jueves, 7 de mayo de 2009

Japón: Disciplinas del cuerpo

(2006: revista Las Ranas, Buenos Aires)

Lo que captamos al inicio del mundo humano son multiplicidades que se resisten a cualquier clasificación. A nuestros ojos se despliega una interminable colección de razas, instituciones, lenguas, religiones y costumbres.

En un caso, y tal vez únicamente en ese caso, aceptaríamos que la especie humana mantiene su unidad: nuestro cuerpo. Parece indiscutible que todos los humanos tenemos cabeza, tronco y extremidades, idéntica organización glandular y sexual, funciones cerebrales comparables. Parte de la antropología se asienta, precisamente, en la posibilidad de acercar y comparar pueblos lejanos estableciendo analogías entre sus manifestaciones corporales.

Sin embargo, la realidad se muestra bastante más compleja que algunas teorías de las ciencias humanas. En pocos terrenos la diferencia cultural es tan apabullante como en el espacio delimitado, organizado y proyectado por nuestro físico. Al punto que podríamos decir que también un cuerpo acaba siendo “construcción social” (Luckmann dixit), como las jerarquías políticas, los modos de comercio o los estilos del arte.

Hay corporalidades expresivas, teatrales, felinas, mientras que otras son estáticas, simbólicas o simplemente alusivas. Unas son jóvenes, otras maduras o seniles. Masculinas, femeninas. Hay corporalizaciones esquimales y brasileñas, así como rusas, francesas o norteamericanas. Y las hay, por cierto, japonesas.

Ahora bien, hablar sobre los cuerpos en Japón exige un desvío previo. Recordar cómo se construyó nuestro cuerpo occidental nos permitirá calibrar el fuerte contraste con “lo nuestro” que representa la experiencia nipona en materia corporal.

Es cierto que la civilización europea se construyó a sí misma siguiendo en buena parte el paradigma judeocristiano. Entre otros hechos, este modelo se tradujo en vergüenza ante la propia anatomía. Durante siglos, el cuerpo fue objeto de candentes rubores y casi todo en él eran “partes pudendas”. Un mal uso del cuerpo generaba culpa personal y encima la exclusión de toda vida social normal.

Sin embargo, la llamada “revolución moderna” produjo profundos cambios en Europa. Entre otros, una revisión de vivencias e imágenes antiguas sobre el cuerpo. Desde entonces, este se fue transformando en un lenguaje. Por ejemplo a través de la danza. A veces dando rienda suelta a la sensualidad de los bailarines, como sucede en el flamenco o en el tango. Otras manifestando una corporalidad más tenue, neutra o apocada, como en el minueto o en la sardana. También se hizo presente el cuerpo mediante el lenguaje popular de los deportes, auténtico ideal contemporáneo de superación personal por medio de un esfuerzo sostenido y meritorio. Sin olvidar la inevitable exasperación capitalista de esta tendencia que conduce al maquinismo deportivo, grotesca transformación del físico en carrocería artificial y desbordantemente musculosa.

Por unas u otras vías, la apariencia del cuerpo se transformó en asunto personal e individual. Hoy en día todos nos sentimos capaces de afirmar: yo soy un cuerpo, mi cuerpo soy yo. Desde los albores del Renacimiento, el bienestar del cuerpo pasó a constituir un tema crucial en las tomas de decisión de cada uno. La gimnasia o el maquillaje, la dieta, el tatuaje o la cirugía estética: formas de acreditación de un individuo a través de su propia “expresión corporal”, vivida como un derecho inalienable que rompe con tradiciones religiosas seculares. Y a pesar de que, a menudo, el cuerpo igual acaba en cárcel infranqueable de la propia persona, el sueño de una redención corpórea continúa siendo bandera del progresismo laico occidental.


Cuerpos naturales, inocentes

En materia corporal, la experiencia japonesa ha sido diferente. En Japón la representación del cuerpo fue sufriendo una evolución en sentido inverso al europeo-occidental antes señalado. En Europa, la construcción social del cuerpo se logró de forma independiente (o contraria), a los mandatos religiosos imperantes. En Japón, por contra, los cuerpos encontraron en el mandamiento ideológico (civil y religioso) el criterio de su ordenamiento presente.

En efecto, en los periodos de configuración de tradiciones específicamente niponas (como las que aparecen en antologías literarias tan conocidas como el “Manyoshu”, del siglo VIII), el cuerpo no constituía una cuestión especial o un grave problema. El uso o la exhibición corporal no parecían desafiar tabúes religiosos. Tampoco provocaban vergüenza, esa otra experiencia, a un tiempo interior y social, que muchos antropólogos consideran viga maestra para la elucidación del carácter moderno de los japoneses.

