jueves, 7 de mayo de 2009

La pandilla de Asakusa, por Yasunari Kawabata

(2008: editorial Emecé, Buenos Aires)

En la historia de la literatura se repite el caso de textos frescos y por algún motivo experimentales, libres aunque imprecisos, turbulentos y llenos de ambigüedad. De forma casi contemporánea a La pandilla de Asakusa (que vio la luz en 1930, con partes redactadas años antes), asoman obras escritas por autores jóvenes que se atrevían a experimentarlo todo en materia de literatura. Dublineses, de 1914 (aunque varios de sus cuentos ya estaban prontos desde 1905) y El idioma de los argentinos, producida de a poco, hasta su publicación en 1927, fueron creadas por artistas en simultánea búsqueda de personaje y estilo propios.

El irlandés y el argentino se movían en el contexto de la explosión modernista. En el caso de James Joyce, el texto contiene in ovo las características de lo que constituiría su definitiva manera de mirar y escribir. A Jorge Luis Borges le ocurre algo contrario: su obra posterior no renuncia del todo a lo intentado en El idioma, pero se modificarán la entonación y la escritura, así como su auto-imagen de escritor. Igualmente juvenil y modernista que El idioma, La pandilla en algo es comparable a la obra del argentino. Ambos abordan la construcción minuciosa, artificiosa y provisional de un universo expresivo. A los dos la descripción romanesca de vidas populares les insume años de estudio y gran esfuerzo estilístico. Ambos escritores acabaron segregando esas obras de su corpus consolidado. Al editar sus obras completas, Borges simplemente descatalogó El idioma. Por su parte Kawabata confesó su “vergüenza” por los resultados obtenidos con La pandilla.

¿La pandilla de Asakusa es entonces un texto frustrado? ¡Nada de eso! Esta breve novela resulta atrayente, innovadora a su manera. Descerraja puertas por las que el novelista quiso un día colarse para explorar el mundo exterior, como esos jóvenes que interrumpen la universidad para salir proyectados al Salar de Uyuni o a Montmartre. Claro que Kawabata ya había terminado sus estudios en la Universidad Imperial de Tokio y era un novelista bastante notorio: su primera obra, La bailarina de Izu, alcanzó éxito de crítica y público. Con La pandilla Kawabata investiga, por ensayo y error, buscando qué camino le convendría seguir. De ninguna manera en pos de un experimentalismo occidental cada vez más pronunciado, como Joyce, lanzado desde el comienzo en pos del Ulises. Kawabata se orienta más bien hacia formas clásicas de plantear su escritura y, en ella y por ella, de reconocerse como lo que ansiaba ser: un autor profunda y estrictamente japonés decidido a recuperar tradiciones nativas. La pandilla es el escenario en que tuvo lugar un juego de experimentaciones de “lo ajeno” como manera de amigarse con “lo propio”. Una novela rompedora y catártica, incluso al señalar caminos que después el propio Kawabata no recorrería. Obra con magnética presencia, la leemos como una crónica de prensa. Y hasta podemos perfectamente visualizarla con los atributos estéticos de un manga.

Deriva occidental de “La pandilla”

Kawabata creció mientras Japón se abría mentalmente a la civilización occidental. El fin del régimen feudal y la centralización de la autoridad en un emperador restaurado iniciaron procesos que ya no se detendrían, como parte de una modernización entendida como occidentalización. Se adoptaron usos desconocidos, prestigiosos por creerlos propios de una identidad moderna: pantalones, ropa interior, bailes de salón, feminismo, estudios extranjeros, cigarrillo, etc. “Lo nuevo” irrumpió con gran fuerza en ambientes provincianos caracterizados por un feroz autoritarismo. Hay además otro elemento que ayuda a entender el contexto de La pandilla de Asakusa: las ciencias sociales entraban en Japón y progresaba la franqueza para reconocer temas sensibles. Como por ejemplo la difícil situación del barrio de Asakusa, donde se desarrolla la novela.

