cada detalle de sus películas. Todo en su cine es artesanía, incluidos films recientes. Su cincel y su mano, presentes en el guión, el rodaje, la producción y el montaje, estampan su firma en una arquitectura del alma. Además de belleza, nos da la propina de un presupuesto irrisorio, propio de alumno recién egresado de una escuela de cine. Confesó a Paul Schrader que le resulta impensable manejar presupuestos. Ya no los propios de Hollywood, incluso los del más barato cines europeo: “No consigo imaginarme haciendo un film con un presupuesto de 150.000 dólares”. ¿Cuánto habrá costado El arca rusa, filmada en un único plano secuencia, como en su tiempo aquella joyita de Carlos Saura y Antonio Gades, Bodas de sangre? Tampoco es de extrañar la pobreza voluntaria, consentida, en lo que se refiere a la técnica: en Dolce o en El arca rusa (ya del siglo XXI) nos parece seguir viendo el cine del primer Hichcock, ¡qué va!, el de Murnau, el del Eisenstein de La huelga, el de Flaherty en Hombres de Arán.
Ni desconcierta la inventiva inagotable de este insólito franciscano del cine. Dice que ve pocas pelis, que no le gusta ir al cine. Será coquetería, porque muestra tener aprendidas las lecciones de la perspectiva moderna. Aunque es evidente que en su arte entran a raudales las influencias de la pintura y de la música, como se suele señalar. También, creo, lo han marcado a fuego los clásicos de siempre, rusos, franceses, recurso inevitable del que ha vivido aislado: veinte años por culpa de la censura soviética, aunque hoy se aparte de todos por propia y meditada elección. Me pregunto si en su obra no aparece además el ojo clínico de un médico. Y hasta la osadía ante el misterio propia de un adolescente del espíritu como él, alguien que cree y declara que la vida siempre se acabará imponiendo.
Sokurov es un autor que se sabe tal. Prodiga “cine de autor”. Ese cine especial que él mismo caracteriza por una total “ausencia de imposiciones al espectador”. El ruso confía en el público (se parece a los auténticos artistas; hace pensar en su amado Hölderlin). Desea compartir su experiencia, es cierto, pero no la facilita en absoluto, porque lo humano nunca resulta invento fácil. Si el público quiere captar el arte que le ofrece, ha de hacerse capaz de recibir el film como una experiencia y vivirlo como tal: “dejarle que se entregue a sí mismo, a sus sentimientos más íntimos”. Entonces el espectador estará en condiciones de devolverle al autor la misma moneda. Un buen espectador no necesita “explicaciones”: nada de contextos, poquísimas referencias, historias por costumbre incompletas, diálogos escasos y muchas veces inexistentes (Umenu Matsuhashi, la campesina de Una vida humilde, muestra hasta qué punto las palabras son accesorias). Delante suyo, el artista practica lo que Pound aconseja al poeta: “simplemente mostrar”. El espectador, sobre todo si revisa una y otra vez las mismas escenas, se acaba entregando al pausado e intenso despliegue de sensaciones. Como ante una música que lo atrae o un cuadro que lo seduce.
En sus paisajes casi monocromáticos, color amarillo tierra, escenarios desertificados pero no lunares, en esos espacios de quien ya habita tal vez el fin del mundo, Alexandr Sokurov despliega ante el espectador un cine exento de lecciones o consejos, de destrucción o de violencia, simplemente absorto en contemplar “sin interrumpirlo, el curso de la vida”.
(1) En libros de 1977 (Vitesse et politique), 1984 (Guerre et cinéma) o 1996 (Cybermonde), ampliados por otros textos y entrevistas, el pensador francés se centra en “la logística de la percepción”.
(2) Peter Slöterdijk, “Eurotaoísmo”, Barcelona, Seix Barral, 2001 (1989).
(3) Forma de mencionar la noción cantoriana de “indefinido”.
(4) Me refiero al de Hollywood y al de la factoría Disney.
(5) Stéphane Bouquet, “L’oeuvre de mort. Mère et fils d’Alexandre Sokurov”, en Cahiers du Cinéma, nº 521, février 1998.
(6) Joâo Nisa, “En los márgenes de lo visible”, en “Elegías visuales”, Barcelona, Maldoror Ediciones, 2004.
(7) Término ampliamente usado en artes tradicionales -especialmente música, danza, teatro-, extendido posteriormente a la plástica del sumi-é, de los jardines secos y de la ceremonia del te, y arribado a la modernidad de la mano de Yasunari Kawabata, maestro en cesuras del flujo narrativo. Un verdadero clásico de la estética japonesa.
(8) Jacques Rancière, “Le cinéma comme peinture?”, en Cahiers du Cinéma, nº 531, janvier 1999.
(9) Paul Schrader, “L’histoire de l’âme d’un artiste est une histoire bien triste”, en Film Comment, nº 6, nov/déc. 1997.
(10) Maria Joâo Madeira, “La ausencia”, en “Elegías visuales”, o.c.
Japón: Disciplinas del cuerpo
(2006: revista Las Ranas, Buenos Aires)
Lo que captamos al inicio del mundo humano son multiplicidades que se resisten a cualquier clasificación. A nuestros ojos se despliega una interminable colección de razas, instituciones, lenguas, religiones y costumbres.
