domingo, 31 de mayo de 2009

Tercera parte: ¿Modelo?

¿MITAD LLENO O MITAD VACIO?

Cuando los comentaristas se refieren a sociedades poco conocidas, es frecuente que recurran a explicaciones polarizadas: no es raro que caigan en la esquematización. Tal vez les resulta más fácil pintar el color negro o el blanco, al no lograr una adecuada tonalidad de grises. No es posible ocuparse de los países del Pacífico sin introducir numerosos matices. Porque, incluso en plena crisis actual del SEA, es bastante lo que se puede afirmar indistintamente (inseparablemente) de sombrío y de luminoso en el caso de Japón (situado en el epicentro analítico de este libro) y de los países de su entorno. Como sabemos, todo dispositivo de análisis condensa el objeto de estudio en una especie de envase. Así el objeto de estudio adquiere una forma visible. Vertido en forma de libro, el Japón del que aquí se habla se convierte en unos cuantos contenidos pasados por el filtro del autor y guardados en una botella. Ahora bien, esa “botella” en la que Japón se transforma necesariamente, ¿está medio llena o medio vacía?
Tradición y modernidad.
Durante las décadas prodigiosas (y al parecer pasadas) de crecimiento exponencial japonés y de consenso interno inquebrantable, Japón mantuvo un buen equilibrio entre el polo tradicional y el polo moderno. Es un hecho que la tradición sigue estando presente en Japón: emerge en los grandes y pequeños acontecimientos de la vida social. La gente parece apegada a ella: en casa, en el templo, en el tren, en la oficina...Pero ahora que la crisis del sistema japonés comienza a ser coreada por todos dentro y fuera del archipiélago, las relaciones entre la dupla tradición-modernidad son objeto de áspera discusión. Están los que anuncian la progresiva muerte del Japón tradicional en manos de una descomedida actualización: se ha perdido la continuidad, dicen algunos, entre lo antiguo japonés y lo moderno occidental (1), en línea con una explicación específicamente japonesa de la crisis sistémica como resultado del aflojamiento de los mecanismos que, otrora, aseguraron equilibrio interno e influencia exterior. El “traspaso” entre el mundo de antes y el de ahora (juzgado inevitable) es largo y complejo, y da lugar a un extenso periodo de “amalgamas” inestables y sin futuro de elementos de ambas procedencias. Quienes hablan en estos términos suelen pensar que es la excesiva lentitud de la transición entre lo viejo y lo nuevo la que provoca crisis, acumulándose el peso muerto de antiguos usos y costumbres carentes hoy en día de todo objeto (2). El recipiente no está suficientemente lleno o no ha sido todavía convenientemente vaciado: aquí está el nudo de dos argumentaciones corrientes.

