jueves, 7 de mayo de 2009

Una estética de la pausa. El cine japonés de Alexandr Sokurov

(2007: revista Las Ranas, Buenos Aires)

I) En la actualidad disponemos del arte cinematográfico que merecemos. ¿Hemos de resignarnos?

En las últimas décadas, parte del pensamiento occidental más incisivo ha luchado por esclarecer el fenómeno del cine. Tenemos entre otras la obra de Paul Virilio (1). Hay puntos de su análisis que nos pueden ayudar a reflexionar sobre la estética de Alexandr Sokurov. Si concedemos que la velocidad es el rasgo definitorio de nuestra civilización y que el cine constituye expresión artística crucial de dicho mundo, en buena lógica aceptaremos que el séptimo arte se plante como viga maestra de nuestro imaginario. Al par que constituye representación icónica de la vida social contemporánea, podemos entender que nos domina de un segundo modo: es nuestro pedagogo de cabecera en el arte de percibir la realidad, de construirla, como solían decir los fenomenólogos de la sociología.

Nuestra imagen de nosotros mismos ES una imagen fílmica: entre sus rasgos descuella aquella velocidad, cada vez más acelerada, que moldea nuestros actos en el momento mismo en que los está visualizando. El cine da lenguaje al vértigo de nuestra existencia. Baste un hecho para aclarar que, en su conjunto, el cine no sólo se refiere a movilidad sino a ese extremo cinético que, aunque sin hablar de cine, Peter Slöterdijk denomina “movilización” (2). Tal hecho, pienso, no es otro que el predominio aplastante del modelo fílmico americano. No sólo como consecuencia de su poderío económico. También por la progresiva acomodación de nuestro sistema sensorial: de a poco nos vamos convirtiendo en espectadores irresistiblemente movilizados.

Se suele decir: el cine americano es “dinámico”, el europeo es “lento”. A poco que ejerza la crítica, uno se siente urgido a redefinir. El cine americano es más bien “instantáneo” (maniaco, maquinal y nos condena a la “tiranía del instante” en secuencias pautadas por “máquinas de visión”, en palabras de Virilio). En tanto que algún cine europeo, estimo que el de Sokurov, intenta ser “progresivo” (o sea: humano por la expresión que busca; y, en eso, liberador de cualquier dominación tecnológica).

El entorno social europeo (¿también el de Argentina?) parece poco dispuesto a cuestionar el vigente mandato de la velocidad. No en vano somos parte de una civilización hiperkinética. La industria cinematográfica se muestra proclive a incrementar el vértigo de las imágenes, por razones estratégicas que explican los estudiosos citados, amén de algunos otros. Por eso nos resulta sorprendente (y en algunos provoca cierto rechazo) el cine en cámara lenta de Sokurov. Claro que esta vez el diccionario nos confunde. En el caso del ruso, cámara lenta no designa el “rodaje acelerado de una película para producir efectos de lentitud al proyectar imágenes a velocidad normal”. Se trata de lo opuesto: el intento es rodar a un ritmo digamos natural, para el caso una cadencia humana, capaz de producir, por contraste, conciencia de una inhumana aceleración, aquella a que obligan representaciones fílmicas que quisieran vendernos como normales.

II) “La gente tiene una idea extremadamente simple y sumaria de lo visible”, afirma Sokurov.

El tempo del cine convencional mima, imita, esposa, el ritmo galopante de la tecnología. Las imágenes nos ametrallan en sucesión vertiginosa. Sin embargo, ellas se explayan usando cadencias calculadas y uniformes, en última instancia previsibles. El pensamiento de un espectador “normal” (o sea: cumplidor de la norma subliminal que le están imponiendo), pasa a funcionar de forma “correcta” cuando su ritmo, por más que en superficie parezca frenético, se vuelve en realidad más lento, al impostar el que la sucesión mecánica de fotogramas le va marcando. Así de sutil y de grotesco, el cine nos enajena del ritmo de la vida. Porque la vida no discurre con uniformidad. Lo muestra Sokurov en sus films: ella tiene un ritmo difícil de precisar, suele alejarse de la ley del metrónomo. A veces se rige por la rapidez torrencial de la pasión de una campesina rusa, María, y otras por la somnolencia fluvial del ojo que observa en close up el rostro fascinante de otra campesina, Umeno Matsuhashi, protagonista de Una vida humilde.

