lunes, 25 de mayo de 2009

¿Maestro imaginario?: Furita entra en escena

(revista Otra Parte, nº 13, Buenos Aires) (2007-2008)

Tras declarar que en Japón, esta vez sí, el zen muere intoxicado por sus propios humos, en 2003 el maestro Furita dejaba (por apestoso, dijo) su Kin’en Ken natal y se instalaba a orillas del lago Évian. El suyo había de ser un exilio breve. Y frustrante: a diferencia de lo ocurrido con Suzuki o Deshimaru, cuatro años no bastaron para darlo a conocer como maestro zen para el Oeste. En 2007, en la ceremonia de año nuevo (ôshogatsu) soltó frases terribles a la atónita audiencia: Son ustedes demasiado complicados para entenderlos y de fino paladar para tragar la ración que les ofrezco. Vuelto a su choza de Saigai Guni (tierra de desastres), Furita agudiza su enfrentamiento con la cúpula zenista japonesa. Descatalogado por su poco fiable erudición asiática, en temas occidentales se muestra impreciso y algo displicente. Consecuencia: el orador no tiene quien lo edite, cosa que compensa multiplicando declaraciones. ¿Busca convertirse en un héroe mediático? Tomas de posición estridentes, comportamientos excesivos, lengua viperina: todo lo vuelve icono (atrayente pero también horrible) de un zen primitivo y salvaje en lucha por volver a la palestra. ¿Revivirá por la hiperkinética presencia de Furita? Si lo consigue, ¿ofrecerá respuestas a problemas que hicieron del zen de los inicios algo que merecía la pena?...

AS: Usted afirma: en Japón el zen se está muriendo. Y en sus últimos discursos repite: Japón es indigno del zen. Sin embargo, progresa en el país el prestigio del zen oficial, sus jardines y estanques reciben millones de turistas. Grandes industriales y burócratas sostienen la restauración de edificios y la labor de ciertas universidades...
F: El éxito de este zen es clamoroso y falso. Implica la muerte de la propuesta arcaica con la que sueño. Deja al zen en manos de un gobierno reaccionario y de una rancia burocracia budista. Lo que muestra son manejos de poder y mucho negocio. El zen de hoy apesta a dinero. ¿Me deja ser concreto? La universidad zenista a que alude es Hanazono. El logotipo de Hitachi predomina en los impolutos jardines de piedra de Nanzen-ji o Daisen-in en Kyoto, los jefes del pulpo transportista Sagawa, mayoristas osakanos de chips para máquinas tragaperras, pujantes hoteleros del distrito tokyota de Chiyoda, tiburones del cemento, capos de las redes de inmigración clandestina con sede en Kobe...todos ellos, todos, entrelazan sus intereses con los gobiernos de turno. Y en el cruce de millares de negocios infames, un mismo hecho, muy sugerente: bustos de Rinzai, Bassui, Ikkyu o Hakuin, grandes iconoclastas del zen japonés, presidiendo las salas de juntas más codiciadas del país. ¡Han reducido el zen a puro objeto estético, a diseño elegante, a decorado!

AS: Usted no sólo critica. También denuncia. Incluso cita nombres y apellidos, señalando con el dedo a los que acusa. ¿No lo atemoriza oponerse a tanto poder?
F: Japón es un país de mafias. Sólo la prensa escrita me defiende.
AS: Pero la prensa es otra mafia…
F: ¿Le parece? En los diarios dan caja a mis denuncias…
AS: Porque les sirve por ahora. Pero no lo dejan publicar libros…
F: Ahí tiene razón. Ah, ese traidor de Kadokawa...
AS: ¿El tycoon editorial?
F: ...el mismo de Kadokawa shoten...
AS: Iba mucho por Barcelona...
F: ¡Sí!, compró una réplica de la carabela Santa María y hoy la pasea por el lago Hakone, junto al Fuji...
AS: Es el principal editor de poesía del país…
F: Kadokawa vela en persona para que nadie imprima lo que escribo...