Cada ciudad tiene un trastero. Desde la época Edo, en el siglo XVII, Asakusa funcionó como un sitio al margen, desgajado de los barrios tradicionales y bien provistos. La escoria social campaba por sus calles: campesinos sin tierra, samuráis sin señor, soldados licenciados, prostitutas, aprendices de geishas o sumotoris, aventureros, extranjeros errabundos, maleantes. Famosa por su distrito prostibulario, Yoshiwara, Asakusa era un emporio de pobreza en la zona de Tokio. Siendo Kawabata joven, Asakusa se convirtió en tema de debate público. Los sociólogos la estudiaban. Los periódicos aireaban situaciones sorprendentes. Fue aflorando un mundo sórdido que necesitaba tomar la palabra. Asakusa se convertía, quizá por su mismo carácter marginal, en lugar propicio para experimentar costumbres nuevas: prostitución callejera, amor libre, convivencia de culturas, manejo igualitario de las relaciones de género, cabaret popular, cine, protesta social. El morbo de observar la pobreza (ajena) y la fascinación por un sexo barato y accesible generaban turismos similares a los que la miseria alegre y desfachatada de hoy día estimula en ciudades del mundo pobre: Bombay, Río o Buenos Aires.

Kawabata provenía de una familia de ricos tenderos de Osaka. Estudioso y sensible, se dejó cautivar por la vitalidad del pueblo bajo. La pandilla escarlata de Asakusa describe con agudeza una crisis social. La da a sentir de forma estremecedora a través de sus protagonistas, todos ellos jóvenes, pobres, salvajes, desprejuiciados. Kawabata oscila entre la novelería y un sentimiento justiciero. Se va a vivir a Asakusa, pasa años fatigando sus calles, toma notas sin interrogar a la gente, simplemente observando. La cosa empieza gustándole. Como en un juego, hasta imagina que se vuelve un poco canalla. Su visión tiene limitaciones, claro, de las que se ríe con severa auto-ironía. Afirma que no es más que “un estudiante” de paseo, un joven “escritor descarriado”, en el fondo parecido a la “gente de Ginza” (el barrio rico). “Siempre serás un turista”, le lanza Yumiko en el primer diálogo. Y en el último parlamento, la misma joven se lo recuerda: “Como siempre, sobreactúas a tu personaje”. Pese a todo, el escritor logrará esbozar una interesante etnografía literaria de las pandillas juveniles del barrio más castigado (y más creativo) de un Tokio anterior a la guerra.

Kawabata transforma a Asakusa en un escenario por el que se desplazan multitudes que son más sombras que personajes. Muestra un trasfondo de marginados muy tradicionales (obedientes a las creencias confucianas, campesinos iletrados con pedigrí de pobres) entrando en contacto abrupto, imperativo, inmisericorde, con otro tipo de marginación, de características occidentales: el bajo fondo sexual en forma de diosas rotosas “de piel tan blanca” (y fuertes al punto de no pedir la ayuda de macrós,), la promiscuidad de una vida urbana en la que la ausencia de espacio vuelve público lo más íntimo, el consumo de groseras baratijas revestidas de brillante novedad, medias corridas enguantando sinuosas piernas, cabellos con cremas de un aroma que apesta. Los mundos que se mezclan en la Asakusa de Kawabata forman muchedumbres: “La ola humana que inunda Asakusa asciende a cien millones de personas al año”. El dato, carente de verosimilitud, sirve al menos para ilustrar el ambiente de la novela: masas densas moviéndose al rumbo del fisgoneo de lo exótico y lo erótico, excitación de cada vez confirmar una intemperie compartida. En la frontera, incierta, entre la multitud nipona y tanto muestrario escabroso ofrecido al voyeurismo local, Kawabata presenta a unas cuantas pandillas: los Halcones, la Sociedad de la falda roja, la de Shinkoune… grupos juveniles entre barra festiva y banda criminal. “En un mundo como éste, no es una sorpresa que cuarenta o cincuenta mil delincuentes juveniles caigan bajo la jurisdicción de la Jefatura Central de Policía”. Aquí el dato parece más posible.