El cuerpo no se ocultaba sistemáticamente. La belleza (femenina o masculina) no dudaba en representarse en la iconografía. La decoración y la ornamentación corporal gozaban de cierto predicamento. Decir que el cuerpo “no era tema” ni tabú religioso se puede entender si alejamos la situación japonesa antigua (digamos hasta el siglo XV o XVI) de dos extremos frecuentes que hoy en día podemos utilizar para imaginarnos mejor el estado de las cosas de ese entonces: ni el hiperexhibicionismo pautado, propio de la publicidad contemporánea, que busca escudriñar metódicamente cuerpos de papel o celuloide regalado, aunque en realidad sean formas de una ilusión que se acaba vendiendo; ni la ocultación vergonzante de cuerpos reales bajo túnicas desde cráneo a tobillos, meramente imaginados pero sobre los que nadie se atreve a preguntar.

No podríamos afirmar que el cuerpo japonés antiguo fuera un cuerpo “libre” (con razón o sin ella, a los occidentales nos gusta pensar que la libertad sólo nace al cumplirse proyectos que rompen cadenas). Sería más correcto suponer que el japonés de entonces era un cuerpo “natural” y, sobre todo, un cuerpo “inocente” de cualquier “pecado original”.

En línea con las tradiciones nativas del “shintoísmo”, se daba una relación estrecha y maternizada entre hombre y naturaleza, a través del cuerpo. En su funcionamiento corporal, los humanos de alguna forma repetían el ciclo natural de nacimiento, plenitud, ocaso y muerte, eco de aquel otro orden, climatológico, el de las cuatro estaciones perennes. El hombre se distinguía de inmediato respecto de cualquier planta o animal. Pero las tradiciones y los textos no lo situaron nunca como “rey de la creación”. El hombre vivía en un entorno agreste, a veces un plácido jardín y otras veces en un enterradero de vida o haciendas. Vivía equiparado al resto de los integrantes del planeta (vivientes o inanimados), en compañía de seres diferentes a él, pero iguales en dignidad e importancia.

Si la naturaleza era, por decirlo de algún modo, “sagrada”, también había de serlo el cuerpo humano, autorizado a evolucionar y a actuar con la espontaneidad de cualquier otro viviente. Esto afectó al vestido y al desnudo.

Sin necesidad de exhibición, el cuerpo japonés antiguo se mostraba plenamente en los “rotemburo”, baños termales populares en un país montañoso y de inviernos crudos como Japón. Durante largo tiempo los baños fueron mixtos, populosos, explícitos. Lugares de reunión y de mutuo reconocimiento, propios de una sociedad agrícola donde todos se conocían y en la que muchos estaban unidos por lazos de consanguinidad. Los baños termales no eran más que surtidores situados en bosques y roqueríos. Los japoneses los podían encontrar y degustar en el curso de excursiones y paseos a los que siguen siendo muy aficionados.

Otro espacio de mostración corporal colectiva que se ha salvado del estropicio capitalista casi por milagro son los baños públicos urbanos (el “sento”). Desde la irrupción de la cultura (y del pudor) occidental en Japón, es cierto que su uso se escindió por géneros. Pero, aún así, el uso social de estos locales sigue siendo el de antaño. Cada “sento” se sigue ofreciendo como un espacio en el que el cuerpo puede mostrarse sin ofrecerse, demostrarse sin exhibirse y hacerse propio en el momento mismo de constatarse próximo, similar, al de los demás. Esto resulta significativo si tenemos en cuenta que la clientela de un “sento” está compuesta, no sólo por gente joven, sino también por maduros o directamente ancianos. En un “sento” el manejo del propio cuerpo desnudo es bien meticuloso: incluye ducha, masaje, frotado, cepillado, ciertas gimnasias relajantes y luego una lánguida espera sumergido en aguas realmente calientes, aliñadas en ocasiones con azufres, suaves descargas eléctricas o chorros laterales. Al final, una ducha helada y de vuelta a casa o al trabajo. Interesa destacar dos aspectos del “sento”. Uno es el minucioso toqueteo del propio cuerpo, ninguna de cuyas partes es considerada secreta o impresentable. No hay partes que ocultar, no hay gestos corporales inconvenientes, no se mitiga la erogenización. El otro aspecto notable es la discreta sociabilidad imperante, en algo parecida a la de los bares de cuño hispánico: los parroquianos del “sento” se sientan codo a codo, se sumergen en pequeñas piscinas más estrechas que una habitación, a veces se recluyen en un silencio hospitalario, y hasta dormitan, o roncan, con la mandíbula relajada y la boca algo abierta.

