domingo, 1 de julio de 2012

Zen 1 (ll). ¿Es una religión?


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Buscando respuesta a esta crucial pregunta, podemos apoyarnos en una noción instrumental, la de “cultura japonesa del Zen”. Designa el resultado de un entrecruzamiento de tradiciones fundadas en el Yoga-Budismo de India, refundidas a continuación al pasar por Tíbet y China; y luego, en un periodo bastante posterior (15-20 siglos después), sujetas a nuevas re-codificaciones, introducidas por Dôgen en su versión del Zen japonés. Sin ignorar la arquitectura del Budismo en ningún momento, Dôgen lo considera sólo una parte de la innovadora síntesis que instaura, en la cual hace intervenir nuevos ingredientes, entre ellos el Shintoísmo, como vimos.

(a) HARE. Una cultura de la experiencia
La cultura japonesa del Zen valora sobremanera lo que entiende como experiencia interior. En la tradición japonesa constituye el camino de resolución del enigma de la existencia. O sea, un modo de superación del dolor y la ilusión (la confusión del falso reconocimiento) así como un modo nuevo de reconocimiento y aceptación de las cosas como son (y, en ese contexto, de uno mismo). Usualmente, la experiencia interior se acaba volcando en moldes exteriores, concretizados (visto el caso japonés) en una conspicua presencia de la naturaleza y en numerosos intentos de adecuación de lo humano al diapasón de lo natural (y la inversa). La experiencia se vierte en un lenguaje que designa y explicita la manera como se relacionan lo humano y lo natural. Por medio del lenguaje, la experiencia encuentra su verdad y se vuelve experiencia del hombre lanzado a la vastedad del cosmos. Tenemos, entonces, el punto de vista del individuo que experimenta y, al mismo tiempo, el ámbito en el que dicha experiencia tiene lugar.
En la experiencia que propicia el Zen, ¿cómo interviene, o no interviene, lo sagrado? En lengua japonesa corriente, el término hare se usa desde épocas anteriores a la llegada del Budismo a Japón. Es frecuente en las compilaciones tempranas de poesía nipona, así como en el Genji Monogatari (Historia de Genji). En general, hare designa un estado personal que, mediante extrapolaciones y traducciones a veces dudosas, terminamos solapando a lo que Occidente considera lo sagrado. Y es que hare se refiere a dos elementos cruciales de la experiencia humana: aquéllo que nos identifica ante nosotros mismos, nos sitúa y nos mantiene en el ámbito de lo claro (hare, por ejemplo, designa el buen tiempo); y aquéllo que nos asombra, dejándonos gratamente estupefactos (hare designa, igualmente, un estremecimiento ante la realidad, emparentado con ha, ware y aware de la ya mencionada Historia de Genji).
A partir de este criterio lingüístico general, varios términos irán dibujando, como en pintura impresionista, los trazos de una experiencia que tiene lugar, a la vez, en el individuo y en el contexto que lo engloba. Tres raíces del lenguaje japonés antiguo (propias para designar elementos shintoístas), fueron de a poco asumidas por el Zen de Dôgen, en busca de raíces autóctonas): rei, shin, sei.
-  Estos términos remiten a la realidad tal cual es y evocan la esencia, la profundidad, el espíritu de algo designado: un pájaro, una montaña, un árbol, un elemento ritual (como espejos, espadas o el sake), un lugar, una estatua y hasta una escritura. Sería el aspecto óntico de la experiencia.
-  También designan la fuerza, el vigor, la influencia de elementos como los mencionados, pero en tanto manifiestan la energía cósmica y la vitalidad humana. Constituyen el momento naturalista y en cierto sentido panteísta de la experiencia.
-       Finalmente, aluden a la forma en que se produce el contacto con dichas fuerzas o poderes. Porque, en consonancia con las convicciones folklóricas de Japón, el cuerpo es el único terreno de juego de la experiencia. Según el zazen, que en esto se enriquece con el Shintoísmo, el cuerpo es el que se pone en orden, el que se aclara. Y también el que vibra, ondula, oscila, tiembla, se estremece.

