lunes, 25 de mayo de 2009

Suzuki, zen y militarismo

Daizetsu Suzuki.La autoridad y su sombra
Virtualia, revista digital de la Escuela de la Orientación Lacaniana, 2008)






Este ensayo pide ser entendido como una propuesta que ayude a la comprensión de ciertos aspectos del budismo zen japonés moderno y de algunos problemas suscitados por su interpretación y su práctica, no sólo desde un poco avisado Occidente, sino como consecuencia de una estrategia de divulgación en Estados Unidos de una de las corrientes del zen, la rinzai, haciéndola pasar como compendio de todo el budismo zen de Japón.

En efecto, hablar de budismo o de zen, a secas, supondría quedarse en generalidades poco específicas. Algo así como hablar del cristianismo, sin distinguir el espacio de referencia (Europa occidental, Europa oriental, América Latina, etc.) o la orientación ideológica (catolicismo tridentino, cristianismo conciliar, teología de la liberación etc.).
En cuanto al budismo, digamos que es una planta que logró injertarse en variadas culturas: hablar del budismo japonés, del cingalés o del tibetano, por ejemplo, significa referirse a planetas lejanos, en ausencia de cualquier institución unificadora como las que, al menos en versión occidental, han influido tanto en la evolución del cristianismo romano (obvia referencia a la institución vaticana). Las escuelas budistas son múltiples y sólo buscando un mínimo común denominador conseguiremos agruparlas bajo la misma clasificación .
Idéntica reflexión resulta indispensable respecto al tiempo o periodo que se pretenda estudiar. Así como, por ejemplo, en materia de periodos ibéricos castellanos distinguimos la Castilla borbónica y el actual estado de las autonomías, igual sucede con el budismo japonés: uno, o mejor varios, son los del periodo Heian, los de Kamakura, los de Meiji, etc.
Para facilitar la comprensión de este asunto, mejor reflexionar a partir de los escritos de un budista conocido en el mundo occidental (no sólo el de lengua castellana), acaso el más conocido entre todos ellos: Daisetsu Suzuki. Fue un escritor relativamente cercano a nosotros (murió en 1966 y su obra le perdura). Revisó en detalle una de las ramas del budismo zen y su vinculación con la cultura japonesa, intentando apoyarse en el asidero de la filosofía occidental. Produjo varias obras claves en inglés, como parte de sus actividades durante once años expatriado en Chicago (cuando tenía 27 años emigró, por recomendación de su amigo Kitaro Nishida, filósofo fundador de la Escuela de Kioto, permaneciendo en Estados Unidos hasta 1908).
Muchos de los materiales que en Occidente han leído los interesados en budismo zen japonés son obras de Suzuki, conocido en castellano a través de las pioneras traducciones de editorial Kier, de Buenos Aires. Al mismo tiempo, gracias a su estrecha vinculación con la mencionada Escuela de Kioto y a su larga y prolífica vida (murió a los 96 años, tras escribir más de cien obras), Suzuki se convirtió en un divulgador conocido en el propio Japón, donde sus obras gozaron de extensa difusión, durante y después de la segunda guerra mundial.
La influencia ejercida por Suzuki en Japón es fuente de una paradoja digna de mención:
- En el mundo occidental, de una parte, Suzuki constituye un autor presuntamente indiscutible (en todo caso indiscutido, y por ahora con muy pocos rivales), a pesar del sistemático enfrentamiento que plantea respecto a cualquier pensamiento apoyado en nuestras formas habituales de racionalidad hipotético-deductiva. En todo caso, su lógica se emparentaría más con la de un San Juan de la Cruz, o la de un Meister Eckhart, por no mencionar a ciertos poetas surrealistas o a algunos pensadores franceses recientes.
- Sucede que en su tierra natal, donde también es valorado, en parte gracias a su permanente manejo de la paradoja, del oxímoron, de la ausencia de contradicción, de la noción de vacío y de otros recursos a-lógicos propios del pensamiento japonés , resulta sin embargo fuente de enconadas controversias, algunas de ellas muy actuales. Éstas tienen que ver con el tema de la autoridad (espiritual, religiosa o no) y su esquinada relación con el poder (concretado en las instituciones, y notablemente en las instituciones políticas).

Ello hace indispensable reflexionar sobre el caso Suzuki, como ejemplo de los malentendidos a los que a veces se prestan incluso las mejor intencionadas empresas de entrecruzamiento cultural. Por tal motivo, esta sección en torno a Suzuki será sucinta, ya que sólo pretende abordar cuestiones directamente relacionadas con el tema general de este ensayo:
- ¿Qué relaciones se tejieron históricamente entre autoridad y poder en el caso del budismo zen japonés?
- ¿Cuál es el sentido y la importancia de la propuesta de Suzuki?
- ¿Qué críticas ha merecido su obra en la posguerra?