La pandilla escarlata, eje de la narración, ilustra un nuevo tipo de reacción ante el cruce obligado de dos mundos marginados, uno japonés tradicional y otro occidental moderno. Encarna la libertad de escoger elementos de aquí y de allá, sin fidelidad a la tradición vernácula o a la moda extranjera. Trata de reconstituir la propia identidad mediante un montaje micro-social de códigos estrictos, uniformes distintivos, fajas, colores, distribución de roles, lenguaje codificado. Desprecia al mundo adulto (lo identifica con la sumisión al mandato cultural y con la explotación sexual). Busca “escandalizar a todo el mundo al menos una vez”. La pandilla escarlata rompe el código tradicional por lo “atrevida y descarada”, con “despliegues de extravagante e inesperada originalidad”. Con esta banda ocurre igual que con otras de Asakusa. Kawabata cita a Soeda Azembô, conocido autor de la época: Asakusa es una forja “en la que los viejos modelos son fundidos para formar otros nuevos”. Sin confraternizar demasiado con los extranjeros, late sin embargo en los chicos escarlatas cierto “mito occidental”. No referido a la metafísica, claro, sino a su opuesto más material y físico, el color de la piel, tema de numerosas escenas y ejemplificado en el cartel que anuncia a la bailarina rusa Varenna Rasosenko y a su troupe: “El erotismo de sus hermosos cuerpos desnudos, blancos como perlas”. En otro pasaje Haruko, otra heroína, comenta sobre unas extranjeras que “las chicas bajan corriendo a la calle haciendo ruido con los tacos, como potrancas salvajes, como si las empujara un viento erótico y violento”. El narrador prosigue en la misma vena: “Agarradas del brazo, silbando, sin medias, sin sombrero, con vestidos de tela finita, de un rojo subido, que parece de baile, con nada debajo, las dos chicas actúan como si quisieran dar a entender que es lo mismo para ellas si la gente de color mira su piel blanca, ya que la lujuria de los japoneses les resulta indiferente”. El imaginario moderno japonés “de color” sigue atribuyendo ciertas características atractivas al fantasma cromático “blanco”: aptitud para sentirse uno mismo; posibilidad de un amor elegido. A costa de privaciones, los pandilleros experimentan la ebriedad de estar vivos. Lo dirá Umekichi: “Nunca en mi vida me divertí tanto y me metí en tan pocos problemas como esos seis meses en los que viví como un vagabundo”. En una sociedad en la que el estricto cumplimiento de las normas hace la vida previsible y consigue aburrir a la gente, el joven intenta definir la opción de las pandillas: asobu, relajarse, entretenerse, disfrutar de la existencia, incluso al margen de las normas establecidas.

En esta obra, Kawabata se aproxima a cierto expresionismo occidental. Perteneciente a la escuela de “la Nueva Percepción”, buscaba quebrar el vetusto naturalismo literario nipón. Igual que novelas urbanas como Ulises de Joyce o Berlín Alexanderplatz de Döblin (con las que canónicamente se la compara, aunque al parecer no las leyó), La pandilla emplea una batería de recursos modernistas: descripción objetiva de lo que ocurre, fascinación por la desbordante vitalidad de las calles, sentido de la velocidad, cosquilleo del erotismo, humor del periodismo y las tiras cómicas, fascinación por pícaros y marginales, fractura narrativa, auto-reflexividad. Sin embargo, el toque occidental a Kawabata le llegó menos de la literatura que de la difusión (masiva y superficial) de modos y modas del Oeste, los que el escritor escenifica en La pandilla. Crea una atmósfera típicamente suya: suavemente erótica, suavemente grotesca, suavemente disparatada. Ero, guro, nansensu: japonización de tres términos que condensan el ambiente de esta novela juvenil. Como dice el narrador: “Erotismo y sinsentido y velocidad y humor de tira cómica de actualidad y canciones de jazz y piernas desnudas”. ¿Qué más pedir?

El malestar de Kawabata

Además de fascinación por el oeste, un Occidente más soñado que probado, La pandilla manifiesta el creciente malestar de Kawabata y se vuelve metáfora de una confusión vertiginosa de la que él buscará poco a poco desligarse.

