lunes, 25 de mayo de 2009

Zen. Intimidad con la palabra

(revista Referencias en la obra de Jacques Lacan, nº 35/36, Buenos Aires, 2008)






Entre varias respuestas que el maestro Eihei Dôgen, fundador de la escuela soto, dio a la pregunta ¿qué es el zen?, podríamos elegir la siguiente: zen es ganar intimidad con las palabras. De algunas de tales “palabras íntimas” (mitsugo) habla esta nota, destinada a proponer una serie de reflexiones que ayuden a comprender no solamente el zen-en-general sino, acaso, cuál podría ser su implicancia en la existencia nuestra de cada día.

A juzgar por su aparición creciente en los mass media, algunos consideran que el zen epitomiza y constituye motor de una estética de la que Japón sería exponente. Una moda, una arquitectura, un perfume marca Zen, la comida tipo zen, incluso tácticas zen para los negocios financieros. El brillo que proyecta esta versión del zen, su éxito en Occidente, es superficial y liviano.

Hay otro camino, completamente serio y documentado, de abordar la pregunta. Es el de aquellos estudiosos (japoneses y occidentales) que van a buscar el origen del zen en su comienzo histórico. Se remontan al siglo V antes de Cristo y llegan a Lumbini, hoy en Nepal y por entonces parte del continente indio. Allí nació Sidharta, príncipe del pequeño reino de los Sakya. Luego de su iluminación, núcleo de lo que luego se llamaría budismo, su enseñanza se difundió siguiendo reglas y caminos de transmisión similares a otros fenómenos culturales de la India: primero de norte a sur, hacia la India dravidiana, y de allí cruzando en pequeñas embarcaciones hacia Indochina e incluso Malasia; luego hacia el norte, atravesando el Himalaya, aposentándose en el Tibet y otros reinos de montaña. Diez siglos después del nacimiento del Buda histórico, el vigésimo patriarca sucesor en línea india emigró a China, transformándose en primer patriarca de la estirpe china. Me refiero a Bodidharma (en japonés: Daruma). El budismo ya había desaparecido de suelo indio. En cambió proliferó en China, justo durante dos siglos, el VII y el VIII, en que un Japón rústico y a trasmano decidió unificarse políticamente y dotarse de cultura íntegramente extranjera. Japón encontró en China todo lo que buscaba y aún más: escritura, arquitectura, las artes plásticas, sistemas técnicos diversos, la cultura del arroz, la filosofía de Confucio. También importó la religión dominante de China, forjando por decreto un Japón budista. Durante esos siglos y los tres subsiguientes, los hombres religiosos de Japón viajaron a China para importar numerosas variantes del budismo de allí, entre otras la que pasaría a denominarse zen (y según el historiador Heinrich Dumoulin : zenbudismo).

La explicación anterior narra la historia de forma similar a cómo se suele contar la de otras religiones cercanas de nosotros, por caso el judaísmo o el cristianismo. Tiene el atractivo de su propia sencillez y pudiera crear cierta dependencia, igual que todo aquello que “damos por sentado”. En nada se trata de una explicación errónea. Pero en algunos puntos podría inducir una visión sesgada del zen japonés. La solución es sencilla: a la explicación habitual basta con adicionarle el énfasis de unas pocas aclaraciones. Por ejemplo: “el budismo” nació mucho antes que Buda. En efecto, si miramos la viga central de lo que en Occidente se conoce como iluminación o realización (kenshô, satori, samadhi) , así como el sistema de modos ascéticos y rituales que lleva a ella, vemos que proceden del yoga, con más precisión del dhyana o yoga de la mente, cuyas raíces se hunden en la tierra ignota del ascetismo primitivo, tal vez de épocas incluso prearias (la codificación de Patanjali es diez siglos posterior a Buda, pero remite a prácticas anteriores a él). Viajando en la maleta del budismo, lo que llegó a China con Bodidharma (se dice, sin demasiado fundamento, que habría hecho su viaje más o menos en tiempos de Patanjali) fue el dhyana que, por pronunciarse (en lengua pali) djana, a oídos chinos se transformó imperceptiblemente en chana. Ahora bien, el chana chino tampoco equivale exactamente al budismo. Le pasa como a ciertas religiones sincréticas de América Latina (ejemplos: la umbanda brasileña, la santería cubana): mantienen mucho (en ocasiones la casi totalidad) de la arquitectura del cristianismo romano (panteón de santos, altar, cuerpo sacerdotal, locales de culto, teología), aunque “por debajo” se mueve una dinámica experiencial que difiere de la usual en un templo católico.

Volviendo al chana chino, observemos que se trata:
a) del dhyana yóguico completamente recubierto de budismo (precisión: es bastante más que mera guarnición; incluye por ejemplo una lógica ceremonial budista, una piedad intensa hacia Buda y un armazón social que, por otra parte, han sido comparados con el cristianismo occidental de la orden benedictina o de la cisterciense);
b) de un chana que, a su vez, se deja penetrar por un fermento típicamente chino, amalgamado de forma sorprendente con los anteriores componentes: me refiero al tao (tendente a las prácticas meditativas y que agrega espontaneidad, arrebato místico, así como una singularidad que bordea la extravagancia o el anarquismo); tampoco fue insensible al neo-confucianismo (que lo ayudó a transformarse en movimiento social, sobre todo en la época Kamakura, con pautas jerárquicas y morales no tan contradictorias como podría parecer con el resto de esquemas culturales chinos).

