jueves, 7 de mayo de 2009

Tokio en dos ciudades

(2008: revista Viajar National Geographic, Barcelona)

COINCIDENCIAS
¿Qué imagen guardamos de la gente de Tokio, vista a distancia? Desde los cuarenta, films, comics y fotos pintaron el icono japonés con trazos crueles. Ayudaron películas de guerra llenas de soldados bruscos y gritones. O las fotografías del bigote (escaso) de Hirohito, primicia de Life. El periodista Tintin desafiaba por entonces al bribón Mitsuhirato. En el imaginario de Occidente, el nipón fue tomando rasgos de caricatura: achaparrado, pelo ralo, anteojitos, edad insospechada, traje de empleado de oficina. Todavía circulan por Tokio millones de esta laya, réplicas del escribiente Bartleby, el de Herman Melville.

Claro que no son los únicos moviéndose en los trenes tokiotas. Viajan cara a cara con millones de urbanitas de otro tipo, arracimados en las mismas apreturas de semejantes trenes. Un ejemplo es la chica que ahora espera tren en Shibuya. Sobre unos pantalones de punto color rosa, muy ajustados, lleva vestido blanco de volantes y lunares de color galáctico. Retacona, botas vaqueras de caña corta, tachonadas como la chaqueta. Calcetines negros trepando a cada pantorrilla hasta una altura diferente. Melena de rubio plástico, recogida en un moño que intenta parecer descuidado. Cara pasablemente maquillada. Y en la mano breve, de uñas esculpidas con diez colores y motivos, carterita Vuitton. ¿Fake de compra furtiva en los andenes? ¿O un original a 160.000 yenes, fruto de cambiar favores adolescentes por costosos regalos (en japonés: enjo kosai)?

CIUDAD ABIERTA
El contraste de imágenes es chocante. ¿Con cuál quedarse? No es fácil decidir. Tokio es una plaza de toros siempre en fiesta, escenario del combate entre las esferas pública y privada. Lo público son aquellos guerreros corporativos, legionarios de cartera, traje percudido e intachable camisa blanca: escenifican el molde social, la forma opresiva, la grey homogénea, el sometimiento a ritos seculares, la reverencia. En cambio, en la diadema de esa chica del tren relumbran fulgores de mundos privados en los que sólo cuenta la reafirmación del estilo propio, espacio y tiempo de individuos que no piden permiso y se sueñan soberanos. En Tokio hay un conflicto de iconos como el que describo: uno y otro se disputan la ciudad. No se sabe quién gana la partida: Tokio es a tale of two cities, como el de Dickens. En el caso tokiota, las dos urbes del cuento se funden en una sola, o más bien viven solapadas. Entre ambas las fronteras, siempre porosas, se disuelven en trenes, comedores y tiendas, atiborrados.

OFENSIVA PÚBLICA
En Tokio la esfera pública procede del poder secular y éste de ideologías de obediencia confuciana. Se encarna, más que en otros sitios de Japón, en ejecutivos, burócratas y gobernantes. Los jefes. Mejor vestidos que los subordinados, se ocultan del escrutinio popular en pequeñas limos con chofer, tras cristales ahumados en sus coches de marca. Lo público intenta tragarse a lo privado: si lo dejan, el uniforme y la etiqueta se imponen al florecimiento individual. El ínfimo empleado que no alcanza a volver al lejano suburbio (después de horas extras que no siempre le pagan) pernocta en Hoteles Cápsula. Embutido en una estrecha celda, sin estirarse apenas, el huésped se mantiene hierático. Con la luz encendida y la tele enchufada, nunca se siente solo, entre paredes de cristales. El cuerpo, vigilante, se inhibe de cualquier decaimiento postural, como en la oficina. El Kapsura Hoteru ilustra al sujeto día y noche sujetado. Cuando este hombre domado vuelve a casa, el panóptico del mandato público le acompaña: la formalidad no la pierde en la cocina, el baño o entre sábanas. ¿Se saca los zapatos al entrar? Igual haría en templos, oficinas de jefes y demás sitios verticales. Antes de lanzarse al vacío, hasta el suicida se descalza. Deja los zapatos en la ventana y así averigua el policía de qué piso se tiró el desdichado.

ESTAMPA DEL CIRCO URBANO
La esfera privada contraataca. Refluye sobre la civilidad sumisa que los jefes imponen a la masa. En un siglo urbanizado, los derechos del hombre acaban siendo los de ciudadanos individuales que en la calle llegan a vivir como en casa. Además de telaraña de fábricas, santuarios, despachos, emporios y cuarteles, una conurbación de veinte millones como Tokio da lugar a generosas tolerancias: intercambios sinuosos, paseos sin mapa, encuentros fortuitos, derroche, vagancia. El sueño ordenancista se declara impotente cuando la iniciativa privada consigue manifestarse con personalidad. La exhibición de singularidades elude la regla (férrea) de la homogeneidad. Y eso a los jerarcas les parece una exhibición de atrocidades, como ya en 1969 titulaba J.G. Ballard. Reconquistada por individuos, las calles son escenario de un show variopinto. No se trata del circus de interiores de Roma o China, poco interesante para los tokiotas. Les gusta más el europeo que surgió del Renacimiento, el de artistas ocupando pueblos y calles. Tokio crea continuas situaciones que rompen la rutina binaria de trabajo y descanso, inaugurando espacios que divergen del concepto utilitario de los servicios públicos (salud, transporte, educación, comercio), insustituibles, sí, pero convencionales.

