En tiempos antiguos, los haijin (poetas del haiku) adquirían tan honrosa condición cuando se transformaban en peregrinos, en caminantes. La marcha endurecía las piernas, curtía la piel y de forma misteriosa fue templando la pluma de muchos de los mejores. Matsuo Bashô pasó los últimos quince años de su vida yendo de aquí para allá, al albur del rudo clima nipón y de la azarosa hospitalidad de discípulos dispersos, lejos de su ciudad Edo (hoy: Tokio). En su diario de viaje más famoso, Oku no Hosomichi, el andariego Bashô cuenta cómo recorrió las prefecturas afectadas por el violento tsunami del 11 de marzo pasado: Fukushima, Miyagi, Iwate, flanco este de la isla de Honshu, dando la cara a un océano por lo visto muy poco “Pacífico”.
Descubrí Fukushima en los años 60 (gracias a la traducción española de ese diario, al alimón entre Octavio Paz y Eikichi Hayashiya, de 1957) y en los 70 (gracias a la publicación por la Unesco, en 1976, de todos los Diarios de Bashô al francés, en la pluma cuidadosa de René Sieffert). Desde entonces hasta fines de los 80 (cuando finalmente conocí Japón), Fukushima se transformó en mi estampa favorita de Japón. Fui a visitar la zona durante mi primer viaje, 1989, retomando paso a paso (¡aunque en tren!) el periplo del maestro Bashô.
En pleno siglo XX, no me costó descubrir el motivo por el que, tres siglos antes, ese diario relataba un viaje por “la senda estrecha del fin del mundo” (eso significa literalmente Oku no Hosomichi). ¡Qué lejanas y abandonadas pudieron parecerle esas comarcas a un urbanita capitalino como Bashô! Mucha intemperie, abandono y peligros había que enfrentar, provenientes de una naturaleza rústica, poco transitada.
El epicentro de mi viaje por la región era el archipiélago de Fukushima, collar de bellísimos islotes en donde, según cuenta la tradición, vivían recluidos (pero en contacto por barca) unos cuantos poetas tocados por la varita del Zen, a los que Bashô (otro alcanzado por la misma varita) iba a visitar. Me sentí formando parte modestamente de esa cofradía, recorriendo las islas en un pequeño ferry vacío (era invierno, lloviznaba) y luego vagando por el puerto, entrando aquí y allá a comer pulpo asado, a beber sake caliente, para que el intenso frío exterior le diera una chance a mi corazón, ardiente de alegría al mirar muchas cosas con los ojos de Bashô.
En viajes posteriores para contemplar las islas, fui haciéndome más consciente de que, entonces a final del siglo XX, la region continuaba siendo una especie de “fin del mundo” para las autoridades y poderes urbanos nipones: una bellísima zona rural, no pobre (¡no era fácil ser pobre en Japón antes del siglo XXI!), aunque sí considerada exterior a la corriente principal de la vida cultural, económica y política de la nación. Un lugar propicio para plantar nabos. Y para sembrar esos territorios con centrales nucleares. Si estas no son a prueba de tsunamis (como se ha visto), al menos han estado a resguardo de la intrusa mirada del turismo (que no suele llegar tan arriba), de los periodistas (que informan poco sobre la zona) y sobre todo de burócratas a quienes hoy se acusa de haber dejado en manos de sus compinches (¿socios?) las empresas de producción de electricidad por vía nuclear.
Fukushima ha pasado a formar parte de la actualidad por la vía perversa del desastre. Y aunque las centrales son seguras ante graves seísmos (a estas alturas parece osadía recordarlo), se mostraron incapaces de soportar el embate de olas de diez metros. En el mundo, todo parece incriminar a la energía nuclear japonesa (con activo concurso de franceses y norte-americanos, deseosos de quitarse de encima a su archi-rival nuclear). No es un debate para saldar en esta breve nota. Salvo diciendo que, en Japón, la discusión está que arde. Dos fracciones presentan argumentos contundentes. Desde el punto de vista político, todo parece indicar que estamos ante un “diferendo”, algo que solo podrá resolverse mediante una “transacción” (consulte el amable lector un diccionario: podrá medir el alcance de estos dos sustantivos llenos de matices).
Lo que ahora deseo señalar es cómo se ha venido repitiendo en los últimos siete meses la secular mirada paternalista, tramposa y un poco manipuladora de cierta cultura mega-urbana industrialista, ejemplificada en Osaka y Tokio, motorizada no solo por políticos y burócratas sospechados, sino también por una porción significativa de periodistas, académicos y líderes sociales. Pareciera que un grave accidente, al ocurrir en zonas rurales menos pobladas, se limitaría a ser una “externalidad” (efecto perverso, no deseado) en el camino citadino y tecnológico que marca el destino “moderno” nipón.
Sin embargo, y como no me canso de repetir, coexisten muchos “japones” en Japón. Desde el 11 de marzo se nota la difusión y la expansión de un fenómeno que antes parecía larvado. Pequeñas prefecturas intensifican el desarrollo de energías alternativas (solar, geo-térmica, eólica, biomasa, etc.). Un banco progre (el Softbank, de Masayoshi Son) ofrece importante financiamiento para empujar el crecimiento de mega-granjas solares. Regiones de montaña (Nagano), del centro (Tohoku) y del sur-oeste (Kyushu) se aprontan para encabezar una revolución silenciosa y pacífica: generar energía de forma limpia, segura y, con el tiempo, igualmente barata.
Es igual que en tiempos de Bashô. La alternativa que cuestiona al centro podría estar procediendo de una periferia innovadora. Cansado de vivir en una urbe acartonada y previsible, Bashô se fue a recorrer un mundo ancho y para nada ajeno: lo sintió suyo, lo hizo suyo. Un Japón limpio, seguro y para él lleno de poesía. Tal vez uno así empieza a cuestionar al habitual Japón urbano, apurado, inmediatista, corto de miras y de poética. ¿Y si Fukushima significara el comienzo de otro viaje “al fin del mundo” por parte de ciudadanos adormecidos con el canto de engañosas y consumistas sirenas urbanas?
viernes, 23 de septiembre de 2011
Fukushima (福島)
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