1) Autoridad espiritual y poder ante las crisis del sistema

Han pasado más de catorce siglos desde que el budismo llegó a Japón. Durante ese tiempo, influyó tanto en la vida japonesa que hoy resulta imposible hablar de cultura nipona sin mencionar las enseñanzas de Buda. Esta afirmación constituye el punto de partida del análisis de Daizetsu Suzuki en su libro “El Zen y la Cultura Japonesa” . También será el inicio de nuestra propia reflexión.
Aunque el budismo japonés se compone de amplio número de corrientes más o menos independientes, cada una con sus enseñanzas propias y sus distintivos sutras (capítulos o recopilaciones de enseñanzas budistas), todos esos grupos se parecen en algo: persiguen el objetivo de liberar (del sufrimiento) a la humanidad (en realidad, a cada persona tomada como individuo) por medio de la enseñanza de Sakyamuni (Buda). Comparten, entonces, el origen histórico indo-nepalí, la ausencia de divinidad extraterrena y la creencia en una salvación (concebida como he dicho en términos de liberación y ésta, a su vez, de iluminación), que cada uno puede alcanzar durante su vida y por sus propios medios. Tales rasgos hasta tal punto distinguen al budismo de otras “religiones”, por ejemplo las que reivindican un origen o unas escrituras reveladas, que ciertos comentaristas muy serios consideran al budismo “una religión sin dios” .
A partir de un punto de partida común, las orientaciones budistas se separan. Desde el ángulo que nos ocupa podemos distinguir una decisiva divisoria de aguas: la que marca el modo de su relación con el poder temporal, relación que estuvo a veces hecha de proximidad y otras de distancia. Carentes de un ente central regulador y disciplinario, las denominaciones budistas se han comportado de forma oscilante con respecto a las instituciones políticas, como veremos.
El budismo llegó a Japón por designio y de la mano del emperador Shôtoku, en el siglo VI: toda la autoridad de las escrituras chinas (dado que el budismo llegó a Japón desde la China, vía Corea) fue puesta al servicio de un programa político de sinificación drástica de la atrasada Tierra de Wa (así llamaban en China al desolado y remoto archipiélago nipón). Chinos fueron (además de la religión) el alfabeto, la filosofía, el urbanismo, la literatura, la medicina, la comida, etc. Durante siglos, a ese budismo oficial se contrapuso el sintoísmo autóctono, religión rústica en lucha contra la religión sabia, poderosa e importada del extranjero. Japón acabó adaptándose (con dificultades) al budismo, cuya autoridad no fue más que codificación y consolidación del discurso práctico y mudo del poder. Patrocinado por la institución imperial, el budismo del periodo Heian ya mostraba seis escuelas principales en Nara, entre los siglos VIII y XII. La progresiva transformación del budismo en brazo espiritual del poder imperial incluyó una dependencia intelectual creciente con respecto de la China, así como la absorción de la filosofía confuciana (el confucianismo constituye la ingeniería social más conocida del Oriente clásico, dotada de un fuerte componente jerárquico y verticalista) por parte de las escuelas budistas predominantes, como Tendai y Shingon. Pese a todo, desde el punto de vista estrictamente teológico el budismo siguió considerándose a sí mismo “superior”, en palabras del patriarca Kukai, fundador de Shingon.
Las corrientes budistas opositoras también siguieron proliferando durante el periodo Heian, manteniéndose independientes del poder. En contrapartida, carecían de mordiente en la corte y se vieron reducidas a actuar en el mismo medio rural e inculto que el shintoísmo.
Entre los siglos XII y XVI, por diversas razones que ahora no es del caso detallar, se produjo un auténtico corrimiento de tierras en el budismo japonés, un proceso tranquilo y a la par devastador. Varias denominaciones budistas empezaron a tomar distancia del aparato político, considerado demasiado despótico. Tres grandes líderes religiosos con orientaciones diferentes, Shinran, Dôgen y Nichiren, replantearon las bases de una religión más mundanal, deseosa de ser más influyente en la vida de la población, a costa de volverse más independiente del poder político. Era la época de la popularización de la enseñanza del budismo, el cual llegó por primera vez en directo a los campesinos, sin la mediación de la corte o de sus delegados rituales. Fue también un periodo en que el budismo empezó a ofrecerse de forma más fácil y sencilla, menos ritual y esotérica, como instrumento de una salvación al alcance de cualquier estamento, y no sólo de los poderosos pagadores de servicios. Ayudó que cierta parte del oficialismo budista se puso de parte de reivindicaciones sociales relativas a la tierra, a los salarios y a mínimos derechos civiles, reclamos popularizados por medio de escuelas parroquiales (las terakoya) que constituyeron un primer y serio embrión del posterior sistema educativo, por muy lejos el primero del mundo.
Durante la era Tokugawa (siglos XVI a XIX), la dispersión y la confrontación caracterizaron las relaciones entre corrientes budistas, que se iban desmembrando, de forma similar a como, en Europa, en ciertos periodos se fueron desgajando, unas de otras, ciertas abadías benedictinas. Se observó entonces un panorama confuso, en el que a las divisiones religiosas se sumaban disensiones políticas. El régimen militar obtuvo su legitimidad mediante el uso de discursos reformulados a partir de las enseñanzas, ahora estancadas, de los maestros más espiritualistas de la era Kamakura.
En su esfuerzo de restauración imperial, coincidente con su programa de modernización capitalista, los emperadores de las eras Meiji, Taisho y Showa (vale decir, desde 1868 a 1945) vieron muy clara la necesidad de controlar la religión, intentando que no volviera a repetirse la anterior proliferación de budismos humanistas y libertarios, denominados (y mal vistos) en bloque como “budismo de Kamakura”. Armas al alcance del poder fueron entre otras la entronización del shintoísmo como religión de estado y el ofrecimiento al budismo de una alternativa de hierro: cooperar con el shintoísmo o padecer persecución. Menudearon los perseguidos tanto como los colaboracionistas, durante el siglo que va desde la abertura del Japón hasta el final de la segunda guerra mundial y, en 1946, la imposición de una nueva constitución de hechura norteamericana. También menudearon divisiones y disensiones internas, de las que el budismo todavía no ha podido recuperarse. Resultado: abandono de la arena institucional por parte del budismo, dedicado últimamente a labores intangibles que a menudo no trascienden los límites del templo.
Podemos, así, dibujar una frontera en el seno del budismo, tanto en el interior de diferentes corrientes, como entre etapas o épocas del budismo japonés. La linde se establece distinguiendo dos orientaciones:
- Por un lado, una fuerte tendencia a la “constantinización” del budismo, usando el sustantivo more christiano, para remitir al edicto de Milán, por el que Constantino decretó en 313 la libertad religiosa en el imperio romano, pero de tal modo que abriría la puerta a la supremacía del cristianismo, convertido en religión oficial con Teodosio, en 380). Se buscaba resolver el viejo pleito entre sabiduría religiosa e institucionalidad política, por la vía de la absorción de aquélla por ésta.
- Por otro lado, la “espiritualización” progresiva de la autoridad religiosa, en cuyo caso el camino podía ser doble. A veces bastaba con hacer desaparecer la religión solamente del campo de la institucionalidad política. En ocasiones las cosas llegaban más lejos, absteniéndose el budismo de cualquier preocupación relacionada con la vida material de los fieles.
A diferencia de lo que parece indicar la historia del catolicismo, ambas estrategias del budismo se han mostrado lo bastante poderosas como para no ser fagocitadas por la opuesta.
La terminología budista en materia de autoridad y poder se ha mantenido ambigua y poco concluyente. Al consultar diversos escritos y diccionarios búdicos, intentando comprender mejor la obra de Suzuki, vemos pocas referencias directas a la forma de establecer un sistema de relaciones entre sabiduría religiosa y autoridad secular. Se entiende normalmente por “poder” tanto los diferentes grados (diez) de visión mística, como las performances físicas que la suelen acompañar (don de lenguas, fuerza hercúlea, cambio de las leyes físicas, etc.). La “autoridad”, por su parte, define el conocimiento definitivo del “satori” (iluminación, correspondiente al samadhi indio), a partir del cual el buda viviente agraciado ya no tiene visiones ni necesita realizar proezas, repleto como está de contundente presencia espiritual (salvo que por amor compasivo prefiera retornar a la humanidad corporal, en cuyo caso es conocido como “bodidharma”).
Desde los tiempos del “budismo de Kamakura” se fue desarrollando la sospecha de un advenimiento periódico de crisis en el sistema social y, también, una necesidad de “renacimiento individual y colectivo”, acelerado por la explicitación de nuevas “inspiraciones” del budismo. Desde la era Kamakura, la manera japonesa de referirse a una crisis del sistema consistió en denominarla “era de decadencia de la Ley”. Es una expresión que encontramos en Honen, en Shinran, en Dôgen, en Nichiren, en Jokei, en Kôbei, etc., principales líderes espirituales de esa época.
La “ley” se refiere al Dharma, orden cósmico dentro del cual cada realidad, animada o inanimada, encuentra justificación y posibilidad de eclosión. La decadencia de ese estado de equilibrio (equilibrio siempre inestable) se refiere tanto a los abusos del poder como a la absorción perezosa de la autoridad por el poder. Una “era de decadencia de la Ley” es, entonces, un tiempo durante el cual la política y la religión no aciertan a entablar relaciones mutuamente provechosas. ¿Y cuál sería, según el budismo humanista de Kamakura, la forma provechosa de establecer un sistema de relaciones entre lo material y lo espiritual que no lesione el Dharma? (No perdamos de vista que el budismo plantea que en última instancia el Dharma está por encima de lo material y de lo espiritual, ya que no depende de las palabras con que intentamos identificar un orden de “lo real”). Diversos autores son explícitos en este punto. La forma de relación más deseable podría ser una alternancia de inclusión y exclusión: una suficiente “corporización” de la sabiduría para que consiga hacer sensible su mensaje, desarrollando un territorio mental y social específico; una suficiente “distancia social” con respecto al poder político, de forma que la encarnación de la sabiduría no llegue a transformarse en otra institución perteneciente al aparato del estado, o girando a su alrededor mientras avala que la gobiernen minorías autocráticas. Con un lenguaje diferente al de la tradición occidental, el budismo japonés, en sus versiones más mundanales y progresistas, parece plantear un equilibrio inestable, siempre frágil y a rehacer, siempre inevitable aunque también indispensable, entre la metodología de conversión de la persona individual o colectiva (concebida como reorientación de la vida corriente, manteniendo los mismos materiales constitutivos, al modo como, por ejemplo, un guante mantiene similares atributos cuando lo damos vuelta) y los instrumentos explícitos, tangibles, o sea institucionales, para que dichas propuestas se hagan oír, se puedan ver y logren lentamente ser asimiladas.
El abuso humano del “mundo tal cual es” lo acaba “contaminando”. La mala administración genera previsibles “desastres humanos”, que se agregan a los naturales, imprevisibles. El mal de los dirigentes acelera el advenimiento de “eras del mal”. El descarrío social lleva a la “decadencia”. Y del fondo del abismo, como un corcho que sólo sabe flotar, el mismo espíritu humano reorganiza condiciones propicias para la “restauración” del Dharma, para el “renacimiento” de una vida más propiamente humana.


