Se trataba de un seminario restringido, conviene precisarlo. No secreto, pero de lo más reservado. No privado, aunque sujeto a expresa aceptación, mediante aviso recibido por e-mail, supliendo una invitación formal (según el modo, corriente en las universidades japonesas, de convocar a un seminario que se desearía co-optado). Por mi parte buscaba ver de cerca a Shizuteru Ueda, catedrático de filosofía religiosa, último elefante de una estirpe cuya continuidad, aunque deseable, no está garantizada. Quería percibir el ambiente que rodea sus cada vez menos frecuentes presentaciones en público (estamos en 2009 y tiene más de 80 años, por cierto muy bien llevados). Una quincena de participantes, cuatro del cuadro femenino. Supuse desde el inicio que eran sin falta profesores: poco a poco mi sospecha se vio confirmada. Todos se mostraban algo sorprendidos al verme aposentado, único extranjero en la contienda. Sigue crónica de lo que pasó, escrita a vuela pluma durante el evento. Lo contaré en presente, ya que así lo fui escribiendo y así queda.
Me inclino apenas desde lejos, saludo con parca reverencia, al modo usual nipón para desear un feliz año. Ueda sensei se acerca afablemente, me da la bienvenida. Hace notar que estuvo varias veces en Barcelona (marca tres con los dedos, levantando índice, anular y mayor, al estilo japonés). De la ciudad guarda buen recuerdo. Le cuento que estoy en contacto con Hosshinji y Sojiji (templos eminentes del soto zen) y con la Universidad de Nanzan (Instituto de Investigaciones Culturales y Religiosas). El doctor Ueda asiente, ensalivando su silencio como si fuera un dulce de garbanzo. Está aceptando mi carta de presentación para un cónclave al que, en rigor, nadie me ha invitado. Es enero en Japón, es invierno severo, y allí se reúne la flor y nata de los observadores académicos del budismo y del zen.
Ueda es menudo sin ser encorvado, siempre sonriente, en todo llano. No se quita un instante una especie de boina o bonete de lana azul sin borla, un tejido de trama muy abierta. Se siente a gusto entre los suyos. Se ve que le gusta la discusión que se avecina. Usa una pequeña cartuchera de estudiante color pastel, que abre sobre la mesa. Elije un lápiz de punta afilada, verifica con el dedo que su instrumento pincha. Me mira y parece sonreír. Percibió que lo observo y tal vez adivina que estoy allí con ese único motivo. Sus ojos me dicen lo que ya conocía por sus fotos: es sagaz para captar la mirada ajena; y es sensible al humor de reírse de sus propias tendencias, por ejemplo el gusto de ser (ad)mirado.
Se saca la chaqueta, la cuelga del respaldo. Queda en mangas de camisa (sin camiseta, estoy seguro), apenas recubierto por un leve chaleco. Para el frío que hace en la calle (Ueda no vive lejos del lugar de reunión y llegó andando), ¡todo un forzudo, enfrentando, veinte años después de su retiro, las heladas ventiscas del invierno kiotense! Con el lápiz hace marquitas de mosca de arriba a abajo, paralelas a las tiradas del muy difícil texto que hoy va a estudiar el seminario: Gô Kyô Shô, célebre escritura de la arcaica escuela Kegon. Todo un alarde de erudición budista. Ueda sensei se limita a escuchar al ponente. Uno de sus más jóvenes discípulos hace la presentación técnica e histórica de una escritura arrevesada. El senior o senpai mira atento al junior o kohai (¿acaso su heredero?), quien ha de jugar la difícil partida. Ueda se sienta enfrente mío (adiviné cuál sería la ubicación natural de los presentes) y puedo seguir sus gestos muy de cerca.
De tanto en tanto asiente con la cabeza, de modo imperceptible. Pone esa cara estudiadamente seria, propia de los japoneses cuando quieren dejar de manifiesto que están prestando profunda atención: labios suavemente cerrados, expresión seria sin ser tensa o grave, cabeza inmóvil, hombros relajados, ojos entrecerrados. Como alguien dispuesto a mantener la misma posición durante horas si es necesario. Me sorprendo al percibir que la descripción de la postura de quien está sentado meditando es idéntica (Ueda lleva toda una vida practicando zazen. Y se le nota).