En un caso, y tal vez únicamente en ese caso, aceptaríamos que la especie humana mantiene su unidad: nuestro cuerpo. Parece indiscutible que todos los humanos tenemos cabeza, tronco y extremidades, idéntica organización glandular y sexual, funciones cerebrales comparables. Parte de la antropología se asienta, precisamente, en la posibilidad de acercar y comparar pueblos lejanos estableciendo analogías entre sus manifestaciones corporales.
Sin embargo, la realidad se muestra bastante más compleja que algunas teorías de las ciencias humanas. En pocos terrenos la diferencia cultural es tan apabullante como en el espacio delimitado, organizado y proyectado por nuestro físico. Al punto que podríamos decir que también un cuerpo acaba siendo “construcción social” (Luckmann dixit), como las jerarquías políticas, los modos de comercio o los estilos del arte.
Hay corporalidades expresivas, teatrales, felinas, mientras que otras son estáticas, simbólicas o simplemente alusivas. Unas son jóvenes, otras maduras o seniles. Masculinas, femeninas. Hay corporalizaciones esquimales y brasileñas, así como rusas, francesas o norteamericanas. Y las hay, por cierto, japonesas.
Ahora bien, hablar sobre los cuerpos en Japón exige un desvío previo. Recordar cómo se construyó nuestro cuerpo occidental nos permitirá calibrar el fuerte contraste con “lo nuestro” que representa la experiencia nipona en materia corporal.
Es cierto que la civilización europea se construyó a sí misma siguiendo en buena parte el paradigma judeocristiano. Entre otros hechos, este modelo se tradujo en vergüenza ante la propia anatomía. Durante siglos, el cuerpo fue objeto de candentes rubores y casi todo en él eran “partes pudendas”. Un mal uso del cuerpo generaba culpa personal y encima la exclusión de toda vida social normal.
Sin embargo, la llamada “revolución moderna” produjo profundos cambios en Europa. Entre otros, una revisión de vivencias e imágenes antiguas sobre el cuerpo. Desde entonces, este se fue transformando en un lenguaje. Por ejemplo a través de la danza. A veces dando rienda suelta a la sensualidad de los bailarines, como sucede en el flamenco o en el tango. Otras manifestando una corporalidad más tenue, neutra o apocada, como en el minueto o en la sardana. También se hizo presente el cuerpo mediante el lenguaje popular de los deportes, auténtico ideal contemporáneo de superación personal por medio de un esfuerzo sostenido y meritorio. Sin olvidar la inevitable exasperación capitalista de esta tendencia que conduce al maquinismo deportivo, grotesca transformación del físico en carrocería artificial y desbordantemente musculosa.
Por unas u otras vías, la apariencia del cuerpo se transformó en asunto personal e individual. Hoy en día todos nos sentimos capaces de afirmar: yo soy un cuerpo, mi cuerpo soy yo. Desde los albores del Renacimiento, el bienestar del cuerpo pasó a constituir un tema crucial en las tomas de decisión de cada uno. La gimnasia o el maquillaje, la dieta, el tatuaje o la cirugía estética: formas de acreditación de un individuo a través de su propia “expresión corporal”, vivida como un derecho inalienable que rompe con tradiciones religiosas seculares. Y a pesar de que, a menudo, el cuerpo igual acaba en cárcel infranqueable de la propia persona, el sueño de una redención corpórea continúa siendo bandera del progresismo laico occidental.
Cuerpos naturales, inocentes
En materia corporal, la experiencia japonesa ha sido diferente. En Japón la representación del cuerpo fue sufriendo una evolución en sentido inverso al europeo-occidental antes señalado. En Europa, la construcción social del cuerpo se logró de forma independiente (o contraria), a los mandatos religiosos imperantes. En Japón, por contra, los cuerpos encontraron en el mandamiento ideológico (civil y religioso) el criterio de su ordenamiento presente.
En efecto, en los periodos de configuración de tradiciones específicamente niponas (como las que aparecen en antologías literarias tan conocidas como el “Manyoshu”, del siglo VIII), el cuerpo no constituía una cuestión especial o un grave problema. El uso o la exhibición corporal no parecían desafiar tabúes religiosos. Tampoco provocaban vergüenza, esa otra experiencia, a un tiempo interior y social, que muchos antropólogos consideran viga maestra para la elucidación del carácter moderno de los japoneses.
El cuerpo no se ocultaba sistemáticamente. La belleza (femenina o masculina) no dudaba en representarse en la iconografía. La decoración y la ornamentación corporal gozaban de cierto predicamento. Decir que el cuerpo “no era tema” ni tabú religioso se puede entender si alejamos la situación japonesa antigua (digamos hasta el siglo XV o XVI) de dos extremos frecuentes que hoy en día podemos utilizar para imaginarnos mejor el estado de las cosas de ese entonces: ni el hiperexhibicionismo pautado, propio de la publicidad contemporánea, que busca escudriñar metódicamente cuerpos de papel o celuloide regalado, aunque en realidad sean formas de una ilusión que se acaba vendiendo; ni la ocultación vergonzante de cuerpos reales bajo túnicas desde cráneo a tobillos, meramente imaginados pero sobre los que nadie se atreve a preguntar.