Dicho compósito budismo-dhyana-chana-tao-neoconfucianismo con el tiempo pasa a llamarse chan (ch’an), por comodidad de la pronunciación. Domina, como se dijo, la escena espiritual china en el momento en que los japoneses empezaron a llegar de uno en uno, numerosos y tenaces, a proveerse de un paradigma para implantar en Japón, país unificado desde el reinado del príncipe Shôtoku.

A su vez, a medida que se fue aclimatando en el archipiélago nipón, el chan , devenido zen de nuevo por avatares de la fonética, fue buscando su propia forma. Siguió desde entonces pautas poco a poco más japonesas, gradualmente menos chinas.
- Por una parte, aceptó su condición de amalgama espiritual de origen predominantemente chino. Siempre reivindicó su procedencia china, lo que marca una diferencia con otras denominaciones del budismo japonés (por ejemplo: Shingôn), más relacionadas con India, Nepal y Tibet, regiones en las que nació y se crió el budismo clásico. El zen japonés tiene menos que ver con el Hindostán y más con la costa sudeste de China y con Corea, país este último de parecida evolución en lo que a zen respecta.
- Por otra parte, al zen japonés le ocurrió lo mismo que a otros procesos culturales nipones con materia prima procedente del extranjero: van variando poco a poco, casi imperceptiblemente, hasta que el resultado final acaba siendo algo nuevo. El zen se desarrolló en Japón dejándose penetrar por aspectos de su idiosincrasia nacional que, por resumir en una palabra, llamaremos shintoismo y que incluye: sensibilidad para captar fenómenos naturales, familiaridad con los fantasmas, diversos ritos, usos y costumbres. Al inicio servilmente imitado, más tarde expandido en sus potencialidades por cada maestro a su manera, el zen japonés se terminó diversificando en las dos grandes corrientes que todavía existen en Japón: rinzai (la primera en llegar desde China) y soto (que comienza en el siglo XIII).

Conviene precisar estas afirmaciones. El zen siempre sería una corriente minoritaria en Japón (¿qué porcentaje de personas se reclama hoy en día del zen?: tal vez un 5% de la población), aunque extraordinariamente productiva e influyente, sobre todo de los siglos XIII al XIX. Desde sus comienzos en Japón, sus dos estilos más acreditados y visibles han sido entonces, y siguen siendo, las escuelas rinzai y soto. ¿Cómo expresar adecuadamente lo que las acerca y lo que las separa? En términos contemporáneos, las más grandes e influyentes líneas de zen innovador (Heinrich Dumoulin cita como ejemplo la de Sogaku Harada y la de Ryôkô Yasutani) hacen gala de combinar los puntos comunes a ambas. Aparte la adscripción doctrinal al budismo mahayana, ambas comparten: la meditación silenciosa (zazen) , el rompecabezas lógico (koan ) y la realización o iluminación (kenshô, satori). Con matices, esas mismas características han sido compartidas por una y otra escuela a lo largo de los siglos. Rinzai se fía más del koan (según ella: camino prácticamente insoslayable para llegar al satori). Soto se apoya más en el zazen (para ella: destilación de satori desde el comienzo de la práctica). Rinzai insiste más en lo inefable de la experiencia de la realización. Soto argumenta la identidad entre práctica y realización y la implicancia del lenguaje como trama misma de dicha realización. Sin embargo, una diferencia mayor entre ellas queda patente cuando miramos sus mapas de implantación en el territorio japonés y cuando conocemos el público predominante en una y otra y, en consecuencia, distintos usos sociales de similares doctrinas y prácticas. Rinzai frecuentó más la corte, el cuartel, el palacio y actualmente los altos círculos burocráticos y empresariales. Soto nació y se asentó en la montaña, creció en provincia, en medios algo más populares, y por costumbre desconfió de las jerarquías religiosas y políticas. Pero en última instancia, y a pesar de una diferenciación socio-política que siempre conviene tomar con cuidado, no queda anulado el carácter fundamentalmente similar de las propuestas de una y otra escuela: lo esencial sigue siendo el camino de un discípulo sumido, como veremos, en el desarrollo de una experiencia de liberación.