2) El programa de Daisetsu Suzuki

A juzgar por sus escritos y por la repercusión que estos han conseguido, Suzuki es una figura importante dentro del pensamiento budista japonés teóricamente abierto, que acabo de exponer. El filósofo Kitaro Nishida, inspirador de la mencionada Escuela de Kioto, en cierta ocasión le escribió a Suzuki: “Usted es un hombre rico en habilidad mental y en penetración escolástica. Aunque dice de sí mismo que lo perturban los incidentes que continuamente le depara su relación crítica con la gente, siempre se comporta ágilmente, como se mueven las nubes o se desplaza un torrente. Tengo muchísimos amigos y asociados, pero nadie es tan singular como usted. No parece el más poderoso, pero sin duda lo es. Intelectualmente hablando, yo le debo a usted muchísimo”.
Por otra parte, Suzuki fue un hombre representativo del momento que le tocó vivir. Aprendió las enseñanzas de Buda y consideró que su tarea era retraducirlas en las condiciones del mundo del siglo XX. A comienzos del siglo pasado Japón estaba en pleno desarrollo capitalista, en el contexto de una restauración imperial traducida en gobiernos autoritarios y despóticos, aunque recubiertos por el manto protector de la democracia formal. En la época del nacimiento y la formación de Suzuki, el budismo hacía tiempo que estaba “subyugado” por el poder de los shogunes (generalísimos del tardío medioevo japonés) y más tarde por la férula imperial, mediante el doble sistema del patrocinio (al alcance de las corrientes más dóciles, abstractas y ritualistas) y el hostigamiento (prodigado a las orientaciones más independientes, secularistas y populares). La actitud colaboracionista de muchos representantes del budismo oficial había desprestigiado a la religión tangible y visible, creando desconfianza y resistencia contra cualquier institucionalización de la sabiduría, sobre todo cuando se hacía a ésta cómplice de políticas que ya se dirigían hacia el nacionalismo imperialista que sabemos.
Estos elementos explican, a mi entender, la orientación tomada por la vida y la obra de Suzuki, las cuales podemos entender basadas en los cuatro objetivos siguientes.

