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Buscando respuesta a esta crucial pregunta,
podemos apoyarnos en una noción instrumental, la de “cultura japonesa del Zen”.
Designa el resultado de un entrecruzamiento de tradiciones fundadas en el
Yoga-Budismo de India, refundidas a continuación al pasar por Tíbet y China; y
luego, en un periodo bastante posterior (15-20 siglos después), sujetas a
nuevas re-codificaciones, introducidas por Dôgen en su versión del Zen japonés.
Sin ignorar la arquitectura del Budismo en ningún momento, Dôgen lo considera
sólo una parte de la innovadora síntesis que instaura, en la cual hace
intervenir nuevos ingredientes, entre ellos el Shintoísmo, como vimos.
(a) HARE. Una cultura de la experiencia
La cultura japonesa del Zen valora sobremanera
lo que entiende como experiencia interior. En la tradición japonesa
constituye el camino de resolución del enigma de la existencia. O sea, un modo
de superación del dolor y la ilusión (la confusión del falso reconocimiento)
así como un modo nuevo de reconocimiento y aceptación de las cosas como son (y,
en ese contexto, de uno mismo). Usualmente, la experiencia interior se acaba
volcando en moldes exteriores, concretizados (visto el caso japonés) en una
conspicua presencia de la naturaleza y en numerosos intentos de adecuación de
lo humano al diapasón de lo natural (y la inversa). La experiencia se vierte en
un lenguaje que designa y explicita la manera como se relacionan lo humano y lo
natural. Por medio del lenguaje, la experiencia encuentra su verdad y se vuelve experiencia del
hombre lanzado a la vastedad del cosmos. Tenemos, entonces, el punto de vista
del individuo que experimenta y, al mismo tiempo, el ámbito en el que dicha
experiencia tiene lugar.
En la experiencia que propicia el Zen, ¿cómo interviene, o no interviene, lo
sagrado? En lengua japonesa corriente, el término hare se usa desde épocas anteriores a la llegada del Budismo a
Japón. Es frecuente en las compilaciones tempranas de poesía nipona, así como en el Genji
Monogatari (Historia de Genji). En general, hare
designa un estado personal que, mediante extrapolaciones y traducciones a
veces dudosas, terminamos solapando a lo que Occidente considera lo sagrado. Y es que hare se refiere a dos elementos
cruciales de la experiencia humana: aquéllo que nos identifica ante nosotros
mismos, nos sitúa y nos mantiene en el ámbito de lo claro (hare, por ejemplo, designa el buen tiempo); y aquéllo que nos
asombra, dejándonos gratamente estupefactos (hare designa, igualmente, un estremecimiento ante la realidad, emparentado con ha, ware y aware de la ya mencionada Historia de Genji).
A partir de este criterio lingüístico general,
varios términos irán dibujando, como en pintura impresionista, los trazos de
una experiencia que tiene lugar, a la vez, en el individuo y en el contexto que
lo engloba. Tres raíces del lenguaje japonés antiguo (propias para designar
elementos shintoístas), fueron de a poco asumidas por el Zen de Dôgen, en busca
de raíces autóctonas): rei, shin, sei.
- Estos términos remiten
a la realidad tal cual es y evocan la esencia, la profundidad, el espíritu de
algo designado: un pájaro, una montaña, un árbol, un elemento ritual (como espejos,
espadas o el sake), un lugar, una
estatua y hasta una escritura. Sería el aspecto óntico de la experiencia.
- También designan la
fuerza, el vigor, la influencia de elementos como los mencionados, pero en
tanto manifiestan la energía cósmica y la vitalidad humana. Constituyen el
momento naturalista y en cierto
sentido panteísta de la experiencia.
-
Finalmente, aluden a
la forma en que se produce el contacto con dichas fuerzas o poderes. Porque, en
consonancia con las convicciones folklóricas de Japón, el cuerpo es el único terreno de juego de la experiencia. Según el zazen, que en esto se enriquece con el
Shintoísmo, el cuerpo es el que se pone en orden, el que se aclara. Y también
el que vibra, ondula, oscila, tiembla, se estremece.
Conviene proceder con cuidado. En esta fisiología espiritual, cuando se dice “cuerpo”
se está aludiendo al inseparable compósito om/hum/ha,
que articula: el comando cerebral de las funciones corporales (om: situado en la frente), las funciones
de conocimiento (hum: situado en la
jaula torácica y que incluye la respiración de los pulmones y la emotividad del
corazón) y la palabra (ha: la
elocución, con asiento en la garganta). El cuerpo de que hablamos
resulta, de modo indisoluble, naturaleza, complexión, temperamento, sexo y
lenguaje.