En esta nota se aborda el tema zen con la perspectiva de la escuela soto. Los motivos de esta opción son los siguientes:
- Es la rama fundada por quien, dentro y fuera de Japón, se suele considerar como el pensador más grande de la historia nipona, religiosa o no: Eihei Dôgen.
- Esto significa que Dôgen acuñó mucha reflexión sistemática, centrada en la doctrina y en la experiencia del zen.
- Casi toda su obra es accesible al lector occidental, principalmente en inglés y alemán, aunque crecientemente en francés y en español. Esto muestra el interés que practicantes, pensadores e investigadores occidentales otorgan a un pensamiento cuya vigencia desafía el paso del tiempo.
- La obra de Dôgen constituye base del intento más significativo para producir en Japón un pensamiento moderno, la Escuela de Kioto. Su fundador fue Kitarô Nishida (1870-1945) y continúa representada entre otros por Masao Abe, Hajime Tanabe o Keiji Nishitani, todos ellos con obra traducida en lenguas occidentales.
- Finalmente llegamos al motivo acaso más importante para centrar la atención en Eihei Dôgen. Se trata de su capacidad excepcional para poner palabras a la experiencia del zen, al punto de vincular de forma estrecha la realización (kenshô) con la liberación o desarrollo de una “palabra viva” (huo-chû).


2) Hemos avanzado un poco en la tarea de “situar” la pregunta de esta nota. Resumiendo:
- El zen japonés tiene un origen fuertemente chino.
- Es fruto de una amalgama de tradiciones de principio y calibre diferentes.
- Se aclimató en suelo japonés, incorporando aspectos claves de su propia manera de ser nacional.
- Se diversificó en escuelas independientes entre ellas, incluso en el seno de la familia zen.
- No dejó de mantener prudente distancia con respecto al mainstream de la religión budista oficial, de la que tampoco nunca renegó. Probablemente es correcto afirmar que el zen es-y-no-es budismo. Pero sepa el lector que sobre este asunto existe controversia.

Sin pretensión de “responder” en esta nota a la vasta pregunta inicial, puede ser útil precisar algunas constantes que se observan en diferentes ramas del zen japonés y en épocas sucesivas. Sin perder generalidad, la idea es enmarcar el objetivo perseguido: contextualizar un fenómeno espiritual que despertó y sigue despertando el interés de intelectuales occidentales de primera fila. Dividiremos esta sección en cuatro apartados, apoyándonos en un archivo de referencias en buena medida consensuadas por muchos investigadores contemporáneos.

2.1. La rueda del sufrimiento

Este acápite alude al aspecto más jôdô de la enseñanza zen. Por jôdô se entiende la predicación abierta y pública. Engendra una dinámica de difusión que se traduce en conferencias para grandes audiencias, o en escritos y tratados de carácter programático, unas veces más sistemáticos y otras veces menos. Podríamos decir que se trata de lo que, en Occidente, se entiende por pensamiento filosófico. De este modo es considerado en Japón, siendo también cierto sin embargo que, entre nosotros, comúnmente tales obras japonesas son tomadas como teología. Esto es así porque en el mundo occidental se encadenan, de forma automática y poco crítica, las siguientes afirmaciones: que el zen es simplemente budismo, que el budismo es una religión normal y que dicha religión se expresa principalmente mediante una escolástica religiosa. El modo de pedagogía jôdô conlleva, según nos recuerdan los maestros del zen, una ventaja y un inconveniente: permite la divulgación (y en Japón “divulgar” equivale a enseñar budismo); a su vez origina malentendidos. Eso explica que, en el zen, al oyente siempre le aconsejen que se tome con calma lo que acaba de escuchar. Recordemos las palabras de Oliverio Girondo quien, hablando por supuesto de otra cosa, permite intuir lo que, con toda seriedad, un maestro zen podría espetarle a su discípulo: “escucha estos consejos como si te los diera una moldura”.

Los escritos del zen están llenos de boutades de este tipo. Sin embargo, el zen es cosa seria. Lo serio del zen es su cuestionamiento radical y sostenido del “yo”. ¿Cómo usa el zen el término “yo? Es algo que iremos explorando. De momento podrán ayudar algunas precisiones. Desde el punto de vista del zen en general (que en esto prolonga y profundiza el pensamiento budista mahayana), la problemática del “yo” no forma parte de ninguna ontología de la sustancia: ni la que establece un dualismo entre el subjectum y la ousia; ni el dasein (también dualista) de la ontología heideggeriana. El punto de partida del zen es “lo vivo” (shujo, satva), vale decir los seres vivos en cuanto que se hallan inmersos en el samsara o ciclo de nacimiento-y-muerte, por decirlo con palabras de Dôgen. En cuanto a los hombres, comentando una escritura llamada la Sutra del Nirvana el mismo Dôgen utiliza el término shitsû, a fin de aludir a lo que en occidente conocemos como ser humano. Pero los kanji (caracteres chinos o japoneses) no distinguen entre singular y plural, por lo que el término puede designar tanto “todo el ser”, en su generalidad, como “todos los seres”, en su individualidad. El individuo queda, así, en la indefinición, ya que no es atributo suyo una condición especial respecto de lo único que cuenta, a saber librarse del samsara. Masao Abe, comentando el Shobogenzô, texto central de Dôgen, insiste en el “deshomocentrismo” que trasunta la comprensión budista del problema humano básico. Este ser humano, difícil de individualizar, tampoco constituye propiamente un “yo” permanente. Uno de los principales contrincantes dialécticos de Dôgen fue Senika, quien insistía en probar la existencia de un yo permanente. La presuposición de Dôgen es justamente la inversa: identifica al ser con sunyata (el vacío ). Keiji Nishitani lo comprende diciendo: “el vacío es el yo”. El pensamiento dôgeniano está así basado en el no-ego o no-ens, comprendiendo que la existencia (y en ella los individuos concretos) es algo totalmente insustancial e impersonal. Dôgen llega a hablar del “raro estado humano”. Afirma que “aprender el camino del Buda es aprender nuestro ser”. Claro que “aprender el propio ser es olvidarse del ser”. ¿Se trata de una charada? Adelantándonos a lo que se explicará en el párrafo 2.3., tal vez para el occidental corriente estas afirmaciones constituyan un rompecabezas lógico (koan) al que deba enfrentarse, interiorizándolo, como condición para una mejor comprensión del zen. Dôgen insiste: “Gran número de estudiantes del budismo, al oír la expresión ‘naturaleza de Buda’ suponen erróneamente que ésta sea idéntica al yo-ismo descrito en la herejía de Senika. Ello se debe que no han hallado a su verdadero sí-mismo”.

