Eihei Dôgen (1200-1253) es el fundador de la rama Soto del Zen. En los monasterios Soto de Japón, cada día se cierra con la recitación en coro de un texto básico de Dôgen, el Fukanzazengi (Proclamación universal de los principios de la meditación sentada). A dicho texto, compañero de todo practicante de zazen, se refiere la hermosa reflexión que sigue.
“Acostumbrados a palpar desde hace tiempo
elefantes en la oscuridad,
no teman convertirse en auténticos dragones.”
Una frase que me vuelve una y otra vez a la cabeza cada vez que tengo flojera mental para sentarme es esa que en el Fukanzazengi dice: “No teman convertirse en auténticos dragones”. Aparece tantas veces ante mí que no sólo consiguió alentarme a la práctica sino que se ha establecido como un verdadero “mantra” interior, o una pregunta recurrente, incluso un koan. Cuando algo me da miedo o cuando simplemente voy por ahí con la cabeza en sus asuntos o incluso cuando estoy frente a algo –“demasiado”- hermoso, ahí se presenta y con ella viene algo que es un desprendimiento de la práctica, como un hilo muy finito que me une al momento de sentarme y que aporta a clarear un poco la mente.
En búsqueda de más, consulto nuevamente el Fukanzazengi y me acuerdo de algo: lo primero que me llamó la atención en el texto es su zoológico. No sólo habla de Buda, el príncipe Siddharta, de hombres comunes, de diligentes santos antiguos y del verdadero ser. En el Fukanzazengi, como en un cuento para chicos (que siempre son más despiertos y atentos) hay elefantes, tigres y dragones. ¡Qué especies tan maravillosas!
Encuentro que la frase completa es la del acápite: “Acostumbrados a palpar desde hace tiempo elefantes en la oscuridad, no teman convertirse en auténticos dragones.” ¿Palpar elefantes en la oscuridad? Me imagino caminando a tientas en un amplio lugar que huele a pasto, de repente me topo con algo grande, pongo las manos, está caliente pero parece hecho de barro, poco a poco me doy cuenta de que es algo vivo, su sangre fluye, su corazón late, casi no se mueve. Me muevo y lo rodeo, es enorme. No parece asustado, más bien parece dormido. Tardo un rato en encontrar sus formas. Desde arriba, mi vista parece percibir el brillo, me miran los ojos entrecerrados de un elefante.
“Cuando has tomado tu corazón en propias manos,
te vuelves como un dragón después de beber agua,
como un tigre descasando en su montaña.”
“Toda la atención al corazón.” Esa voz que escucho, casi en susurros, cuando practicamos en conjunto. Me costó aceptar la palabra corazón. Me sugería dos cosas poco apropiadas, por un lado, parecía que hablábamos de ese órgano, sangriento, que tenemos casi en el medio del pecho; no entendía cómo concentrando atención en él iba a “pasar algo”. Ya había tenido suerte prestando atención a la respiración y al flujo de aire en mi interior, tal vez mi asma ayudó en algo. Al saber que ahí a veces algo falla, que esa falla fuera cediendo, permitiéndome simplemente respirar, generaba una especie de golpe de efecto, percibía mi cuerpo de otra manera, o mejor, percibía en mi cuerpo otra manera. Pero ¿el corazón? No me decía nada.
La otra impresión que me venía acerca del corazón era la que se asocia a la simbología del amor romántico; y nuevamente me decía: “Esto no viene a cuento”. Intuía que no era eso, hablábamos de otra cosa que a mí se me estaba escapando.
A fuerza de escuchar y escuchar una y otra vez, otra idea se fue gestando, tal vez fruto de las dos anteriores, tal vez nueva. Rescataba ese corazón sangriento, orgánico, pero le agregaba algo, el estar vivo, vivo adentro mío y palpitante, con un palpitar suave, susurrante como la voz. Esa atención al corazón era esa atención a mi yo vivo, a mi yo que late, aún más cuando el latido está escondido por su lentitud y su silencio. Pero también entiendo en ese corazón el latir de un enamorado, ¿enamorado de qué? De su propio flujo imparable, rítmico, acompasado. Ese casi sonido que hay adentro, observarlo hasta desentrañarlo, hasta poder realmente sentirlo como parte de mi cuerpo, como señal de mi cuerpo.
Y, entonces, tomando mi corazón en propias manos, volverme dragón después de beber agua, volverme tigre descansando en mi montaña.
lunes, 30 de enero de 2012
El zoo del Zen, por Lucía Martínez
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