domingo, 31 de mayo de 2009

Traducir Japón

(2007: revista Otra Parte, Buenos Aires)

Europa padeció durante siglos “la cuestión alemana”. En América llevamos cinco décadas forcejeando con “la cuestión cubana”. “La cuestión japonesa” pareciera aun más ardua de abordar. Es más antigua: se remonta a los viajes de Marco Polo. Es más universal: Japón se ha transformado en enigma para sí mismo y en “el otro” por antonomasia para asiáticos y occidentales de diversa orientación. Y es más polémica: los tratadistas lo aman o lo odian (se nota en sus escritos). ¿Es posible “traducir” a Japón? Por lo menos podemos “pensarlo”. O como mínimo sugerir algunas ideas que hagan apetecibles nuevos acercamientos a Japón.

TRADUCCIÓN
Miremos una sociedad como un tejido. Hecha de tramas y urdimbres, combinando elasticidad y resistencia hasta adquirir frágiles aunque prolongadas permanencias, duraciones que se estiran sin dejar de ser provisionales. A esa sociedad leámosla, igualmente, como un texto, sucesión de palabras escritas en un idioma extraño. En materia de ciencias humanas, tejido y texto comparten idéntico gesto cuando, a partir de elementos semejantes o dispares (hilachas dispersas; palabras o sonidos sueltos), componen algo que constituye un conjunto nuevo, real aunque invisible. Se trata de una comprensión ordenada del caótico archivo inicial, diferente de los materiales que constituían lo que ahora sólo miramos como partes: procesos, instituciones, hechos y lugares. El producto final es un relato que sobreponemos al mudo original: si queremos entenderlo y lograr que nos revele algo, tenemos que encontrar una lengua distinta en que verterlo. Hemos de traducirlo.
Pero surge un problema: nunca podemos comprender (abarcar) a una sociedad en su conjunto. Es demasiado vasta. Sólo la compendiamos a base de imaginarla. Y a partir de imaginarla nos hacemos capaces, siguiendo metódicas reglas, de establecer una hipótesis, que reemplaza la variedad heteróclita de lo observable, ofreciendo una primera traducción: ordenamos los hechos dispersos, de forma que llegamos a captar (o a suponer) conexiones internas que se nos habían escapado. Así, el saber de las ciencias sociales no constituye una descripción (por más exhaustiva que la diseñemos) o una fotografía (por mejor tramada que aparezca la imagen): la hipótesis se limita a establecer la posibilidad de una red verosímil de relaciones subterráneas. Se presenta como una versión.
Salta a la vista el carácter conjetural de las ciencias humanas. Hay más: la ilegibilidad inicial de su objeto observable no depende de nuestra familiaridad o lejanía cultural. La sociedad nativa nos resulta tan ignota como otras más exóticas. El contacto cotidiano con los modos de ser habituales suele esconder nervaduras que nos convendría detectar. Comprender a Japón no es más difícil que comprender a la Argentina. Sólo es menos frecuente, sólo parte de un caos informativo diferente.
La operación de traducir convoca de inmediato la figura intermedia del traductor. En Japón sigue siendo frecuente la presencia de un intermediario matrimonial, un arregla-bodas: el nakôdo. Mediante observación paciente de las partes y un manejo flexible de lengua y convenciones sociales, el nakôdo hace posible que confluyan en un mismo espacio dramático dos contrayentes, dos familias, dos rangos, dos universos que, de no ser por su habilidad (y llegado el caso sus ardides), podrían no haberse cruzado, o no congeniar. El intermediario crea un discurso puente (nuevo y provisional) cuyo fin es el compromiso de un enlace. Estamos en pleno siglo XXI, pero lo que vale se sigue midiendo por lo que cuesta: los servicios del nakôdo suelen costar bastante.
La observación y la explicación de una sociedad, por ejemplo Japón, está llena de compromisos. Para cumplirlos, el intermediario se vale de un rasgo sobresaliente de las ciencias humanas: su carácter convencional. Los traductores culturales hacen suya aquella afirmación, con sabor platónico, de Ferdinand de Saussure: “El punto de vista crea el objeto”. Y no es de extrañar que existan muchos japones posibles, producto de puntos de vista distintos, todos convencionales, todos proyectados sobre un objeto que sólo por confusión podríamos considerar idéntico. El más famoso es acaso el de Ruth Benedict, henchido de una épica de la racionalidad como sustrato del progreso, libro creador de un sistema de dualidades que se ha hecho tan célebre como indescifrable: los japoneses “son a la vez, y en sumo grado, agresivos y apacibles…rígidos y adaptables…leales y traidores… disciplinados e insubordinados”. Benedict dio forma al sentido común circulante en su tiempo sobre Japón. Su libro creó escuela: aparecieron docenas de explicaciones de un Japón asentado en todo tipo de paradojas (que no se explican). Entre sus seguidores asoma George Ball: según él, la historia japonesa constituye “una sucesión de líneas rectas periódicamente quebradas por ángulos agudos”. De a poco, Japón se transforma en un enigma, dando aparente razón a las perentorias palabras de James Bond: “These fucking Japanese ¡no hay quien los entienda!”

