Un tópico recurrente sobre Japón es que combina la antigua tradición con la más rugiente actualidad. Puede ser el Tren Bala ladeando el Monte Fuji. O el jugador de béisbol vestido con estilo norteamericano y haciendo una profunda reverencia al árbitro. O estas jóvenes marcando sin advertirlo varios niveles de contraste. El más visible es ir vestidas con kimono y a la vez usar I-Pad. Pero hay otros dos detalles a observar: el kimono está adornado con una estola de (falsa) piel para protegerse del frío (en términos tradicionales, eso sería inconcebible: la mostración de la belleza incluye aceptar las inclemencias del tiempo, de tobillos para arriba); las chicas hablan en lengua extranjera (seguro que en inglés vacilante) a fin de poder comunicarse con el visitante.
La civilización japonesa contemporánea insiste en compendiarse en el cruce inconcluso entre lo nativo y lo extranjero. Pero ocurre que, cada vez más, "lo extranjero" (que empezó siendo lo tecnológico para extenderse a modas, modos, comidas, etc.) acaba siendo asimilado tan plenamente que ya nadie lo distingue de lo foráneo. Lo que ahora pasa con Occidente ya había pasado con China en tiempos antiguos.
Ayer vino a tomar el te una joven japonesa que inicia su doctorado en Buenos Aires. Hablando de unas cosas y otras, se maravillaba cuando mi esposa le contó que la primera vez que estuvimos en Japón en 1989 (nuestra invitada tenía por entonces cinco años) no existían panaderías en Tokio (donde residíamos) y que el vino empezó a importarse en serio recién pasado el año 2000 (mayormente en versión Cabernet Sauvignon).
En sentido contrario ocurre igual. El contraste entre lo oriental y lo occidental lo establecemos nosotros porque miramos desde fuera. Y porque damos carácter occidental a cosas que creemos europeas pero que en muchos casos no nos son originarias: los pantalones, la pasta, los turrones, el papel...
miércoles, 23 de febrero de 2011
Japón: tradición y modernidad
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