AS: ¿No le ayudan con suscripciones populares?
F: Me apoyan minorías resistentes. Unos en torno al alcalde de Hiroshima, más un racimo de templos renovadores como Tsukiji de Tokyo o Kiyomizu en Kyoto. También están conmigo ciertas asociaciones: la que denuncia y combate el síndrome de muerte por agotamiento laboral (karoshi), grupos anti-nucleares o algunas ONGs opuestas al retorno del militarismo. Pero el grueso de la población se extenúa con consumo basura, una docilidad exacerbada y pornografía light que gotea en publicaciones de konbini, centros educativos, shopping-centers y oficinas. Japón es un país enfermo y el zen no es capaz de curarlo. Ni está dispuesto a velarlo en su agonía.

AS: ¿No será que su diagnóstico es algo apocalíptico?
R: Dicen que exagero. Sin embargo, sólo sigo la tradición budista…
AS: Los pensadores occidentales prefieren hablar de riesgo, liquidez, levedad, normalización…
F: Si pretenden designar la crisis actual, esos conceptos no tienen ninguna garra. Falta un toque de decadencia y degeneración, con el consiguiente peligro de colapso, eliminación, extinción, desaparición. Es lo que aporta el concepto budista de mappô (dharma terminal y decadente). Señala una situación peligrosa, típica del Japón actual: la enseñanza del camino se ha transformado en asunto abstracto, privativamente filosófico y, para colmo, una entelequia abstrusa, irrelevante, como la de los filósofos de la Escuela de Kyoto. En su deriva al abismo, Japón ha perdido capacidad colectiva, multitudinaria, para establecer prácticas y alcanzar conciencia esclarecida. Mappô marca, es cierto, una dimensión metafísica de impermanencia: lo que ahora es, en un instante se degrada y deja de ser; nuestra vida, claro, pero también lo que llamamos mundo, o lo que por costumbre y debilidad declaramos real. Pero sucede que mappô enuncia además el resultado de una observación a gran escala. ¿Qué vemos por doquier? Iniquidad: violencia, hambre, destrucción y muerte. La exhibición de atrocidades se ha vuelto planetaria y no basta pintarla con un espectáculo televisivo que miramos comiendo palomitas. Necesitamos vivenciar las realidades salvajes y chocantes de Irak o Darfur. ¿Le sigue pareciendo que exagero?

