La experiencia es sumamente precavida, es en extremo delicada: sólo ocupa en nuestra mente el lugar que queramos brindarle. A la vez, fatalmente se inscribe en nuestros cuerpos, huella indeleble de lo que, al emprenderla, aceptamos (a sabiendas o no) exhibir o explicitar de nuestro ser profundo. Eso mismo ocurre con la experiencia del zen.
Puede ocurrir que signifique para nosotros un simple aditamento cultural, un pasatiempo, una golosina, un pet, un gadget. En ese caso, se dejará fatalmente notar en cuerpos reticentes al ejercicio serio, en mentes que ¿practican? sin poner en cuestión sus pequeñas verdades, sus acostumbradas reticencias, su herencia de prejuicios y rencores.
En cambio, a veces sucede lo contrario: que el zen consigue situarse en el centro de nuestra perspectiva vital. Y entonces la mente busca aprontarse para un largo viaje sin alforjas. Y desnuda su cuerpo nudoso, imperfecto, hasta que acaba brillando con inesperados resplandores que no sabíamos que se escondían dentro nuestro.
Para los primeros, el zen siempre será un adorno, un accesorio, algo así como un foulard fino, algo de lo que jactarse. Para los segundos, podrá llegar a parecerse a un artilugio que nos cuelga del cuerpo y que no nos atrevemos a nombrar, aunque acabamos reconociendo que nos pertenece, de una forma que no deja de intrigarnos: a la vez cuerpo extraño y carne al fin de nuestra carne. Pero para esto último precisamos lo que el poeta Cesare Pavese exigía como prerrequisito de toda vida poética: aquéllo mismo que alguno acaso está pensando.
La experiencia sin duda es soberana: siempre nos deja ocasión de decidir si nos jugamos por ella o si la dejamos pasar, haciéndonos los distraídos.
domingo, 7 de noviembre de 2010
6/11/10: El zen entre las piernas
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