Así el zen (siguiendo en este tramo al budismo en general) establece la cuestión de la existencia explicando que el ser humano nada en un mar de “ilusión” (maya) . La ilusión constituye algo referido al registro de la verdad. No una verdad última (en el budismo no hay “verdad última” –de allí que se pueda cuestionar hasta qué punto o de qué forma es “religión”-; ¡tampoco hay en él “verdad primera”!: todo ello es condición sine qua non para el planteamiento y la posterior realización de una experiencia “no dualista”). Pero sí una verdad de la propia persona. El “hombre corriente” (bonbu) de suyo es alguien no esclarecido (ello no es “pecado” –en el budismo no hay pecado- pero sí una “mancha” –klêsa-, algo que falta, aunque a menudo lo que falta en realidad es algo que sobra).

Su ilusión es llamar “yo” a la rapsódica interioridad, también conocida por “mente”. La mente está en el centro de la problemática del yo. Ardua de definir, Buda y sus comentaristas se resignan a llamarla “esa cosa”, o “la cosa”. Para Dôgen la mente constituye algo descentrado, un centro sin centro, un continuo torrente, una nube en el cielo, algo que en su continuo fluir no encuentra quietud ni acomodo. Así, empeño del zen es la clarificación de un torrente mental que nadie puede detener, pero que podemos (y por eso existe una enseñanza jôdô) “relatar”. Veremos al final de esta nota cómo, según la línea de Eihei Dôgen, el núcleo de la iluminación expresa un hecho paradójico: sin dejar de ser inefable, no renuncia a convertirse en una “narración”. Porque “mente”, en una segunda acepción, es para Dôgen la totalidad del ser que, de hecho, designa igualmente como ‘naturaleza de Buda’. Es en este sentido que se puede entender lo que dice el budismo mahayana: “nada existe fuera de la mente”. Y así como la mente velada se hace cuerpo en un individuo, también la mente de Buda se expande por todo el universo.

Pero volvamos a la mente del ego. De buenas a primera, un atributo de “esta cosa” es la división. La ilusión es la separación que el sujeto establece entre el mundo exterior y su “interioridad” (por otros nombres: la identidad o el ego). Y también la división que, para empezar, produce en sí mismo. El régimen del sujeto es la división (cognoscitiva), fruto de esa falsa identificación entre el yo y una supuesta realidad de la persona. El hombre vive sujeto a una terrible paradoja: por un lado está escindido, dividido; por otro se muestra encadenado a su falsa identificación. Todo lo vive y lo conoce desde la dualidad, que se convierte en fuente de la que mana continuo sufrimiento. El hombre ansía, desea, “tiene sed” (en sánscrito: trsna) de algo que nunca puede conseguir. Y aunque no lo sabe, el ego en su esencia es pura frustración. Si hay vida y hay muerte (algo que no escapa ni al más necio), significa que vamos desde la vida hacia una continua muerte en forma de hambre, cansancio, limitaciones corporales, achaques físicos, enfermedades: todo nos arrastra hacia el sufrimiento definitivo, la desaparición física y la decadencia psíquica. El sufrimiento, librado a su lógica invasora, no deja más alternativa que un rodar encadenado a la repetición del infortunio (a eso llaman karma).

2.2. La mente cotidiana es el camino

A poco que se lo frecuente, el zen revela un segundo pliegue. Entramos en una esfera jishû de la enseñanza. Significa que vamos más allá de las conferencias magistrales y tendemos a las presentaciones en profundidad, ante un auditorio más reducido. Si el estilo jôdô era propio para dirigirse a las multitudes, el jishû podría encontrar su equivalente en nuestro concepto de “seminario”: los oyentes pueden ser más o menos numerosos; pero no son “público en general”. Así lo demuestra el maestro, dirigiéndose a quienes considera especialistas o en vías de serlo. Esta enseñanza no deja de tener inspiración budista, pero se manifiesta con independencia, sin forzosamente contar con el budismo, o reformulándolo aquí y allá en la continua y muchas veces acomodaticia traducción de textos sagrados por parte del maestro.