AS: Algunos le reprochan tomarse excesivas libertades al traducir escrituras sagradas. En sus sermones usted cita a Buda caprichosamente, usándolo como argumento para asentar puntos de vista heterodoxos o desacreditar a sus rivales. En la Sutra del Nirvana, por ejemplo, Buda dijo textualmente: Issai no shujô wa kotogobotoku busshô o yûsu // Nyorai wa jôjû nishite henyaku arukoto nashi. Los exégetas traducen unánimes: Todos los seres sensibles sin excepción tienen naturaleza de Buda: Tathâgata es permanente sin el menor cambio. Pero usted no sólo modifica la interpretación –está en su derecho- sino que, remitiendo al mismo versículo, le endosa a Buda un texto a todas luces diferente: Issai wa shujô nari; shitsuu wa busshô nari. La nueva traducción da a la sentencia búdica un sentido casi opuesto: Todo es ser sensible, todos los seres constituyen la naturaleza de Buda. Tathâgata es a la vez el ser, el no-ser y el camino. No quiero multiplicar ejemplos. Me limito a señalar que usted practica a destajo un sistema de citas trucadas, inventándoles a las escrituras sentidos inexistentes que de antemano hace concordar con sus tesis. ¿Manipulación?...
F: Hay un tema con los textos de Buda, pero es Buda mismo el que plantea problema. En cuanto a los textos, lo importante es hacer entender correcta y adecuadamente el sentido de lo que se quiere decir. La pregunta del que predica tendría que ser siempre: ¿qué diría Buda en esta ocasión? El asunto consiste en transmutar a Buda, dándole una nueva interpretación.
AS: Eso significa que, para usted, todo vale?
F: Es preciso distinguir entre verdad formal y verdad real. Para mi, la que vale es ésta última; la podemos entender como verosimilitud. Lo que valida un discurso no es su adecuación a otro anterior (¿de qué sirve una fidelidad a la letra?), sino su eficacia para dar cuenta de experiencias presentes: la que es capaz de transmitir el que habla y la que asimila el que escucha. Un texto pasado en realidad no existe: todo texto pasado fue peor. Un texto nace y renace por su elocución, la cual no produce más que interpretación.
AS: En el camino usted pisotea escrituras que, me atrevo a suponer, deberían ser sagradas...
F: Supone mal. La idea básica del zen es separar la enseñanza de cualquier hipóstasis de la persona de Buda y, además, alejar el aprendizaje de cualquier mitificación de lo escrito. No innovo al afirmar que la enseñanza del camino ha de ir separándose de Buda hasta matarlo, si es posible, en el fuero interno del discípulo. Ni agrego algo nuevo a la doctrina milenaria cuando advierto que, si la letra mata, se necesita mantener la palabra independiente de lo escrito, para evitar que muera antes de tiempo.
AS: ¿Qué hacer entonces con las escrituras?
F: ¡Ah, esas famosas escrituras que fascinan a los occidentales! Cuando lo escrito se acumula en las estanterías de la mente, más allá de un punto crítico, ¡vaya si estorba!: quita agilidad, apesadumbra. A menudo lo escrito es la tumba del ser. Por eso conviene ir borrando de a poco lo escrito. Rinzai sugería alumbrar con papeles el fuego de la cocción, relacionando conocimiento y placer digestivo. Otros sabios optan por un placer más radical: usar manuscritos para limpiarse, después de la descarga.

AS: Su lenguaje parece impropio de un maestro zen...
F: ¿Y qué es un maestro zen?
AS: Me pregunto si no resulta demasiado provocativo...
F: ¿Es provocativo abanicarse con las escrituras cuando se han tornado papiro reseco? ¿O bromear con lo santo para mostrar su descomposición? Lo que choca de mi comportamiento es que soy poco hipócrita, vale decir poco japonés en un sentido confuciano. Me llaman kokusaika (extranjerizado), me tratan como outsider. No oyen que hablo con la voz de la tierra. Critican que vaya de frente y airee palabras tabú (mono-imi)...
AS: ¿Qué es eso de destapar tabúes?
F: El tabú cumple una función social: algo peligroso se transforma en rito, al precio de silenciar la palabra que lo designa. Esa función se ha perdido en Japón: los ritos para neutralizar fuerzas negativas (muerte, enfermedad, menstruación, masturbación, mezcla de sangres) han caído en manos de gente incapaz. El problema se invierte y ahora lo urgente es verbalizar lo que antes se disimulaba ritualmente: que tenno (el emperador) como institución está desnaturalizado, que se sigue marginando a los burakumin (minoría racial estigmatizada), que el pacifismo es sólo máscara hipócrita, que el pueblo se ha tornado oportunista e ignorante. Digo en voz alta lo que todos susurran en la oreja. Si eso me hace kokusaika, los que me acusan son isleños brutos (shimaguni konjo), rústicos (inakabitaru), una panda de cobardes. Conste que hablando en este tono soy más suave que los maestros que el zen oficial venera en sus nichos edulcorándolos.