Sin desmedro del tema de la crisis japonesa (que ocupará la cuarta parte de este estudio), el debate internacional sobre Japón antes que nada se dirige a buscarle a esta sociedad un lugar preciso y comprensible entre las demás naciones. Lo que le sucede a Japón se vuelve, así, tema de la agenda de las relaciones internacionales, tal y como puede constatarse día a día leyendo la prensa internacional. Esto no ha de extrañar a nadie, viviendo como vivimos en un mundo interdependiente. La historia de relaciones exteriores que han vivido los japoneses también se torna, entonces, objeto del mismo debate. Consideremos un ejemplo sencillo: ¿quién ganó la segunda guerra mundial? Iwo Jima, Midway, el general Douglas MacArthur, Hiroshima, Nagasaki: son historia, y de la más sagrada, para el pueblo norteamericano. Al mismo tiempo, según la nueva literatura popular de Japón la victoria aliada en el Pacífico no está tan clara. En diversas publicaciones niponas del género “hazañas bélicas”, la ficción distorsiona totalmente la historia de la II guerra y el ejército imperial triunfa en batallas que en realidad perdió (3). ¿Se está agotando, en las novelas populares japonesas y tal vez más allá, la habitual tendencia pacifista de este país? Esta no parece una buena explicación. Pero sí indica que a las nuevas generaciones no les cabe en la cabeza que si Japón fue prácticamente aniquilado haya podido izarse luego tan rápidamente a la posición que ocupa hoy. Tampoco podrían entender que si los “aliados” fueron los vencedores padezcan graves dificultades que Japón ha podido resolver, en parte, precisamente, gracias a la ayuda recibida de ellos (4). La propia sensación de bienestar económico (no incompatible con la cruda realidad de una crisis que estudiaremos) motiva la extensión imaginaria de la presente bonanza hacia el pasado. El caso de los “manga” (tiras ilustradas) va en la misma dirección.
También se descubre ambigüedad en ciertos libros de historia que no acaban de explicar claramente quién atacó a quién, ni por qué, durante aquel conflicto bélico. La censura de textos históricos, antigua práctica escolar japonesa, se sigue practicando, como sin cesar denuncia la prensa. A veces se le agrega incluso la adulteración de mapas que muestran como actual el territorio japonés de 1939. Unos pocos, mayormente en el SEA, se inquietan pensando que Japón se prepara para nuevas aventuras expansionistas. No se escucha el deseado “pedido de perdón” de boca de los gobernantes nipones, ni se ven suficientes “reparaciones de guerra”, prometidas en forma de “compensaciones” económicas (5). Pero los más sostienen, mayormente en Japón aunque también el el SEA, que no estamos ante el advenimiento de un nuevo periodo belicista entre los japoneses. El síntoma más bien parece significativo de un criterio que se va imponiendo en Japón (y no sólo entre los más jóvenes): Japón ha llegado a ser suficiente fuerte internamente como para volver al ruedo internacional. Muchos desean que cumpla tareas de importancia y que haga sentir su influencia sobre el resto de naciones...a pesar de que la crisis actual, que analizaremos en su momento, precisamente consiste en la falta de liderazgo político interno (incapaz de atajar la corrupción) e internacional (incapaz de influir en el desarrollo de la crisis financiera asiática). Sea como sea, al gobierno y al sector moderno de la economía les conviene este estado de opinión internacionalista: acaba influyendo favorablemente en la productividad. Y a los propios ciudadanos les conviene atemperar las dificultades internas con la presuposición de algún tipo de influencia exterior japonesa.
Por esta vía, han surgido algunas preguntas y cuestionamientos. ¿Japón es capaz de proporcionarle a otras naciones renovados instrumentos, inéditas vías para resolver los grandes problemas de siempre: trabajo, prestaciones sociales, educación, seguridad, autoconciencia? Esta pregunta sobre la “capacidad” no sólo tiene que ver con la “voluntad” de la nación japonesa, más prescindente de lo que convendría respecto a su entorno asiático. Se relaciona sobre todo con la “posibilidad” misma de convertirse en ejemplo de algo. ¿Es Japón algo así como un “incunable”, un texto raro del que sólo poseemos un ejemplar? Algunas de las explicaciones brindadas en los capítulos anteriores podrían sugerir tal cosa. ¿O más bien constituye un “modelo”, sea cual sea la forma en que entendamos este concepto, como simple sistema operativo o como ejemplo a seguir? El debate sobre el presente y el futuro de Japón pone en funcionamiento dos visiones contrastadas: o se lo considera un caso irrepetible, admirándolo desde lejos pero resignándose a no poder repetir sus performances; o se lo define como el primero en haber intentado (y en parte logrado, a pesar de los problemas que hoy padece) poner en pie un dispositivo sistémico de organización económica y social diferente, buscando resolver lo que en otros sitios no se logró. Pero empecemos por el principio, recordando las posiciones en litigio.