De aquellos tiempos simples también perduró la institución potente de los luchadores de “sumo” (los “sumotori”). El cuerpo allí se expande hasta dimensiones que serían grotescas de no ser porque todo en este deporte apunta a una leve agilidad, corporal y mental. Allí está el cuerpo en todo su esplendor, en su más que extensa materialidad: un profesional difícilmente puede pesar menos de 120 ó 130 kilos, si desea llegar lejos en su carrera deportiva. Allí está el cuerpo palmariamente visible en sus redondeces, con su piel tan lisa, los senos opulentos, brazos y piernas firmes, torso desnudo y una abertura pelviana que subraya justamente lo único que la módica tanga pareciera querer disimular. Las nalgas ondulan por su parte, campechanamente. El “sumo” es el deporte nacional japonés. Se practica desde hace 2.000 años. Su espacio era el cobertizo rural, con formas que todavía se usan en los estadios y que remedan la arquitectura de las santuarios shintoístas y los rituales de purificación por la sal y el agua.


Cuerpos homogéneos y subordinados

Las cosas empezaron a torcerse en Japón cuando la decantación de jerarquías sociales se fue volviendo una necesidad perentoria para los poderosos. Japón vivió en este aspecto un proceso comparable al de otros países. Similar, por ejemplo, al que Michel Foucault señala como propio de su país, Francia. El asunto es el siguiente: un Estado necesita sujetos y, para lograrlo, comienza “sujetando” lo más posible el cuerpo de sus ciudadanos.

En el caso japonés, pareciera que surgen algunos aspectos específicos.
- Uno es la precocidad con que la noción misma de Estado empezó a incluir la necesidad de una homogenización de actitudes y gestualidades físicas individuales. Japón dispuso de “protoestado” muchísimo antes, por ejemplo, que cualquier nación europea.
- Otro aspecto diferencial: los nobles japoneses posteriormente llamaron en su auxilio a esa especie de religiosidad civil que se llama “confucianismo”.
Veamos el proceso.

La primera oleada de influencia china (entre los siglos VI y VIII) ya había dotado al archipiélago de un texto fundacional que hoy en día podríamos considerar una constitución. Durante siglos, la preminencia de la esfera política dotó a Japón de su proverbial organización. Sin embargo, al paso de todos esos siglos, la esfera pública poco o nada se metía con la moralidad de los individuos. El cuerpo todavía no era “enemigo” del Estado. No se reprimía lo que luego llamarían “inmoral” o “pornográfica” estética de los “shunga”. Los “shunga” eran pinturas vistas como “cuadros de primavera” en una rítmica social pautada por el budismo. Hoy en día, al contrario, se los considera completamente indecorosos.

Hasta el siglo XVI o XVII se estimulaba la formación de cuerpos dóciles, maleables, adaptables a la doble función alternante de la mayoría de la población nipona. A veces campesinos, en tiempo de paz, sometidos a la absorbente gestualidad del cultivo del arroz. Y en tiempo de guerra soldados, lanzados como escudo musculoso a luchas que todavía eran cuerpo contra cuerpo.

Lo que interesó más al Estado fue la homogenización de los cuerpos, condición previa para mayores productividades bélicas o económicas. Cuando no morían extenuados en el arrozal o trucidados en el campo del honor, esos hombres estaban sujetos a una gesticulación sobria y solemne, especialmente adecuada para el reconocimiento de las jerarquías: las detalladas reglas de la cortesía y de la sumisión se expresaron desde entonces sin palabras, a través del lenguaje elocuente de cuerpos que se inclinan exactamente según lo requiere cada situación, codificada por las reglas del rango. Reverencias, giros, ademanes, delicadas contorsiones que marcan el lugar de cada cual, y sobre todo el lugar del otro, del que manda sin apenas mostrarse, pero cuyo dominio adquiere auténtica materialidad en el accionar del cuerpo de sus subordinados.

Esta disciplinización del cuerpo dispuso de canales múltiples que le aseguraron difusión masiva: hogares y templos, centros productivos y recreativos, cuarteles y hospitales. Al fin de este proceso, la sociedad japonesa ya no necesitaba una justificación ideológica demasiado explícita, aunque le fue estampada como un sello real mediante las rígidas formas del “confucianismo” y mediante sus teorías sobre la jerarquía social. Como suele suceder, la norma no hacía más que describir una realidad preexistente y autosustentada: la jerarquía ya estaba encarnada, “in-corporada”, en una actitud corporal que hoy en día oscila sin demasiada conciencia de límites entre la servicialidad y la sumisión, entre el debido respeto y una obediencia que por momentos a uno le parece demasiado incondicional.