AS: Pero, ¿es usted un maestro? Convengamos que muchos lo ponen en duda. De sus años pasados a la sombra de Sekkei Harada llegan informaciones confusas sobre usted. Dicen, por ejemplo, que no aceptó el inkan (sello de habilitación) que le ofrecía el maestro, que pasaba más tiempo en la izakaya (taberna) del poblado que en el dôjo (sala de meditación) del templo...Y luego está el tema de su nombre religioso, Furita. Usted mismo lo escogió, desafiando la costumbre ancestral...
F: En la vida, uno mismo ha de elegir el nombre que mejor lo designa. No hago más que seguir los pasos de Sidarta Gautama, quien se descubrió despierto (Buda) a la par que silencioso miembro de la familia Sakya (Sakyamuni). Yo nací Furuta Fujita. Furita suena a apellido japonés, enlace del paterno Furuta y el materno Fujita. Pero en realidad Furita transcribe, con apenas disfraz, la expresión americana free time (fu-ri-ta-i-mu) y designa a quienes no se atreven a asumir compromisos corporativos después de formarse. Ya sabe: los recién licenciados sueñan con trabajar en Toyota o en Johnson & Johnson. Así, Furita remite a mi sangre. El cambio es ínfimo y de paso señala cuán poco modifica nuestras vidas la religión. La religión no transubstancia nada. Además, Furita designa mi voluntad de no integrarme al sistema. Soy un free-lance de la vía iluminativa, un part-timer de la carrera religiosa. Si soy o no maestro, no es asunto de una corporación religiosa arrogarse el derecho de validar a los merecedores de honores religiosos. No quiero honores. Y sobre todo no quiero religión. El zen poco tiene que ver con tribunales burocráticos. Fíjese otra cosa: tan importante es para ellos designar el nombre de los demás, que ponen dificultades para publicar mis sermones, salvo que vaya cambiando la firma al pie de la columna. Así Furita se transmuta en mil apelativos de ocasión: a veces me vuelvo Konran (confusión salvaje, lo opuesto a la armonía), otras soy Kejime (el que traza una línea, el distinto). En ocasiones doy en llamarme Kumo no uebito (el que vive en las nubes), en alusión a la condición del príncipe Minamoto de la Historia de Genji (Genji Monogatari).

AS: Esos cambios continuos de nombre tal vez anuncian cambios de personaje...
F: Todo hombre público tiene vena de actor. No nos cuesta admitirlo de los artistas y hasta de políticos u otros comerciantes. Pero la expectativa popular exige al sacerdote ser siempre igual a sí mismo. ¡Qué disparate! Se opone a la enseñanza de Eihei Dôgen, de quien me reclamo y para quien la dimensión de todos los seres no es la generación/extinción (shometsu: forma de la afirmación de cierta presencia o continuidad de la persona), sino la aparición/desaparición (kimetsu) o el ser/no-ser (umu). No existe ego permanente, eso que llamamos persona. Sólo existen personajes. No hay mejor preparación para el hombre-de-palabra que el teatro. Tuve formación de actor y desde los 60 adherí al grupo Butai (escenario)…
AS: ¿Sabe? El movimiento Butai fue precursor del movimiento occidental del happening...
F: ¿Japeninugu?…ni idea…
AS: El hecho es que cambian las palabras, cambia el personaje que las pronuncia, cambia el auditorio que las escucha. ¿Queda algo?
F: Nos queda la palabra, la transmisión de experiencias que abran a la felicidad, la posibilidad de que algo grato suceda en el presente consciente de quien escucha la palabra y va corriendo detrás de ella…
AS: Como si fuera la flauta de Hamelin…
F: ¿Es un filósofo francés?...

AS: Sigamos hablando de usted. Le interesa identificarse como hombre de la palabra. Eso me lleva a otra objeción hecha a sus planteamientos. De una forma que muchos estiman descarada, derriba de un soplido tres pilares del edificio zen: que constituya una iluminación, que ocurra de forma repentina, que resulte inefable...
F: No sé por dónde empezar. Tal vez negándome a aceptar la relevancia que usted otorga a mis modestas opiniones. En lo tocante a satori o kensho (liberación), me limito a seguir los pasos del sotoshû…
AS: Entiendo que se refiere a la escuela zen de estilo soto establecida por el patriarca Dôgen…
F: Mire, no hay tal iluminación, si por ella se entiende un esclarecimiento mental de cariz filosófico: lo que produce el kensho es un estado especial de conciencia, provisional y reversible…
AS: Algunos antropólogos lo comparan al conseguido tras ingerir ciertas drogas o al inducido mediante prácticas de trance en el misticismo yoruba o el espiritismo kardecista…
F: Ese estado especial no acontece de forma súbita…
AS: Como un relámpago o un estallido, arriesgó un francés famoso, Jacques Lacan…
F: No estaba en mis pláticas junto al lago. Pero por favor no interrumpa. Ese estado especial se produce más bien un goteo continuado, fruto de la diaria actividad/pasividad del zazen (meditación sedente). Y, claro, esa nueva conciencia tiene poco de inefable. ¿Ha notado que los que llegan a satori corren todos a relatar su experiencia? Diría más: la liberación que se va produciendo aparece ligada a la capacidad para transmitirla, al lenguaje que verbaliza la crónica de un evento a la vez irrepetible y repetible.