Una posición es la que sostienen los que podríamos denominar, con alguna ironía, miembros del “club del crisantemo”. Según ellos, el actual sistema japonés surgió enteramente de la posguerra. La ocupación norteamericana y la libre elección del pueblo japonés determinaron unas formas institucionales tendientes a democratizar la nación, a modernizarla y a homologarla con el resto de países emergentes. Si nos centramos en sus objetivos, la educación japonesa repite los lineamientos norteamericanos (por cierto: cada vez más imitados también en Europa). Por su parte, la estructura administrativa nipona es comprensible a ojos occidentales, ya que imita el esquema napoleónico y no fue cuestionada por la Constitución de posguerra. En cuanto a la vida social, a los hábitos y costumbres, a las formas de cultura urbana, en el Japón de posguerra la modernización ha tomado la forma de una occidentalización acelerada. Si a continuación atendemos al sistema económico, los miembros de este nada imaginario “club” (políticamente nutren las filas tradicionalistas) sostienen que la economía japonesa repite en lo esencial el modelo neoclásico occidental, con algunos adornos específicos pero sin llegar a afectar al funcionamiento de conjunto. La economía japonesa les parece estructuralmente idéntica a la norteamericana en muchos sentidos. Incluso materializaría, mejor que los mismos Estados Unidos, clásicas potencialidades del capitalismo a la occidental. Japón habría triunfado precisamente por haber aplicado, quizá mejor incluso que sus maestros, los criterios que aseguran el éxito de toda organización capitalista: fuerte inversión, elevada tasa de ahorro, mano de obra de alto nivel, gerencia competente y experimentada. En algunos casos, la afinidad entre Japón y el mundo occidental se extiende, dicen, a toda o casi toda la trama social. En otros casos, la similaridad afecta únicamente a los dispositivos económicos.

Para los que podemos llamar “revisionistas”, el edificio de Japón, y en concreto su economía, están basados en principios objetivos, estructuras y prácticas operativas que difieren sustancialmente del sistema capitalista occidental. Conviene, entonces, recordar esquemáticamente algunos rasgos del modelo occidental.
- Se centra en el consumo, subordinando la comercialización y gravando escalonadamentre los beneficios y la riqueza.
- Practica el “laissez-faire” no imponiendo prioridades a los empresarios: por poner un ejemplo espectacular, la electrónica no tiene que ser considerada, de suyo, un sector más prioritario que las golosinas.
- Dispone de un entorno financiero centrado en el capital: los accionistas deciden realmente las orientaciones productivas.
- Establece reglas drásticas para asegurar la libertad de mercado (mediante leyes anti-trust).
Por el contrario, siempre según la mirada de los revisionistas, el modelo japonés funciona de manera bastante distinta.
- Se centra en la producción: tasa el consumo, cada vez más crecientemente, como se observa estos últimos años.
- Tiene un carácter eminentemente estratégico: desde el periodo Meiji, la administración define los sectores prioritarios y las mecánicas más conducentes.
- Identifica la formación de capital con el establecimiento de grandes conglomerados socioeconómicos: los “keiretsu” constituyen extensas alianzas económico-sociales multisectoriales.
- Como consecuencia de las características anteriores, la modalidad de funcionamiento de la economía es claramente oligopólica. Los “keiretsu” o “holdings” controlan el mercado, siendo a su vez controlados por la burocracia estatal.

Tras esta base general de acuerdo para establecer el deseado contraste, surge una pregunta inevitable: ¿qué entendemos por modelo capitalista occidental? Aquí los autores divergen: Eisuke Sakakibara y otros oponen básicamente lo que llaman “capitalismo a la japonesa” del modelo capitalista norteamericano (7). Michel Albert distingue entre un bloque “anglo-norteamericano” de capitalismo clásico y un modelo capitalista “renano”, incluyendo en este mote tanto al sistema alemán (y adláteres) como al sistema japonés (y vecinos sujetos a su influencia) (8). Ronald Dore, por su parte, distingue tres modelos capitalistas perfectamente identificables: el norteamericano, el alemán y el japonés, cada uno de ellos con su respectiva zona de influencia (9).

En línea con la expuesto en capítulos anteriores, la opinión de este libro se sitúa en un punto intermedio. Japón constituye sin duda un sistema específico. Razón por la cual, si es digno de brindar algunas “lecciones”, éstas solamente podrían ser utilizadas mediando ciertas “condiciones”. De buenas a primera aparecen tres fundamentales: fuertes reinterpretaciones del original, profundas adaptaciones a las condiciones locales, sin descontar las indispensables y vigorosas reconversiones que diversas sociedades nacionales están obligadas a emprender para reunir condiciones iniciales y “hacerse capaces” de asimilar algunos de los elementos que promueve el sistema nipón.