Restaurar el budismo, arraigándolo en una época específica
Visto desde la era Meiji, el budismo vivía una degradación respecto a lo que, para Suzuki, había sido su “edad de oro”, el periodo Kamakura.
Para referirse a este periodo histórico, que él juzga excepcional, Suzuki acuñó el concepto de “espiritualidad japonesa”. Este término le permite distinguir lo que considera una orientación cultural correcta (acorde tanto con la tradición japonesa como con las exigencias del budismo) de otra “descarriada” (ya que condujo al budismo a la sumisión interna y a la complicidad con el expansionismo del estado japonés). La “espiritualidad japonesa” no se había despertado completamente durante el periodo Heian: empezaba, es cierto, a afirmar los valores de la vida y del mundo, incluso practicaba la ayuda mutua de forma incipiente; pero estaba todavía, en su raíz, excesivamente ligada al ápice de la pirámide de la autoridad. Esto no sólo impedía su desarrollo doctrinal. También generaba corrupciones que han sido la lacra más constante del budismo oficial en sus diferentes épocas. El estancamiento social y cultural de finales de la era Heian llevó a una crisis, que el “Relato de Heike” (“Heike Monogatari”, clásico de la literatura japonesa) describe desde sus primeras líneas: “El tañido de las campanas de Giôn -barrio antiguo y núcleo popular de Kioto- suenan como un eco de la impermanencia de todas las cosas. La gloria de los poderosos se marchita como flores...Los poderosos no gobernarán largo tiempo; no son más que sueño de una noche de primavera. Los agresivos se auto-destruyen, se escabullen como el viento dispersa el polvo”. A Suzuki, el budismo de Kamakura le parece afín al espíritu de Heike: la agitación de las capas bajas de la sociedad merecería ser atendida por un budismo capaz de mirar hacia los plebeyos y no sólo hacia los nobles. A estos más bien tendría que indicarles cuáles son las condiciones en las que el mensaje de Buda podría ser, de verdad, asimilado.

Ofrecer un budismo práctico, popular, resultado de una combinación entre “nembutsu” y “zen”
Igual que a lo largo de toda su historia, el budismo de Kamakura se dividió en numerosas ramas. Dos le parecen a Suzuki “verdaderas”, o al menos representativas de la “espiritualidad japonesa”: nembutsu y zen.
El nembutsu era una corriente orientada a reducir el budismo a pura contemplación e invocación de Amida, una advocación de Buda conservada y transmitida por esta escuela, proveniente de la India. El nembutsu suponía una fascilitación del intrincado mecanismo budista. Pero no dudó en simplificarse porque perseguía dos objetivos claros:
- apartar al budismo de su cauce chino (granero ideológico y político de las clases dominantes), relacionándolo en mayor medida con el “verdadero” origen histórico, en la India;
- popularizar la práctica del budismo mediante la fácil y constante recitación del mantra “Namu Amida Butsu” (Buda Amida es mi refugio), ofrecido como fórmula infalible de liberación.
Sin reputación en los círculos oficiales (o quizá como consecuencia de ello), el budismo del nembutsu se transformó en la corriente más popular del budismo japonés. En su obra, Suzuki invita a retornar a esta tradición.
Y también invita a retomar la tradición del budismo zen. En el libro que estoy comentando, Suzuki escribió: “Dado que los japoneses siempre se han sentido cerca de la naturaleza, el zen les ayuda a desarrollar considerablemente tal sentimiento de cercanía, agregándole una base filosófica y religiosa indudable”. Enfatiza que los japoneses siempre procuraron vivir en armonía con la naturaleza y que esta actitud se intensificó como consecuencia de la proliferación del zen en multitud de formas, que han conseguido hacer mella en la cultura japonesa influyendo, más o menos según los casos, en diversos sectores de su archivo cultural: es el caso de ciertas bellas artes como el sumi-é (un tipo de acuarela o más bien de aguada), las artes marciales que actualmente conocemos, el bushidô (código ético de los samurai), el arte de la esgrima, la ceremonia del té, el arreglo floral, la poética de ciertos autores de haiku (como más tarde Bashô), el teatro noh. Partiendo de considerar los siglos de Kamakura como el periodo clásico por excelencia (una especie de “siglo de oro” de la cultura nipona), Suzuki explica con detalle las formas en que el zen influyó en la creación y desarrollo de aquellos “caminos”. Además, proclama que dichas expresiones son el punto de sutura entre budismo universalista y cultura autóctona.
La combinación de nembutsu y zen constituye para Suzuki piedra angular de su concepto de “espiritualidad japonesa”. Ésta proviene de una aleación de populismo budista de la “Tierra Pura” (legítima distribuidora del nembutsu) y budismo Rinzai (rama del zen que Suzuki decretó ser la más representativa en función de sus hipótesis).

