jueves, 7 de mayo de 2009

Tokio Monogatari

(2008: revista La Tempestad, México D.F.)

PANORAMA DESDE EL SATÉLITE
¿Es Tokio la villa más vasta del planeta? Dicen que es más poblada que DF, más intrincada que Pekín, más prolongada que Bombay. Hablar de una aglomeración en términos de ciudad implica asignarle un territorio y trazarle unos límites. Pero, ¿los tiene Tokio con certeza? El Meteosat opina que no: muestra una franja compacta que se extiende por 300 kilómetros, de Tsukuba a Kobe. Una mancha gris en la pantalla pivota en torno al palacio imperial y ocupa la mitad del territorio habitable de la isla de Honshû. Llamaremos Tokio, para entendernos, al corazón de una conurbación caótica y creciente, capaz (por su deformidad) de resistir cualquier ordenamiento administrativo. Los shogunes Tokugawa del siglo XVII no lograron darle la forma china que soñaban. Ni consiguió el emperador Meiji, en el siglo XIX, calzarla en la horma de Napoleón y del Barón de Haussman, digna de ciudades modernas. Ni llegan los líderes del siglo XXI a racionalizarla en torno a parques tecnológicos, o a lo largo de redes viarias futuristas. ¿Qué significa entonces la palabra Tokio? Según el diccionario, capital del Este. Según la dirigencia secular verticalista, la inversión lingüística de Kioto y, de paso, la ablación de una cultura antigua con tradiciones horizontales. Por suerte, a Tokio le quedan sus propios habitantes. Para ellos, la ciudad no es el río de casas que pinta el satélite. Tampoco el orden, abstracto e imposible, del discurso oficial. Es una serie de fotos fijas, alineadas como capturaba Andy Warhol, con su Polaroid, el paisaje de Los Ángeles. Tokio cobra sentido desde tierra, cuando se la recorre, como quien desenrolla una cinta sin fin. Como quien desarrolla su relato en una colección de estampas o de fotogramas.

RELATAR TOKIO
Descendidos del cielo panóptico que propone el satélite, escépticos ante ofertas propias de urbanistas chiflados, no nos queda otro recurso que la observación pedestre. ¿Cómo consignar lo que vemos? ¿En un diario de viaje (nikki) propio del turista que mira con sorpresa y temor desde la ventana del taxi (Bill Murray) o del hotel (Scarlett Johansson)? Mejor en un relato, monogatari: el verbo kataru significa contar, mono designa cosa(s). Así, Tokio narra historias vividas por su gente. Por eso admite infinidad de relatos, como los del cine. Kurosawa cuenta su Tokio pobre y popular de la posguerra en Dodes kaden. Mizoguchi pinta barrios negros y entrañables. Sophia Coppola nos lanza a pistas indiscernibles en Lost in translation. En Sabiduría garantizada, Doris Dörrie pasea a personajes despistados por una Tokio delirante. ¿Quién no recuerda a James Bond asediando malvados en sus madrigueras tokiotas? Y tenemos a Cary Grant espiando la ciudad desde la lejanía de su periscopio, involuntaria y siniestra metáfora de un Hollywood incapaz de ver la capital de Japón salvo desde el visor de un submarino, como por el ojo de una cerradura. Igual que Woody Allen relata a Nueva York, Kitano revisa las riberas del Sumida, recrea nuevos arrabales con personajes melancólicos que buscan sin éxito un destino. Así es Tokio: una ciudad que se narra mil veces en el continuo relato de quienes la viven o la miran.

CENTRO SIN CENTRO
Acostumbrados al urbanismo europeo y a sus huellas en América, entendemos la ciudad desde un centro que reúne los atributos de su civilización. En el centro de Madrid, de París, de Lima, de Moscú, de Berlín, se alzan edificios que resumen la situación dominante: la casa de gobierno, el templo principal, los bancos opulentos, la sede de empresas muy sonoras, museos y panteones de glorias nacionales. Incluso Pekín, epítome del urbanismo chino, está construida por círculos (cuadrados) concéntricos alrededor del palacio imperial y aledaños. Nada de esto ocurre en Tokio. Es de las pocas urbes del mundo que carecen de centro. Todo en ella se produce por yuxtaposición y por diseminación. Los poderes se reparten por zonas. El dinero se esconde detrás de fachadas inadvertidas. No es fácil distinguir la arquitectura militar de la civil. Ni la administrativa de la escolar. Unos barrios colindan con otros sin solución de continuidad. Arrasada por bombas, Tokio fue enteramente reconstruida tras la guerra. La apariencia de homogeneidad resultante se refuerza si cabe al no tener las calles nombre o número. Nos cuesta orientarnos, encontrar modos de comunicación. Sólo descubrimos un punto de referencia, inesperado: en un parque central, con foso muy hondo y altas vallas, inaccesible, se agazapa el palacio imperial en la masa boscosa. Invisible incluso desde el aire, la morada del tenno expresa, elocuente, la paradoja de su situación, la de su ciudad y la de su nación: un centro sin centro, un jerarca sin mando, una capital sin cabeza, una unidad diseminada en mil lugares.