La enseñanza jishû propende a erigir un nuevo referente epistemológico y terapéutico. Porque entre las cosas nítidas que se perciben en el zen, estas dos parecen descollantes: quiere mejorar la situación de la existencia; y sabe que ése es, antes que nada, un asunto de conocimiento. Para bien y para mal, según el zen, nada de lo propiamente humano se sitúa fuera de la mente. En su monumental obra Shobogenzô, Eihei Dôgen lo dice con toda claridad: nada de lo humano ocurre inicialmente fuera de la ilusión. Esto significa que en uno cohabitan tanto el problema como la solución al problema. En típica afirmación zen, un maestro contemporáneo del soto zen como Sekkei Harada enuncia, casi en cada página de sus escritos, frases como éstas: “la cosa es el camino”, “la mente cotidiana es el camino”, “la mente como tal es Buda”, “uno mismo es el Buda”, en línea con el más tradicional budismo mahayana y, en este caso, a partir del caso 19 del libro Mumonkan (“La barrera sin puerta”), célebre recopilación de koan de origen chino. Dôgen consigue decirlo con otra frase que merece atención: “el yo y el ego quedan iluminados desde un principio”.

Pero el sujeto sufre. Y para que sea capaz de superar su dolor (advirtiendo que en realidad estaba iluminado desde la partida), lo que precisa es que se produzca una modificación interna. Ahora bien, el afectado, aunque es capaz de engendrar dicha reforma mediante su esfuerzo, únicamente puede conseguirla por completo saliendo del aislamiento. Necesita que alguien lo ayude a aclararse y lo guíe. Aparece en el horizonte la figura del maestro. El zen utiliza recurrentemente dos formas complementarias de ilustrar la condición de maestro: la relación padre/hijo y el estatus sanador/paciente. Combinando ambas modalidades, el maestro se erige en condición operativa primera del cambio ocurrido en el discípulo (aunque, según el zen de Dôgen, sigue siendo cada uno el que, mediante su esfuerzo, finalmente vive la experiencia de la iluminación).

Con el maestro aparece un segundo requisito para el cambio: establecer un lenguaje apto para la transmisión. Se manifiesta una distinción fundamental en el zen entre “palabras muertas” (ssuchû), las que verbaliza el sujeto dividido, y “palabras vivas” (huochû), las que se trata de atraer y producir como parte central de la transmisión. El discípulo le trae al maestro sus palabras muertas. Y no es que éste “le explique” al discípulo el verdadero lenguaje. El papel del maestro (más adelante precisaremos las formas) consiste en abrir, airear, desembozar, el canal de transmisión para que se manifieste el “vacío” (mu) que es la esencia de la realidad, más allá del torrente palabrero (o de su clarificación racional) que el discípulo identifica con “yo”.

Lo anterior nos hace desembocar en la tercera condición del cambio, según el zen. Vivimos flotando a duras penas, arrastrados por un torrente interior compuesto de lenguaje. No podemos sustraernos a él. Pero podemos, con la ayuda externa de un experto, subvertir el sentido de dicho lenguaje interior. La superación del sufrimiento inaugura un proceso parlante. En el zen importa ponerle palabras a la experiencia, verbalizar, dejar que el material que nos recorre establezca lazos, independientemente del control del sujeto, que actúa como “policía interior”. Con la ayuda del maestro (lo es por haber completado previamente la misma experiencia que el discípulo, y no siempre porque “sepa más”), el discípulo aprende a dejarse ir y a desconfiar, a inseparablemente asociar y a sospechar, en un vaivén que ya nunca se detendrá.

2.3. La experiencia de un encuentro “de mente a mente”

Llegamos al núcleo más selecto, intenso y misterioso del zen, denominado i shin den shin (“de mente a mente”). El maestro y el discípulo se citan a solas (dokusan) para algo que no es propiamente un diálogo, sino más bien un encuentro cuyas características importa precisar. A estas alturas no se trata de religión, ni de budismo, ni de ascesis, ni con el tiempo siquiera de zen. Se trata de la experiencia de algo diferente en donde el lenguaje, al realizarse, se desliza a un más allá de sí mismo.

El camino de esclarecimiento al que invita el zen es por supuesto de la mente, pero no únicamente del pensamiento. Tiene que ver con una verdad más allá de la razón razonante (o sea: más allá de la dualidad). Y tiene que ver (es otra manera de decirlo) con la experiencia: se trata de que el discípulo se haga capaz de establecer un nuevo modo de relación. El camino (proceso) y el patrón (modelo) de esta nueva relación es justamente lo que acontece en el intercambio metódico entre un maestro (alguien que “está atento”, así traducen buda, alguien que percibe y que escucha) y un discípulo (alguien que, desde la sombra –puesto que no está iluminado-, habla y busca esclarecerse). La relación entre maestro y discípulo no es diálogo, en el sentido de que se cuenten la vida, ni siquiera en el sentido de que el discípulo le cuente la suya al maestro. Mucho menos sería el vínculo entre dos personas que pretenden hacerse amigos, ni siquiera si el discípulo transfiere su afecto al maestro (en forma de devoción o admiración, etc.), en un quiebre que Dôgen no duda en llamar “una relación de amor”.