La novela crea un efecto de mezcla, es bien cierto. Entrelaza mundos y personas, describiendo “las multitudes de la calle Nakamise”. Ofrece una rapsodia de experiencias y sentimientos: “En Asakusa, todo está en estado salvaje. Los deseos bailan desnudos. Todas las razas, todas las clases se mezclan formando una corriente sin fondo, interminable, que fluye noche y día, sin comienzo ni fin”. Las historias se entrecruzan o chocan, quedan pendientes. Los argumentos cambian. Los personajes desaparecen para volver a la superficie cuando menos se espera. El mismo narrador parece confundido: a veces omnisciente, otras se dirige al “querido lector” y a menudo es interpelado por los protagonistas, como un actor más. La mezcla, buscada por Kawabata, incluye el lenguaje: se intercalan el tono paseísta (“Quiero hablar del modo en que lo hacían en la antigua Edo” o Tokio), el habla culta del autor, el lacónico idioma de los carteles, la pomposidad efectista de cierta prensa y, por supuesto, la jerga de los pandilleros de Asakusa, con palabras peculiares a cada grupo o recursos compartidos como hablar al vésre, abundar en alusiones sexuales o llamar a cada cual por uno o varios motes. Lo que ocurre está contado de forma similar a como, dejada a su arbitrio, una moviola certificaría sucesiones de tomas inconexas: un hilo continuo parecido al fluir de la mente; y, al contrario, una serie de cuadros, al estilo de un comic actual, con rupturas constantes, previsibles o no, de la aparente línea argumental.

Al mismo tiempo, cada vez que avanza un paso por el caos, cada vez que agrega un nuevo elemento a lo que semeja ser un coro cacofónico, el narrador manifiesta una molestia progresiva. “Poco tiempo después, Akikô me invitó a pasear por la mañana neblinosa del parque” (habla el narrador, ahora travestido como actor). En una escena que recuerda al Oliveira de Rayuela en el parque Luxemburgo o a los tres escolares escapados de Un encuentro (cuento de Dublineses), consigue transmitir sensaciones contrarias: proximidad intensa entre elementos heteróclitos que se revuelven en la vida de los protagonistas; lejanía de lo que irá siendo, detalle por detalle, un mundo extraño, cuyas claves de funcionamiento se le escapan. En plena turbamulta callejera, el narrador (ahora omnisciente) anota desconcertado: “Esa mezcla no es sorprendente, pero esta multitud frente a los puestos del templo Sensô a las siete u ocho de la mañana parece como si desconociera la fugacidad del mundo del placer…” Avanza el texto y el desorden provoca protestas: “Si bien no soy de escandalizarme por cosas como el jazz kappore (embutido de música norteamericana y danza folklórica de algunos templos japoneses), pienso que…están mezclando demasiado”. Ocurre con esas piezas populares a base de “marinero de ojos azules y chica japonesa con kimono de mangas largas”. “¡Odio a estas extranjeras!”, confesará una enojada Haruko, dejándonos la sensación de que tal vez es el autor quien estalla por boca de su personaje. ¿Odio o amor? Kawabata deja la respuesta en suspenso: el narrador no se pone de acuerdo con sus personajes o se contradice él mismo. La solución la iremos conociendo más adelante, al publicar Kawabata nuevos libros.

La pandilla de Asakusa ostenta rasgos vanguardistas de composición y toques surrealistas. No en vano fue publicada por entregas en Asahi, diario popular de la época. Y no en vano fue retomada después en forma de comic: su estructura y el tratamiento de la imagen se prestan para entender que La pandilla inauguraba un síndrome que poco a poco iría produciendo lo que hoy conocemos como cultura urbana pop del Japón. Sin embargo, leída en la perspectiva de obras posteriores como Kioto, Un país de nieve o Una grulla en la taza de té, se percibe que el fondo de La Pandilla sigue siendo intensamente japonés, pero en un sentido primitivo. Las fuentes de Kawabata se encuentran no sólo, y no tanto, en la literatura occidental moderna. A Mann, Flaubert, Poe o Colette gustaba mencionarlos delante de extranjeros, para evadir el frecuente sentimiento japonés de aislamiento provinciano respecto de Occidente y de sus lectores. Su abrevadero fundamental era entonces, y siguió siendo, una cultura antigua que Kawabata bebió de manantiales literarios (las Historias de Genji, el Cuento de Heike y la tradición poética, del Manyoshû en adelante), así como de la sociabilidad erótico-cultural con geishas (expertas en poesía y música clásicas) propia de un rico heredero disfrutando la vida nocturna de los ryokanes (posadas) del Tokio menos recomendable.