Transformar la “espiritualidad japonesa” en un discurso sistemático, y al mismo tiempo diseñado a medida de la mentalidad japonesa
Aunque no puede situarlos en el comienzo histórico de la cultura japonesa, Suzuki considera que el zen y, secundariamente, el nembutsu constituyen la raíz de esa “espiritualidad japonesa”. Su programa implica, ni más ni menos, una relectura del conjunto de la cultura nipona, desde el punto de vista de su edad de oro, fundamento para reinventar el mito nacional nipón. Del mismo modo que las autoridades de Meiji “inventaron” para los tiempos modernos un Japón imperial, aristocrático, verticalista, shintoísta, nacionalista e imperialista, así Suzuki, desarrollando por su parte un programa que podríamos considerar de “oposición ideológica”, recompuso otro mito nacional alternativo, pretendidamente más popular, humanista, tolerante, espiritualista.
En ambos casos, se trata de “invenciones de Japón” y, como tales, convencionales, incompletas y llegado el caso arbitrarias. En los dos casos, también, se trata de ofrecer interpretaciones del pasado que se ajusten a proyectos de organización social divergentes: la democracia filo-americana de Suzuki pretendía ir en una dirección; el imperio Meiji impuso otra bien distinta.
La historia según Meiji es la que se enseñó (y en cierta medida se enseña todavía) en las escuelas japonesas: el ciudadano japonés medio ha sido, y creo que sigue siendo, educado en una forma shintoísta-confuciana que lo invita a reverenciar a su tierra, a su emperador y a los valores oficiales, los cuales incluyen variadísimas formas de jerarquía social (es cierto que, en la actualidad, muchos estudiantes universitarios atienden menos a esta invitación de la ideología oficial, pero siguen adaptándose al corsé autoritario para conseguir colocación en un tejido de grandes industrias sumamente reaccionario). En cambio, la historia japonesa vista a través del lente de Kamakura es la que la mayoría de los occidentales (y bastantes japoneses, vamos viendo) han aprendido en las páginas de Suzuki y de otros de similar orientación: un atractivo Japón en donde lo que prima es la dedicación a todo tipo de “caminos espirituales”, mediante los que se desarrolla una relación armoniosa del hombre con la naturaleza manteniendo, al mismo tiempo, un sereno desprendimiento con una realidad exterior que el budismo considera fugaz, a la par que desarrollando relaciones plácidas con el prójimo, sin distinción de rangos o credos.
Que las dos versiones de la cultura japonesa que acabo de resumir sean mitológicas no les quita ni un gramo de importancia, si lo que nos interesa es una comprensión de las características de la identidad japonesa. Todas las naciones construyen, de una forma u otra, un mito de la propia identidad, basado a veces en la raza, otras en el carácter, otras en una historia más o menos amañada para mejor servir a sus fines explicativos (vivimos en “comunidades imaginadas”, nos instruye sabiamente el británico Benedict Anderson, en un famoso libro de hace unas décadas). Más allá de su estricta veracidad histórica, los mitos fundacionales resultan útiles para explicar rasgos del comportamiento de un pueblo o para mejor entender algunas de sus opciones vitales: encierran gran interés antropológico. Por otra parte, ninguna nación podría sobrevivir unida si no se dota de un tótem, como nos enseñan las ciencias humanas que desde diversos ángulos han profundizado en el tema.
A Suzuki se le planteó otra cuestión: ¿cómo ligar la extrema localización geográfica que implica un concepto como el de “espiritualidad japonesa” con la exigencia de universalidad propia del budismo? El camino escogido para resolver tan serio problema fue reconstruir la racionalidad del zen japonés (sobre todo el del kôan, especie de caso paradójico) sobre la base del resistente encofrado del pensamiento occidental, acaso el de la filosofía alemana, y probablemente, en cierta medida, la de Hegel y la de Heidegger (Suzuki se muestra evasivo a la hora de precisar sus fuentes; para él, y para su mentor filosófico Nishida, la referencia es siempre “el pensamiento occidental”, sin mayores precisiones). Suzuki pretendió transformar el zen, acaso “su” zen, en un sistema filosófico apoyado en el concepto de “lógica de la absoluta afirmación y de la absoluta negación”. Suzuki utilizó la batería de conceptos que de allí se desprende para explicar lo aparentemente inexplicable: la iluminación (satori) que constituye, como se sabe, objetivo final del zen. Su contacto con los occidentales le aclaró que, si quería producir un fenómeno durable, el zen tenía que convertirse en discurso sistemático, vale decir en lógica filosófica: “Decir que la mente es mente porque es no-mente significa decir que lo negativo en sí mismo es positivo, o que, en relación a lo absoluto, tanto lo positivo como lo negativo es mutuamente lo otro, sin al mismo tiempo serlo. ‘Eso mismo’ es ni esto ni lo otro. A esto llamo yo lógica zen. ‘Absoluta afirmación y absoluta negación’ son tanto conceptualizaciones a-conceptuales como la expresión de una conciencia inconsciente. Todo lo demás se lo dejo a los filósofos”.
Los filósofos que lo leyeron, incluyendo Kitaro Nishida y otros influídos por sus planteamientos intuyeron la vía que les abría el planteamiento de Suzuki. Pero no faltaron quienes lo consideraban sobre todo un intuitivo, dotado de un talento más poético que filosófico. Sería Nishida, y en su posteridad la Escuela de Kioto por él fundada, quienes desarrollarían de forma pretendidamente más “intelectual” y “científica” premisas que ya se encuentran en los escritos de Suzuki. Cabe decir, de cualquier forma, que la mayoría de los lectores japoneses de Suzuki no pasaron a través del arduo desvío sistematizador de Nishida.

