jueves, 17 de marzo de 2011

Fukushima: ni Chernobil ni Hiroshima

Muchos son los aspectos sorprendentes del desastre de Fukushima el cual, no olvidemos, sigue agravando su curso y ve lejano y azaroso su final. La cobertura del evento por fuentes occidentales merece mención especial. Se dirá: ¡las imágenes hablan por sí mismas! Sin embargo, los medios a veces parecen referirse a una catástrofe un punto diferente a la actual en la isla de Honshû. Tanto pesa la edición (en materia de fotografía, narrativa y comentarios), que dificulta la comprensión de cómo la mayoría vive esta catástrofe en el mismo Japón.

Tomemos la catalogación occidental del acontecimiento. Lo sitúan entre Hiroshima y Chernobil. Pero entonces, ¿por qué ambos horrores aparecen menos de lo esperado en las declaraciones japonesas, sean oficiales, periodísticas o provenientes de organizaciones populares (todas las cuales en nada resignan la gravedad del evento)? Chernobil tuvo magnitud inmensamente vasta y coronó cadenas de errores de construcción y gestión, yerros que se observan en Japón en menor grado (lo repiten muchos científicos convocados para emitir opinión avisada, contrariando a periodistas ávidos de "apocalipsis"). Hiroshima, por su parte, no constituyó un "castigo divino" sino, al contrario, una acción cruel e innecesaria infligida a Japón cuando hacía ya quince días que el imperio derrotado anunciaba rendición a un ejército norteamericano deseoso de explosionar, en terreno real (o sea: con gente de por medio), los efectos de una bomba atómica recientemente producida y sólo probada en el solitario desierto de Nevada. Es de esta forma que el lanzamiento de las bombas el 6 y el 8 de agosto 1945 ha sido poco a poco reconstruido en Japón, dejando abundantes resabios en el corazón de los nipones, más amargos incluso que la fisión nuclear.

Lo de ahora, en cambio, constituye un cataclismo (trastorno grave del globo terráqueo producido por el agua o cualquier fenómeno natural): Fukushima enfrenta al pueblo japonés con su destino. Ese destino los nipones lo saben bien incierto: tienen sobrada experiencia en materia de desastres naturales. A los excepcionales tsunamis y frecuentes terremotos cabe agregar temblores casi diarios, así como severos tifones de verano. Puede atestiguarlo quien los ha vivido en el archipiélago.

Un acontecimiento tan tremendo revela cuán integrado se vive en las islas. Se sigue actuando como comunidad. Sin obviar en absoluto la inminencia del peligro, y sin eludir una visión inevitablemente obscura sobre el futuro, al ciudadano medio le molestan declaraciones sosteniendo que el gobierno oculta información. Porque ocurre justamente lo contrario: la información oficial se apoya en el trasiego de teléfonos móviles, redes sociales o intercambios directos con autoridades locales. El gobierno actúa así por propia voluntad (procurando corregir anteriores y reprobables ocultaciones) y por urgente necesidad (ante la imposibilidad de conocer, desde las oficinas, el detalle de la cuantía de pérdidas humanas y materiales). Este accionar contribuye favorablemente a las tareas de evaluación del hecho, a la catalogación de daños y a las labores de salvataje y primera reparación. Los medios japoneses insisten en que gobierno y población han mejorado su coordinación, comparando con anteriores desastres, en Kobe (1995) y Niigata (2004). Por su parte, la oposición ofrece su concurso a las autoridades, para lo que haga falta. En resumen: una cosa es la incertidumbre y otra distinta la ocultación. Nadie en Japón conoce en estos momentos numerosos detalles que hacen a la evaluación del fenómeno. ¡Pero menos en el extranjero!, aunque ciertas autoridades occidentales se muestran imprudentes en la diseminación de sospechas respecto a la gestión de la crisis por parte de las japonesas.

Hay algo más que simplemente menciono al pasar. El llamado "destino" evoca la milenaria enseñanza del budismo sobre la precariedad de las cosas y sobre una individualidad que consigue plasmarse a sí misma sólo en solidaridad con los demás. Y aquí observamos otra cara del fenómeno. La esposa del intendente comparte refugio y ración fría con la empleada de la gasolinera. Nadie roba en la tienda, pocos acaparan. Todos respetan la cola. No remarcan precios al alza. Y la anciana, a quien dieron quince minutos para su traslado al refugio, lleva un simple paquetito, mínima huella de lo personal. Parte de lo que llamo gestión de la crisis reside en la forma en que los propios ciudadanos japoneses entienden lo que les corresponde hacer.

No obran así por ser hormigas ciegas y obedientes, o resignadas víctimas del hado: en vivo y en directo presenciamos la actuación de colectividades en grave peligro que calibran, con sentido de integración, el evento en toda su entidad. Aportan serenidad y así contribuyen a sobrellevar un drama espantoso que todavía no ha acabado.

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