En la designación de la experiencia, las tres
raíces comentadas insisten en la actitud,
elemento clave de la experiencia interior. Entre sus acepciones, en una y otro
caso, se encuentran: diligencia, esfuerzo, pedir, rogar, sinceridad, confianza.
Así, gracias en parte al influjo del Shintoísmo,
el Zen de Dôgen vive la experiencia como desarrollo de una acción (pautada
mediante una práctica) y fuera de una demarcación cultural del espacio, de la
ritualización y de una institución
guardiana: se rige en eso por las premisas del Shintoísmo antiguo. Para resumir, en el Zen la experiencia se
vive en el ámbito de un cuerpo proyectado al mundo. Sin embargo, las
circunstancias variaron mucho desde 1870: con motivo de la restauración
imperial Meiji en Japón, el Shintoísmo dejó de ser lo que había sido durante
milenios. Se transformó en religión estatal, con sus establecimientos, su
ceremonial y su sistema de fiscalización de la institución que pasó a
constituir, imitando al Budismo y compitiendo con él.
El Zen entendió que llegaba el momento de tomar
distancia de la nueva religión, tal como había hecho con el Budismo siglos
antes.
Demos ahora un salto en el tiempo, entre el
pasado japonés y nuestro presente occidental. Vivimos en sociedades (y en
marcos mentales o paradigmas) que con frecuencia resignan la experiencia
interior en una traducción o especificación institucional ceñida y repetitiva.
Somos parte de una tradición que a menudo confunde la experiencia
corpóreo-espiritual (que es evento personal e intransferible, y que abre o
conduce o arriesga a un cambio, a algo desconocido) con una supuesta dimensión
sagrada, entendida como lo numinoso
(o sea: lo divino, en el sentido de la mitología clásica occidental; lo que
está más allá, más arriba, en definitiva fuera
de nosotros).
Retomando y transformando las bases planteadas
por el Shintoísmo, el Zen de Dôgen se presenta como un pensar y un hacer orientados
a aclarar el malentendido o confusión a los que hago referencia.
En este caso, ¿a qué podemos llamar Zen?
Recordemos brevemente: es una manera práctica de vivir (un estilo de vida) y al
mismo tiempo una manera de considerar la existencia (un comprender uncido a
aquel estilo y procedente de él). Por eso dijimos, parafraseando a Nietzsche,
que el Zen, en cuanto expresa vida, es experimento
del hombre que busca conocer. El conocer
de la filosofía griega pre-platónica: no sólo skolé (teoría, sistema, raciocinio) sino también, y antes que nada,
háiresis (estilo y práctica de vida).
A partir de esas premisas, ¿cómo concibe entonces el Zen lo sagrado? ¿Le
interesa lo sagrado? ¿Le parece una dimensión relevante de la existencia?
(b) KU, MU. Un diseño de la experiencia
Al Zen no le caben dudas de que somos una realidad más vasta de lo que concebimos y de que habitamos una realidad más vasta de la que divisamos. A esa situación la llama de dos formas que, al enroscarse en una especie de trenza, configuran la paradoja de la existencia humana: ku (vacío) y mu (nada).
KU, del sánscrito sunyata, lo suelen traducir por VACÍO (inglés: void; francés: vide).
Designa las cosas vistas desde un punto de vista psicológico, desde uno mismo.
Desde un ángulo así, todas las cosas (samskrita)
le parecen impermanentes (anitya),
sin substancia (anatman) y signadas
por el dolor (dukha). En ese sentido,
todas las cosas son vacías (sunyata).
El aura semántica de este vocablo (que recorre, de la India a Japón, todo el
este de Asia) es aparentemente negativa: denota vaciedad, carencia, necesidad,
carácter incompleto. Es un término que designa el punto de vista de alguien que
mira y que se sabe ignorante.
MU, que suelen traducir por NADA (inglés: nothingness; español antiguo: nonada). Designa las cosas vistas desde
un punto de vista óntico, desde una comprensión de la posibilidad de un
infinito kantoriano, o desde un espacio y un tiempo dotados de un fin, pero sin
final. No describe una condición que permitiría que algo exista o no. No describe
un objeto o un sujeto vacío, agujereado, existente aunque in absentia. Es más bien una manera de referirse a las cosas tal
como son, independientemente o antes de cualquier pensamiento.