Todos toman notas aplicadamente, muchos tienen lapicitos puntiagudos, necesarios para el trazo de caminos de mosca. Yo me sumo y escribo estas notas en vivo, a mano alzada, ante la aquiescencia general, aunque a un ritmo bastante más veloz del habitual. Les parece que me interesa lo que pasa y que no quiero perderme detalle (eso piensan sin duda los que ya no me indagan). Interrupción de la dama más joven: curiosea en voz alta ante un término técnico que el ponente acaba de emplear. A ambos lados de la joven, dos señoras mayores gastan sendos kimonos de invierno de colores claros. Una de ellas está todavía intrigada por la presencia del único extranjero del grupo. Me espía de vez en cuando, sin dejar de atender a sus cuerdas de caracteres kanji (el presentador lee, bajando lentamente la cabeza, y luego de derecha a izquierda, el texto que cada uno tiene delante), ni a sus trazos de paso de insecto en papeles cada vez menos blancos. Ha de suponer que entiendo del tema tanto o más que ella. El pizarrón se llena de trazos jeroglíficos, producto de lápices belleda de color brillante: brotan glifos que, traducidos, dicen kendô, jidai, satori no shukyô, términos acuñados hace muchos siglos. En la pizarra no caben más palabras. Hay que borrarla y rellenarla de prisa, al ritmo de otras preguntas estudiosas, aplicadas, que buscan ser lo más técnicas posibles.
Me sorprenden las voces de mujeres y hombres. Un modo de hablar que no escucho en la calle, en comercios o en anuncios de trenes. No hay en la sala acentos campesinos, ni tonos de funcionario municipal, ni el vibrato propio de los vendedores de un supermercado. Todas son voces cultivadas, con perfecta modulación, de una intachable pronunciación que facilita su vertido fluido, casi musical, en el pentagrama del procedimiento académico. Lo consiguen a pesar de la evidente dificultad del tema. Un tipo así de voces, ¿dónde las he escuchado? Al cabo de un rato empiezo a preguntarme: ¿en el teatro kabuki, o en boca de los kataribe (cuentistas de las plazas y hoy de las radios), o en los textos leídos en off que acompañan explicaciones usuales en las exposiciones de un museo? Se trata en cualquier caso de tonos elegantes, incluso cuando se los recibe desde una estética no japonesa. Ninguna dama tiene voz de pajarito, corriente de acuerdo a un canon más popular. Timbres con clase son estos, de buena clase intelectual. Como en otras agrupaciones, la distinción (Bourdieu dixit) no conoce distingos, se reconoce por pequeños detalles, se auto-reconoce desde la distancia y permite eliminarla en un ensalmo.
Las voces confirman lo que el ojo había divisado: la ropa de todos se ve muy sencilla, usada, en ocasiones vieja. Pero la higiene extrema de los cuerpos (ajenos a cualquier ayuda desodorante) y la estricta limpieza de las prendas (recién salidas de tintorería) dan a los presentes un aura noble, por momentos atractiva. La corbata no comparece, lo cual era previsible: ¡podrían, por favor, confundirlos con empleados o funcionarios! Abundan polos, blusones, camisas algo abiertas. Sospecho que nadie se puso camiseta. Me pregunto cuántos debajo del pantalón llevan esos calzoncillos largos de ciclista, con bellos colores fosforescentes y elasticidad de lycra que me permiten atravesar imperturbable el invierno sin tregua de Kioto.