No podríamos afirmar que el cuerpo japonés antiguo fuera un cuerpo “libre” (con razón o sin ella, a los occidentales nos gusta pensar que la libertad sólo nace al cumplirse proyectos que rompen cadenas). Sería más correcto suponer que el japonés de entonces era un cuerpo “natural” y, sobre todo, un cuerpo “inocente” de cualquier “pecado original”.
En línea con las tradiciones nativas del “shintoísmo”, se daba una relación estrecha y maternizada entre hombre y naturaleza, a través del cuerpo. En su funcionamiento corporal, los humanos de alguna forma repetían el ciclo natural de nacimiento, plenitud, ocaso y muerte, eco de aquel otro orden, climatológico, el de las cuatro estaciones perennes. El hombre se distinguía de inmediato respecto de cualquier planta o animal. Pero las tradiciones y los textos no lo situaron nunca como “rey de la creación”. El hombre vivía en un entorno agreste, a veces un plácido jardín y otras veces en un enterradero de vida o haciendas. Vivía equiparado al resto de los integrantes del planeta (vivientes o inanimados), en compañía de seres diferentes a él, pero iguales en dignidad e importancia.
Si la naturaleza era, por decirlo de algún modo, “sagrada”, también había de serlo el cuerpo humano, autorizado a evolucionar y a actuar con la espontaneidad de cualquier otro viviente. Esto afectó al vestido y al desnudo.
Sin necesidad de exhibición, el cuerpo japonés antiguo se mostraba plenamente en los “rotemburo”, baños termales populares en un país montañoso y de inviernos crudos como Japón. Durante largo tiempo los baños fueron mixtos, populosos, explícitos. Lugares de reunión y de mutuo reconocimiento, propios de una sociedad agrícola donde todos se conocían y en la que muchos estaban unidos por lazos de consanguinidad. Los baños termales no eran más que surtidores situados en bosques y roqueríos. Los japoneses los podían encontrar y degustar en el curso de excursiones y paseos a los que siguen siendo muy aficionados.
Otro espacio de mostración corporal colectiva que se ha salvado del estropicio capitalista casi por milagro son los baños públicos urbanos (el “sento”). Desde la irrupción de la cultura (y del pudor) occidental en Japón, es cierto que su uso se escindió por géneros. Pero, aún así, el uso social de estos locales sigue siendo el de antaño. Cada “sento” se sigue ofreciendo como un espacio en el que el cuerpo puede mostrarse sin ofrecerse, demostrarse sin exhibirse y hacerse propio en el momento mismo de constatarse próximo, similar, al de los demás. Esto resulta significativo si tenemos en cuenta que la clientela de un “sento” está compuesta, no sólo por gente joven, sino también por maduros o directamente ancianos. En un “sento” el manejo del propio cuerpo desnudo es bien meticuloso: incluye ducha, masaje, frotado, cepillado, ciertas gimnasias relajantes y luego una lánguida espera sumergido en aguas realmente calientes, aliñadas en ocasiones con azufres, suaves descargas eléctricas o chorros laterales. Al final, una ducha helada y de vuelta a casa o al trabajo. Interesa destacar dos aspectos del “sento”. Uno es el minucioso toqueteo del propio cuerpo, ninguna de cuyas partes es considerada secreta o impresentable. No hay partes que ocultar, no hay gestos corporales inconvenientes, no se mitiga la erogenización. El otro aspecto notable es la discreta sociabilidad imperante, en algo parecida a la de los bares de cuño hispánico: los parroquianos del “sento” se sientan codo a codo, se sumergen en pequeñas piscinas más estrechas que una habitación, a veces se recluyen en un silencio hospitalario, y hasta dormitan, o roncan, con la mandíbula relajada y la boca algo abierta.
De aquellos tiempos simples también perduró la institución potente de los luchadores de “sumo” (los “sumotori”). El cuerpo allí se expande hasta dimensiones que serían grotescas de no ser porque todo en este deporte apunta a una leve agilidad, corporal y mental. Allí está el cuerpo en todo su esplendor, en su más que extensa materialidad: un profesional difícilmente puede pesar menos de 120 ó 130 kilos, si desea llegar lejos en su carrera deportiva. Allí está el cuerpo palmariamente visible en sus redondeces, con su piel tan lisa, los senos opulentos, brazos y piernas firmes, torso desnudo y una abertura pelviana que subraya justamente lo único que la módica tanga pareciera querer disimular. Las nalgas ondulan por su parte, campechanamente. El “sumo” es el deporte nacional japonés. Se practica desde hace 2.000 años. Su espacio era el cobertizo rural, con formas que todavía se usan en los estadios y que remedan la arquitectura de las santuarios shintoístas y los rituales de purificación por la sal y el agua.
Cuerpos homogéneos y subordinados
Las cosas empezaron a torcerse en Japón cuando la decantación de jerarquías sociales se fue volviendo una necesidad perentoria para los poderosos. Japón vivió en este aspecto un proceso comparable al de otros países. Similar, por ejemplo, al que Michel Foucault señala como propio de su país, Francia. El asunto es el siguiente: un Estado necesita sujetos y, para lograrlo, comienza “sujetando” lo más posible el cuerpo de sus ciudadanos.
En el caso japonés, pareciera que surgen algunos aspectos específicos.