Si en esta nota se intenta caracterizarla como intercambio metódico es para enfatizar que lo que los une y reúne es la resolución del enigma de la existencia del discípulo. Este enigma está concentrado y figurado bajo la forma de un koan (El término koan procede del contexto jurídico chino: significa literalmente “tribunal” –en chino: an- de un “magistrado” –en chino: kung-. Se refiere al anuncio público de alguna decisión la cual, si es bien comprendida, eliminará algún desorden existente. En lenguas occidentales se traduce de modos diversos: caso legal, anuncio público, documento gubernativo, etc.). Los koan buscan ser rompecabezas lógicos que el maestro va entregando al discípulo. En el camino de la experiencia del discípulo se suceden los koan: unos son de formación, otros de experimentación; algunos son más “fáciles”, mientras que otros se plantean como insolubles. Con los koan el maestro siempre busca lo mismo: dejar al discípulo sin opciones lógicas, como explica Dôgen en su Shobogenzô. El koan contribuye a “ablandar” la estructura dualista. Consiste en establecer un lenguaje más allá de las palabras.

El koan no es una “intuición”, planteamiento que merece precisarse. La intuición (chi-e) encierra dos aspectos. Uno es su velocidad, su inmediatez, que convoca la certera metáfora de la luz y que explica que kenshô se traduzca o se entienda como “iluminación”. El segundo aspecto es su carácter de producto de la mente y, como tal, consecutivo a los materiales que consigue sintetizar, lo que sugiere una idea de continuidad. Decir que la realización (o que el koan) no es intuición, no se refiere por supuesto a la velocidad del descubrimiento sino al salto, tropiezo, discontinuidad o corte que manifiesta. En la realización, se produce una “invención” en el sentido de que se crea algo completamente nuevo. Decir que el satori no es intuición, en ese sentido, significa sugerir que la invención a la que da lugar se presenta (y es asumible) a partir de una lógica diferente de la dualista. Significa afirmar que dicha experiencia solicita un lenguaje diferente. El satori no es estrictamente “inefable” (los iluminados frecuentemente hacen la crónica de su experiencia), ya que el iluminado se hace bodisatva , o sea que vuelve a la condición de hombre mortal signado por el lenguaje. Si la realización es un ejercicio de pensamiento, lo es en cuanto que éste va más allá de sí mismo. El satori es la puesta en escena de una ocurrencia sobrevenida en el espacio de una elocución cada vez más libre.

El espacio y el tiempo en que maestro y discípulo se encuentran se llama mondô, la entrevista de intercambio. Así como el discípulo elige al maestro, éste es libre de aceptar que un discípulo atraviese la trama del convento y acceda a la enseñanza i shin den shin, la del secreto encuentro cara a cara. Durante dicho encuentro, la actitud del maestro es de aparente pasividad, todos los relatos lo atestiguan. Casi todo lo que hace el maestro es no hacer nada. Pero algo hace, decisivo: escuchar. Y escuchando bien hace notar las vacilaciones del discípulo, ayudándole aún más a vacilar. El maestro pone en evidencia las rigideces del discípulo, remeciéndolas. Con frecuencia el maestro actúa para dinamizar lo que ya está sucediendo delante de sus ojos y, así, contribuir a que el discípulo tome por el atajo. En el zen (sobre todo en sus inicios pedagógicos chinos) son múltiples y proverbiales las que podemos denominar “técnicas del atajo”: un grito, una patada, un empujón, un insulto, una burla, una paradoja, una insolencia, una pregunta como respuesta a la pregunta antes planteada por el aspirante.

En estas condiciones, el mondô no tiene duración fija, pero con frecuencia resulta un trámite breve, en ocasiones dotado de la brevedad del mero instante. El maestro percibe de inmediato las verdaderas disposiciones del lenguaje de su discípulo. La actitud de aquél se expresa en su modo de responder. A veces de forma histriónica, como en los casos recordados en el párrafo anterior. Otras veces por el silencio, inescrutable, embarazoso, inapelable. La visita suele durar poco...salvo que el maestro la alargue y la alargue, para confundir y despistar aún más al discípulo. Cada encuentro encierra la promesa de una posible repetición. Y es esa esperanza la que mantiene en vilo al discípulo: el maestro al menos no lo ha rechazado definitivamente; el discípulo podrá volver cuando desee.