Sin embargo, para que un supuesto modelo japonés se extienda geográficamente es prerrequisito que otros lo deseen. En las actuales condiciones de no guerra (la paz está relativamente consolidada en el SEA) y de (teórica) libertad económica global, nadie pensaría en imponer su camino a los demás. Por esta razón, en las páginas que siguen no se plantearán directamente teorías originales sobre algo llamado “modelo” japonés. Es preferible apoyarse en los argumentos y experiencias de naciones y gobiernos, de expertos y políticos que, desde diversos países, emiten juicios de valor sobre la experiencia histórica japonesa. Lo que (con precauciones) se podría considerar “un sistema japonés transformable en asiático” fue conocido y asimilado antes que nada en las sociedades del SEA. Las referencias a tomar en cuenta son las de los países que han venido utilizando “fórmulas japonesas” para resolver problemas domésticos. Tras cincuenta años de posguerra, no caben muchas dudas: las naciones asiáticas circundantes aprovecharon el éxito japonés. La difusión se produjo en tiempos sucesivos: se suelen distinguir diferentes “generaciones” de “tigres” o “dragones”. Además, los nuevos métodos se fueron extendiendo a espacios progresivamente más amplios: en “círculos concéntricos”, la influencia de ciertos sistemas japoneses se fue extendiendo por el mar del Japón y los mares de China. De todo esto hablaremos en los próximos capítulos.

EL SUDESTE ASIATICO EN EL CONTEXTO DE LA EXPANSION JAPONESA

EL SUDESTE ASIATICO EVALUA A JAPON

Las sociedades del SEA están vinculadas entre sí más estrechamente de lo que a veces parece. A la interdependencia económica hay que sumar la vecindad geográfica. La geoestrategia norteamericana de posguerra logró algo que ni el budismo ni el confucionanismo jamás se atrevieron a considerar posible: relativa paz y fortísimo desarrollo en la zona. Un cúmulo de naciones tan disímiles (a menudo dotadas con organizaciones estructurales y dispositivos diplomáticos contradictorios) convive sin amenazas bélicas insalvables. Es más, intensifican los intercambios comerciales al punto de convertirse en la mayor y más potente zona económica del mundo. Los vínculos son intensos pero fueron variando. Al principio se trataba de lanzarse “todos contra el comunismo”. Ahora, países teóricamente comunistas como Vietnam, China, Mongolia, etc, se están sumando a las asociaciones regionales, para sorpresa de quienes se imaginaban que la sociedad global podría ser explicada con puros criterios ideológicos.
Ahora bien: la única posibilidad seria de intercomunicación de que disponían era adoptar una lengua común. Descartado el chino, las naciones del Pacífico-este han optado por el inglés como lengua vehicular complementaria, acelerando el intercambio de noticias, la homogenización de reglamentaciones y procedimientos internacionales, la explicitación de mecanismos institucionales internos, un mayor conocimiento de las luces y sombras de cada proceso político, una comprensión más cabal de las evoluciones nacionales y de la parte que en ellas corresponde, alternadamente, a atavismos culturales y a decisiones políticas modernas.
La posguerra puso al SEA en manos de EE.UU. Pero, al mismo tiempo, permitió a las naciones de la zona disponer de una estabilidad y un equilibrio que no conocían desde la colonización occidental, y quizá desde el auge de la ya remotísima hegemonía china. Durante estas últimas décadas las naciones del Lejano Oriente se han aproximado considerablemente entre sí. Cada una es capaz de emitir juicios fundamentados sobre las otras. Siendo Japón el país más estable e intensamente desarrollado de la región, sus vecinos producen análisis exhaustivos sobre la situación japonesa. Reconocen los méritos y señalan los aspectos críticos. De forma significativa, el juicio al que someten a Japón suele acabar con un veredicto tendencialmente favorable: los argumentos absolutorios superan a los condenatorios.
En el SEA nadie niega que Japón está viviendo una crisis profunda, acaso su remezón más intenso desde el acceso a la modernización, en el último tercio del siglo pasado. El sistema japonés ostenta aspectos negativos. Podría decirse que, aunque no esté en grave peligro de descalabro, el funcionamiento estructural de la sociedad japonesa induce indudables riesgos.