TEORÍA-FICCIÓN
Roland Barthes comienza otro libro germinal sobre Japón con esta sorprendente afirmación: “Si quiero imaginar un pueblo ficticio, le pondré un nombre inventado, lo trataré como un objeto novelesco…de forma de no entrometer en mi fantasía ningún país real…Me limitaré a identificar cierto número de rasgos…y con ellos organizaré deliberadamente un sistema... A ese sistema le llamaré Japón”. ¿Quiere decir que la investigación social se reduce a literatura? ¿O lo convencional se confunde con lo arbitrario? Más bien ocurre que la traducción cultural se eleva en graduación y potencia cuando acepta y explota su carácter ficcional. Aceptémoslo: toda teoría es ficción. Gilles Deleuze lo afirma sin pelos en la lengua: “Habría que llegar a contar un libro real…como si se tratara de un libro imaginario y fingido”. En su casi borgeana afirmación, Deleuze establece su versión: sobre lo que ignoramos, imaginamos; y al imaginar, emprendemos la tarea especulativa por excelencia: la invención.
Todo estudioso de Japón que disponga de una hipótesis sustentable se encontrará en la tesitura de inventar a Japón, hecho realidad en una nueva instancia, las hebras de su texto. En este aspecto, en este sólo aspecto, el acercamiento entre análisis estructural y literatura es máximo. Entonces, ¿cuál ficción preferir? Sin duda la más útil, a pesar de que, en materia de conocimiento, la utilidad es un concepto ambiguo hasta la equivocidad, manipulable hasta el oportunismo. En todos los campos del saber, comunidades de especialistas desarrollan ciertas reglas de validación de las ficciones más útiles: o porque su teoría previa es más convincente o porque resuelven más escollos gnoseológicos o metodológicos. Cuando abandonan las manos del saber (llamémosle autoridad académica) y caen en las del poder (político, económico, religioso, etc.), la traducción amenaza con traicionar un original del que se aleja y se aleja, arbitrariamente. Múltiples versiones de Japón son solventes, pero siempre pueden ser utilizadas dentro o fuera de sus originales reglas de validación. Depende de la traducción.
Así, tanto pudo surgir un Japón romántico en la pluma de Lafcadio Hearn o Pierre Loti (funcionales al desbordante exotismo europeo de la época colonial), como otro industrialista en la mente de Ronald Dore y Ezra Vogel (funcionales al capitalismo globalizado de barras y estrellas). Por esta vía, se puede llegar al colmo: el sindicato español Comisiones Obreras, en tiempos de estricta obediencia marxista, contribuyó a fabricar un (efímero) Japón popular y cooperativista, tentado por la revolución y espontáneamente comunista en sus raíces tradicionales.
Sea como sea, traducir una sociedad implica mirarla como conjunto. Sin embargo, y dado que nuestros sentidos sólo perciben lo particular, el primer ejercicio del traductor japonológico consiste en imaginar el terreno deseado como una generalidad, asimilable a algo que él conozca. E imaginarlo como algo discernible, por medio de la aplicación de una matriz o modelo que le resulte manejable y que, a esos efectos, hará funcionar como hipótesis. En un libro de hace unos años, La invención de Japón, buscando imaginar a un poco familiar País del Sol Naciente, me serví de la hipótesis que Michel Foucault utilizó para analizar su terreno natal, el más cercano que pudiera imaginar: Francia. En ambos casos el asunto era establecer que una sociedad (Francia, Japón) puede ser leída como un sistema de dispositivos de normalización. Mi análisis contribuía a desmembrar esos dispositivos, exponiéndolos a la vista del público. Como en los demás casos, el resultado acabó desembocando en algo diferente: Japón se vuelve un nuevo sistema de signos, según la oportuna expresión de Barthes.