Fuera del imperio del cine, una retina siempre puede aspirar a ser más libre y creativa: puede aprender a captar mucho más que cualquier cámara y llegar, con ascesis, a registrar un nivel de complejidad que al aparato más moderno se le escapa. Por eso, la retina, a pesar de que registra más, al ojo maquinal le parece (por error) parsimoniosa. Fuera del cine, igualmente, el pensamiento, si lo dejan, vuela veloz como la luz, hace quiebres, esquiva, toma atajos, relaciona lo que estaba separado, separa lo que una torpe visión mecanizada se empeña en empastar.

La apuesta fílmica de Sokurov consiste en invertir un juego inicialmente planteado “dentro” del cine, colocando al espectador en situación distinta, “fuera de juego”. Por un lado, toma todo tipo de recaudos para ralentizar la imagen: el ojo de la cámara intenta en lo posible alcanzar, imitar, la performance, de suyo infinita (3) de la percepción humana. Por otro lado, intensifica y agiliza la comprensión del espectador sobre lo que está visionando. Comprensión, aquí, equivale a afinamiento, aguzamiento de la percepción visual, una visión auténtica, una contemplación de imágenes. Estas no ocultan ningún mensaje. Son lo que son: planas, bidimensionales en toda la extensión del concepto. Y sin embargo, esas imágenes tienen mucho que revelar a quien se atreva a observar, en el sentido que este verbo adquiere, por ejemplo, para fotógrafos aficionados japoneses que preparan, en abril, una toma del primer verde del bambú.

Un desafío de esta laya constituye la negación del cine “americano” (4). Rechazo de cualquier realismo en las imágenes, de una dócil imitación del movimiento, del color que debiera corresponder, o del sonido que cabría incorporar, acompañamiento convencional de imágenes vueltas, ellas también, convencionales.

III) “El nacimiento del cine como un arte todavía está por ocurrir”, anuncia Sokurov, jugando a ser profeta.

“Si el primer cineasta hubiese nacido en China o en Japón (agrega), los asiáticos habrían creado inmediatamente un nicho de arte para el cine”. Pero al cinéma lo crearon occidentales, en concreto franceses (precisa que “para divertirse y hacer dinero”). Y con eso “lo pusieron en un burdel”. ¿Justifica que el ruso vea tan poco cine y lo ame tan poco, como reitera provocativo en sus declaraciones? En todo caso, Sokurov quiere asistir al nacimiento del cine como arte. ¿Fantasea con ser protagonista de su gestación?

El cine, según él, no ha llegado todavía a un estado en que pueda “nacer en el mundo visual, sin la influencia del exterior, y conseguir la independencia de sus raíces”. El empeño de Sokurov consiste en conseguirlo, con ayuda de recursos limpiamente fílmicos. Diversos críticos sostienen que el cine de Sokurov es pictórico, o musical, o literario (5). Sin duda es cierto, pero se trata de afirmaciones delicadas: podrían inducir a error si fueran tomadas de forma genealogista o conductista. El cine de Sokurov hemos de mirarlo en sí mismo. Importa descubrir que a las referencias procedentes de otras artes el ruso les hace sufrir, cine mediante, una total transubstanciación, convirtiéndolas en divina carne fílmica.