Conviene proceder con cuidado. En esta fisiología espiritual, cuando se dice “cuerpo” se está aludiendo al inseparable compósito om/hum/ha, que articula: el comando cerebral de las funciones corporales (om: situado en la frente), las funciones de conocimiento (hum: situado en la jaula torácica y que incluye la respiración de los pulmones y la emotividad del corazón) y la palabra (ha: la elocución, con asiento en la garganta). El cuerpo de que hablamos resulta, de modo indisoluble, naturaleza, complexión, temperamento, sexo y lenguaje.
En la designación de la experiencia, las tres raíces comentadas insisten en la actitud, elemento clave de la experiencia interior. Entre sus acepciones, en una y otro caso, se encuentran: diligencia, esfuerzo, pedir, rogar, sinceridad, confianza.
Así, gracias en parte al influjo del Shintoísmo, el Zen de Dôgen vive la experiencia como desarrollo de una acción (pautada mediante una práctica) y fuera de una demarcación cultural del espacio, de la ritualización y  de una institución guardiana: se rige en eso por las premisas del Shintoísmo antiguo.  Para resumir, en el Zen la experiencia se vive en el ámbito de un cuerpo proyectado al mundo. Sin embargo, las circunstancias variaron mucho desde 1870: con motivo de la restauración imperial Meiji en Japón, el Shintoísmo dejó de ser lo que había sido durante milenios. Se transformó en religión estatal, con sus establecimientos, su ceremonial y su sistema de fiscalización de la institución que pasó a constituir, imitando al Budismo y compitiendo con él. El Zen entendió que llegaba el momento de tomar distancia de la nueva religión, tal como había hecho con el Budismo siglos antes.
Demos ahora un salto en el tiempo, entre el pasado japonés y nuestro presente occidental. Vivimos en sociedades (y en marcos mentales o paradigmas) que con frecuencia resignan la experiencia interior en una traducción o especificación institucional ceñida y repetitiva. Somos parte de una tradición que a menudo confunde la experiencia corpóreo-espiritual (que es evento personal e intransferible, y que abre o conduce o arriesga a un cambio, a algo desconocido) con una supuesta dimensión sagrada, entendida como lo numinoso (o sea: lo divino, en el sentido de la mitología clásica occidental; lo que está más allá, más arriba, en definitiva fuera de nosotros).
Retomando y transformando las bases planteadas por el Shintoísmo, el Zen de Dôgen se presenta como un pensar y un hacer orientados a aclarar el malentendido o confusión a los que hago referencia.
En este caso, ¿a qué podemos llamar Zen? Recordemos brevemente: es una manera práctica de vivir (un estilo de vida) y al mismo tiempo una manera de considerar la existencia (un comprender uncido a aquel estilo y procedente de él). Por eso dijimos, parafraseando a Nietzsche, que el Zen, en cuanto expresa vida, es experimento del hombre que busca conocer. El conocer de la filosofía griega pre-platónica: no sólo skolé (teoría, sistema, raciocinio) sino también, y antes que nada, háiresis (estilo y práctica de vida). A partir de esas premisas, ¿cómo concibe entonces el Zen lo sagrado? ¿Le interesa lo sagrado? ¿Le parece una dimensión relevante de la existencia?

(b) KU, MU. Un diseño de la experiencia

Al Zen no le caben dudas de que somos una realidad más vasta de lo que concebimos y de que habitamos una realidad más vasta de la que divisamos. A esa situación la llama de dos formas que, al enroscarse en una especie de trenza, configuran la paradoja de la existencia humana: ku (vacío) y mu (nada).
KU, del sánscrito sunyata, lo suelen traducir por VACÍO (inglés: void; francés: vide). Designa las cosas vistas desde un punto de vista psicológico, desde uno mismo. Desde un ángulo así, todas las cosas (samskrita) le parecen impermanentes (anitya), sin substancia (anatman) y signadas por el dolor (dukha). En ese sentido, todas las cosas son vacías (sunyata). El aura semántica de este vocablo (que recorre, de la India a Japón, todo el este de Asia) es aparentemente negativa: denota vaciedad, carencia, necesidad, carácter incompleto. Es un término que designa el punto de vista de alguien que mira y que se sabe ignorante.
MU, que suelen traducir por NADA (inglés: nothingness; español antiguo: nonada). Designa las cosas vistas desde un punto de vista óntico, desde una comprensión de la posibilidad de un infinito kantoriano, o desde un espacio y un tiempo dotados de un fin, pero sin final. No describe una condición que permitiría que algo exista o no. No describe un objeto o un sujeto vacío, agujereado, existente aunque in absentia. Es más bien una manera de referirse a las cosas tal como son, independientemente o antes de cualquier pensamiento.
En síntesis: KU se refiere a la lógica de acomodar el espacio a las determinaciones de la mente, mientras MU designa la lógica de expandir la mente según las coordenadas del espacio. KU y MU vienen a expresar la extensión y la duración de la experiencia del ser humano en el universo.