Difuminar las relaciones que la sabiduría del zen podía haber mantenido con la institucionalidad política
En el fondo del programa de Suzuki creo que se esconde un intenso deseo: volver a Kamakura, sí, pero sin que se repita lo que ya había ocurrido entre los siglos XVI y XIX. Tras el periodo Kamakura, en efecto, advino la larga era Tokugawa (1603-1868), durante la cual la institución del shogunato debilitó y dispersó las ramas más significativas del budismo popular. A todas menos una: el zen.
Sucede que el planteamiento del zen de Kamakura, particularmente en su rama Rinzai, se volvió muy crítico con el nembutsu y con otras formas de piedad popular, como la de los seguidores de Nichiren, de lejos el más crítico contra las autoridades civiles. Paralelamente, el zen se fue volviendo más especulativo. Ambos aspectos lo fueron alejando de las clases populares y acercando a la nobleza civil y militar. En concreto al estamento samurai, que se convertiría en predominante durante el periodo Tokugawa. En la evolución del zen Rinzai de Kamakura pesó mucho la intención de convertirse en un budismo espiritual, actuando fuera del ruido mundanal de los conflictos civiles, siendo por así decirlo “sin mancha ni arruga” (como se ha dicho de la iglesia de Roma), únicamente dedicado a quienes se mostraran más proclives a su estilo.
El Rinzai trataba de formar una aristocracia del espíritu, pretendidamente universalista y manejando una lógica contra corriente de las instituciones. Así proliferaron forzudos sostenedores del vacío, poetas cercenando a propósito su uso de la palabra, artistas plásticos del papel en blanco, bebedores que dejan enfriar ese té meticulosamente preparado, arqueros que apuntan con los ojos cerrados, guerreros midiendo su arte bélico en plena derrota, etc.
Pero, ¿quiénes podían desarrollar tan difíciles y paradójicos entrenamientos? Únicamente miembros de sectores sociales en los que las contradicciones materiales más inmediatas ya estuvieran resueltas, como resultado del imperio de una legislación elitista o del brutal argumento de las armas. No estoy quitándole mérito o esplendor a las disciplinas del zen. Simplemente señalo la contradicción entre su proyecto inicial (divulgador, igualitario, universalista) y su posterior enquistamiento en sectores sociales reducidos, que lo reutilizaron como argumento de su dominio o como entretención de su vagancia.
Insisto en ello porque Suzuki me parece haber sido consciente de que ese peligro asechaba al zen del siglo XVI. Combinar el sofisticado zen con el populachero nembutsu pudo parecerle un procedimiento equilibrador, muy conveniente en un programa repensado para el siglo XX. Tanto más cuanto que dicho proyecto nacía en el contexto de una sociedad capitalista emergente de masas, como solían definir a la norteamericana de entonces. Suzuki tal vez supuso que era posible actuar fuera de una institucionalidad oficial que le parecía inaceptable (shintoísta, nacionalista, etc.), y al mismo tiempo infiltrarse dentro de organizaciones populares de talante más moderno y democrático, alimentándolas, fecundándolas.


3) Críticas al enfoque de Daitsetsu Suzuki

Al igual que otros reformadores o pensadores religiosos, Suzuki no sopesó que toda religión es religión DE una sociedad y EN una sociedad. Una orientación religiosa sólo se hace visible y resulta tangible a través de la comprensión que sus seguidores tienen de ella en concreto, así como a través de la forma en que las propuestas y actividades religiosas interactúan con las condiciones sociales de su tiempo. Suzuki creyó haberlo comprendido en el caso de Kamakura (ésta es al menos mi opinión), pero lo fue olvidando de a poco al efectuar la traslación desde ese pasado hasta los periodos Taisho y Showa. Toda idea finalmente se evalúa de acuerdo con la práctica social en la que se instala. Y, también, por las acciones que sugiere, incita o hace posible. En Japón, la gran repercusión de sus ideas en Japón es lo que le ha valido al pensamiento de Suzuki una nutrida lista de críticas.

Críticas metodológicas
- Una es el síndrome de Jurgen Habermas, como suelo llamar a ciertas reflexiones que amplían hasta tal punto el abanico de sus posibilidades discursivas (no digo temáticas; en el caso de Suzuki, el tema siempre se mantuvo el mismo), que no acaban resolviéndose en un sistema coherente, al menos siguiendo patrones europeos. Su discípulo Ryomin Akizuki relata el siguiente diálogo con su maestro: “Quiero comprender el zen y he leído sus libros con el máximo cuidado. Pero por más que leo y leo, mi comprensión no avanza. Todo lo que sé es que comprenderé el zen únicamente logrando la iluminación”. Al parecer, Suzuki le contestó: “Con eso alcanza. Eso es lo que yo siempre digo”. Este diálogo, que parece la explicación de un verdadero e inexpresado kôan, le hacía preguntarse a Akizuki por qué Suzuki tenía que escribir tanto sobre lo mismo. La pregunta no es baldía, ya que Suzuki redactó más de cien volúmenes. De alguna manera, está vastísima producción resulta en sí misma paradójica: un desmesurado esfuerzo por promover el camino espiritual que más profundamente desconfía de las explicaciones filosóficas, que más cauteloso se muestra ante cualquier posible dependencia de la palabra escrita. Por otra parte, y como Suzuki no deja de recordarlo en sus escritos, el zen requiere sobre todo una transmisión especial, de tipo oral, buena parte de la cual queda oculta en la privacidad de las conversaciones entre maestro y discípulo.
- De la lectura de comentaristas japoneses, entre ellos Yoshiro Tamura, se desprende otra crítica: la parcialidad a favor del zen y, dentro del zen, a favor de la rama Rinzai. En su brillante historia cultural del budismo japonés, Tamura deja bien establecidas la extrema riqueza y la variedad inagotable de las corrientes budistas de la era Kamakura. Pero ni considera que dicha época constituya un “siglo de oro” (demuestra con abundancia de datos que la mayoría de los frutos cultivados en esa época eran, en realidad, de plantas que existían desde mucho antes en Japón, incluyendo el nembutsu y el zen), ni considera que el zen en general (ni menos sólo el de Rinzai) haya constituido una especie de vanguardia del budismo japonés (la forma de relación entre corrientes budistas diferentes está hecha en Japón de alternancias entre indiferencia y confrontación, sin que el movimiento de “unión del budismo” varias veces emprendido, especialmente por la corriente Nishiren, cosechara frutos apreciables).
- El mismo Kitaro Nishida reprochó a Suzuki su falta de rigor. Preocupado por la incesante acumulación de escritos sobre el zen por parte de Suzuki, el conciso intelectual de Kioto aconsejaba en ocasiones a su verborrágico amigo: “¡Sea más teórico, sea más teórico!”. El mismo Suzuki parece haber sido consciente de sus lagunas. En la biografía que escribió de Imakita Kosen, Suzuki expresa con cierta candidez lo siguiente: “Los monjes zen ya no son lo que eran. Ni en ética, ni en sabiduría, ni en integridad, ni en dignidad llegan a ser como los hombres de antaño. Todo lo que podemos decir de su estilo de vida es que moran en templos. Por lo demás, no difieren del resto de los mortales. No me pregunten si eso es algo bueno o malo. Sólo sé que es algo que los monjes zen tendrían que considerar seriamente”. Suzuki escribió con un estilo espléndido, tan atractivo que sedujo a generaciones de occidentales: un estilo de profunda intuición, capaz de envolver ideas abstrusas en ropajes de alta densidad emocional. A Suzuki le interesaba la experiencia y fue capaz de transmitirla de forma convincente. ¿Quizá sería mejor no interesarse tanto por su entramado teórico?