¿Cómo se las ingenia, por ejemplo, para lograr la máxima desaceleración? Permitiendo que todo suceda desde el punto de vista del ojo que mira a través de la máquina. En varios momentos de El arca rusa, al ser expulsado o repelido de una sala, el irónico conde francés que la (lo) guía, la cámara (el operador) retrocede manteniendo sus mismos pasos y dejando establecido que quien filma es otro personaje que, acaso, convendría mencionar en los créditos. También en Una vida humilde, la cámara adopta el punto de vista del observador, en esta ocasión un viajero. En otros casos, el ojo filmante queda fijo, petrificado en la indagación de imágenes que no se modifican. Leo que, en Voces espirituales, la primera parte comienza con un paisaje ártico mantenido en encuadre inalterable ¡durante 40 minutos! No me cuesta creerlo, considerando la calma notable con que la cámara visualiza los campos en María. O la ventana de Dolce, a través de la cual o bien se abalanzan las miradas hacia un exterior oceánico, o bien tormentas y/o bosques invaden esa misma habitación de Miho, esposa y madre enloquecida.

En movimiento o en quietud, el ojo del amo engorda la cámara, la doma, le enseña a proceder a ritmo humano. El uso del plano-secuencia es clave en la misma dirección: en el caso de El arca rusa, dura los noventa minutos de la película. Un ritmo tan sosegado atenúa oscilaciones innecesarias y elimina de raíz la noción misma de clímax. No es que las cosas se paralicen: el cine de Sokurov no es un monolito, no es un fresco. En sus escenas todo cambia constantemente, pero mediante modificaciones pequeñas, a veces infinitesimales. La ventana de Dolce es un palco donde siempre parece mirarse lo mismo y desde donde se perciben al mismo tiempo innegables modificaciones. El uso del travelling cumple idéntica función: de pronto aparece un río y la cámara se distrae persiguiendo una inmovilidad que viaja sin cesar, de acuerdo a la consagrada metáfora. O, al contrario, es el ojo-viajero el que mira durante tres minutos por la ventana de un autobús, en María, aplacando de a poco la impaciencia del espectador que se pregunta quién es el que viaja y hacia dónde.

También, segunda manga, pretende Sokurov extremar la implicancia del espectador en sus películas. Para lo cual, emplea a gran escala esa forma modesta pero efectiva de la metamorfosis que algunos denominan la distorsión (6). Todo tipo de distorsiones se suceden en sus films. Distorsiones de la imagen, a base de desenfoques, como en el álbum de fotos de Dolce, en donde unas acaban revelando (o escondiendo) su parecido con las demás. O mediante variaciones luminosas, que se prodigan para mejor expresar el estado de ánimo del momento: cada vez que, en El arca rusa, los ojos de Sokurov miran con delectación su pasado favorito (pareciera que aquel protagonizado por Catalina la Grande), el blanco y negro (en realidad es color sepia) se transmuta en rosáceo de polvos faciales. La cara de Miho, viuda de Shimao, muta igualmente del blanco sin color al rosa pálido, en la escena de su llegada a la suntuosa casa familiar.

También se van modificando los sonidos, de acuerdo con parecida lógica: ¿quién podría explicar en qué consiste exactamente la banda sonora, a menudo próxima a lo inaudible, de extensas partes de Dolce, de María o de Madre e hijo, por ejemplo? Una idea dramática general que me parece aplicable a los films de Sokurov que he visto es “la permanente confrontación de cada sonido con su inminente desaparición en el silencio u otro sonido”, como comenta Joâo Nisa, crítico portugués.

Se distorsionan los espacios, permitiendo la coexistencia de imágenes de archivo, fotografías, filmaciones o cuadros vivos. Vestida con impecable kimono blanco, de pronto la foto de Miho se transforma en mujer que mira hacia cierta ventana que nos queda invisible (el espectador imagina que es la misma ventana de siempre), mientras detiene la caligrafía con la que, devota, pasa a limpio los escritos de su marido, ahora delante de ella mirándola con afecto y distancia. Se distorsionan los tiempos, a base de variaciones de velocidad en una misma toma o en tomas parecidas, extraviando entre ellas toda homogeneidad. El tiempo real no parece interesar a Sokurov: le interesa un tiempo nuevo, el de la experiencia, que se dedica a construir película tras película.

IV) El concepto de pausa es central en la estética de Alexandr Sokurov.