(c) BUDA. Pensar la experiencia

En cuanto pensar, el Zen se presenta como una consideración del espacio. El patriarca Dôgen lo expresa de esta forma: “El espacio es la investigación de la prajna. Esta prajna o sabiduría se adquiere mediante un inquirir que tiene al espacio por objeto y por lugar. El Zen aborda la cuestión de lo sagrado precisamente en este contexto.
El Zen no busca o propicia o favorece la dimensión de lo sagrado, que de suyo le es extrínseca. La aborda cuando se la plantea su par (“par” como en la soldadura eléctrica de dos metales, que se alean pero mantienen diferente potencial), su par espiritual que es el Budismo. Al Zen no le molesta el Budismo. Y ahora que empieza a emigrar poco a poco a Occidente, al Zen tampoco le incomodan las llamadas religiones del Libro (Cristianismo, Islam, Judaísmo) con las que inevitablemente se encuentra. Aunque procura mantener las distancias, el Zen mira de forma tolerante a las religiones: las considera procedimientos que, a su manera, intentan ligar una experiencia básica con un discurso explicativo o justificatorio.
Sin embargo, la tolerancia del Zen tiene un límite: se agota cuando alguno de estos discursos religiosos se confunde respecto de lo sagrado. Siempre que puede, el Zen se limita a prescindir de la esfera religiosa, a convivir con ella de la forma más silenciosa y pacífica posible: en el caso del Zen japonés hasta el siglo XX, su par eléctrico ha sido básicamente el Budismo mahayana. Pero el Zen es ágil para desmarcarse del encuadre religioso y se torna discutidor, incluso beligerante, cuando buda deja de ser adjetivo y pasa a ser sustantivo. Insistamos una vez más: aunque las traducciones no adviertan al lector, el concepto buda sólo a veces es sustantivo (referido a Sidharta Gautama, príncipe de Lumbini); con gran frecuencia, buda es un adjetivo calificativo, que hemos traducido como atento, despierto, claro. Como sustantivo, designa a un individuo histórico que las ramas menos atentas y más adocenadas del Budismo histórico se limitan a imitar, a reverenciar, incluso a adorar. Como si Gautama fuera un dios, socavando el la intención original del profeta, que era la de iniciar la transmisión de una experiencia, fuera del ámbito de identidades religiosas o sociales habituales. En contraste, para el Zen de Dôgen el calificativo designa dicha experiencia de progresiva aclaración personal, motorizada en/por la práctica del zazen: en ese sentido, el camino de Dôgen constituye un retorno al verdadero Buda.
El Zen lucha para que lo adjetivado predomine sobre lo sustancial. Porque lo sustantivado es la visión del ego, fuente de dualidad, fuente de ignorancia y sufrimiento. Mientras que lo adjetival es la inicial dispersión del ego iluso y, a partir de allí, la posterior re-apropiación de un sujeto en proceso de profunda reforma. Es por ello que el Zen insiste en el carácter co-extensivo de lo sacro y lo profano. Plantea la continuidad, la contigüidad, la equivalencia, la compenetración entre el “punto de vista” (kenge) del individuo (inevitable como punto de partida, aunque digno de soslayo mediante la práctica superadora del zazen) y el “punto de vista” del cosmos (imposible de concebir desde el punto de partida, pero término ad quem de la elaboración, fabricación, producción de un discurso nuevo, experiencia mediante, hecho de palabras “vivas”, o “nuevas”).
Lo sacro y lo profano mantienen, entonces, una relación no contradictoria, cosa que es preciso entender bien. Por un lado, el Zen se desmarca del ámbito budista de “lo numinoso y del misterio tremendo” (decirlo con esas palabras de Rudolf Ottopermite resaltar que cuando el Budismo se rebaja, lo hace tornándose religión y concibiendo lo sagrado como otredad sagrada y como dimensión separada de lo profano). Por otro lado, el Zen se acerca al terreno shintoísta del kegare, recogiendo de todas formas una parte de lo que Otto adjudica a la dimensión de lo sagrado, ya que el zazen auspicia una “experiencia no racional cuyo centro principal e inmediato está fuera de la identidad”.