CAMBIAR DE ESCENARIO
En esta ocasión quiero referirme a otra posible traducción, buscando un orden diferente de los signos. Ésta ya no tendrá que ver con el análisis de los procedimientos con que un occidental mira lo oriental, ni con los de quien observa desde fuera para determinar cómo se piensan los nipones a sí mismos. En ocasión de aquel libro, analizaba teorías (vernáculas o foráneas) que aceptan que una línea de comunicación debería automáticamente trazarse entre pasado y presente japonés. De cuño europeo o norteamericano, esas teorías intentan aplicar a Japón la idea de un puente erigido entre lo antiguo y lo moderno. Como se sabe, presuponer la existencia de algún sistema de correspondencias entre tradición y modernidad se ha ido transformando en lugar común de las ciencias humanas occidentales. Su existencia y duración en el tiempo constituyen un indicio de la fecundidad de esta aserción paradigmática, característica de las teorías de la modernización. Pero, en el caso de Japón, se levantan voces denunciando anomalías que vuelven cada vez más difícil la aplicación automática de correspondencias como esas. Se preguntan si no sería necesario modificar un modelo que hasta ahora había ayudado a los occidentales a inventarse un Japón de corazón tradicional, aunque mágicamente travestido de modernidad.
Imaginemos, entonces, otro escenario. Aquel inventor, autor del libro mencionado, hoy día se aloja en el archipiélago nipón. ¿Y qué observa, ahora que divisa todo, como quien dice, desde su ventana? Percibe un país que no sintoniza bien con las cosas que en su día lo atrajeron a Japón. Es como si un biólogo noruego estudiara ballenas en la península Valdés, mientras a su alrededor ellas solamente atrajeran la atención de agentes de turismo. Pero mejor imaginemos algo más sencillo, algo que ya sucede: un pueblo vive absorto en la estrechez de un presente en el que cayó de forma poco premeditada y del que no consigue evadirse. Este pueblo, olvidadizo de su historia e ignaro de sus tradiciones, maniatado a una sucesión de presentes anodinos manipulados por mediocres dirigentes, acaba desconociendo hasta lo más elemental del suelo que pisa. Esto no le pasa únicamente a Japón. Para Eric Hobsbawn, es un hecho corriente en las sociedades contemporáneas: “La destrucción del pasado, o más bien de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con la de generaciones anteriores, es uno de los fenómenos más característicos y extraños de las postrimerías del siglo XX…”. Lo afirmaba en su Historia del siglo XX y creo que se aplica al Japón de hoy.
El escenario que imagino es concreto. Diría más: es de concreto. Resido en lo que un comentarista denomina democracia de cemento. Este término designa a un país en el que la gente vive apretujada en ciudades, adyacente al común patrimonio de vastos bosques sagrados que ocupan la mitad del territorio. La población, 128 millones, tiene que ocupar la otra mitad, 187.000 km2, equivalente a la superficie de Uruguay. Bosques vacíos porque públicos, se argumenta, y es cierto. Aunque también es verdad que están surcados por todo tipo de autopistas, privadas, cuya construcción y explotación ha demostrado ser el negocio más pingüe de la posguerra, con independencia de criterios de rentabilidad (ahora diversas fuentes lo denuncian). Como pingües están siendo los muy exclusivos clubes de golf, en prados arañados a los bosques, con la complicidad de responsables urbanísticos. El caso de los bosques resulta ilustrativo pero, por desgracia, no es único. También las ciudades se encementan: proliferan plazas secas y aeropuertos; miles de parkings expulsan a otros tantos arrozales; viviendas para unos veinticinco millones de japoneses se repiten como monótonos paralelepípedos a ambos lados de las vías del tren o de las carreteras, construidos a la rápida, con burdos y antiestéticos sistemas antisísmicos, todo en gris. Muchos japoneses no saben dar el paso entre el hormigón que pisan y la tierra labrada en la que otrora germinaban sus más famosos frutos: noh y kabuki, sumi-è y ukiyo-è, sumo, shiatsu, la estética de los jardines, los monogatari, el renga, el arte de comer. Parte del Japón real en el que vivo considera (me temo) folklórico, o quimérico, al Japón para mí fascinante, el de las tradiciones aparcadas.
Aún sin geishas ni sombrillas, sin samurais y sin yakuzas, el Japón que algunos occidentales estudian y valoran es el que muchos japoneses parecieran dejar de lado. Intentando paliarlo, Japón se ha convertido en un país que precisa ser traducido sin respiro, antes que nada para uso vernáculo. La colosal información archivada en el sistema de su cultura tradicional necesita incesantes explicaciones, en forma de adaptaciones y simplificaciones, creando almidonados estereotipos difuminados por el sistema escolar, la empresa poderosa y los mass media.
Un lugar significativo en esta traducción de Japón lo ocupan los libros de autores extranjeros que explican Japón. Podríamos pensar que dichas obras van destinadas a un público únicamente occidental. Esa es la apariencia. Debajo de la cual, de a poco se va revelando otra motivación: abastecer al propio mercado japonés. Un amigo de Tokio me decía: “Tú, que eres extranjero, si quieres producir un best-seller, escribe un libro sobre Japón”. No intentaba proponer una paradoja, ya que (iguales a los argentinos) los nipones viven pendientes del qué dirán (de ellos) los extranjeros. Las traducciones que los de afuera han hecho de Japón son a menudo originales. Algunas se dirigen al público extranjero (como la de Renato Ortiz, que busca una nueva inteligibilidad para un Japón visto desde una perspectiva posmoderna). Otras han conseguido ser traducidas al japonés y difundirse por el archipiélago (como las de los autores norteamericanos más ligados al discurso liberal norteño). Pese a su variedad, la mayoría de obras mantiene este punto en común: básicamente giran en torno a la continuidad entre pasado y presente.