Desaceleración rítmica de las imágenes y máxima implicación emocional del espectador: aquí están los dos pilares de una misma concepción de la pausa. Pausa es intervalo entre plano y plano, dejando que se manifieste la incertidumbre del tiempo, que el realizador prolonga, salvándolo en forma provisional de su acabamiento. Es detención del tiempo para que mejor trasluzca la intensidad dramática de una escena, en concordancia con el concepto japonés de ma (7): Sokurov parece conocerlo; en todo caso lo maneja con pericia. Pero pausa es igualmente algo que aparece inverso: una súbita elipsis en forma de atajo que acorta caminos y pone a prueba la velocidad interpretativa del espectador.

Hay momentos, es cierto, en que pausas tan largas contrarían el movimiento hasta negarlo y se transforman en lentitud: es cuando el artista quiere por ejemplo mostrar la eternidad del desgarro doloroso de alguna mater dolorosa, una de las muchas que pueblan la filmografía del realizador ruso. En otros momentos, por el contrario, la lógica cruje y se estremece al descender a toda velocidad por un barranco inesperado, siguiendo la mirada de Miho y haciéndonos temer lo peor.

Pero en Sokurov siempre acaba triunfando la lógica: no asoma ningún disparate, ni un atisbo de surrealismo, nada de rêve mallarméan. Lo que hay, según explica Jacques Rancière, es interface, un espacio o un tiempo voluntariamente indefinidos, en donde las propuestas de diferentes artes que el director hace suyos “vienen a juntarse, a sacar partido de su ambigüedad, a bifurcarse unos en dirección a los otros” (8). Una nueva cara de las cosas, donde la fotografía se hace pintura pero también página compuesta, alfombra suavemente deslizante y hasta ventana. Estoy así describiendo el arranque de Dolce, en el cual Sokurov prodiga un resumen magistral de su pausada estética: mientras los créditos se desgranan (¡bien poco hay que acreditar en apenas veinte segundos que dura el tramo!) en kanji y doblaje cirílico, un kakemono (pintura en rollo) es filmado conteniendo acrobáticos y erectos cedros japoneses. A medida que la cámara se eleva y se trepa a los árboles, las nubes ocupan de a poco la escena hasta que las copas se transforman en dichas nubes. Sólo que, ahora, ellas (¿copas o nubes?) reposan sobre el mar y el kakemono se transmuta en ventana desde la cual una nube, a la sazón vuelta espalda de alguien, parece mirar la tormenta del mar. Por entre grises aparece, in-traducida, en rojo vivo, la palabra dolce. Lo presentimos de inmediato: se refiere a dulzura, sin perder de vista que las tres primeras letras anuncian la sangre de un dolor y de un duelo inminentes.

Nadie tiene prisa en los films de Sokurov. Las escenas más terribles conservan la misma tibia tranquilidad. Las mujeres que lloran (en Rusia, por lo visto, los hombres no lloran) lo hacen elegíacamente. Las pasiones se desencadenan de forma equidistante (por dicha razón, el feeling japonés se presta muchísimo a ilustrar una estética como la del ruso, quien ha dedicado tres películas a temas japoneses). El sosiego marca un presente que no admite dilación, pero tampoco trasunta pereza, indolencia o pelmacería. Tan sólo aplazamiento, ante un destino que no precisa de apuros para cumplirse. ¿Sokurov habrá leído a Sartre? En ciertas películas suyas, el desenlace está anunciado, como en Madre e hijo. Pero en otras como Dolce, o en María, la imagen transunta el mismo sursis sartreano: el paso espacioso, despacioso, hacia el cuajo de un destino, aunque sigamos sin saber cuál, al final, será su cumplimiento.

V) El cine de Sokurov ayuda a transformar el metro del reloj en ritmo de una experiencia que el realizador desea compartir.

La doble voluntad de Sokurov (atenuación de las imágenes, intensificación de la implicancia del espectador en lo que visiona) contribuye a crear una situación no muy frecuente en cine: el séptimo arte abandona el surco trazado por las máquinas de la visión, inaugurando un registro distinto, humano, más lento y más veloz que el de una lente obediente a la técnica.