MIL ESCENARIOS
La irrupción de la vida privada en la vía pública crea mil planicies contiguas. En Tokio no existe un sólo escenario, o unos pocos que repitan idénticos conceptos, como la Moscú soviética o un Berlín en Juegos hitlerianos. Tokio no está dispuesta en torno a un centro macizo y visible, como la plaza mayor castellana o un mercado persa. Carece de centro. O lo tiene vacío, imaginario. Es una ciudad sin límites, simple aglomeración de villas conurbadas. Una ciudad indefinida, al par que innumerable. No es más que un collage, piensa Arata Izosaki. En sus mil pasarelas “siempre ocurre algo”, precisa Roland Barthes. Cosas mínimas, ínfimas, aunque multitudinarias. No es gente que actúa en una obra. Sus gestos imprevistos no parecen atados al control de un libreto. Sin embargo, juntos cuentan una historia. Un relato de gente que se manifiesta. La expresión de las calles de Tokio repite el modo de la caligrafía japonesa: a mano alzada, alla prima, sin corregir ni borrar, de una vez para siempre, irrevocable.

UN CIRCO AMBULANTE
La función empieza en los trenes. Su primera sala de ensayo son los vagones. Nubes de chicas veinteañeras, con tacos y vestidos de raso, forman un corro ajeno al apelmazamiento. En pleno vagón sacan su nécessaire: ¡empieza la sesión de maquillaje! No son las siete, entre semana, y el tren aborda la estación Hamamatsu-cho. ¿Vienen de una fiesta? Se van al trabajo. Olores de pancake y cremas se entrecruzan con colonias baratas de sarariman (salary men, asalariados). Ignorando el cotorreo femenino, estos hombres de mirada seria y gruesas hombreras pliegan y despliegan periódicos con artes de origami. O se inclinan ante interlocutores invisibles que llaman a sus celulares. El teléfono vibra: suena la Guerra de las galaxias y así Los santos van marchando. Es la oficina del cuerpo y de la mente en sesión continuada. Los menos van sentados. Formales o informales: cada uno en su satélite de I-pods o MD Players. Nadie quebranta la regla tácita de no cruzar miradas. Algunos leen manuales de inglés o informática. ¿O es manga lo que leen, con héroes filiformes y chicas insinuantes? Las grandes distancias y el cansancio van durmiendo a los viajeros. Sentados, se despatarran y apoyan la cabeza sobre el hombro de vecinos resignados. Otros duermen de pie, con pericia de loros posados en su rama, oscilando en grupo cuando el tren frena o se pone en marcha. Fuera de horas punta, bandadas de madres treintañeras vuelven de comer o comprar juntas, gastándose en ocio baladí el sudor acre del marido. Ancianos de pase gratuito, leyendo de arriba hacia abajo, se dirigen al río Sumida, al parque de Ueno o a museos varios. Escolares en fuga llenan de olores el vagón: insólito comedor improvisado. Señores maduros inician estiramientos musculares y a veces minuciosos masajes de pies. El vagón se transforma en circo, de forma involuntaria. No buscan exhibirse. Sólo airean usos peculiares. Ningún sitio se presta como Tokio para tanto desborde de lo privado en lo público. ¿Falta de espacio en los hogares, indiferencia, libertad de expresión, grosería, ignorancia? Aquellos que odian a los desconsiderados, esos que hacen ruido al comer, huelen rancio o hablan en voz alta, pueden irse a vagones especiales sin teléfonos móviles, sin jóvenes sentados en el suelo, sin manos tocando nalgas. Vagones terminales, pares o rosados, poblados de damas modosas, sobriamente vestidas. ¿En qué piensan, ajenas al circo ambulante?