- Uno es la precocidad con que la noción misma de Estado empezó a incluir la necesidad de una homogenización de actitudes y gestualidades físicas individuales. Japón dispuso de “protoestado” muchísimo antes, por ejemplo, que cualquier nación europea.
- Otro aspecto diferencial: los nobles japoneses posteriormente llamaron en su auxilio a esa especie de religiosidad civil que se llama “confucianismo”.
Veamos el proceso.
La primera oleada de influencia china (entre los siglos VI y VIII) ya había dotado al archipiélago de un texto fundacional que hoy en día podríamos considerar una constitución. Durante siglos, la preminencia de la esfera política dotó a Japón de su proverbial organización. Sin embargo, al paso de todos esos siglos, la esfera pública poco o nada se metía con la moralidad de los individuos. El cuerpo todavía no era “enemigo” del Estado. No se reprimía lo que luego llamarían “inmoral” o “pornográfica” estética de los “shunga”. Los “shunga” eran pinturas vistas como “cuadros de primavera” en una rítmica social pautada por el budismo. Hoy en día, al contrario, se los considera completamente indecorosos.
Hasta el siglo XVI o XVII se estimulaba la formación de cuerpos dóciles, maleables, adaptables a la doble función alternante de la mayoría de la población nipona. A veces campesinos, en tiempo de paz, sometidos a la absorbente gestualidad del cultivo del arroz. Y en tiempo de guerra soldados, lanzados como escudo musculoso a luchas que todavía eran cuerpo contra cuerpo.
Lo que interesó más al Estado fue la homogenización de los cuerpos, condición previa para mayores productividades bélicas o económicas. Cuando no morían extenuados en el arrozal o trucidados en el campo del honor, esos hombres estaban sujetos a una gesticulación sobria y solemne, especialmente adecuada para el reconocimiento de las jerarquías: las detalladas reglas de la cortesía y de la sumisión se expresaron desde entonces sin palabras, a través del lenguaje elocuente de cuerpos que se inclinan exactamente según lo requiere cada situación, codificada por las reglas del rango. Reverencias, giros, ademanes, delicadas contorsiones que marcan el lugar de cada cual, y sobre todo el lugar del otro, del que manda sin apenas mostrarse, pero cuyo dominio adquiere auténtica materialidad en el accionar del cuerpo de sus subordinados.
Esta disciplinización del cuerpo dispuso de canales múltiples que le aseguraron difusión masiva: hogares y templos, centros productivos y recreativos, cuarteles y hospitales. Al fin de este proceso, la sociedad japonesa ya no necesitaba una justificación ideológica demasiado explícita, aunque le fue estampada como un sello real mediante las rígidas formas del “confucianismo” y mediante sus teorías sobre la jerarquía social. Como suele suceder, la norma no hacía más que describir una realidad preexistente y autosustentada: la jerarquía ya estaba encarnada, “in-corporada”, en una actitud corporal que hoy en día oscila sin demasiada conciencia de límites entre la servicialidad y la sumisión, entre el debido respeto y una obediencia que por momentos a uno le parece demasiado incondicional.
No cabe duda de que la disciplinización corporal que acabo de describir en dos etapas resultó funcional al desarrollo capitalista, el cual empezó en Japón más tarde que en Europa, al inaugurarse el periodo Meiji, en 1868, cuando se produjo la llamada “restauración imperial”. Aquellos cuerpos maleables trasladaron su elasticidad al trabajo de la seda o a las pesquerías. Aquellos cuerpos fibrosos y endurecidos se repartieron entre el cuartel y las factorías navales o metalúrgicas. El acceso de Japón al pelotón industrialista pudo ser tan veloz precisamente porque el útil humano ya estaba manufacturado desde hacía siglos: sólo le faltaba una inyección organizativa y tecnológica, que llegó de la mano de europeos y norteamericanos.
La filosofía confuciana y la religión civil del progreso y la tecnología aunaron sus prédicas en aras a forjar cuerpos dóciles y resistentes al servicio de la nación.
Muñecas de carne
¿Y qué sucedió con la mujer? Funcionó como contraparte necesaria del proceso de domesticación del cuerpo masculino. Poco a poco ella también fue domada y su cuerpo transformado en cofre cerrado que sólo podían descerrajar los merecedores de tamaño premio: productores eficientes y valientes soldados. Como recompensa, los trabajadores merecían una mujer propia estable, en una relación más individualizada que en la época clánica del “ie” (familia nuclear). Por la vía de esta simple lógica se produjeron cambios apreciables en la constitución de la familia japonesa, cada vez menos “nuclear”, cada vez más “conyugal”. En cuanto a los soldados, recordemos que Japón comenzó relacionándose con la sociedad internacional mediante una larga serie de guerras, ocurridas entre 1895 y 1945. Esto implicaba una fuerte especialización bélica, tanto en la producción como en la vida social: la casta militar se volvió prestigiosa y fuente de poder. La mujer japonesa (y, cuando ésta escaseaba, la china o la coreana) pasó a ser “reposo” tanto del guerrero corporativo como del combatiente militar. Como en tantos otros sitios, las niponas contribuyeron con su cuerpo en un doble plano, en tanto que hembras que brindan placer y en tanto que reproductoras. Abandonaron la vida social activa (cuyo acceso antes tenían asegurado mediante la agricultura, el artesanado y el comercio comunal) y pasaron a vivir al diapasón del deseo de un mundo social cada vez más masculinizado y más necesitado de rápidos aumentos de población.