Sokurov reivindica una obra fílmica. Puede hacerlo porque tiene mirada propia. Su ya larga obra (por el momento, difícil de conocer en su totalidad) constituye una meditación sobre el destino de la vida. Es la obra de alguien que regresa a sí mismo. A Paul Schrader le comenta: “Si quisiera visitar el lugar donde nací, tendría que conseguir un barco, viajar a través de las aguas y mirar hacia el fondo”. En el buceo de su vida, no encuentra otra cosa que soledad (los hombres son seres solitarios: “cada uno tiene su círculo”, afirma uno de sus personajes) (9). Su regreso a las raíces tiene poco de autobiográfico (salvo los sentimientos, por supuesto), mucho de cultural y, si puedo atreverme a decirlo, de espiritual, aunque no en un sentido religioso. La mirada a veces extraviada de los personajes de Sokurov -madres, hijos, esposos, viajeros, amateurs de arte, políticos, monumentos de metal o de piedra, algún animal, simples soldados- escruta de frente una ausencia, una pérdida. Una falta de certidumbre a causa de la fragilidad de las situaciones y la fugacidad de los afectos. Su intento es cerciorarse una y otra vez sobre lo mismo: si hay algo debajo de sus pies, si hay algo que pueda contenerlo y abrazarlo. A Maria Joâo Madeira le dice que, en cada película, lo que intenta es crear y construir su casa: “Hago films como si estuviese construyendo una casa de principio a fin”. “Mi casa”, insiste. “A veces una casa que inspira miedo, otras no, nos inspira alegría” (10).

Como los grandes escritores rusos que admira, y a los que vuelve y vuelve, Sokurov se siente impelido a exhibir y compartir su punto de vista: “Lo que un artista hace es desarrollar al hombre y abrirle horizontes…”. Su horizonte no es otro que la muerte. Los ríos fluyen pausadamente en sus películas y van a dar al océano inmenso de la taiga, a la extensión sin fronteras de muchos campos recorridos. En ellos la mirada se zambulle, en ellos acaba la vida del hombre. De mientras, no deja por de manifestar un respeto profundo por la vida, la cual acaba imponiendo su módica esperanza, incluso en condiciones tan difíciles como la locura, la pobreza, la represión, el frío ártico, la disciplina de los cuerpos, la dictadura de las mentes.

Ajeno al moralismo, Sokurov se sirve de procedimientos artísticos verificables para desarrollar sus planteamientos. La cámara ha de mostrar lo mismo que se ofrece ante los ojos. Sin moral, sin ideas, huyendo de todos los tabúes “(debe incluso huir de Dios”), “abriéndose sólo a sí mismo”. Cada film ha de latir como late un corazón, dándole a su obra ese diapasón tan claramente sokuroviano. Ni la lentitud desesperante de Marguerite Duras, ni la velocidad exasperante de las tópicas películas “de acción”. Mezcla de realidad y de ficción, sístole y diástole de la respiración sin ansia de un meditante.

Sokurov filma sensaciones y percepciones. Las suyas las convierte con maña en las de su espectador. Por eso, no es de extrañar que insista en controlar por sí mismo, como un artesano, cada detalle de sus películas. Todo en su cine es artesanía, incluidos films recientes. Su cincel y su mano, presentes en el guión, el rodaje, la producción y el montaje, estampan su firma en una arquitectura del alma. Además de belleza, nos da la propina de un presupuesto irrisorio, propio de alumno recién egresado de una escuela de cine. Confesó a Paul Schrader que le resulta impensable manejar presupuestos. Ya no los propios de Hollywood, incluso los del más barato cines europeo: “No consigo imaginarme haciendo un film con un presupuesto de 150.000 dólares”. ¿Cuánto habrá costado El arca rusa, filmada en un único plano secuencia, como en su tiempo aquella joyita de Carlos Saura y Antonio Gades, Bodas de sangre? Tampoco es de extrañar la pobreza voluntaria, consentida, en lo que se refiere a la técnica: en Dolce o en El arca rusa (ya del siglo XXI) nos parece seguir viendo el cine del primer Hichcock, ¡qué va!, el de Murnau, el del Eisenstein de La huelga, el de Flaherty en Hombres de Arán.

