jueves, 7 de mayo de 2009

Sashimi

(2007: revista Living, diario La Nación, Buenos Aires)

Acostumbrado por los libros a admirar interiores nipones despojados y extensos, esa tarde esperaba con ansia que sonaran las siete: nos invitaban a cenar los vecinos de Kioto, la familia Azuma. Sin duda es raro que un japonés te deje ver su casa. Eso debió servirnos de advertencia.

Pero no sospechamos ni un instante. Sacamos ropa buena, vino blanco del Rin en cuidada bolsita, y ya estábamos golpeando suavemente la puerta, al no encontrar el timbre. Abrió nuestro amigo Hiroshi, sin zapatos y con ropa de entre casa. Después de descalzarnos, nos hizo pasar en lo que de origen tuvo que ser una sala. Mientras esperábamos, sólo adivinamos el piso de tatami, de puro estar el poco espacio disponible atiborrado por muebles de gran calado. Era un living con algo de depósito, porque pronto se vio que no usaban sus muebles. Y advertimos que, sentados en sillones rectilíneos, parecíamos cuatro ositos de juguete metidos en sus cajas. Confianza reina, debió pensar Azuma, y nos hizo pasar a la cocina, ya más pequeña que la sala. Del living, hirviente por la estufa de aceite quemando a diez centímetros de mi rodilla izquierda, al corredor húmedo, helado. Primeros estornudos.

Del oscuro pasadizo de nuevo al calor de cintura hacia arriba, entrando en la cocina, iluminada por un neón muy blanco. Ellos cuatro y otros cuatro nosotros, todos parados bajo la araña de neón. Parecía un quirófano: siete enfermeros auxiliando al cirujano, en la ocasión Tomoko, la robusta señora Azuma, preparando sashimi. De pie, los ojos bajos, yo buscaba la forma de esconder un agujero ominoso en mi media derecha. Por su parte, empujando paciente lo mucho que había encima de la mesa, Hiroshi comenzó a ganar espacio. Con el codo robusto desplazaba todo cuanto una familia cultivada suele utilizar cuando trabaja a domicilio: cuadernos, alicates, un labtop, útiles escolares, un mapamundi centrado en el Japón, diarios, el correo del día y el platito del gato. Aclaro que en toda casa japonesa que se precie campa un gato. Sin duda muy despierto, el gato de los Azuma pegó un salto apenas el amo se puso a arrumbarlo todo contra el muro, de susto supongo de quedar aplastado. En cuclillas, sentados en los talones y algún afortunado en un banquito, devoramos la cena, ocupando cada uno menos sitio en la mesa que en la contigua sala. Con los pies congelados, nuevos estornudos. ¿La cena? Deliciosa. Los sashimi, grandiosos, completados por todo tipo de entremeses, que la dueña de casa extraía de la gran heladera, muy pero muy cercana, sin levantarse, apenas estirando su brazo, abriendo la puerta un poquito para no golpearnos, sacando de memoria cuanto hacía falta. Sobre la misma mesa de labores fue la cena. Y allí mismo, sin nada recoger, la sobremesa rebosante de fotos, de amistad, de vahos de vino y sake. Pedí ir al baño. Nuevos estornudos en el minúsculo servicio, con la ventana abierta. Al trasponer el largo y oscuro corredor, de vuelta a la cocina iluminada, eché vistazos a derecha e izquierda, a las habitaciones: pequeñas, espartanas, con armarios cerrados detrás de los cuales era fácil intuir el futón, la ropa y enseres personales. Bueno, dije volviendo, se hace tarde. Nos levantamos para volver a casa, los pies helados, el corazón contento, hablando del sashimi y otros eventos memorables.

0 comentarios:

Publicar un comentario