El hombre debía homogenizarse, ocultándose tras un uniforme que en Japón distingue, hasta el día de hoy, no solamente a sacerdotes y militares, sino asimismo a escolares, oficinistas, trabajadores o empleados municipales. En cambio la mujer debía distinguirse lo más posible, manteniéndose, claro está, dentro de cierto orden, el de la triple sujeción que marca el “confucianismo”: cuando joven sujeta a su padre, de casada al marido, de anciana o viuda a su hijo. Intentaba ser única, pero dentro de los márgenes de la moral victoriana, que los gobernantes nipones de finales del siglo XIX adoptaron como refuerzo oportunista a la ya estricta moral imperante.
Ropa interior debajo de kimonos que siempre habían insinuado la geografía de un cuerpo de mujer, ilegalización de la mencionada estética de los “shunga”, arrinconamiento del “sumo”, instalación de letrinas individuales, división de los baños por sexos, moralización visual de los actos hospitalarios, uniformización del atuendo femenino, siguiendo las mismas pautas que el masculino. Formas todas de ocultación del cuerpo, el de la mujer en mayor medida incluso que el del hombre. Objeto de deseo, la mujer tuvo que ampararse detrás del escudo protector del hogar (desde entonces ajeno al mundo masculino del trabajo) o en las sombras imprecisas de barrios transitados por mujeres en kimono, con pasitos rápidos breves y la sonrisa oculta detrás de una mano o un abanico. Muñecas llenas de promesa y de misterio.
Espacio y tiempo de la disciplina corporal
La falta de espacio está constituyendo un condicionante suplementario en la domesticación corporal acaecida en Japón durante los últimos cien años: domicilios diminutos, transportes atestados, comedores para clientes que devoran su ración sin sentarse ni sacarse el sombrero, locales sociales o recreativos donde sólo se puede circular en fila, rarefacción del espacio industrial.
En Japón no hay espacio para grandes volúmenes. En consecuencia, tampoco caben grandes ademanes o gestos estentóreos. La falta de espacio de Japón (128 millones de habitantes, en un territorio cuya extensión es sólo el doble que la de Uruguay) ofrece otro argumento propicio (esta vez ni filosófico ni religioso) al avance del proceso psicológico-político de domesticación corporal: necesidad de producir un cuerpo lo más invisible posible, lo menos molesto a ojos de los demás. El atochamiento japonés acaba amputando la expresión individual de los cuerpos.
Mi propio cuerpo (vendría a decir un japonés), ese cuerpo que intento hacer lo más parecido al de mis compañeros de taller o de oficina, no puede permitirse impuntualidades o interrupciones indebidas: el espacio que yo ocupo en este momento, otros esperan ganarlo cuando llegue el suyo (ésta bien podría ser la filosofía implícita del famosísimo método industrial del “Just in Time”). Así, un uso correcto del cuerpo exige la estricta regularización del horario: cómo, por qué y cuándo estar presentes o ausentarse. También hay que aprender a servirse de esos instrumentos complementarios que son el ademán y la palabra. Las maneras de ser se corporalizan en movimientos precisos que evitan toda contundencia corpórea: observemos que, al andar, un japonés casi no levanta los pies, casi no pisa, se limita a ondular suavemente de rodillas abajo, quedando el resto del cuerpo casi inerte.
En Japón se huye de la ocupación innecesaria de un espacio que se sabe de antemano escaso: quien utiliza un tren en horas punta no dejará de asombrarse de lo bien que se acomodan entre ellos los cuerpos, los maletines, los paraguas, las miradas. De forma que el vagón queda relleno como una lata de sardinas. Sin apenas espacio para respirar su propio aire, pero sin casi olores. Y sin escenas de violencia, salvo el toqueteo de las mozas, tan sólo respondido por un silencio embarazado o una huída a la otra punta del vagón. Para neutralizar a los “chikan” (insulto que designa a los vilipendiados manoseadores repentinos), desde el año pasado, la compañía de tren en que viajo inauguró un compartimiento exclusivo para mujeres, el pintoresco “vagón rosa”. En su sereno interior no hay apretujones, y cualquier presencia masculina es mal venida, sancionada con un silencio filoso que se clava en la espalda del incauto (o del vivo) que se mete en rosado corral ajeno.
Un arte consumado de la vida social nipona es la sobrevivencia de la amabilidad. A pesar del cansancio y, llegado el caso, de la falta de convicción. Ese trato afable toma permanentemente forma en un individuo, hombre o mujer, cuyo exterior busca amoldarse, afiatarse, esconderse en un cuerpo colectivo que se desplaza y produce, que se alimenta o canta o atiende en locales siempre atiborrados. Los cuerpos se vuelven japoneses de puro sumirse en la dinámica del no incomodar, del no molestar.
Por su parte, los objetos que se producen en Japón se vuelven realmente nipones mediante un proceso que los miniaturiza, acentuando el proceso de cuerpos que desaparecen, que se hacen invisibles, según el método de transformación del individuo en partícula del todo social. Los japoneses son famosos por su capacidad para reducir el tamaño de cualquier cosa: autos, computadoras, “bonsai”, domicilios, terrenos de golf. Objetos de gestualidad apenas esbozada, como un saludo entre miradas de cuerpos que no saben o no quieren o no pueden moverse.