LO CONTINUO Y LO DISCONTINUO
Una revisión parece necesaria en la perenne cuestión japonesa. En el empeño por definir al Japón actual como amnésico, convendría distinguir diversos planos, en los que, en realidad, lo continuo y lo discontinuo se van alternando. Grietas de ruptura se dibujan allí donde los occidentales predicábamos consenso. Y la permanencia aparece soldando lo que el discurso oficial japonés de posguerra plantea como desgajado de lo tradicional. Los occidentales con frecuencia nos excedemos, por ejemplo al dibujar un eje hipotético entre los valores tradicionales del zen, traducidos en la ética samurai y luego aterrizados en la empresa configurando la imagen del guerrero corporativo, sea capitán de empresa o fiel soldado asalariado. Y nos extralimitamos al mirar lo japonés en una continuidad temporal sin etapas ni explicaciones, que lo separa y aísla de lo extranjero, llámese chino, europeo o americano. De mientras, la dirigencia japonesa aplaude y reutiliza la ingenua versión americana de un renacimiento (en la posguerra) de la nación japonesa desde cero, como un bebé que brota de las coles, sin pasado ni progenitores.
La revisión que sólo estoy en condiciones de enunciar, consistiría en trazar en Japón un nuevo mapa de lo continuo y de lo discontinuo.
- El terreno manifiesto de la continuidad se relaciona con las estructuras de autoridad y, en consecuencia, con los modos de sociabilidad en la escuela, la oficina, el hogar, el hospital, la tienda, la milicia, la fábrica. Japón es una sociedad vertical, como explica sin tapujos la antropóloga Chie Nakane, una escalera en la cual siempre hay alguien encima a quien obedecer y alguien debajo que nos obedece. Esta realidad es prolongación, maduración, fruto de semillas aclimatadas tiempo ha en los más famosos viveros extranjeros del rango y la dominación: confucianismo chino, autoritarismo prusiano, moral victoriana, manipulación de masas con ayuda de las más modernas técnicas psicológicas, exhibidas en el altar doméstico de la televisión. Aquí lo extranjero se disfraza de añejo espíritu vernáculo: la dominación no necesita traducción alguna, pues lo que se trata de asimilar ya viene asimilado (lo que conviene, en este caso, es más bien el silencio, la ocultación y el disimulo, táctica buena para un ninja, pero que vacía de substancia la vida política japonesa actual). Se produce lo que, en lenguaje de Pierre Bourdieu, llamamos inculcación, habitus. Y se traduce en una transformación de la sociedad japonesa en vasto aparato corporativo (como los que sagazmente analizan P.C. Schmitter y otros) o en inmensa fábrica, oficina o taller de empleados, que a un amigo de aquí le recuerdan el verso terrible de Gottfried Benn: “ser idiota y tener un empleo, esa es la felicidad”. La continuidad viene a ser la sociedad-empresa, estigmatizada con el rótulo Japan Inc. El escritor Kenji Nakagami explica que “el sistema japonés no es capitalista sino imperial”, que fue desarrollado para crear “un modelo de servidumbre mental”. Por su parte, el politólogo Masaru Tamamoto analiza la pérdida de identidad del Japón contemporáneo y la “inmoralidad” que supone “renunciar a una lucha seria por su soberanía”. En la obra de ambos resuena el eco precursor del psiquiatra Takeo Doi, quien disecciona como un cirujano la anatomía de la dependencia de la mente japonesa.
- ¿Qué necesita entonces traducción? Desde el punto de vista del modelo de dominación vigente, lo que ha de ser reconducido sin descanso al mainstream del discurso oficial (el del panal de abejas con alteza imperial, zánganos y obreras) es todo aquello que pone en evidencia el orden social autoritario. En pocas palabras, lo que precisa traducción incesante son los do o caminos espirituales: artes marciales, técnicas de meditación, práctica independiente de las bellas artes, filosofía, sello personal en la escritura, holgura del espíritu al arreglar las flores, tiempo de preparar un te sin prisa ni objetivo. Parecen temas nimios. Pero en Japón constituyeron inicios de orientaciones mentales y sociales divergentes, puntos suspensivos en el trazo continuo de la imposición de la autoridad. Los japoneses contemporáneos (salvo una pequeña minoría de, pongamos, 5%) lo ignoran casi todo sobre bushido, chanoju, kare sansui, haiku, zen. No es que los japoneses no hayan escuchado hablar sobre estos temas. Lo que no han oído es el poder corrosivo y libertario que esas y otras artes atesoran. En el campo de la cultura tradicional se multiplican, al contrario, intentos para aproximar a la gente de algo que todos reconocen lejano. El sistema escolar, los ayuntamientos y ciertas fundaciones intentan mantener vivas unas vías de las que todos se enorgullecen. Pero al divulgarlas las modifican, como Ray Conniff interpreta la música clásica occidental, edulcorándola para hacerla más digerible. O las ahogan en el ropaje de la erudición, ganga que amenaza con hundir a la poesía del Manioshu, a las estampas ukiyo-è o al kabuki. O transforman lo extrínseco, lo estridente y subversivo en prestigiosas piezas de un museo que pocos frecuentan y menos son capaces de actualizar. Respecto del zen, Sekkei Harada, miembro eminente de la rama Soto, se preguntaba cuánto tiempo podrá seguir existiendo en Japón. Tal vez encontró una respuesta al decidir, hace muy poco, trasladar su dojo desde las montañas de Fukui a las orillas del lago de Como, en Italia.