Críticas políticas
- Suzuki llevó al extremo la espiritualización de su mensaje. El zen según Suzuki en algo parece “un cuerpo sin órganos”. En la práctica, cuerpo y mente parecieran tener al fin que separarse. Pero, por más vueltas que demos, cuerpo y mente son inconcebibles aisladamente. Un cuerpo sin mente es un monigote, un autómata. Una mente sin cuerpo es un fantasma. El zen que ofrece Suzuki es puro mensaje. La autoridad que despliega acaba convirtiéndose en incorpórea. El filósofo japonés Takeshi Umehara considera que, en tales circunstancias, la “espiritualidad japonesa” de Suzuki se asemeja “a un sonámbulo”, alguien que camina durmiendo. En un ensayo publicado pocos meses antes de la muerte de Suzuki, Umehara afirmó lo siguiente: “Suzuki escribe que la espiritualidad japonesa despertó en el periodo Kamakura. ¿Y por qué tuvo esto que ocurrir a través de las enseñanzas del zen y de la Tierra Pura y no, por ejemplo, por medio de las enseñanzas de Nichiren? Para elucidar este asunto, Suzuki hubiera tenido que criticar al nichirenismo de una forma rigurosa. Sin embargo, ni lo menciona, limitándose a afirmar que la espiritualidad japonesa despertó a sí misma por medio del zen y de la Tierra Pura. Leyendo su libro ‘Japanese Spirituality’, me dieron ganas de pegarle un fuerte soplido a tan sonámbula espiritualidad. Pero me fui dando cuenta de que, en realidad, el dormido era Suzuki. Porque, de hecho, la espiritualidad japonesa ha estado presente, y de forma brillante, con Shôtoku, con Gyogi, con Kukai, con Saicho...El durmiente Suzuki tomó por adormecido lo que en realidad esperaba en completa vigilia...”
- La omisión de toda preocupación por una “encarnación” de sus ideas en formas prácticas y visibles nos lleva a otra crítica, la que le hace su biógrafo Daisetsu Fujioka. Cuando se produce tamaña separación entre una sabiduría y su concreción temporal, es frecuente que “el cuerpo sin alma” del aparato político sea quien “organice” al “cuerpo sin órganos” en que se transforma la espiritualidad. Una espiritualidad que ya no es “del vacío” sino que, por propia decisión (aunque ésta no sea consciente), se coloca a sí misma “en el vacío”, una tierra de nadie abstracta e incalificable. La autoridad incorpórea se hace carne de cañón de un poder (potestas) agresivo. Por un lado, la potestas “ordena” a la auctoritas, por decirlo con los términos de la tradición romana. Por otro lado, el poder se apodera de la autoridad espiritual y sólo la autoriza a servir de legitimación o coartada para sus ambiciones políticas. Se produce de esta forma una re-lectura y una re-utilización políticas de un espiritualismo que, a la postre, se muestra inmaduro e incauto. No es que esa espiritualidad sea estéril. Sigue siendo fecunda, sólo que en manos peligrosas. La evolución de Japón durante los años previos a la segunda guerra mundial ilustra la importancia de estas críticas. El espiritualismo voluntariamente a-institucional de Suzuki fue poco a poco manipulado y desvirtuado por la dictadura militar imperialista nipona. En la imaginación de Suzuki, los japoneses seguían escuchando aquellas antiguas voces del Rinzai, que tanto habían cautivado a los samurai de Tokugawa. Y, así, en Japón, se fue pasando del zen del pincel al zen de la katana, del zen de la katana al zen del samurai, del zen del samurai al zen militar nacionalista y de éste al zen del kamikaze que distrae (con la lectura de Suzuki) las horas muertas previas al despegue del vuelo final, a bordo de su “ota”, torpedo con forma de avión pero sin motor, que (con suerte) lo abocaba a la muerte al chocar contra un barco enemigo. En este sentido, la crítica se dirige a la falta de visión de Suzuki, a la ingenuidad de no advertir que con su obra podía estar ocurriendo lo mismo que le había pasado a los maestros Rinzai de Kamakura: capturado precisamente por la ideología de la que pretendía liberar a la gente.
- Otros críticos van todavía más lejos. Takeshi Umehara, por ejemplo, considera que Suzuki puso algo de su parte para aumentar esta ceremonia de la confusión, por el hecho de haber introducido en su obra el polémico concepto de “fuerza pacífica”. Leamos a Umehara: “Suzuki afirma que el zen convoca un espíritu de fuerza “pasiva, pacífica”. Pero, ¿una fuerza que es pasiva o pacífica no constituye una contradicción en los términos?...Su trabajo, publicado en 1940, proponiendo esta fuerza pacífica o pasiva, quizá pretendía plantear una tácita crítica a la “fuerza activa” que en esa época desplegaba el gobierno con su política de agresión. Suzuki jugó un papel histórico, al promover la aceptación de la fuerza militar de Japón”. Umehara considera que los lectores japoneses interpretaron que, cada vez que hablaba de “fuerza pacífica”, Suzuki se estaría refiriendo al ejército imperial . Sigue diciendo Umehara: “Suzuki pensó que el concepto de fuerza pasiva o pacífica revestía una importancia considerable: los capítulos ‘Zen y el guerrero’ y ‘Zen y la esgrima’ los colocó inmediatamente después de ‘Zen y las bellas artes’. Esto indica una tendencia al militarismo en parte de su pensamiento, el mismo militarismo que Japón abrazó durante la era Meiji”.
- Apenas acabada la segunda guerra mundial, Suzuki publicó un nuevo libro, “The Building of a Spiritual Japan”. En él criticaba al nacionalismo shintoísta y urgía la necesidad de reestructurar Japón siguiendo el hilo conductor de su concepto de espiritualidad japonesa. Y agregaba con algún desparpajo: “Ahora puedo declarar abierta y públicamente que yo creí, del principio al fin, que Japón perdería la guerra. Incluso pensé que era bueno que Japón perdiera la guerra...Pero si entonces hubiera mencionado explícitamente a la espiritualidad japonesa, hubiera provocado el enojo de las autoridades y éstas hubieran prohibido la publicación del libro” (se refiere al que comentamos: “El Zen y la Cultura Japonesa”). Daisetsu Fujioka redondea la anterior crítica de Umehara con un párrafo digno de mención: “Los jóvenes de la generación de Umehara, que padecieron una guerra implacable y se enfrentaron continuamente con la muerte, parecían haber descubierto una vía de escape en la idea de la identidad entre vida y muerte. Por eso, en sus bolsillos llevaban el libro de Suzuki al campo de batalla...” Después de la guerra, Takeshi Umehara y muchos otros se sintieron traicionados por lo que estimaban un cambio de camisa de Suzuki. Esto explica la amargura de las críticas de Umehara. Sigue diciendo Fujioka: “Si Suzuki pensaba que la guerra se perdería irremisiblemente, ¿por qué no tuvo el coraje de decirlo? Al exponer las excelencias de la gran compasión, se mantuvo en silencio ante el espectáculo de masas de japoneses muriendo cada día. ¿No resulta sorprendente que alguien que había llegado a la iluminación a la edad de 25 años le haya tenido tanto miedo al gobierno, al punto de callar lo que pensaba?”. Estas terribles preguntas tocan el hueso del asunto Suzuki.