CIUDAD COLLAGE
Arata Isozaki, urbanista, describe a Tokio como un universo de collages. Cualquiera lo acepta, pero algunos debaten los motivos reales. En la ausencia de centro, Bertrand-Henri Lévi descubre indicios de una acefalía de la propia nación. Prudente y matizado, Roland Barthes recuerda que en realidad existe un centro, aunque es hueco, una nada sagrada, un lugar existente y al par indiferente, trasunto (opino) de la mente dando vueltas alrededor de un sujeto vacío. Antropológico y prosaico, el propio Isozaki atribuye a la historia, a la mentalidad del país, el carácter fragmentado, ecléctico, multidimensional y disonante de la urbe. Es también la opinión de buena parte de la población tokiota. La ciudad sigue siendo imán de su conurbación: son “de Tokio” sus habitantes primigenios, los que llegan a trabajar desde suburbios de más de cien kilómetros y quienes la visitan para compras, ocios y festejos. Tokio ofrece un collage bifronte: es estática, mosaico de barrios yuxtapuestos; y dinámica, con población heterogénea fluyendo por calles, vías y canales.

TOKIO FLUYE
Ciertas características de Tokio apenas se repiten en Japón: multitudes cruzando las esquinas, tropeles que entran y salen de grandes almacenes, solícitos empujadores ayudando a atochar vagones ya repletos, laderas del río Sumida atestadas de gente presenciando el hanabi (fuegos artificiales), aficionados que hacen olas (y antes colas) en el estadio de béisbol de Korakuen. Imágenes de densa humanidad, es cierto. Y constancia de millones de personas que se mueven, circulan, se desplazan en una armonía que sorprende. Nunca he visto tanta gente junta como en Tokio. Ni en otra parte tuve tanta sensación de cuerpos esponjosos, capaces de evadir tropezones y codazos, prestos a adherirse al vecino sin procacidad. Tan poco espacio (en urinarios, transportes y lugares públicos) minimiza las distancias. Pero los cuerpos se adosan sin malos olores, sin que nadie se mire a los ojos y, salvo excepciones (censuradas), sin tocarse. Riadas que se vierten de tienda en tienda, de parque en parque, de mercado en mercado: encrucijadas de una conurbación por la que viajan decenas de millones de personas. Tantas como ejemplares de periódicos se venden y que lee la gente, doblándolos en tiras y doblándose ellos mismos para no molestar al vecino. Unos pocos van sentados, durmiendo, ajenos al tráfico externo, tal vez ignorantes de que ya pasó la estación en que se apeaban.

NICHOS
Uno asiste otras veces al fenómeno inverso: gente moviéndose por entornos muy típicos, como paseando, con la familiaridad del peatón que satisface sus deseos sin casi desplazarse. Tokio permite vivir en auténticos nichos, barrios en los que se produce una compenetración de estilos: en ellos la indumentaria se corresponde con la arquitectura, y éstas con la música, las comidas y el horario. Los contrastes llegan a ser vertiginosos. En Shibuya y Omotesando proliferan chiquillas góticas, vestidas de Blanca Nieves o de Hello Kitty, con aprontes impensables fuera de Japón. Van chillando en bandadas o del brazo de jovencitos en negro, con toques punk que dejarían patitiesos a muchos mohicanos londinenses. Entran a tiendas en forma de caverna o a cafeterías que imitan palcos de teatro, en donde suena un pop estridente gritado en jerga nipo-inglesa. Al borde del Sumida, por Asakusa o Ryugoku, prolifera una humanidad distinta, salida de otro planeta y otra era: luchadores de sumo vestidos con yukatas, de compras en pequeños supermercados relucientes de neón, geishas vestidas de civil en la peluquería de la esquina, legiones de fabricantes de maquetas de comidas para escaparates de restaurante, vendedores de pacotilla, prostitutas a deshora, pobres rateros, tenderos honrados. Lejos de allí, junto al palacio imperial, por Ginza o Toranomon se concentra el olor a poder y a dinero. Los señores de traje impecable y minúsculo pin rojo en el ojal (de su corporación o ministerio), banqueros, políticos, ejecutivos y burócratas, quince centímetros más altos que los demás tokiotas, fruto de una educación esmerada: dieta láctea y elongación de la columna por la práctica oportuna de deportes, desde la adolescencia. Estos y otros mundos conviven en Tokio sin mirarse. Y si se cruzan, procuran no tocarse.

INTEMPERIES
En Tokio menudea la gente que pernocta en la calle. A veces, víctimas del progreso: son gente desplazada por las migraciones, campesinos no hechos al entorno urbano, enfermos olvidados por parientes poco edificantes. Son mendigos. Pero no estiran la mano como en Río, ni cuentan historias espantosas como en Buenos Aires. Están solos y esperan. ¿Qué? Nunca supe: no es frecuente que alguien les de algo, salvo comida de los restaurantes. Otras veces son homeless de nuevo cuño: gente que tiene lo mínimo necesario. A veces los he visto (a hurtadillas) sacando dinero del cajero automático. Gente harta de su mundo y del trabajo, de tanta formalidad y acatamiento. Prefieren dormir en los atrios de la estación de Shinjuku, o en huecos de las vías elevadas, antes que tragar en demasía y reventar de un cáncer de estómago. Si no los mata el frío o el alcohol, son informantes de la policía, y a veces buenos observadores de una vida social que conocen y de la que han renegado. Podrían escribir guías turísticas menos convencionales, o agudas invenciones para uso académico. Serían los mejores relatores de un Tokio

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