jueves, 7 de mayo de 2009

Mono-ha, la escuela de las cosas

(2007: revista Diario de Poesía, Buenos Aires)

Hace poco más de cien años, un joven y ya experto Rilke escribía: “Vivo mi vida en círculos crecientes, / que pasan por las cosas”. Este reconocimiento de la progresiva fascinación por lo material se repite a menudo en la obra del poeta de Praga: somos operarios (no dice arquitectos) construyendo nuestra vida como una bella cúpula. Pero “¿quién puede acabarte, / cúpula?”, pregunta más adelante, en frase cuyo eco resuena desde El Libro de las Horas hasta las Elegías y los Sonetos. Vivimos (sugiere) nuestra vida en lo incompleto, que es a su vez más y más enigmático. Porque, si las cosas se heredan, no comprendemos del todo su sentido. Tampoco aceptamos del todo que nuestro destino “pase por las cosas”. O a veces lo aceptamos y entonces, un juego se establece: vivimos (de a ratos) inmersos en ellas. Todo eso que Rilke nos dice describe nuestra existencia cotidiana, antes de cualquier poesía. Por eso consigue decirnos en lo más simple, que es lo más humano.

Siempre me llama la atención cómo la mejor poesía (mencioné a Rilke, podría agregar a Ortiz y a otros) arranca de la existencia (fluctuante, evanescente) de las cosas exteriores. En ellas “vivimos, nos movemos y existimos”: son nuestra única divinidad posible. En ellas buscamos cumplir el austero mandato de la realidad: en cada paso, a cada instante, restituir lo humano al reino de lo material y dejarlo hablar, es cierto que con palabras nuestras, pero bajo aquella muy exigente condición.

También me sorprende que el vaivén de tópicos y convencionalismos culturales endilgue a “Oriente” la exclusiva tarea de expresar que la vida de un hombre consiste en “zambullirse en el torrente” de las cosas, como dice Philip Larkin. Las cosas que nos rodean, también nos explican y nos constituyen. Esas cosas que pasan figuran nuestro ser transeúnte. Podría multiplicar las menciones occidentales, aunque Oriente es el que siempre se acaba llevando la palma. Oriente –en concreto, el budismo- ostenta en Occidente la imagen de marca de la impermanencia. Japón –y antes que nada el haiku- posee entre nosotros la titularidad definitiva del instante. Mientras que la naturaleza, leída como soñamos que la leen los nipones y ejemplificada de forma espectacular por el hanami, pareciera propietaria y gerente de la escuela de las cosas (mono-ha), plan de vida que nos instruye (si lo dejamos) sobre la posibilidad de modificar a cada instante mente y comportamiento, acompasándolos a la lenta e implacable metamorfosis de lo dado. La lección oriental de las cosas sería: fluye, deviene, circula como el aire, flota en la corriente, dilúyete como las horas y momentos que pasan.

Toda gran poesía es poesía de las cosas que pasan. No sólo la de Oriente, insisto. Pero vivo en Japón y no más volver a casa, ayer 8 de abril, parecía estallar el hanami (lit: mirar: mi, las flores: hana). Es un evento de masas que consiste en salir a observar cerezos fugazmente revestidos de su más espléndida floración, en el mismo momento en que empiezan a fenecer, despojados por la ventisca o la lluvia que hoy, domingo 9, se anuncia sobre Kyoto y no tardará en caer, dejando de pronto las ramas del cerezo marchitas, descangayadas. El día, el tiempo, el instante pasajero son materia prima de la poesía. Por eso, el asunto es entender cómo se vive en Japón el hanami.

Hay quienes, siguiendo lo mejor de la tradición japonesa, procuran hacer de su vida un poema, de la poesía una práctica de incesante improvisación y reactividad ante las cosas y, de la creatividad resultante, cierta aptitud para comprender que estar vivo tal vez no sea más que “estar despierto” (como traducen el vocablo Buda). Uno se acuerda del poeta Bashô: “haiku es simplemente lo que sucede en este lugar, en este momento”. Y de Murasaki Shikibu, la joven sabia del Genji Monogatari (relato o novela del príncipe Genji) haciendo la crónica de lo que se estilaba en sus lejanos tiempos: “Su Majestad dio una fiesta para celebrar el cerezo floreciendo”. En ella, los cortesanos rivalizan capturando en la malla del tanka (lit: canción corta) –composición de cinco versos de 5-7-5-7-7 sílabas- la experiencia turbulenta de asistir al nacimiento de un evento, sin por eso abandonarlo en su irreparable pérdida. Experiencia más que intensa, en donde se mezclan la extrema excitación y la nostalgia. Murasaki (lit: Violeta) nos cuenta lo que Genji acaba escribiendo en su abanico bicolor: “Todo cuanto ahora siento no lo había sentido jamás, como la luna al alba se desvanece ante mis ojos en los cielos ilimitados”.

Los más numerosos, hoy en día, acuden en tropel a los actuales prados de cerezos, como prenda de indeleble tradición patriotera. Pocos países como Japón donde la identidad de cada uno se sigue actualizando en el roce con la multitud y en el acopio de ritos que a menudo ya ni se precisa comprender. Resulta muy arduo en Japón vivir hoy el momento, vivir del instante. Y así el hanami se transforma en masiva excursión a comer y a beber a la sombra de cerezos cuyas flores muy pocos admiran. Trenes desbordantes, carreteras impracticables, riberas atestadas de camionetas todo-terreno, chiringuitos humeantes con asados de pulpo, pollo o verdura, gentes que ya ni se acuerdan de Murasaki y remplazan el pincel por la lata de cerveza y la lírica por una estridente orquestación de karaokes desmontables: “El guía ya ni mira las flores del ciruelo”, acota un haiku de rabiosa actualidad.

No critico a Japón en particular. Lo que relato de hecho se produce en cualquier sitio, en cualquier momento, en la vida ajena y, por descontado, en la propia. La lección de las cosas es aceptar la mezcla de sublime y ridículo que nos caracteriza, aquí y allá, sin distinguir razas o culturas. Por momentos, “se va la poesía de las cosas / ya no la puede condensar mi vida”, reconoce Neruda en su Extravagario. Hasta que, de nuevo, la vida de las cosas aparece otra vez y se impone a la costumbre, a la modorra, a la ceguera pensante: “toda cosa, trágica o apacible, se alza en el corazón sagrado del instante para una eternidad de presencia”, remacha Yves Bonnefoy. Cuando esto ocurre, “ha tenido lugar un acontecimiento”. Florecen de nuevo los cerezos, florece el alma.

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