En síntesis: KU se refiere a la lógica de
acomodar el espacio a las determinaciones de la mente, mientras MU designa la
lógica de expandir la mente según las coordenadas del espacio. KU y MU vienen a
expresar la extensión y la duración de la experiencia del ser humano en el
universo.
(c) BUDA. Pensar la experiencia
En cuanto pensar, el Zen se presenta como una consideración del espacio. El patriarca Dôgen lo expresa de esta forma: “El espacio es la investigación de la prajna”. Esta prajna o sabiduría se adquiere mediante un inquirir que tiene al espacio por objeto y por lugar. El Zen aborda la cuestión de lo sagrado precisamente en este contexto.
El Zen no busca o propicia o favorece la
dimensión de lo sagrado, que de suyo le es extrínseca. La aborda cuando se la
plantea su par (“par” como en la soldadura eléctrica de dos metales, que se
alean pero mantienen diferente potencial), su par espiritual que es el Budismo.
Al Zen no le molesta el Budismo. Y ahora que empieza a emigrar poco a poco a
Occidente, al Zen tampoco le incomodan las llamadas religiones del Libro (Cristianismo, Islam, Judaísmo) con las que
inevitablemente se encuentra. Aunque procura mantener las distancias, el Zen
mira de forma tolerante a las religiones: las considera procedimientos que, a
su manera, intentan ligar una experiencia básica con un discurso explicativo o
justificatorio.
Sin embargo, la tolerancia del Zen tiene un
límite: se agota cuando alguno de estos discursos religiosos se confunde
respecto de lo sagrado. Siempre que puede, el Zen se limita a prescindir de la
esfera religiosa, a convivir con ella de la forma más silenciosa y pacífica
posible: en el caso del Zen japonés hasta el siglo XX, su par eléctrico ha sido básicamente el Budismo mahayana. Pero el Zen es ágil para desmarcarse del encuadre
religioso y se torna discutidor, incluso beligerante, cuando buda deja de ser adjetivo y pasa a ser
sustantivo. Insistamos una vez más: aunque las traducciones no adviertan al
lector, el concepto buda sólo a veces
es sustantivo (referido a Sidharta
Gautama, príncipe de Lumbini); con gran frecuencia, buda es un adjetivo
calificativo, que hemos traducido como atento, despierto, claro. Como
sustantivo, designa a un individuo histórico que las ramas menos atentas y más
adocenadas del Budismo histórico se limitan a imitar, a reverenciar, incluso a
adorar. Como si Gautama fuera un dios, socavando el la intención original del
profeta, que era la de iniciar la transmisión de una experiencia, fuera del
ámbito de identidades religiosas o sociales habituales. En contraste, para el
Zen de Dôgen el calificativo designa dicha experiencia de progresiva aclaración
personal, motorizada en/por la práctica del zazen:
en ese sentido, el camino de Dôgen constituye un retorno al verdadero Buda.
El Zen lucha para que lo adjetivado predomine sobre lo sustancial.
Porque lo sustantivado es la visión del ego,
fuente de dualidad, fuente de ignorancia y sufrimiento. Mientras que lo adjetival es la inicial dispersión del ego iluso y, a
partir de allí, la posterior re-apropiación de un sujeto en proceso de profunda
reforma. Es por ello que el Zen insiste en el carácter co-extensivo de lo sacro
y lo profano. Plantea la continuidad, la contigüidad, la equivalencia, la
compenetración entre el “punto de vista” (kenge) del individuo (inevitable
como punto de partida, aunque digno de soslayo mediante la práctica superadora
del zazen) y el “punto de vista” del
cosmos (imposible de concebir desde el punto de partida, pero término ad quem de la elaboración, fabricación,
producción de un discurso nuevo, experiencia mediante, hecho de palabras “vivas”,
o “nuevas”).
Lo sacro y lo profano mantienen, entonces, una
relación no contradictoria, cosa que es preciso entender bien. Por un lado, el
Zen se desmarca del ámbito budista de “lo numinoso y del misterio tremendo”
(decirlo con esas palabras de Rudolf Ottopermite resaltar que
cuando el Budismo se rebaja, lo hace tornándose
religión y concibiendo lo sagrado como otredad
sagrada y como dimensión separada de lo profano). Por otro lado, el Zen
se acerca al terreno shintoísta del kegare, recogiendo de todas
formas una parte de lo que Otto adjudica a la dimensión de lo sagrado, ya que
el zazen auspicia una “experiencia no
racional cuyo centro principal e inmediato está fuera de la identidad”.