Sin desdecir la importancia del maestro en la experiencia del zen, importa enfatizar un aspecto que resulta decisivo durante el proceso de iluminación realización y que hace del zen enseñado por Dôgen algo único en su género. Se trata del zazen, forma que toma en la práctica del zen la meditación dhyana y luego chan. Realizado en las posturas yóguicas conocidas como del loto (padmasana) o medio loto, el zazen consiste en “sólo sentarse” (shikantaza) y, con los ojos entornados, mirarse la nariz y eventualmente seguir el ritmo natural de la respiración (zuisokkan). Al comienzo de cada sesión, el torrente mental se agolpa como toscas piedras que descienden por dentro del meditante, ruidosamente. De puro conscientes que se vuelven, los pensamientos parecen desencadenarse. Hasta que el stream of consciousness comienza a aplacarse, a diluirse, a desmigajarse. Los pensamientos recurrentes, los recuerdos y programas, las ansias y temores, se transforman en livianas formas más y más silenciosas que, sin dejar de ser pensadas están allí, como si fuera otro quien las piensa o las hubiera pensado. El meditante, ahora sí, está en condiciones de que se vaya haciendo en él “el trabajo del koan”. Su mente se ablanda y se va haciendo, mediante “práctica sostenida”, un territorio cada vez más apto para el “despertar”. Cuando se insiste que, en el zen practicado por la escuela soto (la de Eihei Dôgen), es el discípulo quien mediante su propio esfuerzo progresa en su camino, se está pensando antes que nada en el zazen. Porque, ¿qué hace el aspirante entre cita y cita con el roshi (hombre sagrado, maestro) para intentar que “avance” la resolución del koan que tiene asignado? Ninguna reflexión de gabinete, sino varias sesiones de zazen a lo largo del día. El zazen impregna toda la vida del discípulo: prepara su jornada, le acompaña en el trabajo, modula la forma en que asimila las escrituras sagradas o que escucha lecciones en el teisho (presentación de un tema budista). De tanto en tanto practica una sesión prolongada de zazen en forma de sesshin (periodo de más o menos una semana, con cuatro o cinco horas diarias de meditación). Durante el verano, las condiciones climáticas favorecen una intensificación de las prácticas. Algunas de las que aquí se mencionan son exclusivas de aprendices de bonzo. Pero el núcleo central (con una sesión diaria de meditación) es el que se ofrece al más sencillo y rústico practicante que quiera iniciarse y progresar en esta “vía”. Un maestro de soto zen jamás aceptaría la presencia de un aspirante a bonzo si no percibiera que éste se encuentra en intensa fase de zazen. Por eso es que el mondô, antes que nada, sirve como verificación de los progresos (o retrocesos) en materia de meditación. Tan importante es el zazen para la escuela soto que se lo equipara en jerarquía al propio satori. Es que, para Dôgen, el zazen en cierto modo ya constituye la iluminación, ésa a la que podemos llegar ese día, al punto de que el meditante deja de estar pendiente o de esperar con ansia “resultados”, o el estallido de una experiencia que, en pequeñas dosis (aunque eventualmente crecientes), sabe que puede vivir día a día.

Para finalizar esta sección volvamos al mondô. ¿Quién define el final de tan peculiar experiencia? Es el discípulo, cuando un buen día decide dejar de venir. Pero en esta relación íntima (que sin embargo, recordemos, no es dialogal en el sentido socrático), si el discípulo elige unilateralmente el final de los encuentros, a menudo significa que no ha llegado al extremo al que quería arribar. Porque es el maestro el que discierne (aunque no elige) que el discípulo ha terminado. La prueba es que cuando, a su juicio, ocurre algo por el estilo (o sea la iluminación o realización), el maestro inicia el tramo final de esa relación de extraña pareja: la habilitación. Mediante un escrito solemne rubricado con su sello personal (inkan) y pertrechado por un poema alusivo o la donación de un objeto precioso, en posesión del maestro, éste declara oficialmente que ha llegado el momento en que el discípulo puede (si quiere, aunque no siempre quiere) tornarse maestro y, como tal, continuar girando la rueda de la transmisión del dharma

2.4. Un camino sin final y sin camino

¿Cuáles son los “resultados” de este proceso que, en tesitura de ponerle palabras, los maestros llaman kenshô o satori? Responder a esta pregunta ha producido tratados enteros que aquí no estamos en condiciones de profundizar, ni siquiera de citar con la abundancia que el caso requeriría. Sin embargo, conviene tener presente que el zen siempre es una hipótesis, la posibilidad continuamente abierta de un camino a recorrer. El iluminado no es alguien que “llegue” o “alcance” la iluminación, como quien trepa los 8.000 metros del Everest. La iluminación no es propiamente comparable con el trance, aunque es verdad que algunos de sus efectos le son comparables: lo que llaman conciencia especial o conciencia expandida. La iluminación tampoco se asemeja a la transformación del humano en una especie de “cuerpo sin órganos”. En el satori nadie levita como puede suceder, por breves momentos, en aplicación de técnicas psico-físicas del yoga. Las constantes vitales se mantienen, el cuerpo funciona de acuerdo con sus características acostumbradas de edad, condición y situación. Y sin embargo la conciencia abre a una actuación distinta de la persona.