- Riesgos desde el punto de vista económico.
La continua sobrevaloración de la divisa nacional se considera producto de dos factores disímiles: la fortaleza de la posición productiva nipona y la debilidad de su sector financiero. Por ambas vías, las fluctuaciones del yen dificultan la competitividad de sus exportaciones, poniendo en peligro precisamente el ventajoso posicionamiento anterior. Surgen contradicciones entre una maquinaria económica orientada en primer lugar hacia la exportación (es uno de los aspectos en los que el “legado” japonés ha sido más aceptado por las naciones circundantes) y las condiciones objetivas (costes de producción, valor comparativo de las divisas exportadora e importadora) en que han de producirse dichas exportaciones, a fin de que el país exportador se convierta no sólo en coyunturalmente exitoso sino, más profundamente, en líder comercial. Por razón del proteccionismo propio del sistema, los costes operativos de las empresas japonesas son comparativamente más altos que en Alemania o Estados Unidos y sólo las dificultades del sistema financiero internacional (en parte como resultado de la crisis asiática, en parte por méritos propios) permiten que las exportaciones japonesas sigan siendo suficientemente competitivas.
Otra contradicción planteada por el sistema productivo japonés se refiere a las implantaciones industriales. Igual que otras naciones de la zona, la capacidad de crear nuevas plantas se considera bastante saturada. Escasea el suelo industrial, el disponible es caro y provoca un aumento de los costes de producción. Sobra, en cambio, la contaminación ambiental (exceso de gases en la atmósfera, de vertidos en ríos y mares, de ruido y hasta de concentración poblacional). Solución: “deslocalizar” las industrias haciéndolas emigrar (con contaminación y todo) al extranjero más próximo.
Pero si por dicho medio mejora el medio ambiente japonés (no tanto, como lo puso de manifiesto la Conferencia sobre Medio Ambiente en Kyoto, diciembre de 1997, así como diversos informes complementarios publicados en 1998), disminuye en cambio la población nacional empleada y la unidad de acción que la burocracia estatal tradicionalmente ejercía sobre el sistema económico. En ciertas circunstancias, la deslocalización provoca el envejecimiento prematuro y hasta un “vaciamiento” innecesario de ciertos sectores: es lo que podría ocurrir en sectores japoneses como la electrónica de consumo, la bioindustria, los astilleros, etc. Japón “achica” su deuda interna apoyándose demasiado en los dividendos de capitales colocados en el exterior. Se trata de una bonanza insegura, sujeta a fluctuaciones según el estado de salud de los países en los que sus inversiones directas se concentran. Si se agrava la crisis económica actual de Japón, los capitales colocados en otros países (incluyendo el SEA) retornarían a Japón, para que éste pueda cubrir su propio déficit doméstico (para su fortuna, Japón no padece el flagelo de la deuda externa).
En tal contexto, a nadie sorprende que, con motivo de la presente crisis financiera del SEA, EEUU y otros países occidentales presionen a Japón para que se haga más responsable de los países del área, petición de la que se hizo eco el gobierno japonés, consciente como está de una interdependencia que en este momento no tendría que volverse en su contra: la creación de un área monetaria controlada por el yen significa la aceptación, por parte occidental, de la solidez de esta moneda y, por parte asiática, el reconocimiento de un liderato japonés todavía más explícito con vistas al futuro. De esta manera, el “reinado” económico de Japón sobre el resto de países del área es relativo: proviene de una economía cuyo activo económico principal es la tecnología y el conocimiento, pero que carece de recursos infraestructurales clásicos como un territorio extendido, fuentes energéticas propias y cuantiosa población (1).