Las cosas empiezan a cambiar
Cuerpos uniformes, cuerpos compactos e invisibles. Cuerpos sujetos. Tal vez en Japón ha ocurrido la historia de una inversión que merecería ser contada con más detalle. Una historia que aún no ha terminado: empiezan a proliferar racimos de cuerpos que expresan rebeldías individuales y sociales, rechazos que ya existen o se aproximan. Cuerpos estrafalarios, engalanados en atuendos inimaginables, hechos de provocación y enfrentamiento. Cuerpos teñidos y tatuados, cuerpos de mujeres a veces amachadas, frente a cuerpos de jóvenes efebos crecientemente andróginos. Cuerpos viajando en autos con formas, accesorios y colores que desafían la imaginación de un occidental: autos Batman, autos ranita, autos banana. Cuerpos esparcidos en domicilios que manifiestan, en su atrevida excentricidad, el mismo reclamo de reapropiación del espacio por un cuerpo que busca aproximarse a lo que uno siente cuando exclama ¡yo! Cuerpos que habría que observar con cuidado para entender y explicar qué está pasando en Japón. Pero eso tendría que ser contado en otra ocasión.
Tokio en dos ciudades
(2008: revista Viajar National Geographic, Barcelona)
COINCIDENCIAS
¿Qué imagen guardamos de la gente de Tokio, vista a distancia? Desde los cuarenta, films, comics y fotos pintaron el icono japonés con trazos crueles. Ayudaron películas de guerra llenas de soldados bruscos y gritones. O las fotografías del bigote (escaso) de Hirohito, primicia de Life. El periodista Tintin desafiaba por entonces al bribón Mitsuhirato. En el imaginario de Occidente, el nipón fue tomando rasgos de caricatura: achaparrado, pelo ralo, anteojitos, edad insospechada, traje de empleado de oficina. Todavía circulan por Tokio millones de esta laya, réplicas del escribiente Bartleby, el de Herman Melville.
Claro que no son los únicos moviéndose en los trenes tokiotas. Viajan cara a cara con millones de urbanitas de otro tipo, arracimados en las mismas apreturas de semejantes trenes. Un ejemplo es la chica que ahora espera tren en Shibuya. Sobre unos pantalones de punto color rosa, muy ajustados, lleva vestido blanco de volantes y lunares de color galáctico. Retacona, botas vaqueras de caña corta, tachonadas como la chaqueta. Calcetines negros trepando a cada pantorrilla hasta una altura diferente. Melena de rubio plástico, recogida en un moño que intenta parecer descuidado. Cara pasablemente maquillada. Y en la mano breve, de uñas esculpidas con diez colores y motivos, carterita Vuitton. ¿Fake de compra furtiva en los andenes? ¿O un original a 160.000 yenes, fruto de cambiar favores adolescentes por costosos regalos (en japonés: enjo kosai)?
CIUDAD ABIERTA
El contraste de imágenes es chocante. ¿Con cuál quedarse? No es fácil decidir. Tokio es una plaza de toros siempre en fiesta, escenario del combate entre las esferas pública y privada. Lo público son aquellos guerreros corporativos, legionarios de cartera, traje percudido e intachable camisa blanca: escenifican el molde social, la forma opresiva, la grey homogénea, el sometimiento a ritos seculares, la reverencia. En cambio, en la diadema de esa chica del tren relumbran fulgores de mundos privados en los que sólo cuenta la reafirmación del estilo propio, espacio y tiempo de individuos que no piden permiso y se sueñan soberanos. En Tokio hay un conflicto de iconos como el que describo: uno y otro se disputan la ciudad. No se sabe quién gana la partida: Tokio es a tale of two cities, como el de Dickens. En el caso tokiota, las dos urbes del cuento se funden en una sola, o más bien viven solapadas. Entre ambas las fronteras, siempre porosas, se disuelven en trenes, comedores y tiendas, atiborrados.
OFENSIVA PÚBLICA
En Tokio la esfera pública procede del poder secular y éste de ideologías de obediencia confuciana. Se encarna, más que en otros sitios de Japón, en ejecutivos, burócratas y gobernantes. Los jefes. Mejor vestidos que los subordinados, se ocultan del escrutinio popular en pequeñas limos con chofer, tras cristales ahumados en sus coches de marca. Lo público intenta tragarse a lo privado: si lo dejan, el uniforme y la etiqueta se imponen al florecimiento individual. El ínfimo empleado que no alcanza a volver al lejano suburbio (después de horas extras que no siempre le pagan) pernocta en Hoteles Cápsula. Embutido en una estrecha celda, sin estirarse apenas, el huésped se mantiene hierático. Con la luz encendida y la tele enchufada, nunca se siente solo, entre paredes de cristales. El cuerpo, vigilante, se inhibe de cualquier decaimiento postural, como en la oficina. El Kapsura Hoteru ilustra al sujeto día y noche sujetado. Cuando este hombre domado vuelve a casa, el panóptico del mandato público le acompaña: la formalidad no la pierde en la cocina, el baño o entre sábanas. ¿Se saca los zapatos al entrar? Igual haría en templos, oficinas de jefes y demás sitios verticales. Antes de lanzarse al vacío, hasta el suicida se descalza. Deja los zapatos en la ventana y así averigua el policía de qué piso se tiró el desdichado.