PRESENCIAR Y MOSTRARSE
La función continúa. Al bajar de los trenes, hombres y mujeres explayan en las calles su show particular. Cuanto más premeditada y previsible la pose formal, más espontánea y sorpresiva la de quienes celebran su circo, en presencia de multitudes cansadas de tanto nomadismo. El mejor escenario son las explanadas de estaciones. La pantalla de Alta se eleva gigante al noreste de la estación de Shinjuku. El enjambre es tan denso que resulta difícil encontrar a la gente citada. Clima de franca excitación. Se masca cierta turbulencia en el ambiente, facilitando otra función del evento: que alternen los que no se conocen ni se habían citado, del mismo sexo o del opuesto. Nada de cita a ciegas. ¡Al contrario! Cada uno explicita lo que quiere vender o comprar. Todos juntos conforman un muestrario animado, cada uno luce galas. Estas cambian según barrios: hortera en Ikebukuro, estudiantil en Kanda y, en Shibuya, extravagante. Colección exhaustiva de variantes. Dentro, eso sí, de un estilo personal y zonal, cuyas reglas nadie formula y pocos saltan. Colores negros en ropa de algodón delatan aires intelectuales. Cuero, tachas y tacones enfatizan a gente que viene de más lejos, quizá de más abajo. Fucsias y cobaltos, encajes y múltiples capas, guantes por encima del codo, en un concurso juvenil de parodias: miriñaques pompadour comparten semáforo con maikos empuñando celulares. En los chicos es común el sombrero. Algunos estacionan su scooter y dejan esperando su nostálgico casco de soldado nipón. Otros gastan gorrito boliviano, tradicional pañuelo japonés o feutres dignos de Alain Delon patrullando Marsella. Aquí y allá van chicos coronados por tiestos (parecen macetas boca abajo). La multitud nunca es mero auditorio. En el circo de las calles tokiotas no hay clara división entre actores y público. Ni se ven sketches preparados. El exterior urbano se vuelve un proscenio inabarcable. En las aglomeraciones de los cruces en equis, como el de Sony en Ginza. O en los desfiladeros de Kabuki-cho, con calles estrechas y oscuras donde nadie te invita: entras en locales no aclarados y, de pronto, te haces (te hacen) protagonista.

EQUILIBRIO DEL DISPARATE
Como Alice in Wonderland, el circo de Tokio instaura un (fugaz) universo arrevesado. Actitudes callejeras hiper-quinéticas contrarrestan el excesivo hieratismo de interiores solemnes. La acusada excentricidad equilibra demasiadas convenciones en aulas y despachos. La personificación y caracterización del comportamiento callejero buscan neutralizar cualquier anonimato. En la calle, cada uno escribe su guión. El texto empieza por la cara. Se ven chicas y chicos intensamente producidos: pelo teñido, cejas depiladas, cremas y base en las mejillas, rouge de labios, kool que acentúa los ojos rasgados. Se ven pieles maquilladas con polvos de arroz, como geishas sin serlo, más blancas que la cera. Rostros ornados sorprendentes: lentes en forma de murciélago, contactos que inventan iris amarillos o bermejos, bufandas que todo lo cubren, mascarillas, turbantes. El travestido busca otro modo de producción personal, orientado a personalizar el desfile en ruas literalmente carnavaleras. No son sólo chicos vestidos de chica. Ni simple disfraz de ocultamiento. Reafirman a individuos de forma buscada (rebuscada), sin control familiar. ¿Homos o hétero-sexuales? Lo que importa son las luchas de roles que se dan en la calle. La de jóvenes que quieren sacudirse la paralización de sus mayores. O aquella que pretende cambiar la atribución de los espacios: meter al auditorio en un terreno sin límites, borrar fronteras, confundir las funciones, quitar seriedad a lo importante. Se trata, en el fondo y en la forma, de un combate por la propiedad de los cuerpos. Millares de jóvenes fluyen por las calles de Tokio preguntando a los grandes: ¿de quién es mi cuerpo?; ¿del sistema social? Parecen responder: mi cuerpo es mío. Uno se pregunta, sin embargo: ¿son suyos esos cuerpos o son más bien de las tiendas de marca?

LUCHA CUERPO A CUERPO
La ciudad oficial, de normas excesivas y enervantes, tampoco se entrega. Las troupes de saltimbanquis de Harayuku son remplazadas por legiones de barrenderos nocturnos que dejan las calles como patenas. Después de una manifestación ambientalista frente a los ministerios, en Chiyoda, la norma pública recobra sus derechos: persigue a los que fuman, los multa con 2000 yenes por tirar colillas. La frontera es sutil, no deja de moverse. ¿Se niega el municipio a poner papeleras? La gente deja envases olvidados en canastos de bicicletas. ¿Adelantan la hora del último tren para controlar el descanso de los productores? Los trasnochadores rebalsan las salas de espera. Si no caben, se refugian en atrios elegantes. ¿Se modifican los espacios públicos (jardines, estadios, mercados)? Más parece brotarles la semilla de la informalidad. Toboganes bajo vías elevadas, bibliotequitas anónimas en esquinas barriales, quioscos de productos vulgares junto a supermercados exclusivos, mesas de ropa muy usada se anuncia en la calle de las mejores marcas. Los que definen reglas, en lucha con los que buscan abrir lo clausurado. El tokiota es un animal territorial. Su ciudad escenifica, como pocas, dos mundos que pugnan por ganar día a día su espacio.

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