- Riesgos desde el punto de vista social.
A juicio de observadores este-asiáticos, comienzan a modificarse algunos parámetros básicos definitorios de la nación japonesa.
Así, por ejemplo, la mujer empieza a formar parte de la “población activa”, con el consiguiente decrecimiento de la tasa de población ya que, siguiendo la tendencia habitual, la natalidad decrece a medida que aumenta el empleo femenino. Esto último modifica sensiblemente no sólo los cálculos demográficos sino también los productivos, escolares y sobre todo previsionales. Pero, agregan, no puede decirse que el sector femenino de verdad entre “en la producción”: su presencia se concentra limitativamente en empleos a tiempo parcial, básicamente en el sector servicios. El dinero percibido por su trabajo sigue siendo proporcionalmente menor al pagado a los hombres (se mantiene una discriminación por razón del sexo). El trabajo femenino no alcanza a resolver la endémica escasez de mano de obra padecida. La mujer sigue estando socialmente postergada en el trabajo, en la política y en la educación. Su igualación estatutaria micro-social (en el seno de la familia) no hace sino acentuar los desequilibrios de la institución familiar, ya que el hombre es todavía el que aporta el grueso de los recursos, limitándose aquella a la administración doméstica, económica y educativa.
Otro aspecto de la crisis social japonesa que sorprende en el SEA se refiere a la violencia pública. Japón sigue siendo considerado “un país seguro”. Pero se observan “nuevos” brotes delincuenciales urbanos, como asaltos a mano armada, falsificación de tarjetas magnéticas o consumo de drogas. Preocupa sobre todo la criminalidad infantil y juvenil, para empezar en el recinto escolar y poco a poco extendiéndose a los barrios y centros urbanos, como veremos al tratar del tema en el capítulo 6.
Los analistas se preguntan si lo que se produce en Japón no es una crisis de inadecuación de crecientes sectores de la población respecto a los sistemas tradicionales de control social. Uno de los mensajes que más fuertemente había calado entre los países del SEA era la ejemplaridad de los modos y sistemas nipones para producir, difuminar y mantener un fuerte “consenso” civil. La crisis actual muestra la fractura de dicho consenso. Los países del SEA asisten, atónitos, a la pérdida de la unanimidad nacional en Japón (2).

- Riesgos, finalmente, desde el punto de vista político.
El punto fuerte del sistema gubernativo japonés es, como hemos visto, el control ejercido sobre el conjunto de la dinámica social. En el SEA se sabe que dicha especialización “estatista” japonesa no viene únicamente del legado confucianista (bien conocido en la zona) sino, también, de decisiones que los diferentes regímenes japoneses han tomado durante los últimos cien años. Las opciones elegidas por Japón fueron percibidas como lógicas y plenamente comprensibles. Incluso en muchos casos fueron adoptadas, como ejes y motores del funcionamiento nacional: sobre todo el llamado “Estado desarrollista”. Se lo considera promotor del juego económico en sus diferentes fases. En los inicios intervino directamente en el juego económico. En posteriores etapas se dedicó a promover indirectamente las condiciones para el buen funcionamiento de la iniciativa privada. En el plano exterior, al Estado desarrollista se lo ve como instrumento decisivo de la economía de exportación, centro neurálgico de la diplomacia de posguerra.
A ese prototipo de Estado organizador y gerente lo ven víctima de un profundo malestar: captan el riesgo de un colapso administrativo ante el destape de tanta corrupción, comentan las dificultades de neutralización de las élites enquistadas en el ejército burocrático. En suma, no dejan de señalar los escollos y contradicciones a los que está enfrentada una “reforma política” por cuyo éxito inmediato pocos se atreverían a apostar de buenas a primera (3).

A estas opiniones críticas se agregan contrapartidas. Y así tenemos lo que los países del SEA ven positivo de Japón. También en este caso la lista es variada, en algunos casos incontrovertible.

Para empezar, en los países del Pacífico asiático nadie piensa que Japón esté viviendo una crisis “terminal”, como vemos que en Japón y fuera de Japón algunos piensan que ocurre. Lo consideran, eso sí, afectado por una fuerte crisis de transición o de crecimiento. Precisamente en atención a los puntos favorables que Japón presenta a juicio de diversos comentaristas.

El sistema japonés contiene a sus ojos ciertos elementos de autorregulación. Entre los que mencionan podemos citar los siguientes.
- La capacidad de ahorro familiar (vigente, como respuesta a la argumentación catastrofista que ciertos comentaristas dirigen hacia Japón) sigue compensando la frecuencia de las quiebras empresariales. La crisis en los países vecinos incluso proporciona razones suplementarias para mantener a raya el consumo masivo nipón.
- La violencia urbana se desarrolla. Pero el autocontrol se mantiene casi siempre y siguen siendo amplios los espacios de serena cordialidad, dentro de las reglas sociales propias de este país.
- La peculiaridad diplomática nunca ha impedido una sistemática adaptación a las exigencias de la globalización. La diplomacia japonesa es lenta y timorata para tomar decisiones, pero en cambio muestra persistencia y eficacia en el logro de sus objetivos, a ojos de los comentaristas orientales, ya que mantiene una visión de largo plazo.