No cabe duda de que la disciplinización corporal que acabo de describir en dos etapas resultó funcional al desarrollo capitalista, el cual empezó en Japón más tarde que en Europa, al inaugurarse el periodo Meiji, en 1868, cuando se produjo la llamada “restauración imperial”. Aquellos cuerpos maleables trasladaron su elasticidad al trabajo de la seda o a las pesquerías. Aquellos cuerpos fibrosos y endurecidos se repartieron entre el cuartel y las factorías navales o metalúrgicas. El acceso de Japón al pelotón industrialista pudo ser tan veloz precisamente porque el útil humano ya estaba manufacturado desde hacía siglos: sólo le faltaba una inyección organizativa y tecnológica, que llegó de la mano de europeos y norteamericanos.

La filosofía confuciana y la religión civil del progreso y la tecnología aunaron sus prédicas en aras a forjar cuerpos dóciles y resistentes al servicio de la nación.


Muñecas de carne

¿Y qué sucedió con la mujer? Funcionó como contraparte necesaria del proceso de domesticación del cuerpo masculino. Poco a poco ella también fue domada y su cuerpo transformado en cofre cerrado que sólo podían descerrajar los merecedores de tamaño premio: productores eficientes y valientes soldados. Como recompensa, los trabajadores merecían una mujer propia estable, en una relación más individualizada que en la época clánica del “ie” (familia nuclear). Por la vía de esta simple lógica se produjeron cambios apreciables en la constitución de la familia japonesa, cada vez menos “nuclear”, cada vez más “conyugal”. En cuanto a los soldados, recordemos que Japón comenzó relacionándose con la sociedad internacional mediante una larga serie de guerras, ocurridas entre 1895 y 1945. Esto implicaba una fuerte especialización bélica, tanto en la producción como en la vida social: la casta militar se volvió prestigiosa y fuente de poder. La mujer japonesa (y, cuando ésta escaseaba, la china o la coreana) pasó a ser “reposo” tanto del guerrero corporativo como del combatiente militar. Como en tantos otros sitios, las niponas contribuyeron con su cuerpo en un doble plano, en tanto que hembras que brindan placer y en tanto que reproductoras. Abandonaron la vida social activa (cuyo acceso antes tenían asegurado mediante la agricultura, el artesanado y el comercio comunal) y pasaron a vivir al diapasón del deseo de un mundo social cada vez más masculinizado y más necesitado de rápidos aumentos de población.

El hombre debía homogenizarse, ocultándose tras un uniforme que en Japón distingue, hasta el día de hoy, no solamente a sacerdotes y militares, sino asimismo a escolares, oficinistas, trabajadores o empleados municipales. En cambio la mujer debía distinguirse lo más posible, manteniéndose, claro está, dentro de cierto orden, el de la triple sujeción que marca el “confucianismo”: cuando joven sujeta a su padre, de casada al marido, de anciana o viuda a su hijo. Intentaba ser única, pero dentro de los márgenes de la moral victoriana, que los gobernantes nipones de finales del siglo XIX adoptaron como refuerzo oportunista a la ya estricta moral imperante.

Ropa interior debajo de kimonos que siempre habían insinuado la geografía de un cuerpo de mujer, ilegalización de la mencionada estética de los “shunga”, arrinconamiento del “sumo”, instalación de letrinas individuales, división de los baños por sexos, moralización visual de los actos hospitalarios, uniformización del atuendo femenino, siguiendo las mismas pautas que el masculino. Formas todas de ocultación del cuerpo, el de la mujer en mayor medida incluso que el del hombre. Objeto de deseo, la mujer tuvo que ampararse detrás del escudo protector del hogar (desde entonces ajeno al mundo masculino del trabajo) o en las sombras imprecisas de barrios transitados por mujeres en kimono, con pasitos rápidos breves y la sonrisa oculta detrás de una mano o un abanico. Muñecas llenas de promesa y de misterio.


Espacio y tiempo de la disciplina corporal

La falta de espacio está constituyendo un condicionante suplementario en la domesticación corporal acaecida en Japón durante los últimos cien años: domicilios diminutos, transportes atestados, comedores para clientes que devoran su ración sin sentarse ni sacarse el sombrero, locales sociales o recreativos donde sólo se puede circular en fila, rarefacción del espacio industrial.

