martes, 5 de abril de 2011

El dolor, Fukushima, nosotros



Una lectora sigue perfectamente el hilo (de araña) de mi último post. Y sin dejar de compartir el fondo de lo que digo, manifiesta (si la entiendo bien) su inquietud por aquello que trasunta algo que, sólo insinuado por mi, toca la cuerda sensible de su corazón. Porque es arduo lo que digo (¡incluso para mí mismo!) y está lejos de ser expresado perfectamente. Quiero repasar cosas dichas, enmendar algunas, ampliar otras.

La imaginación es un inmenso tesoro que poseemos, aunque tantas veces nos complique o dificulte la vida: es como un hijo muy amado, que a veces resulta ser el menos amable o el más loco de la familia. Junto con otras facultades, la imaginación es indispensable para explicitar, ilustrar, expresar nuestras emociones.
Yendo al ejercicio concreto de la imaginación, ¡cuántos pasos el arte nos habrá ayudado a dar en la comprensión del enigma del sufrimiento y de su rampante cotidianidad! Los textos de Kafka, la pintura de Francis Bacon. O las esculturas de Louise Bourgeois, que ahora podemos admirar en Buenos Aires, en la Fundación Proa. Mucho de la obra de Bourgeois es representación de la experiencia de sufrir. Y nos sobrecoge que esta inmensa araña llamada de modo inquietante Maman (que ilustra el post y rememora lo que sentí cuando la vi en la galería Tate Modern de Londres), amplifique las fronteras de nuestra imaginación y nos ayude a progresar en el camino de la comprensión del padecimiento.
Siendo en parte similar, el desastre de Fukushima en buena medida también es otra cosa (y mucho más) que mero arte. Porque en este caso, el preciso horror de un hecho histórico precede (y deja muy corta) la imaginación más frondosa: se sobrepone a todo lo pensable o imaginable (como en otros momentos Hiroshima o un terremoto devastador, y hasta en el sentido en que hablo la Shoa, Chernobil, la ESMA).
Por eso (insinuaba en el post anterior), la conciencia puede expandirse a extremos antes impensados. Una vez más, la realidad supera a la ficción, la ola gigante de Fukushima supera a la amable y vibrante de Utamaro: ¡y es eso lo que nos horroriza, la magnitud de la catástrofe, su carácter imposible de abarcar por la mente humana! Entonces se descorre el velo que tempera la luz, ese velo que evitaba el enceguecimiento y que con su suave entrelazamiento de luz y sombra nos permitía VER (aunque todo ver humano sea entrever). En cambio, ahora, el exceso de luz ciega, a veces enloquece y puede llegar a matar (lo dice en un poema Larochefoucauld). Es ese tamiz (el nirvana que enceguece mezclado con un sombreado samsara protector) el que importaría que se extienda, a modo de compasiva gasa de tul, ante la vista de las víctimas directas o indirectas del horror del mar, que en estos días recorre Fukushima.
¿Cómo se trasmuta el dolor, físico o moral, en sufrimiento? Es la tarea de las grandes disciplinas de liberación de la persona. Si tomamos por caso el zen, es mediante el progresivo desprendimiento de la personalidad egótica (aquella que ingenuamente se imagina ocupar el centro de la escena y controlar todo con su conciencia) que se se empiezan a producir dos fenómenos: de un lado, la comprensión aguda de nuestra inanidad como individuos errantes en el cosmos; y del otro, una agilidad y una elasticidad crecientes para hacernos volátiles viajeros en el ámbito de la volatilidad. Allí descubrimos que seguimos vivos, que (a pesar de los pesares) tenemos todo lo que necesitamos para vivir, es más, que somos todo lo que necesitamos para vivir. En el desgarro y la pobreza, en lo que podría parecernos frontera con la desesperación, ocupamos en realidad el no-lugar del movimiento, de la flotación, del atravesamiento (se trate de lo mejor y/o de lo peor). Así conseguimos, pese a todo (y miren que estoy hablando de una situación límite), sentirnos plenos, de puro sabernos vivos.
Lo que digo puede ser resultar difícil de aceptar o algo repelente. Tal vez lo sea. Pero sospecho que hay algo de eso en la verdad fundamental de la existencia humana.

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