sábado, 5 de junio de 2010

6 junio 2010: Japón ¿casi no precisa ser real?





Roland Barthes comienza su libro L’Empire des Signes con una afirmación que suelo mencionar: “Si quiero imaginar un pueblo ficticio, le pondré un nombre inventado, lo trataré como un objeto novelesco…de forma de no entrometer en mi fantasía ningún país real…Me limitaré a identificar cierto número de rasgos…y con ellos organizaré deliberadamente un sistema... A ese sistema le llamaré Japón”.

Barthes naturalmente estaba hablando de una fantasía intelectual y estética. Ahora bien, ese objeto real conocido como Japón a menudo nos cae tan lejos que, en la práctica, acabamos dando por cierta y haciendo realidad la juguetona tesis barthesiana. Lo que planteo en absoluto es una crítica, tan sólo la sincera constatación de un estado de cosas: de Japón parece que nos basta con la literatura, la estética, algunas artes marciales, la comida, el zen y poco más. Al Japón palpable, observable, verificable, lo sentimos irremediablemente lejos. Al punto que su realidad histórica nos acaba dando un poco igual.

Sin embargo, esa realidad se muestra tozuda. Y sucede que Japón ES una sociedad en la historia, contemporánea nuestra. Cuando esa historia cobra sus derechos, nuestra lectura de Japón (ficcionalizada al máximo, como acabo de decir, por la distancia geográfica y los pliegues de la lectura y la recreación) se siente por así decir molesta, como interrumpida en su apacible contemplación por el hecho de que, por cuarta vez en los cuatro últimos años, Japón se vea dramáticamente llevado a una crisis de gobierno y obligado a elegir nuevo primer ministro.

Por distinto que sea Japón de nosotros en el plano económico, en términos gubernamentales me recuerda a Bolivia entre los años de su independencia y mediados del siglo XX. Los motivos de la perenne crisis política de Japón, endémica en una posguerra que no acaba de cerrarse en las instituciones y en las mentes (le pasa un poco como a los españoles con la guerra civil y a los alemanes con la shoha) los he tratado en textos anteriores, algunos de los cuales el lector puede consultar columna abajo.

Ahora prefiero detenerme en este pequeño asombro: a Japón casi no le pedimos realidad. Sólo le exigimos la (por otra parte muy difícil) verosimilitud de la cultura, la espiritualidad, la gastronomía y la tecnología. A juzgar por cuán presente está ese Japón en las vidas de algunos, parece que aprueba con honores ese (nada inocente) examen de verosimilitud. De modo que conseguimos que ese Japón se vuelva real en y por nuestra experiencia (es el privilegio del lector o del observador de una cultura ajena). Aunque no sepamos que el primer ministro Yukio Hatoyama acaba de presentar dimisión o que, rasgo significativo de la crisis nipona, que el bueno de Naoto Kan se ve incapaz de encontrar ministros con quienes compartir tan azaroso relevo.

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