Ni desconcierta la inventiva inagotable de este insólito franciscano del cine. Dice que ve pocas pelis, que no le gusta ir al cine. Será coquetería, porque muestra tener aprendidas las lecciones de la perspectiva moderna. Aunque es evidente que en su arte entran a raudales las influencias de la pintura y de la música, como se suele señalar. También, creo, lo han marcado a fuego los clásicos de siempre, rusos, franceses, recurso inevitable del que ha vivido aislado: veinte años por culpa de la censura soviética, aunque hoy se aparte de todos por propia y meditada elección. Me pregunto si en su obra no aparece además el ojo clínico de un médico. Y hasta la osadía ante el misterio propia de un adolescente del espíritu como él, alguien que cree y declara que la vida siempre se acabará imponiendo.

Sokurov es un autor que se sabe tal. Prodiga “cine de autor”. Ese cine especial que él mismo caracteriza por una total “ausencia de imposiciones al espectador”. El ruso confía en el público (se parece a los auténticos artistas; hace pensar en su amado Hölderlin). Desea compartir su experiencia, es cierto, pero no la facilita en absoluto, porque lo humano nunca resulta invento fácil. Si el público quiere captar el arte que le ofrece, ha de hacerse capaz de recibir el film como una experiencia y vivirlo como tal: “dejarle que se entregue a sí mismo, a sus sentimientos más íntimos”. Entonces el espectador estará en condiciones de devolverle al autor la misma moneda. Un buen espectador no necesita “explicaciones”: nada de contextos, poquísimas referencias, historias por costumbre incompletas, diálogos escasos y muchas veces inexistentes (Umenu Matsuhashi, la campesina de Una vida humilde, muestra hasta qué punto las palabras son accesorias). Delante suyo, el artista practica lo que Pound aconseja al poeta: “simplemente mostrar”. El espectador, sobre todo si revisa una y otra vez las mismas escenas, se acaba entregando al pausado e intenso despliegue de sensaciones. Como ante una música que lo atrae o un cuadro que lo seduce.

En sus paisajes casi monocromáticos, color amarillo tierra, escenarios desertificados pero no lunares, en esos espacios de quien ya habita tal vez el fin del mundo, Alexandr Sokurov despliega ante el espectador un cine exento de lecciones o consejos, de destrucción o de violencia, simplemente absorto en contemplar “sin interrumpirlo, el curso de la vida”.

(1) En libros de 1977 (Vitesse et politique), 1984 (Guerre et cinéma) o 1996 (Cybermonde), ampliados por otros textos y entrevistas, el pensador francés se centra en “la logística de la percepción”.

(2) Peter Slöterdijk, “Eurotaoísmo”, Barcelona, Seix Barral, 2001 (1989).

(3) Forma de mencionar la noción cantoriana de “indefinido”.

(4) Me refiero al de Hollywood y al de la factoría Disney.

(5) Stéphane Bouquet, “L’oeuvre de mort. Mère et fils d’Alexandre Sokurov”, en Cahiers du Cinéma, nº 521, février 1998.

(6) Joâo Nisa, “En los márgenes de lo visible”, en “Elegías visuales”, Barcelona, Maldoror Ediciones, 2004.

(7) Término ampliamente usado en artes tradicionales -especialmente música, danza, teatro-, extendido posteriormente a la plástica del sumi-é, de los jardines secos y de la ceremonia del te, y arribado a la modernidad de la mano de Yasunari Kawabata, maestro en cesuras del flujo narrativo. Un verdadero clásico de la estética japonesa.

(8) Jacques Rancière, “Le cinéma comme peinture?”, en Cahiers du Cinéma, nº 531, janvier 1999.

(9) Paul Schrader, “L’histoire de l’âme d’un artiste est une histoire bien triste”, en Film Comment, nº 6, nov/déc. 1997.

(10) Maria Joâo Madeira, “La ausencia”, en “Elegías visuales”, o.c.

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