Kigen
Dōgen (por su nombre de pila) luego fue Eihei Dōgen (haciendo mención al templo
que fundó como sede del sōto Zen en
Japón) y finalmente pasó a ser Dōgen Zenji (apelativo del “hombre del zen”, de
alguien reconocido como maestro). Con cualquiera de esos nombres, no
solamente fue fundador de una variante crucial de la experiencia del Zen sino
que, por varios motivos, se transformó en el ícono más perdurable de la cultura
y el pensamiento japoneses, dentro y fuera de los dominios del Budismo y del
Zen. El caso de Dōgen como ícono plantea paradojas interesantes. Se trata de
una persona completamente japonesa por su biografía y que se distingue o se separa
(al menos en sus características exteriores) del otro ícono existente, Lin-Chi,
sin por ello dejar de acercarse a él de sutiles maneras. Por otra parte (y de
manera parecida a como sucedió con Gandhi en la India) la iconización de Dōgen,
a la vez que se basa en datos totalmente documentados, permite mantenerlo a prudente
distancia del zumbido algo perezoso de la vida conventual en conventos
corrientes de nuestros días. Sucede que, al transformarlo en un santón, quedan fuera
de nuestro alcance sus aspectos filosos, corrosivos y molestos, aunque sean
aquellos que él designó como pertinentes para delinear una nueva forma de
filiación espiritual.
El Zen de Dōgen se transformó en referencia insustituible. Pero no (como a veces se afirma desde el automatismo de la no-reflexión) en relación con Lin-Chi ya que, aunque planteen una ruptura respecto al statu quo de las sociedades en las que les tocó vivir, ambos llevaron caminos paralelos en la espiritualidad japonesa. Si el Zen de Dôgen brinda referencia es en cuanto anuncia una nueva posibilidad de “vida del espíritu”, entendida como camino al mismo tiempo práctico, erudito y muy japonés. Dōgen es considerado el gran maestro nipón en temas de lenguaje, de pensamiento y de práctica de la meditación sentada, el zazen.
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