De forma no concertada, dos practicantes de zazen hacen notar que, hablando o escribiendo, modifico las citas. Lo dicen en tono elogioso, como si estuviera "mejorando" el original. Donde José Lezama Lima afirmaba que "la poesía se alimenta de palabras entendidas e ignoradas", refiriéndome a la trama del zen en ocasiones le hago decir: "un poema se teje con palabras a medias entendidas, a medias ignoradas". Y en el post de hace unos días, donde Néstor Perlongher anuncia un "chorreo de las iluminaciones", le adjudico más bien "un goteo de iluminaciones" (a ello vuelvo más abajo). A los anteriores se suman otros que, en días y lugares distintos, acaban de comentar: "lo que ocurre y lo que dices no me parece nada mal; pero, ¿es zen?". El asunto merece reflexión. Propongo una que nos conduzca al corazón del zen.
En Argentina estamos acostumbrados a la cita inventada, cuyo venerado maestro es Jorge Luis Borges. No sólo crea personajes inéditos que da por verdaderos ("nadie es imposible", comenta significativamente en prólogo a La invención de Morel de Bioy Casares), sino que divulga citas más que azarosas de personajes reales, como Plinio el Joven o el tunecino Abenjaldún, entre muchas otras "fuentes". Por su parte, en su espléndida novela Donde yo no estaba, Marcelo Cohen pone en boca de Rosezno, elusivo sabio suburbano, un discurso soteriológico de lo más verosímil (en la confluencia del cinismo alejandrino y un zen primitivo). Son formas de construir la suprema "verdad" de la literatura de modo tal que nos parezca verosímil y que por su gracia nos atraiga. Son también maneras de señalar algo que el zen de Dôgen siempre tuvo claro: la palabra es no sólo mención de algo conocido sino, al mismo tiempo y sobre todo, torno (la palabra es algo material, aparatoso) para el modelado (un proceso de experimentación en uno mismo) de algo desconocido (de nuevas acepciones de la realidad).
Aunque al principio pueda sorprendernos, en los textos de Dôgen resulta frecuente la aparición de citas de patriarcas antiguos que el fundador del Soto "retuerce" y "exprime" hasta sacarles todo el jugo que anda buscando. Es lógico: las palabras tienen que volverse capaces de "decir" la experiencia que las motoriza (experiencia nunca del todo "inefable", pero en general bastante "inédita"). Tiene que fabricarse un método de análisis lingüístico y un estilo literario. Así, por ejemplo, si el lenguaje budista convencional define el nirvana como tô higan (llegar a la otra orilla), Dôgen lo refiere como higan tô (la otra orilla alcanzada), en inevitable evocación de su repetida afirmación (contenida, por ejemplo, en el Fukanzazengi) de que "práctica ES realización": siempre que nos sentamos en ciertas condiciones estamos logrando despertar, contrariando a quienes consideran que el zen es una inversión a futuro o que, como en la música, sólo llegaremos a crear obra después de larguísimos años de solfeo, composición, armonía y ejecución. Los ejemplos de escrituras retorcidas podrían multiplicarse.
Dôgen utiliza un lenguaje más inclinado a revelar que a explicar. Sólo un lenguaje que revela es capaz de modificar la vida de una persona. Por eso, importa repetir siempre lo mismo: está la parte de enseñar y la parte de aprender; está la parte de hablar y la parte de escuchar. El secreto del zen radica enteramente en la capacidad que cada uno desarolla para aprender y para escuchar (esto incluye a los que hablan del zen, o en el zazen, ¡por supuesto!).
En toda práctica que se precie de tal, teisho es la plática que precede al zazen, meditación sentada. Se puede decir que teisho es hablar desde el silencio. En realidad, ¿qué ocurre en un teisho? Con texto o sin texto delante, el teisho intenta ofrecer una manifestación (lo que el evangelio de San Mateo llama una epifanía, del griego fainomai; lo que James Joyce retraduce como epíclesis; el mostrarse de algo que estaba, o parecía, escondido). Durante esa plática que precede a la sentada, se trata no sólo o no tanto de expresar algo conocido (un código de transmisión) sino, al mismo tiempo, el proceso de descubrimiento (que se ha ido amasando o torneando) de algo que intuímos real, que no sabemos cómo decir, pero que necesitamos poder decir a fin de acreditarlo como existente.
Por eso, el lenguaje de un teisho combina elementos verbales y no verbales. En el teisho coexisten: unas palabras (que se dirigen tanto a la mente como al corazón), un cuerpo que las dice (con una postura y unos gestos corporales; y también con la inflexión de la voz) y un cuerpo que las recibe (con un grado de abertura - de pelvis y de prajna -; con una cóclea que facilite al máximo la correcta audición).
Lo que ocurre en el zazen, ¿es chorreo o goteo? Chorreo denota una corporalidad espasmódica (en Perlongher alude nítidamente a la eyaculación), pegajosa (el líquido no fluye bien) y dolorosa (como el sabor agridulce propio del balance de la vida). Goteo, que denota igualmente una corporalidad concreta, la liga en cambio al ritmo del tiempo (clic-clic, tic-tac), al agua (desnuda de toda modalidad o, como se dice sin saber bien qué significa: incoloro, inodoro, insípido, o sea capaz de todas las modalidades de sabor, aroma y color) y por ambos motivos expectante respecto a la esperable ración de gozo y dolor que conlleva la experiencia de vivir. El chorreo nos recuerda al hombre que se sabe animal. El goteo nos remite al hombre que se sospecha ángel. Nuestra meditación oscila (y no tiene porqué estar mal) entre ocasionales chorreos y frecuentes goteos. En lo que a mi respecta, hoy escucho gotas repiqueteando en la ventana, como la niña de la foto. Como ella, soy incapaz de distinguir con claridad qué hay del otro lado.
domingo, 24 de julio de 2011
Zen: goteo de iluminaciones
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mandé varios mensajes sin respuesta,
ResponderEliminar¿estás allí?
ahora funciona el sistema
ResponderEliminar¿podrías comunicarte conmigo a bertini@telefonica.net?