ESTAMPA DEL CIRCO URBANO
La esfera privada contraataca. Refluye sobre la civilidad sumisa que los jefes imponen a la masa. En un siglo urbanizado, los derechos del hombre acaban siendo los de ciudadanos individuales que en la calle llegan a vivir como en casa. Además de telaraña de fábricas, santuarios, despachos, emporios y cuarteles, una conurbación de veinte millones como Tokio da lugar a generosas tolerancias: intercambios sinuosos, paseos sin mapa, encuentros fortuitos, derroche, vagancia. El sueño ordenancista se declara impotente cuando la iniciativa privada consigue manifestarse con personalidad. La exhibición de singularidades elude la regla (férrea) de la homogeneidad. Y eso a los jerarcas les parece una exhibición de atrocidades, como ya en 1969 titulaba J.G. Ballard. Reconquistada por individuos, las calles son escenario de un show variopinto. No se trata del circus de interiores de Roma o China, poco interesante para los tokiotas. Les gusta más el europeo que surgió del Renacimiento, el de artistas ocupando pueblos y calles. Tokio crea continuas situaciones que rompen la rutina binaria de trabajo y descanso, inaugurando espacios que divergen del concepto utilitario de los servicios públicos (salud, transporte, educación, comercio), insustituibles, sí, pero convencionales.
MIL ESCENARIOS
La irrupción de la vida privada en la vía pública crea mil planicies contiguas. En Tokio no existe un sólo escenario, o unos pocos que repitan idénticos conceptos, como la Moscú soviética o un Berlín en Juegos hitlerianos. Tokio no está dispuesta en torno a un centro macizo y visible, como la plaza mayor castellana o un mercado persa. Carece de centro. O lo tiene vacío, imaginario. Es una ciudad sin límites, simple aglomeración de villas conurbadas. Una ciudad indefinida, al par que innumerable. No es más que un collage, piensa Arata Izosaki. En sus mil pasarelas “siempre ocurre algo”, precisa Roland Barthes. Cosas mínimas, ínfimas, aunque multitudinarias. No es gente que actúa en una obra. Sus gestos imprevistos no parecen atados al control de un libreto. Sin embargo, juntos cuentan una historia. Un relato de gente que se manifiesta. La expresión de las calles de Tokio repite el modo de la caligrafía japonesa: a mano alzada, alla prima, sin corregir ni borrar, de una vez para siempre, irrevocable.
UN CIRCO AMBULANTE
La función empieza en los trenes. Su primera sala de ensayo son los vagones. Nubes de chicas veinteañeras, con tacos y vestidos de raso, forman un corro ajeno al apelmazamiento. En pleno vagón sacan su nécessaire: ¡empieza la sesión de maquillaje! No son las siete, entre semana, y el tren aborda la estación Hamamatsu-cho. ¿Vienen de una fiesta? Se van al trabajo. Olores de pancake y cremas se entrecruzan con colonias baratas de sarariman (salary men, asalariados). Ignorando el cotorreo femenino, estos hombres de mirada seria y gruesas hombreras pliegan y despliegan periódicos con artes de origami. O se inclinan ante interlocutores invisibles que llaman a sus celulares. El teléfono vibra: suena la Guerra de las galaxias y así Los santos van marchando. Es la oficina del cuerpo y de la mente en sesión continuada. Los menos van sentados. Formales o informales: cada uno en su satélite de I-pods o MD Players. Nadie quebranta la regla tácita de no cruzar miradas. Algunos leen manuales de inglés o informática. ¿O es manga lo que leen, con héroes filiformes y chicas insinuantes? Las grandes distancias y el cansancio van durmiendo a los viajeros. Sentados, se despatarran y apoyan la cabeza sobre el hombro de vecinos resignados. Otros duermen de pie, con pericia de loros posados en su rama, oscilando en grupo cuando el tren frena o se pone en marcha. Fuera de horas punta, bandadas de madres treintañeras vuelven de comer o comprar juntas, gastándose en ocio baladí el sudor acre del marido. Ancianos de pase gratuito, leyendo de arriba hacia abajo, se dirigen al río Sumida, al parque de Ueno o a museos varios. Escolares en fuga llenan de olores el vagón: insólito comedor improvisado. Señores maduros inician estiramientos musculares y a veces minuciosos masajes de pies. El vagón se transforma en circo, de forma involuntaria. No buscan exhibirse. Sólo airean usos peculiares. Ningún sitio se presta como Tokio para tanto desborde de lo privado en lo público. ¿Falta de espacio en los hogares, indiferencia, libertad de expresión, grosería, ignorancia? Aquellos que odian a los desconsiderados, esos que hacen ruido al comer, huelen rancio o hablan en voz alta, pueden irse a vagones especiales sin teléfonos móviles, sin jóvenes sentados en el suelo, sin manos tocando nalgas. Vagones terminales, pares o rosados, poblados de damas modosas, sobriamente vestidas. ¿En qué piensan, ajenas al circo ambulante?