AS: Ya se ve cuánto tiene que criticar de Japón. Tal vez por eso se mudó a Occidente. Una especie de exilio espiritual... ¿Qué buscaba en Europa? Y ¿qué encontró allí de chocante para renunciar al proyecto después de cuatro años?
F: Se ríen de mi, me tachan de visiting clerk (visitador) y hasta de visiting shadow (sombra fugaz). Mi mudanza a las montañas francesas buscaba ser un gesto espectacular. Sé tu propio maestro, pedí yo cada día durante años a mis discípulos japoneses. Yéndome, quise hacerles saber que les hablaba muy en serio. Mi exilio también expresó una esperanza: comprobar si, como alguien dijo al invitarme, la luz llega de Oriente. En ambos sentidos, creo que la experiencia fue un fracaso. Muchos de mis discípulos japoneses no podían (ni querían) asumir soberanía plena sobre su propia vida: ¡incluso dos cometieron la payasada de seguirme hasta Évian! En cuanto a la audiencia europea (franceses, alemanes, italianos), llevaban tan formateada una figura idílica de maestro oriental, que les costó adecuarla al pobre bonzo que tenían delante. Esperaban (y deseaban) a alguien lanceolado, musculoso, modesto, vegetariano, virginal, autosubsistente, indiferente a sexos y violencias…
AS: Buscaban estampas pintadas por Lafcadio Hearn o Pierre Loti, en la huella (romántica avant la lettre) de los escritos de Francisco Xavier...
F: A esos tampoco los vi nunca en Évian. Pero los que sí asistieron no dejaban de buscar en mí a Suzuki o a Deshimaru. ¡Con mi porte y mi kilaje, no daba la talla de mis predecesores!: muchos no me lo perdonaron. Por otra parte, esperaban del zen un sonsonete relajante, actitudes new age, el adorno de un haz de sentencias misteriosas, mucho wit, enigmas indoloros y elegantes. Lo mío, en cambio, es lo tradicional del budismo, y hasta lo más trivial del cristianismo: he venido a traer fuego a la tierra...y quiero que arda. De cualquier forma, como suele ocurrir en la vida, el fracaso francés me abrió un imprevisto éxito nipón: alertado por mis soflamas contra el intelectualismo occidental, la presa local me abre sus puertas y el Asahi Shinbun ahora se hace eco hasta de mis estornudos. Veamos si dura...

AS: ¿Quién es usted? ¿Qué es usted?
F: No sé qué soy, ni sé quién soy. Sólo puedo insinuar qué personaje quiero llegar a ser: un budadarma vacilante…

AS: Ordenando mis notas en el tren de regreso, a Furita lo recuerdo potente y falible, con experiencia de luces y deseoso de compartirla con los demás. Lo vi como un intermediario (komon), una especie de correveidile de la conciencia alegre. Sin embargo, la falta de pertenencia a un núcleo social duro y establecido, sumada a la ausencia de un yo preclaro y discernible, lo transforman, quiera o no, en un médium indefenso, una figura que oscila entre la envarada seriedad del profeta y la risa amarga del payaso. Al inclinarse para despedirme, me dijo: Soy un ser en peligro. Cada día me digo a mí mismo: ippo machigau to (un paso en falso y ¡zás!). Se refería a la katana…

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