martes, 26 de junio de 2012

Zen 1. (i) Revisión del Yoga y de la raíz india


El Zen japonés se ha mostrado creativo y dinámico. No está hecho para quedar estancado en formas definitivas. Sin negar lo recibido, se acabaría distinguiendo del Yoga. Antes que nada, en cuanto al uso de los procedimientos técnicos. Luego, en cuanto a las formas de organización de un estilo de vida. 


Revisión de los procedimientos técnicos del Yoga

El Zen elude todo voluntarismo, ya que parte de una visión profunda y realista del ser humano. Para él, la interiorización que asume como propia no busca eliminar pensamientos, ni una simple concentración. Consiste más bien en aceptar el hecho inevitable del torrente mental, dedicando toda su energía a pacificarlo. Por eso, en la técnica del zazen o meditación sentada esa interiorización no se practica con los ojos cerrados: el sedente mantiene los ojos algo abiertos, a fin de advertir sin cesar que quien observa es un cuerpo y que el punto en el que se centra es su propia emotividad, traducida en un ritmo mental, un ritmo de sensaciones, percepciones y emociones.

En cuanto a la respiración, el Zen acepta la comprensión (propia del Yoga) de la vida como respiración, tanto en lo animal como en lo humano. Pero la respiración designa algo tan simple que se acaba volviendo casi imposible de percibir. La respiración es “evidente”. René Char recordaba que “dentro de la evidencia anida nada”. Lo evidente es aquello que no vemos, aquello que vaciamos. El Zen lo toma en cuenta: la respiración, que se acepta como primer atributo de vida en los seres sensibles, ya no es tratada de acuerdo con una pauta rígida (que contribuye a hacerla implícita o ¡deshablada', por su propia evidencia), sino como terreno de un descubrimiento decisivo para la vida personal: cuál es el ritmo respiratorio exacto de uno mismo. Así como no hay dos cuerpos iguales, tampoco hay dos ritmos respiratorios idénticos. La tarea del hombre es descubrir cómo el hálito de vida se manifiesta en él. En cambio, el zazen se desarrolla como técnica orientada a concretar el descubrimiento de uno mismo en la variabilidad de la respiración, según situaciones anímicas y emotivas variables.

En cuanto a la postura, asana, el Zen, que concuerda con que todo ser humano se manifiesta (digo más: existe) de forma corporal, si bien toma la regla de la columna erecta, también es capaz de adaptarse a la situación singular de cada practicante. ¿O es que acaso (pregunto sonriendo) sólo podrían ser cultores del zazen aquellos jóvenes con formación física perfecta y sólo durante los años en que pueden sentarse en padmasana, la postura del loto?


Revisión de la noción misma de pauta

Los textos del Zen y su aplicación consiguen resolver en la práctica un oxímoron frecuente en la “búsqueda espiritual”: la postura perfecta equivale a la realización, dice Dôgen, para insistir a continuación que toda postura ha de amoldarse a las condiciones y características de cada organismo individual. Este énfasis doble cabe advertirlo: el Zen es claro en los objetivos, pero elude cualquier tipo de voluntarismo. Como la palabra voluntarismo acarrea una connotación algo negativa, digamos que el Zen evita la obediencia ciega (en el sentido de dormida, refleja o ajena a la conciencia vigilante) a una pauta exterior. La pauta exterior existe, debemos agradecerla y bendecirla. Dicho esto (y dicho con sinceridad), se la debe retraducir a las posibilidades personales, creando en uno mismo la pauta definitiva, la cual acaba siendo singular. La pauta exterior funciona como un lenguaje que ha de ser transformado en discurso. Actúa como una propuesta que ha de ser replicada y actualizada en cada caso, de acuerdo a rasgos personales.
En la misma línea, el Zen elude la determinación o la adopción de estilos de vida preconcebidos.
No propone una ascesis vestimentaria, culinaria o laboral; no sugiere un estilo religioso o ideológico, no pide estudios previos o paralelos. Lo que el Zen plantea es más personal y complejo, sobre todo en las condiciones de vida contemporáneas. En esa especie de perenne circunstancia creativa que hace posible y a la que conduce, el Zen propone el descubrimiento de un estilo propio: nada volcado a la extravagancia, aunque siempre atento a la faceta individual.
En parte se tratará, sin duda, de un estilo compartido socialmente. En parte traducirá esa singularización que el Zen considera uno de sus rasgos definitorios, y a la que su metodología presta atención cuidadosa.
Finalmente, elude toda adscripción taxativa a una cultura en particular. Surgido en Oriente, el Zen no es obligatoriamente oriental. Nació en Japón, aunque no es únicamente japonés. El Zen de Dogen se crió y se sintió maduro en una situación clerical, pero su destino de ninguna manera se limita a lo monástico, pudiendo volverse (y tiende cada vez más a tornarse) laico. El Zen se mimetizó demasiado con una vida japonesa masculinista; sin embargo incluye en sus raíces el empeño de trascender los géneros, o cuando menos de abarcarlos como parte integrante de la misma experiencia.

Al no tener vínculos obligatorios y limitativos con una sola cultura, al contrario (y de forma paradójica) el Zen se vuelve capaz de transformación incesante. De hecho, así sucedió: la historia de Japón muestra que se transformó en fermento poderoso de creación cultural.

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