En La pandilla, Kawabata alcanza su frontera. Se ha dado un baño de extranjería. Y lo visto no le acaba de gustar. A partir de 1930, se pondrá a trabajar para que sus intríngulis literarios se resuelvan a base de pura tradición japonesa. Ya comienza a practicar este método al final de La pandilla, precisamente cuando manifiesta desconcierto ante la “pérdida de alma” que significa para Japón una excesiva influencia de Occidente. Sobre las tablas de un sórdido cabaret hace subir a Genji, héroe de la Historia de Genji, novela de Murasaki Shikibu, cumbre (según él) de la literatura nipona. En tan rumboso escenario interpretan a un Genji que personifica la misma confusión de la que Kawabata pretende alejarse: hacen del Príncipe Brillante un play-boy que alterna en los garitos de Asakusa y ama la compañía de salaces tenorios. Lo muestran como prototipo de modan boii (chico en la onda) del barrio de Ginza. Lo aproximan al correoso cortejador de Yumiko y Haruko, quien busca deslumbrarlas a base de prestancia “moderna”. Una década más tarde, sirviendo (con disimulo) al ejército invasor japonés en Manchuria, durante una estadía prolongada, Kawabata cortará de un sablazo los dos nudos que lo ataban a la modernidad occidental. En cuanto hombre de letras, realizará repetidas e intensas lecturas del Genji Monogatari, el cual guiará sus pasos literarios desde entonces. En cuanto ciudadano, fantaseará con la existencia de una esencia espiritual nipona manifestada en tradiciones arcaicas y encarnada en la figura del emperador (en su momento apoyaría a su discípulo, amigo y cómplice Mishima cuando éste forjó el concepto de “emperador cultural”, síntesis de un programa de ideología nacionalista extremada). Por ambos caminos, después de La pandilla Kawabata no dejará de dirigirse hacia ese “bello Japón mío”. Con esta frase titulaba su discurso de aceptación del premio Nobel en 1968, un texto que completa su atípico periplo desde el cambiante modernismo occidental, iniciado en La pandilla, hasta la inmovilidad de lo perennemente japonés, territorio mental incorruptible, ajeno al paso del tiempo. Llegado al permanente olimpo que buscaba, sólo le quedaba acabar con su vida. Lo hará en 1972, después del suicidio de Mishima.

……

A La pandilla de Asakusa le ha tocado vivir un curioso destino. Fue uno de los primeros textos de Kawabata y el último en traducirse a lenguas occidentales (al inglés en 2005 y al español en esta edición de Emecé). Indicó la máxima aproximación del escritor a la cultura y a la literatura occidentales y, como vimos, el inicio del retorno a un redil literario más arcaico. Merece ser leída y valorada justamente por su ambigüedad, la misma que caracteriza toda la cultura moderna japonesa, tironeada entre la fascinación y el rechazo de lo occidental. Sin quererlo pero queriendo, La pandilla tiende un puente de elevada y ambiciosa ingeniería. Al atravesarlo sentimos auténtico vértigo. En La pandilla de Asakusa el escritor intenta reunir el universo maravilloso e intemporal de la corte de Heian, nombre antiguo de una Kioto romantizada del siglo X, con otro mundo, actual, con el que nos topamos en ciudades como Tokio, llena de personajes opacos y desesperanzados, mascaritas risueñas y poco convencidas de un carnaval que ni ellas mismas creen. De pronto bellas cortesanas recluidas se travisten en hembras ordinarias, callejeras. Del tipo de las aparecen en mangas, animes y films de consumo corriente.

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