El título de un texto fundamental de Dôgen puede ayudar a situar el sentido de estas afirmaciones. El texto se llama Bendôwa y se aleja de sus escritos de conferencia o seminario, internándose en un campo formal que entrelaza la exaltación emotiva y la poesía. Es que la palabra bendôwa enuncia de forma concentradísima el significado encerrado en sus tres kanji (caracteres japoneses).
- Ben se refiere de alguna manera al saber, expresando dos sentidos complementarios. De la etimología “cortar”, “dividir”, surgen significados como “discernir” y de allí “conocer”. Pero un étimo homófono de ben significa “hacer”, “ejercer”, y de él procede “empeño”, “determinación”, “tratar”, “preparar”, “completar”. El saber al que se refiere la iluminación es uno de la comprensión y de la realización. Uno de teoría y práctica al mismo tiempo. Una reformulación integrada del cuerpo y de la mente (shinjin o koshite) hechos uno: un cuerpo que se hace mente y una mente toda ella contenida y expresada en el equipaje corporal.
- Dô es la palabra clásica para designar una vía, un camino en sentido espiritual, aquello que desde tiempos de Buda en la India denominan marga. El camino no es el recorrido desde un inicio hasta un final. Es la continua reedición de la decisión y del acto de marchar. La sed, el ansia o deseo, nunca se diluyen, nunca dejamos de transitar por esta vida rodeados de nubes de ilusión, de obsesiones posibles, de torrentes mentales. Pero cada vez que vamos más allá, el cuerpo/mente deja de ser lugar de sufrimiento. Pasa a ser vector de la alegría. El sentido del camino, paso a paso, es el tras-paso, la cesión del propio contentamiento a los demás, eso que el budismo llama “compasión”, concepto que conviene entender como el caminar-todos-juntos propio de un bodisatva (de esta forma se llama a todo iluminado que no quiere deshacerse de su cuerpo o de su condición de bonbu, “persona común”). La compasión toma, así, la forma inesperada (inesperada por nosotros) de la solidaridad.
- Wa indica “conversación”, “historia”, “relato”. La iluminación se nos da a conocer como acrecida capacidad de hablar, de situarse en la intimidad de las palabras. Lo “inefable” no es el punto conclusivo del zen, al menos en la versión de Eihei Dôgen, preocupada en todo momento por entender, diciéndolo con palabras heideggerianas, que el lenguaje es la casa del ser. El sujeto iluminado es uno capaz de hablar, dotado de “palabras vivas”. Sin dejar de ser inefable, la iluminación una y otra vez no sólo deja la huella de su crónica sino que ES, en su expresión, el proceso de una lengua liberada en situación de decirse (provisionalmente) y de (provisionalmente) alcanzar a los demás. El iluminado no es “un hombre sin atributos” (mui no shinnin), como ha sido sugerido en numerosas ocasiones y extensamente divulgado por el título de un célebre texto de Robert Musil. Según Dôgen, el hombre se otorga a sí mismo con todo derecho el atributo máximo de los “humanos comunes” (bonbu): hablar. Y precisamente porque habla, se vuelve ui no shinnin, una persona henchida de atributos. Llena de gracia.

Alberto Silva



BIBLIOGRAFÍA EN LENGUAS OCCIDENTALES.

1) Fuentes zen provenientes del budismo mahayana:
- Hobogirin (Dictionnaire Encyclopédique du Bouddhisme d’après les sources chinoises et japonaises) (1925-1994) (éd. Alain Maisonneuve), Adrien Maisonneuve Éditeur, Paris, 7 volúmenes.
- Kodansha Encyclopedia of Japan (1978ss), Kodansha, Tokyo, 9 volúmenes.
- Stephan Schuhmacher and Gert Woener (1991), Dictionary of Buddhism and Zen, Shambala, Boston.

2) Fuentes zen provenientes del chan chino:
- Mumonkan (The Gateless Door) (1966), ed. R. Blyth, Hokuseido Press, Tokyo.
- 100 koans del Budismo Chan (1990), edición A. Holstein), Edaf, Madrid.

3) Textos de y sobre Eihai Dôgen (1200-1253):
- Shobogenzô (La naturaleza de Buda) (1989), Obelisco, Barcelona.
- Fukan zazen gi (Manual of Zen Meditation) (1988), University of California Press, Berkeley.
- Kana Shobogenzô (The True Dharma Eye. Three Hundred Kôans) (2005), Shanbala, Boston.
- Bendowa (Talk on Wholehearted Practice of the Way) (1993), Kyoto Soto Zen Center, Kyoto.
- Aigo Castro (2002), Dôgen, Kairós, Barcelona.

4) Historia del zen:
- Heinrich Dumoulin (1988, 1990), Zen Buddhism: A History; vol. I: India and China; vol. II: Japan, Mcmillan, New York.
- Heinrich Dumoulin (2002), Zen: El camino de la iluminación en el Budismo, Desclée, Bilbao.
- Yusen Kashiwahara & Koyu Sonoda (1994), Shapers of Japanese Buddhism, Kosei, Tokyo.
- Yoshiro Tamura (2000), Japanese Buddhism. A Cultural History, Kosei, Tokyo.

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