En la práctica ancestral (y actual) de los matsuri (celebraciones del culto
shintoísta), la esfera de lo cotidiano y vulgar (ke) puede asimilarse a lo profano, mientras que los ritos de
purificación y luego las celebraciones rituales abren a una dimensión
desconocida y arriesgada (hare) tras
lo cual todo vuelve a la celebración colectiva con paseo de mikoshi (palanquines rituales) y vuelta
progresiva, a través de la fiesta, a la dimensión de lo cotidiano. Kegare (ke + hare) es el término que designa esta
amalgama sin frontera (o con fronteras sumamente porosas), o esta emulsión
provisional, o este régimen de continua oscilación, en un ida y vuelta donde ya
no hay final ni principio, sólo continua circulación de energía en los
diferentes momentos de una vida. La conectividad entre lo profano y lo sagrado
el Zen la establece mediante la práctica de la meditación sentada o zazen: dicha práctica introduce al
practicante en el insondable fondo de un abismo, reconocido y vivido a la vez
como amplitud inmensa del espacio, sin interior ni exterior completamente
definidos, en objetiva observación de todo lo que un cuerpo despierto es capaz
de percibir, al par que postrados en adoración de un misterio innominado que
nos caracteriza, nos habita y nos desborda.
En conclusión, el Zen de Dôgen no acepta lo
sagrado como trascendencia, o más allá, o separación, o ámbito divino, o
dominio reservado, o espacio numinoso. En cambio sí lo acepta cuando es
ofrecido como espacio/tiempo inagotable de coalescencia entre nirvana y samsara, entre luz y sombra, entre conocimiento e ignorancia, entre
gozo y placer. Para el Zen según Dôgen, lo sagrado es aceptable cuando queda
fuera de la mente de la dualidad. En dicho caso, se produce una religación
de lo sagrado y lo profano aunque, como concepto, ambos designan denominaciones
propias de la mente dual.
Desde su aparición en el siglo XIII, el Zen de
Dôgen entabló una lucha histórica para profanizar
lo sagrado, para reducir, una y otra vez, a experiencia vivida lo que un
excesivo descanso en el soporte institucional acaba transformando en parálisis progresiva
de la experiencia interior y en sometimiento a lenguajes romos, mortecinos,
gastados. Todo el esfuerzo del Zen japonés de Dôgen se dirige a transformar la
dicotomía sacro/profano en un ciclo de libre circulación de energía entre la
vida ordinaria, un umbral de preparación física y mental para un
acontecimiento, seguido por dicho acontecimiento y terminado por algún tipo de
narración, crónica o relato del proceso en su conjunto.
Ajeno a la dicotomía entre sacro y profano, el
Zen de Dôgen no tiene en consecuencia nada de inefable: al silencio maravillado
del hare siempre le acaba siguiendo una vuelta al ke o esfera profana de
la cual intentan brotar, como nuevos hálitos, los discursos que relatan la
vida.
Si el Zen ha sido un fermento cultural tan
productivo en la cultura japonesa durante ocho siglos se debe precisamente a la
capacidad de dar forma a procesos de convivencia eficaces entre lo sacro y lo
profano transitando, por una vía
intermedia, el angosto pretil entre ambos. Así habría que analizarcumbres del arte y la
estética japonesa como la habilidad de tomar te (chanoju), la poesía del haiku,
el arreglo floral (ikebana), el tiro con arco (kyudo) o los jardines simbólicos (kare sansui) de los templos japoneses.
El Zen
es a Japón lo que, en un tiempo prehistórico, el Yoga fue a la India: gérmenes
potentes de equilibrio e intercomunicación entre lo sacro y lo profano. Es sin
duda por ello que las religiones instituidas del Este y del Oeste han preterido
y siguen desconfiando del Yoga y del Zen, cuando de veras se muestran laicos,
mundanales y profanos.
siendo nada
ResponderEliminarel junco no comprende
dónde arraiga su tallo
por que se aferra tanto
el barro
pag74)Libro de amor de Murasaki
Poesia de la historia de Genji
M)