Porque ocurre que estamos en la ciudad de Kioto. Concretamente, en la prestigiosa Universidad de Kioto. Para más remate, en el notorio Kyodai Kaikan, sede del seminario en el que, antes de Shizuteru Ueda, han hecho presentaciones Keiji Nishitani, Hajime Tanabe y Kitarô Nishida. La Escuela de Kioto, formada por los anteriormente mencionados, proyecta su sombra sobre la filosofía japonesa que se enseña en la universidad y, acaso, sobre lo (mucho o poco) que se piensa de nuevo en el Japón de nuestros días. El seminario de este domingo gélido permite percibir una característica decisiva de la mencionada Escuela de Kioto y, detrás suyo, de la cultura japonesa clásica. Porque, teniendo lugar en 2009, nuestra reunión no deja de quedar agazapada en algún momento felizmente ocurrido entre los siglos VIII y XX. Esta característica intelectual a que me refiero, y que consiste en mezclar muy libremente épocas y sustancias, no se deja definir de modo escueto. Si la llamara “eclecticismo”, estaría dando una imagen incompleta y mezquina de una metodología de pensamiento que, cuando se la practica, resulta precisa y rigurosa. Si la llamara “sincretismo”, estaría deteniendo, paralizando, la reflexión en su “momento” religioso. Lo que importa de esta nueva y antigua filosofía japonesa (que por cierto empieza a ser pensada también por no japoneses, en Japón y en Occidente) es su capacidad para inter-penetrar (Ueda lo saca de Dôgen Zenji), atravesar (ahora se sirve de Meister Eckhart) y sintonizar (hubiera dicho el cibernético Shannon, de estar presente) ondas de pensamiento que, leídas en su dimensión únicamente ideológica, no tardarían en manifestar sus discrepancias. Porque: ¿cómo “integrar” las ideas de la rancia escuela Kegon con las del zen de Dôgen o las del alemán Eckhart, por poner un ejemplo que Ueda conoce perfectamente? Nadie de la sala está pensando en realidad en “integrar”: todo parece fluir mediante un régimen espontáneo de continuidad-discontinuidad; todo indica que el pensamiento sistemático no es más que un aspecto del saber buscado, incluso si éste se limita a la comprensión racional de un asunto.
A medida que avanza la tarde del domingo, la concurrencia revela una topografía inevitablemente irregular. El maduro profesor de mi derecha se adormece, exhibiendo al principio una lucha sincera contra el sueño, luego entregándose complaciente a tan mundana pasión (muy mal vista por el zen, todo hay que decirlo). Se echa en brazos de Morfeo de esa forma confidencial, semi-clandestina, que todo japonés lleva cultivando desde que empieza a calentar pupitres en la escuela primaria, pasando luego por facultades, trenes, bibliotecas, salas de espera de hospitales y, en ocasiones, tediosas cenas de camaradería. En lo que a aulas se refiere, los aquí presentes de seguro tienen varias décadas de experiencia en los lomos.
Con su lápiz los despiertos puntúan el texto que el ponente se empeña con sumo cuidado en desmigajar. En Japón el pensamiento empieza por la lectura minuciosa de los textos y crece en la lenta germinación de unas semillas de atención, relectura continuada y tozudo esfuerzo. Es la misma actitud que creo percibir cada vez que un director de orquesta japonés se muestra en plena acción en un concierto: hay devoción, hay entrega; pero: ¿siempre hay arte? Traducido al seminario de hoy, sobre el budismo más arcaico y abstruso de Japón, no dejo de preguntarme: ¿puede una “palabra razonable o verdadera” (kotowari, la llama Dôgen) surgir en estricta “continuidad” y en pasiva obediencia a unos textos, por más venerables que estos parezcan? Lo que surge de tales disposiciones tal vez se llame academia, o predicación erudita, pero se arriesga a contener buenas dosis de obediencia de juicio (lo digo tomando prestada una expresión propia de otra tradición espiritual, la de los jesuitas de Japón, muchos de cuyos miembros han hecho progresar siglos nuestra percepción occidental del zen japonés). Acatamiento de la mente sería lo que, de entrada, lleva a preferir lo que parece más verdadero sólo por ser más antiguo y establecido. En la medida en que así estuviera sucediendo (cosa que naturalmente queda por discutir), el zen saldría huyendo de la reunión, pies en polvorosa. Quizá zen sea hoy entre nosotros, aquí reunidos en Hyakumanben, ese profesor de Hanazono que tengo al lado y que duerme sin desmerecer. Igual ya escuchó cuanto valía la pena escuchar y, con los deberes hechos, pudo irse de paseo, a los cerros libérrimos de su impávida Úbeda. Porque zen es continuidad Y discontinuidad, es el texto Y su silencio embarazado, es la razón Y su sueño. Bien sé que nunca resulta fácil romper, ni es simple callar, ni resulta sencillo soñar o tan siquiera dormir plácidamente, como en apariencia consigue sin embargo mi vecino.