En Japón no hay espacio para grandes volúmenes. En consecuencia, tampoco caben grandes ademanes o gestos estentóreos. La falta de espacio de Japón (128 millones de habitantes, en un territorio cuya extensión es sólo el doble que la de Uruguay) ofrece otro argumento propicio (esta vez ni filosófico ni religioso) al avance del proceso psicológico-político de domesticación corporal: necesidad de producir un cuerpo lo más invisible posible, lo menos molesto a ojos de los demás. El atochamiento japonés acaba amputando la expresión individual de los cuerpos.

Mi propio cuerpo (vendría a decir un japonés), ese cuerpo que intento hacer lo más parecido al de mis compañeros de taller o de oficina, no puede permitirse impuntualidades o interrupciones indebidas: el espacio que yo ocupo en este momento, otros esperan ganarlo cuando llegue el suyo (ésta bien podría ser la filosofía implícita del famosísimo método industrial del “Just in Time”). Así, un uso correcto del cuerpo exige la estricta regularización del horario: cómo, por qué y cuándo estar presentes o ausentarse. También hay que aprender a servirse de esos instrumentos complementarios que son el ademán y la palabra. Las maneras de ser se corporalizan en movimientos precisos que evitan toda contundencia corpórea: observemos que, al andar, un japonés casi no levanta los pies, casi no pisa, se limita a ondular suavemente de rodillas abajo, quedando el resto del cuerpo casi inerte.

En Japón se huye de la ocupación innecesaria de un espacio que se sabe de antemano escaso: quien utiliza un tren en horas punta no dejará de asombrarse de lo bien que se acomodan entre ellos los cuerpos, los maletines, los paraguas, las miradas. De forma que el vagón queda relleno como una lata de sardinas. Sin apenas espacio para respirar su propio aire, pero sin casi olores. Y sin escenas de violencia, salvo el toqueteo de las mozas, tan sólo respondido por un silencio embarazado o una huída a la otra punta del vagón. Para neutralizar a los “chikan” (insulto que designa a los vilipendiados manoseadores repentinos), desde el año pasado, la compañía de tren en que viajo inauguró un compartimiento exclusivo para mujeres, el pintoresco “vagón rosa”. En su sereno interior no hay apretujones, y cualquier presencia masculina es mal venida, sancionada con un silencio filoso que se clava en la espalda del incauto (o del vivo) que se mete en rosado corral ajeno.

Un arte consumado de la vida social nipona es la sobrevivencia de la amabilidad. A pesar del cansancio y, llegado el caso, de la falta de convicción. Ese trato afable toma permanentemente forma en un individuo, hombre o mujer, cuyo exterior busca amoldarse, afiatarse, esconderse en un cuerpo colectivo que se desplaza y produce, que se alimenta o canta o atiende en locales siempre atiborrados. Los cuerpos se vuelven japoneses de puro sumirse en la dinámica del no incomodar, del no molestar.

Por su parte, los objetos que se producen en Japón se vuelven realmente nipones mediante un proceso que los miniaturiza, acentuando el proceso de cuerpos que desaparecen, que se hacen invisibles, según el método de transformación del individuo en partícula del todo social. Los japoneses son famosos por su capacidad para reducir el tamaño de cualquier cosa: autos, computadoras, “bonsai”, domicilios, terrenos de golf. Objetos de gestualidad apenas esbozada, como un saludo entre miradas de cuerpos que no saben o no quieren o no pueden moverse.


Las cosas empiezan a cambiar

Cuerpos uniformes, cuerpos compactos e invisibles. Cuerpos sujetos. Tal vez en Japón ha ocurrido la historia de una inversión que merecería ser contada con más detalle. Una historia que aún no ha terminado: empiezan a proliferar racimos de cuerpos que expresan rebeldías individuales y sociales, rechazos que ya existen o se aproximan. Cuerpos estrafalarios, engalanados en atuendos inimaginables, hechos de provocación y enfrentamiento. Cuerpos teñidos y tatuados, cuerpos de mujeres a veces amachadas, frente a cuerpos de jóvenes efebos crecientemente andróginos. Cuerpos viajando en autos con formas, accesorios y colores que desafían la imaginación de un occidental: autos Batman, autos ranita, autos banana. Cuerpos esparcidos en domicilios que manifiestan, en su atrevida excentricidad, el mismo reclamo de reapropiación del espacio por un cuerpo que busca aproximarse a lo que uno siente cuando exclama ¡yo! Cuerpos que habría que observar con cuidado para entender y explicar qué está pasando en Japón. Pero eso tendría que ser contado en otra ocasión.

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