En la práctica ancestral (y actual) de los matsuri (celebraciones del culto shintoísta), la esfera de lo cotidiano y vulgar (ke) puede asimilarse a lo profano, mientras que los ritos de purificación y luego las celebraciones rituales abren a una dimensión desconocida y arriesgada (hare) tras lo cual todo vuelve a la celebración colectiva con paseo de mikoshi (palanquines rituales) y vuelta progresiva, a través de la fiesta, a la dimensión de lo cotidiano. Kegare (ke + hare) es el término que designa esta amalgama sin frontera (o con fronteras sumamente porosas), o esta emulsión provisional, o este régimen de continua oscilación, en un ida y vuelta donde ya no hay final ni principio, sólo continua circulación de energía en los diferentes momentos de una vida. La conectividad entre lo profano y lo sagrado el Zen la establece mediante la práctica de la meditación sentada o zazen: dicha práctica introduce al practicante en el insondable fondo de un abismo, reconocido y vivido a la vez como amplitud inmensa del espacio, sin interior ni exterior completamente definidos, en objetiva observación de todo lo que un cuerpo despierto es capaz de percibir, al par que postrados en adoración de un misterio innominado que nos caracteriza, nos habita y nos desborda.
En conclusión, el Zen de Dôgen no acepta lo sagrado como trascendencia, o más allá, o separación, o ámbito divino, o dominio reservado, o espacio numinoso. En cambio sí lo acepta cuando es ofrecido como espacio/tiempo inagotable de coalescencia entre nirvana y samsara, entre luz y sombra, entre conocimiento e ignorancia, entre gozo y placer. Para el Zen según Dôgen, lo sagrado es aceptable cuando queda fuera de la mente de la dualidad. En dicho caso, se produce una religación de lo sagrado y lo profano aunque, como concepto, ambos designan denominaciones propias de la mente dual.
Desde su aparición en el siglo XIII, el Zen de Dôgen entabló una lucha histórica para profanizar lo sagrado, para reducir, una y otra vez, a experiencia vivida lo que un excesivo descanso en el soporte institucional acaba transformando en parálisis progresiva de la experiencia interior y en sometimiento a lenguajes romos, mortecinos, gastados. Todo el esfuerzo del Zen japonés de Dôgen se dirige a transformar la dicotomía sacro/profano en un ciclo de libre circulación de energía entre la vida ordinaria, un umbral de preparación física y mental para un acontecimiento, seguido por dicho acontecimiento y terminado por algún tipo de narración, crónica o relato del proceso en su conjunto.
Ajeno a la dicotomía entre sacro y profano, el Zen de Dôgen no tiene en consecuencia nada de inefable: al silencio maravillado del hare siempre le acaba siguiendo una vuelta al ke o esfera profana de la cual intentan brotar, como nuevos hálitos, los discursos que relatan la vida.
Si el Zen ha sido un fermento cultural tan productivo en la cultura japonesa durante ocho siglos se debe precisamente a la capacidad de dar forma a procesos de convivencia eficaces entre lo sacro y lo profano transitando, por una vía intermedia, el angosto pretil entre ambos. Así habría que analizarcumbres del arte y la estética japonesa como la habilidad de tomar te (chanoju), la poesía del haiku, el arreglo floral (ikebana), el tiro con arco (kyudo) o los jardines simbólicos (kare sansui) de los templos japoneses.
El Zen es a Japón lo que, en un tiempo prehistórico, el Yoga fue a la India: gérmenes potentes de equilibrio e intercomunicación entre lo sacro y lo profano. Es sin duda por ello que las religiones instituidas del Este y del Oeste han preterido y siguen desconfiando del Yoga y del Zen, cuando de veras se muestran laicos, mundanales y profanos.

1 comentario:

  1. siendo nada
    el junco no comprende
    dónde arraiga su tallo
    por que se aferra tanto
    el barro
    pag74)Libro de amor de Murasaki
    Poesia de la historia de Genji
    M)

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