Basta que Ueda sensei levante las pestañas para que el ponente cometa una pausa. Con su voz de hombre mayor (pero nada cascada o enronquecida), el maestro propone al joven una breve acotación. Tras la cual, la concurrencia vuelve a su ruido de panel, de panal industrioso. Porque, cuando alguien presenta, en la sala mullida no impera un silencio de iglesia: los participantes interrumpen y, si no, acompañan por medio de murmullos, suaves risas, suspiros o efímeros ¡oh!, ¡ah! de asentimiento o sorpresa. En nuestra reunión académica nipona estamos obrando igual que los personajes del Genji Monogatari (Historia de Genji) en la Kioto del siglo XI, hace exactamente mil y un años. Cuando empero quien habla es Shizuteru Ueda, todo se vuelve diferente: se escucha de lleno su voz, pocos respiran, nadie tose o levanta la taza de te (sencha de primera: atención del anfitrión, decano de filosofía). Y, por supuesto, nadie interrumpe. Cuando el sensei calla, se establece una pausa (ma), esa técnica tranquila y prudente que los japoneses han enaltecido, desde Murasaki Shikibu a Yasunari Kawabata: consiste en dejar resonar lo que acaba de ser dicho, mediante un silencio de duración indeterminada, en especial cuando quien acaba de hablar es tenido como primus inter pares.
Olvidaba precisar una cosa: el seminario se desarrolla en torno a una única mesa rectangular, sin presidencia visible (a pesar de lo cual ya sugerí que uno puede intuir el lugar de cada cual), con sillas iguales para un grupo con edades que oscilan entre los cuarenta y los ochenta y dos años. Como en muchos otros asuntos, la universidad sigue en esto a oficinas y fábricas: la idea es que, en Japón, la autoridad jamás se ostenta (se consideraría grosero), aplicándose en cambio a través de palabras que se solicitan, y de respuestas dadas con toda la intención, con la certidumbre de que serán tomadas en serio.
Mi vecino durmiente está despierto ahora: se rasca la nariz y parece que piensa. Con el tiempo yo también llego a ver sin mirar. ¡Cuántas cosas de mi propio quehacer estarán los demás advirtiendo en torno a nuestra mesa, a pesar de que nadie me mira directamente, ni siquiera la dama aquélla, la del kimono, demasiado ocupada con sus trazos de mosca!
Atención: en esta asamblea de letrados que hablan y, seguramente, escriben artículos en revistas de trazo apretado y parcas ilustraciones, alguien hay japonés que no pinta palitos. Es el hombre más joven, el más atlético, el que no lleva gafas, el único con barba y cuyo pelo (más largo que los demás) se muestra cuidadosamente despeinado (aunque no lleva permanente). Sólo él está grabando la sesión con un i-pod negro reluciente. Aunque por los gestos de su cara (jamás interviene hablando), bastante de lo dicho pareciera no ser de su agrado. Me recuerda la apariencia europea que adoptan ciertos japoneses retornados de Francia. Pasan por modernos. Decido por mi entera cuenta y riesgo: ¿y si fuera un prof de philosophie française que asiste hoy por compromiso, presionado hasta el agobio por su ansioso decano? Si tal fuera el caso, su mente no cesaría de vagar entre Michel Foucault y el budismo de la era de Nara; se afanaría derridianamente, sin saber qué conviene des-construir: si los postulados de un budismo multi-centenario entre chino y japonés, o a esos colegas suyos tan plenamente estructurados, casi anti-sísmicos. Un último dato, cuyo sentido se me escapa: el hombre trajo su propia botellita de café, declinando la oferta del decano.