PRESENCIAR Y MOSTRARSE
La función continúa. Al bajar de los trenes, hombres y mujeres explayan en las calles su show particular. Cuanto más premeditada y previsible la pose formal, más espontánea y sorpresiva la de quienes celebran su circo, en presencia de multitudes cansadas de tanto nomadismo. El mejor escenario son las explanadas de estaciones. La pantalla de Alta se eleva gigante al noreste de la estación de Shinjuku. El enjambre es tan denso que resulta difícil encontrar a la gente citada. Clima de franca excitación. Se masca cierta turbulencia en el ambiente, facilitando otra función del evento: que alternen los que no se conocen ni se habían citado, del mismo sexo o del opuesto. Nada de cita a ciegas. ¡Al contrario! Cada uno explicita lo que quiere vender o comprar. Todos juntos conforman un muestrario animado, cada uno luce galas. Estas cambian según barrios: hortera en Ikebukuro, estudiantil en Kanda y, en Shibuya, extravagante. Colección exhaustiva de variantes. Dentro, eso sí, de un estilo personal y zonal, cuyas reglas nadie formula y pocos saltan. Colores negros en ropa de algodón delatan aires intelectuales. Cuero, tachas y tacones enfatizan a gente que viene de más lejos, quizá de más abajo. Fucsias y cobaltos, encajes y múltiples capas, guantes por encima del codo, en un concurso juvenil de parodias: miriñaques pompadour comparten semáforo con maikos empuñando celulares. En los chicos es común el sombrero. Algunos estacionan su scooter y dejan esperando su nostálgico casco de soldado nipón. Otros gastan gorrito boliviano, tradicional pañuelo japonés o feutres dignos de Alain Delon patrullando Marsella. Aquí y allá van chicos coronados por tiestos (parecen macetas boca abajo). La multitud nunca es mero auditorio. En el circo de las calles tokiotas no hay clara división entre actores y público. Ni se ven sketches preparados. El exterior urbano se vuelve un proscenio inabarcable. En las aglomeraciones de los cruces en equis, como el de Sony en Ginza. O en los desfiladeros de Kabuki-cho, con calles estrechas y oscuras donde nadie te invita: entras en locales no aclarados y, de pronto, te haces (te hacen) protagonista.
EQUILIBRIO DEL DISPARATE
Como Alice in Wonderland, el circo de Tokio instaura un (fugaz) universo arrevesado. Actitudes callejeras hiper-quinéticas contrarrestan el excesivo hieratismo de interiores solemnes. La acusada excentricidad equilibra demasiadas convenciones en aulas y despachos. La personificación y caracterización del comportamiento callejero buscan neutralizar cualquier anonimato. En la calle, cada uno escribe su guión. El texto empieza por la cara. Se ven chicas y chicos intensamente producidos: pelo teñido, cejas depiladas, cremas y base en las mejillas, rouge de labios, kool que acentúa los ojos rasgados. Se ven pieles maquilladas con polvos de arroz, como geishas sin serlo, más blancas que la cera. Rostros ornados sorprendentes: lentes en forma de murciélago, contactos que inventan iris amarillos o bermejos, bufandas que todo lo cubren, mascarillas, turbantes. El travestido busca otro modo de producción personal, orientado a personalizar el desfile en ruas literalmente carnavaleras. No son sólo chicos vestidos de chica. Ni simple disfraz de ocultamiento. Reafirman a individuos de forma buscada (rebuscada), sin control familiar. ¿Homos o hétero-sexuales? Lo que importa son las luchas de roles que se dan en la calle. La de jóvenes que quieren sacudirse la paralización de sus mayores. O aquella que pretende cambiar la atribución de los espacios: meter al auditorio en un terreno sin límites, borrar fronteras, confundir las funciones, quitar seriedad a lo importante. Se trata, en el fondo y en la forma, de un combate por la propiedad de los cuerpos. Millares de jóvenes fluyen por las calles de Tokio preguntando a los grandes: ¿de quién es mi cuerpo?; ¿del sistema social? Parecen responder: mi cuerpo es mío. Uno se pregunta, sin embargo: ¿son suyos esos cuerpos o son más bien de las tiendas de marca?
LUCHA CUERPO A CUERPO
La ciudad oficial, de normas excesivas y enervantes, tampoco se entrega. Las troupes de saltimbanquis de Harayuku son remplazadas por legiones de barrenderos nocturnos que dejan las calles como patenas. Después de una manifestación ambientalista frente a los ministerios, en Chiyoda, la norma pública recobra sus derechos: persigue a los que fuman, los multa con 2000 yenes por tirar colillas. La frontera es sutil, no deja de moverse. ¿Se niega el municipio a poner papeleras? La gente deja envases olvidados en canastos de bicicletas. ¿Adelantan la hora del último tren para controlar el descanso de los productores? Los trasnochadores rebalsan las salas de espera. Si no caben, se refugian en atrios elegantes. ¿Se modifican los espacios públicos (jardines, estadios, mercados)? Más parece brotarles la semilla de la informalidad. Toboganes bajo vías elevadas, bibliotequitas anónimas en esquinas barriales, quioscos de productos vulgares junto a supermercados exclusivos, mesas de ropa muy usada se anuncia en la calle de las mejores marcas. Los que definen reglas, en lucha con los que buscan abrir lo clausurado. El tokiota es un animal territorial. Su ciudad escenifica, como pocas, dos mundos que pugnan por ganar día a día su espacio.