domingo, 30 de mayo de 2010

Zen, un camino de penetrante observación

Algunos que visitan este blog se muestran interesados por el zen. Tan lejano parece en sus procedimientos, tan cercano en cambio por el atractivo (fascinación a veces) que producen sus efectos anunciados, sus anécdotas estrafalarias, su finísima estética. Si hablamos de zen, resulta esencial comprender que el zen comienza y termina en el cuerpo y que, como parte de sus facultades y de su funcionamiento, hace intervenir de manera central la observación.

Digámoslo de forma sencilla: entre otras cosas, pero no la menor, el zen es una escuela de creciente y aguda observación. Durante la meditación sentada o zazen, la atención se deposita en la nariz, modo de conectar el flujo del pensamiento con el de la respiración. Mediante este sencillo sistema, se van eyectando o propulsando, (se van proyectando en el espacio indefinido de la respiración), cuantos pensamientos, emociones, obsesiones, ansias, fantasías, frases vivas o muertas, manías, proyecciones o costumbres mentales que nos acompañan como intrusos chaperones. Uno tras otro, la inspiración los va recogiendo, como una aspiradora, y los expele al espacio creciente (eso le ocurre al meditante: el zazen es una experiencia del espacio) del plexo, del tórax, de los pulmones, del corazón. Un auténtico torrente mental (mucho de lo que acarrea es basura, ciertamente, aunque también hace navegar lo que es nuestro pequeño o gran arcón de inventiva intelectual, de pensamientos positivos, de proyectos dignamente humanos), así como el estorbo de ruidos sobrantes, no deseados (la percepción de sonidos externos, ese pensamiento que pasaba cerca mío y se nos queda pegado, como mosca en la miel de la indisciplina mental, ¡cuántos otros ejemplos podrían darse!): todo eso va siendo chupado, absorbido hacia un espacio ondulante donde nuestro corazón, latido a latido, los va envolviendo con una luz que los transforma. La suave respiración (cada vez menos intencional, cada vez más tenue) no los elimina, sólo los adelgaza, los extenúa hasta que aparentan diluirse. Tal navegación nos permite percibir la materia mental, entre crecientes destellos de luz, como algo que sin duda nos pertenece, pero que deja de acosarnos, de agredirnos, de gritarnos, casi diría de mordernos. Siendo parte nuestra, acaba pareciendo de otro, tan lejana queda en su cercanía, tan postergada parece en su inminencia.

La observación no se limita al rato que pasamos en zazen. A lo largo del día se transforma en instrumento crucial de nuestra relación con lo real. Comienza, es cierto, por nosotros (la nariz, ya me dirán a quién más podría pertenecer; nuestro cuerpo se mueve, actúa o se manifiesta, incluso quedamente, a cada momento). Pero la acción está lejos de ser egocéntrica. Además de instruirnos sobre múltiples detalles propios que no advertíamos (nos sentamos mal, caminamos ladeados, ejecutamos una respiración desordenada, aceptamos con excesiva docilidad contracciones musculares, nos alteramos con demasiada facilidad por factores externos), se proyecta sobre todo lo que nos rodea, sobre todos los que nos rodean. Eso que lúcidamente somos, eso que son los demás (cada vez percibidos con mayor nitidez), pasa a tornasolarse gracias a la persistencia de nuestra mirada (tenaz, pero nada tensa o voluntarista: sólo atenta, sólo libre, sólo despierta). Se nos hace más sencillo aceptar lo que vemos y, de esta forma, aprender a ser completamente, descarnadamente, sinceros con lo que sentimos, decimos y hacemos.

Todo eso, de apariencia tan simple y radical: ¿a quién podría no interesarle?

0 comentarios:

Publicar un comentario