lunes, 20 de diciembre de 2010

SEMINARIO Ene/Feb 2011: Zen. Qué decimos cuando decimos experiencia









El blog me pide unos días de descanso y se los doy. Retomaré la actividad en 2011. Para entonces, los viernes de enero y febrero dedicaré un seminario a reflexionar sobre requisitos que creo necesarios para transitar por los caminos de la libertad: todo consiste en comprender cómo el zen concibe la experiencia (lugar: Fundación Centro Psicoanalítico Argentino; dirección: Uriburu 1345, Buenos Aires; teléfono: 4822 4690). El seminario (anunciado en el cartel adjunto) desearía aclarar hasta qué punto el zen aborda la resolución del enigma de la existencia de forma inteligente y práctica. Están invitados.


Aprovecho para desear a todos felices fiestas. No he pasado fiestas en Buenos Aires desde hace muchísimos años. Me descubro preguntándome: ¿qué significa "felicitar" en el caso de eventos que hoy día se plantean de formas tan diversas (y hasta contradictorias) según culturas, grupos sociales, países, pertenencias éticas o religiosas? Como cualquier otro, me ha tocado vivir fiestas de finales de año en escenarios muy diversos. En breve apunte, iré señalando algunas.

París 67. En mis años de estudiante vivía en Francia y tenía contacto con el cristianismo. Me recuerdo volviendo una vez a París, sin medio alguno para celebrar lo que fuera. Viajaba saltando el portón del subte en Gare du Nord (las costumbres juveniles no incluían pagar boleto; los vigilantes de la época eran muy permisivos), rodando hasta el barrio latino, bajando en la estación Saint Michel y caminando trescientos metros para compartir vísperas (y boullabaisse caliente) en la iglesia de Saint Julien le Pauvre, vaya ironía, en donde cada mediodía repartían comida gratuita mediante una movida filantrópica a la que llamaban "Para que viva el espíritu" (varios amigos pintores eran asiduos comensales del bullicioso comedor público). Quedé asombrado por la sencillez de la ceremonia, el eco de la luz en los vitrales y la belleza de un gregoriano que todos cantaban, evitando cierta sensación de cansino velorio que hoy me llega flotando desde un templo cercano. Desde entonces y durante largos años de estudio, algunas de las iglesias de París (todas abiertas durante el día y con un poco de calefacción) se convertían en lugar de labor compartida para decenas de ocupas preparando exámenes: era como estar en la biblioteca pública, sólo que en silencio completo y sin comer. Aquella ceremonia de la iglesita de la rue Galande me llenó el corazón. No puedo decir que en aquella ocasión me haya sentido solo.

Tokio 1989. Pocas cosas resultan tan aleccionadoras sobre las propias tradiciones que descubrirlas "releídas" desde otras completamente diferentes. Cada vez que aterriza en Japón, "lo occidental" toma formas imprevistas. Así, por ejemplo, la navidad. Se le atribuye importancia y se la trata con respeto, como acostumbran los japoneses ante todo lo que llega de fuera. A la vez, esquematizan lo que captan de más representativo de la fiesta en cuestión: para los nipones, 25 de diciembre es una fiesta que busca ahondar las relaciones (sobre todo amistosas) en un ambiente de consumo desbocado (convengamos que no dejan de ir al grano). Como colofón de un día laborable y en todo corriente, multitudes van de compras a tiendas y shoppings abiertos hasta tarde. Seleccionan regalos para sus amigos más preciados y luego se reúnen a cenar con ellos en algún restaurante. De allí a dormir, el día siguiente a trabajar, hasta que llegue el triduo de año nuevo, verdadera fiesta central del calendario japonés. Aquel año, la navidad me encontró de viaje por Japón. Me dediqué a seguir el flujo de la circulación y de la emoción de la gente local...y terminé en Matsuya, en el barrio de Ginza, shopping típico del estilo de la ciudad de entonces: después de leves empujones y colas enormes, salí orondo de la tienda con un paraguas de seda, regalo previsto para mi mujer. En la caja registradora, la recta y ordenada fila escuchaba conmigo sincopados villancicos norteamericanos. Todos guardábamos completo silencio. ¿Era una música festiva? ¿Qué fiesta estábamos celebrando?

Barcelona, años 70. En España se extinguía de a poco un "apagón" vital que duró cuarenta años. No se trataba solamente de pobreza cultural; también de sobre-imposición de una versión retrógrada e intolerante del cristianismo, lo que los historiadores han llamado "nacional-catolicismo". A pesar de todo, el "país real" estaba lleno de gente democrática. Por lo que el dilema de muchos era: ¿cómo celebrar las tradiciones españolas de siempre sin caer en la lectura sesgada, totalmente inaceptable, impuesta por la dictadura franquista? Los españoles, y en particular los catalanes, se fueron así transformando en expertos en transmutar en moderno, laico y fraternal lo que les habían vendido como vetusto, eclesiástico y autoritario. Aquí viene la navidad que quiero recordar, la del año 1976. Vivía en una masía del extra-radio, guardado del mundanal ruido (no disponía de documentos ni portaba mi nombre). En esa "casa pairal" se celebraron diversos cónclaves, siempre pacíficos, a menudo sorprendentes, con gente diversa que iba conociendo. Esa nochebuena coincidieron varios músicos. La conversación giró sobre la incardinación del arte en la vida social y su eventual cuestionamiento del marco vigente. Gabriel Brencic tocó algo con el violín. Carles Santos, pianista y performer, llamó mi atención por tener dedos más gruesos que carpintero, con un apretón que casi me destripa la mano. Pasaban revista a numerosas tradiciones (de España, de América Latina) recogidas por la música (clásica o popular). Esa conversación trasuntaba la habilidad que, en muchos campos, ha ido desarrollando el hombre contemporáneo para "depurar" la religión en cultura, la norma en tradición, lo pasado de moda en renacimiento de nuevas versiones de vida popular. Desde entonces, ese gesto me parece una forma tolerante y compasiva de acuñar signos capaces de contribuir al siempre complejo "vivir juntos". Añoro a veces esa forma amablemente descreída de encarar la creencia.

Vuelvo al zen, ya que eso anunciaba. O el zen se expande al conjunto de la vida personal, o mejor buscar por otro lado. En materia de costumbres, rituales y festividades propios o ajenos, proporciona una peculiar vivacidad para enfrentar todo tipo de situaciones, incluso las más extrañas, pesadas o riesgosas, disolviendo cualquier fragilidad para medirse con lo desconocido, de forma flexible y no exenta de cierta elegancia, siempre reconociendo dónde se esconde la verdad de nuestros sentimientos más recónditos y encontrando en ellos nuestra verdad primaria. Es uno de los frutos de la práctica del zazen: asumirse sin engañarse ni engañar y, a la vez, ir por la vida de forma serena, transparente para los demás. Vistas así las cosas, el zen adquiere relevancia en la búsqueda de un duradero bienestar.
Si lo que estoy planteando les interesa, pueden rastrear el blog por la columna Pensamiento, botón Pensar el zen (incluyendo entradas antiguas): encontrarán el tono preciso de lo que propondré en el seminario. Recomiendo además una entrevista a Kin'en Furita, figura del zen. La pueden leer en la revista Otra Parte: http://www.revistaotraparte.com/n%C2%BA-13-verano-2007-2008/kin%E2%80%99en-furita-de-la-soberan%C3%AD-plena-sobre-la-vida-propia.

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