A todo esto, las damas se levantan, una por una, con la obvia intención de visitar el baño. El ritmo de ellas pareciera estudiado: con pasitos rápidos y leves van saliendo, más o menos a razón de una cada quince minutos. Lo voy controlando con disimulo en mi reloj (de paso constato que han transcurrido ciento cinco minutos desde el comienzo de la sesión). Todos empiezan a notar que la cosa no da para más. Se ponen a hablar sin un orden o un ritmo precisos. Aparecen palabras en inglés o francés, a fin de comparar lo que estaban discutiendo con cosas de otros países o autores: cry, meditation, categorize, correspondance. “Discutir” no define de modo correcto lo que ocurre en la sala. En realidad, en Japón raras veces “se discute”. Se practica más bien la intervención antistrófica, como en el teatro griego: cada parlamento del presentador (el protagonista) es comentado por otras voces, colectivas y anónimas (en la tragedia de Sófocles o en las odas de Píndaro, dos coros cantan simultáneamente). A veces las voces concuerdan, otras parecen discordantes. En una discusión japonesa, no existe presunción de sinfonía. La afluencia argumental a veces parece cacofónica. La señora a mi izquierda se atasca en un razonamiento elemental y precisan tres intervenciones para hacerle comprender que sólo estaba oyendo mal un vocablo. Ella se sonroja. ¡Un paso en falso!: motivo supremo de vergüenza nipona. Se limita a decir con la mirada: ¡son cosas de la edad!
Se levanta la sesión finalmente, entre movimientos de colegiales alegres y amas de casa inquietas. Y yo que había ido a escuchar a Shizuteru Ueda, ¿no es demasiado poco lo que éste se ha prodigado? Me digo que al menos he asistido a una exclusiva representación a cargo de los ronin de la Escuela de Kioto. En el vocabulario histórico japonés, ronin designa al guerrero que quedó sin señor a quien ofrecer su sacrificio, cuando es posible, su victoria y, cuando resulta inevitable, su valerosa muerte (en Japón siempre recuerdan la célebre historia de 47 ronin buscando vengar al amo asesinado). Pues bien: el último samurai filosófico de la Escuela de Kioto, Keiji Nishitani, ya no está allí presidiendo sus filas y amparando el valor de ilustrados vasallos.
Llegamos a la moraleja de este encuentro entre eruditos de experiencias ajenas (ya que, exceptuando el caso de Shizuteru Ueda, pareciera que, para los profesores presentes, el zen es sólo o sobre todo un tema para estudio): ¿acaso la condición de ronin – hombre dispuesto a todo, pero carente de maestro – no tendría que constituir el comienzo de un pensamiento huérfano y, porque huérfano, (si hay suerte) original? El intelectual huérfano se ve continuadamente obligado a pasar, ante sí mismo y los demás, el duro examen de la pertinencia, así como el de la densidad de sus propios planteamientos.
Vuelvo a casa en el tren, recordando un decir de Gregorio Klimovski: “Los exámenes habría que pasarlos diez años después de cursar. A esas alturas se sabría qué hemos conseguido recordar. Sólo podríamos hablar entonces de lo asimilado”. En nuestro seminario de esta tarde pasada, mientras todos hablaban Ueda cerraba los ojos, por momentos. Parecía dormir. Pero de pronto, una y otra vez, saltaba interrumpiendo un argumento y dando su opinión. Mucho es sin duda lo que Ueda ha aprendido y recuerda. Eso hace que sus textos nos lleguen luminosos, cercanos, dotados de una inconfundible aura de novedad. Y eso a pesar de que, con su reconocida modestia, a menudo sugiere que no hace más que repetir lo que otros han dicho. Con el tiempo se sabrá si lleva o no razón. Y si ha sido capaz de comunicarla a sus escuderos.
jueves, 15 de octubre de 2009
Se reúnen los cerebros del zen
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