¿Se dan cuenta los japoneses de todo esto o funcionan (según indicaba con inquina Arthur Koestler y retomaron incontables voceros occidentales) como “hormigas ciegas y sumisas”? Hay muchos que se oponen al modelo vigente. Pero no son suficientes y están mal organizados, parecen ajenos a la política y no consiguen tribuna en los diarios. Sin conocer ninguna respuesta definitiva a la cuestión japonesa, cierro estas notas con una anécdota de los últimos días, totalmente veraz aunque parezca extraída de una novela de Amélie Nothomb. Perdidos con mi mujer en los subterráneos de Umeda, megaestación de trenes en Osaka, una señora japonesa muy amable toma la iniciativa de orientarnos. Guiándonos por brillantes e interminables túneles, arriesga una pregunta: “¿Qué le parece?” Muy iluminado, le respondo. Ella se inflama y sigue sola: “Son túneles de hormigas”. Respondo mirándola en silencio. Prosigue: “Somos hormigas, vivimos como hormigas, en espacios minúsculos, trabajando ciegamente y al final reventando: ¡hormigas en celdas para hormigas!” Su inglés era fluido: no nos cabía duda. No nos pidió opinión, se limitó a darnos la suya, alentada por nuestro silencio embarazado y el albur imposible de volvernos a ver. Por suerte o por desgracia, ya habíamos llegado a destino. Sencilla inclinación por ambas partes, sonrisa de ocasión y sayonara.

Lecturas
Ruth Benedict escribió The Chrysanthemum and the Sword en 1945 (versión inglesa de 1946 y española de 1974) sin siquiera bajarse del portaaviones Independence. Roland Barthes compuso L’Empire des Signes en 1968 (versión francesa de 1970 y española de 1995) presumiblemente antes de iniciar sus visitas al archipiélago. Renato Ortiz escribió O próximo e o distante: Japâo e mordernidade-mundo en los años 90 (versión portuguesa de 2000 y española de 2003) como fruto de su experiencia con japoneses de Brasil y de Japón. Alberto Silva publicó en 2000 La Invención de Japón antes y después de vivir en Japón. Thomas Henderson, contacto inglés de James Bond en Sólo se vive dos veces, afirma lo siguiente: “Hace 28 años que vivo en Japón y recién me voy situando”. ¿Será por las muchas lecturas que tuvo que asimilar para orientarse?

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