Conclusión: Vuelta a la paradoja inicial

En términos de racionalidad occidental, numerosas personas se muestran, hoy en día, capaces de distinguir el mal uso que alguien hace de una autoridad inicialmente legítima y fecunda. Un ejemplo: muchos cristianos condenaron el nacional-catolicismo español de la época franquista sin perder la lealtad a su fe; otros siguen considerando necesaria la intervención temporal de ciertos principios humanizadores del cristianismo y, en razón precisamente de tal convicción, atacan que la violación de los derechos humanos pretenda enmascararse en la fe cristiana de los tiranos (caso de Pinochet, en Chile) o en la presencia de eclesiásticos desproporcionadamente “comprensivos” con la desaparición de personas (caso en Argentina, durante la dictadura militar de los años 70). Nadie pierde sus parámetros de autoridad espiritual (religiosa o no) ante los abusos a los que suele dar lugar el uso público de ese “saber socialmente reconocido” que conocemos con el nombre de autoridad.
Dentro de un sistema cultural de carácter occidental, dentro de un paradigma de tipo latinoamericano o europeo, y en general dentro de mentalidades “modernas”, mente crítica es aquella capaz de separar el grano de la paja: el cultivo de lo espiritual es ocasión de continuas perversiones con respecto a la orientación inicial, desviaciones ante las que conviene estar atento y contra las que conviene rápidamente alzarse.
En cambio, cuando una autoridad espiritual nos llega desde fuera del marco analítico de nuestro sistema corriente de valores, con frecuencia ocurre una aceptación a-crítica, en bloque, de propuestas que se ofrecen como alternativas. Se produce en muchas personas una especie de suspensión del juicio, un adormecimiento del espíritu habitual y a veces, lisa y llanamente, la pérdida del sentido común. Ha sucedido a raudales en Europa y en América Latina: con el yoga procedente de la India, así como con todo tipo de ofertas ligadas a la medicina, la dietética, la estética, la ética, la sexualidad, etc. Y, por no ser menos, también ha sucedido a mansalva con las propuestas de Suzuki.
¿Estoy sugiriendo que hay que dejarlas de lado? No forzosamente. La divulgación de pensamientos relacionados con el zen puede justificarse. Pero interesa que operemos, y para empezar en el pensamiento y la práctica de Suzuki, la misma disección crítica que somos capaces de aplicar a nuestros productos autóctonos (occidentales) y que, como hemos visto, los japoneses no dejaron de plantearle a su compatriota.
Nada es tan fácil como transformar lo espiritual en vaho etéreo. Nada tan fácil como transformar la institucionalidad laica en traducción literal o reflejo fiel de una sabiduría inútilmente esotérica.
Y, sin embargo, nada más necesario que darle una comprensión renovada a las formas fundadoras de la autoridad espiritual, corporizándola. Pero eso significa aceptar el riesgo (inevitable) de una delimitación de territorios respecto de toda “potestas”. El límite, impreciso y borroso, entre autoridad y poder invita a una permanente retraducción. Ésta ha de ser probablemente emprendida por cada generación, partiendo de la situación específica de cada cultura o nación.
Tuvo mérito Suzuki al intentar retraducir lo que había de más progresista de las tradiciones del zen de la época Kamakura a las condiciones que él creyó encontrar a comienzos del siglo XX. Su ambigüedad, y ¿por qué no? su grave fallo, fue no haber retirado, o modificado, o auto-criticado sus propuestas cuando, por pasividad del oficialismo budista japonés encargado de difundirlas (él había escrito en inglés, inicialmente para un público norteamericano, con una fuerte auto-conciencia democrática), aquellas se volvieron un arma en manos de los enemigos de cualquier abertura modernizadora de Japón. Lo mismo puede pasarle a otras religiones, como podrá constatarlo quien observe muchas evoluciones actuales del catolicismo en Europa y en América Latina.
En el caso de Japón, las banderas que levantó Suzuki esperan a que alguien las depure antes de volver a enarbolarlas. Pero muchos seguidores tendrán dificultad para perdonarle lo que consideran una “traición” de su parte. Suele aceptarse que una religión exprima a sus creyentes. Pero pierde autoridad cuando los traiciona, especialmente si alguien sospecha que detrás de la traición se oculta la cobardía o la mentira.

0 comentarios:

Publicar un comentario