martes, 9 de agosto de 2011

Zen: verterse en la propia cultura y luego subvertirla

En un post reciente alentaba a "calzarse" la propia cultura como un guante. No hay zen sin ciertas nupcias o "desposorio" con la vida que a uno le ha tocado vivir: "hacerse uno con las condiciones" incluye casarse con las circunstancias, con el detalle de la propia vida. Tan personales vuelve el zen las condiciones de su aplicación en cada caso que, a la larga, pierde sentido hablar de zen japonés, zen asiático o zen occidental. El zen constituye la plena aceptación y el pleno atravesamiento de la propia existencia (según la muy concreta modalidad que heredamos), en el marco de una progresiva expansión.

Al mismo tiempo, el dinamismo del zen dentro de su guante es tan intenso, su fuerza tan apremiante, que pone en apuros al pobre envoltorio, falto de elasticidad para soportar el impetuoso movimiento que lo gobierna. A fuerza de usar tan delicado adminículo, la mano del zen trastorna su forma, la va alterando, va destruyendo su elegante condición inicial. El zen estropea las costuras del recubrimiento (¿encubrimiento?) cultural que infaltablemente lo acompaña: en Japón, la historia del budismo nipón; en la costa occidental de Estados Unidos, años 60', el movimiento alternativo, lisérgico, hippie y libertario; en Alemania y otros parajes de Europa del Norte, un catolicismo depurado por la radical y protestante "teología de la muerte de Dios". Todos esos paramentos la práctica del zen los hace jirones, los acaba convirtiendo en raídas creaciones circunstanciales, en (útiles) remedos (provisorios) de una forma sin forma que busca (sin cesar y, paradójicamente, una y otra vez) la nueva forma por venir, lo vivo por llegar.

El zen es en sí mismo rasgo de una humanidad a la vez real y eventual, en el momento exacto en que comienza a nacer, y a renacer. Una y otra vez, digo y repito. Una humanidad llamada a confeccionar, incansable, las condiciones de su peculiar supervivencia y desarrollo. Los hombres somos mamíferos anfibios, dice con acierto el alemán Peter Slöterdijk: vivimos en lo seco y lo mojado. Somos vivientes natatorios, me complace agregar. Nuestra condición es espléndida, pero factible sólo mientras sigamos dando brazadas, cuando vivimos sobre y entre el agua. Una condición estimulante, riesgosa, necesitada de continuo y persistente despertar. ¿Vivir entonces es algo fatigoso? Para algunos, sin duda. Pero, de cualquier forma, "vida" es algo que llega a brotar como fuente surgente, una y otra vez. Más pródiga cuanto menos apretamos los dientes (para "aguantar" a flote) o cuanto menos cerramos la mano (guardando inútilmente algún talismán, a modo de reaseguro). Más generosa, en cambio, cuanto más pareciera que lo perdemos todo.

0 comentarios:

Publicar un comentario