viernes, 28 de octubre de 2011

Zen en el kyûdô (1)

El zen (y, en el zen, el zazen, que acaba siendo lo mismo) es como un inmenso reservorio de agua en que nadan peces de nuestra mente. Cuando el zazen se da bien, somos ríos (más o menos cristalinos) que se sumergen en un mar (más o menos transparente), sin que sepamos distinguir dónde acaba "lo nuestro", dónde empieza "lo otro". Sucede que el zen se nutre de nuestra vida y que el zazen es hijo de pensamientos y vivencias que nos rondan, dándole voz a lo que puja por volverse significativo de nosotros, en nosotros.

Así aparece de pronto el kyûdô en el blog de este ciudadano últimamente silencioso, absorbido tal vez por su propia meditación (en todo caso escribiendo cada día como un forzudo, ligado a plazos que debe honrar).


No puedo hablar en nombre del kyûdô, no soy practicante. Sin embargo, kyûdô ha sido uno de mis lugares preferidos de observación, cada vez que una alumna o alumno en Japón se acercaba y decía: "Alberto. Por favor venga a verme disparar en Sanjusangendo" (pron: sanyusanguéndo). ¿Cómo evadir invitación tan especial? ¿Cómo perderme un torneo que cada año celebran en Japón desde hace casi cinco siglos? En el templo de Sanjusangendo, zona vieja de Kioto, se dirimen las finales nacionales de una especialidad que encierra mucho de Japón, y por supuesto mucho de zen.

Me apresuro a aclarar desde qué ángulo me llega el kyûdô y lo disfruto. Me parece una de las artes niponas que más claro dejan que el zen japonés constituye una síntesis feliz en la que al Shintoísmo le cabe un espacio importante (y no sólo al Budismo y al Taoísmo, como insiste cierta tradición perezosa de análisis cultural).

El tiro al arco se practica en Asia desde remota antigüedad (recuerden por ejemplo a Arjuna, personaje del Baghavad Gita, cántico lírico engastado como una joya en la epopeya Mahabarata). Y existe en Japón desde la prehistórica época Jomon (a finales del paleolítico), quedando acreditada su presencia en cerámicas muy previas a cualquier comunicación oral (mucho más a la escrita).

Lo que modernamente pasaría a llamarse kyûdô (camino del arco) en su origen y durante mucho tiempo fue conocido como kyûjutsu (técnica del arco). Es más que un detalle de nomenclatura: el nombre antiguo insiste en la práctica corporal, prescinde del toque "espiritual" que podría agregarle el sufijo "camino". Ya eso me parece propio del zen que profeso: ninguna insistencia en dimensiones que no puedan compulsarse (verbo propicio en materia de tiro al arco) en lo estrictamente concreto.

Sólo las exigencias de la posguerra (donde cualquier señal belicista o armada era prohibida por las autoridades del SCAF, comando de ocupación aliado en Japón) pueden explicar que hayan intentado enmascarar una práctica corporal en el ropaje algo new age de los caminos. No tengo nada en contra de los caminos. Más bien todo a favor. La ironía del new age la incluyo simplemente para alertar contra la manera snob con que unos cuantos (fuera de Japón y también en Japón) practican las artes tradicionales japonesas.

Volviendo al tiro al arco, felizmente está compuesto por mitades de alma y cuerpo, de técnica y camino, de buen hacer y arte, de tesón y soltura, de aprendizaje y vuelo gratuito hasta el horizonte de la creación. Porque la jutsu (técnica) del tiro no puede entenderse desligada de la energía espiritual. Kyûdô es como zazen, afirmaba Morikawa Kôzan allá en el lejano siglo XVII. ¿Por qué? Porque su contenido interior funciona como motor, asidero, soporte, condición previa, de la realización de la técnica.

Mañana sigue.

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