En cambio, en el SEA se discute si Japón dispone de verdaderos antídotos que resulten eficaces para contrarrestar sus propios venenos.
- Por ejemplo, algunos piensan que el sistema económico genera corrupción pero que la ética laboral facilita su denuncia: la prueba aducida son las constantes noticias aparecidas en los medios de comunicación de masa en el curso de estos últimos meses de 1998. En el otro bando, no faltan quienes recuerdan la discriminación de minorías nacionales y sobre todo extranjeras, en temas relativos a condiciones laborales y sociales. En el SEA, los críticos parecen minoritarios, sobre todo si provienen de países donde las condiciones sociales fueron igualmente duras y poco democráticas. Por lo que, en este punto, lo que pueda suceder en Japón no produce especial sorpresa.
- La reinserción social y laboral sigue siendo preferida al encarcelamiento de criminales y delincuentes, opinan muchos. Al mismo tiempo, otros recuerdan que no faltan violaciones de los derechos humanos, aunque de ninguna manera a la altura de lo que ocurre en otros países del SEA que, en este apartado, consideran a Japón como una sociedad relativamente normalizada.
- Mal que bien, el artículo 9 de la constitución sigue funcionando como disuasivo teórico ante la tentación de cambiar la actual estrategia limitativamente defensiva . Observadores del SEA señalan un acuerdo tácito entre progresistas y conservadores japoneses en este punto: para aquéllos, las razones de mantener la “Constitución de Paz” son antes que nada políticas; para éstos no son más que económicas (4).

Lo que es más importante, Japón ha sido capaz de superar una larga lista de escollos, limitaciones, dificultades y crisis. Veamos el tema con un mínimo detalle.

- Ambito económico.
Incluso después de la “ruptura de la burbuja” (crisis de hegemonía de la economía financiera sobre la productiva, que todavía no se ha superado), la recuperación de la economía japonesa les parece posible. Los comentaristas del SEA se refieren a la economía productiva, no a la financiera: les parece que el debate político interior japonés contempla la posibilidad de dejar hundirse sin muchas contemplaciones a sectores financieros (bancos, compañías de seguros) demasiado afectados por la corrupción y la falta de productividad y, así, mejor permitir sostener nuevas obras públicas, la estimulación del mercado interno y el mantenimiento de las altas cotas de exportación: el paquete de medidas de reactivación de la economía productiva y financiera, decretado por el Ministro de Finanzas Keiichi Miyazawa y el gobierno del Primer Ministro Keizi Obuchi, parece orientarse en esa dirección. Al mismo tiempo, dichos analistas se muestran muy críticos porque ven a la burocracia demasiado comprometida con el sector en crisis. Sea como sea, Japón no está desbarrancándose, aunque, según todas las estimaciones, su crecimiento será nulo durante los próximos años. La tasa de desocupación no supera el 4,5% de la población activa. La tasa de creación de nuevas industrias no desmerece los promedios occidentales. El crédito sigue siendo barato. La sociedad japonesa consume al ritmo posible dada la contracción en curso y prevista para el futuro inmediato. Y todo eso tiene que ver con el mantenimiento de las funciones tradicionales de un Estado desarrollista que sus vecinos consideran como digno de muy seria consideración (5).
Analizando algunas reformas dirigidas desde la administración, como en el caso de las telecomunicaciones o del sector financiero, los observadores no dejan de insistir en el peso determinante que la burocracia nipona ha ejercido en su materialización: promoviendo selectivamente la competencia, manteniendo una autoridad regulatoria centralizada, operando casi en secreto y dándole al conjunto de las operaciones una homogeneidad y una estabilidad que jamás serían posibles si, de veras, la dinámica económica fuera dejada en las manos invisibles y espontáneamente reguladoras del mercado. Es cierto que los críticos objetan, con razón, una considerable falta de transparencia. Pero los que se muestran favorables acentúan la eficiencia: lo que de positivo ven los asiáticos en el caso japonés es, precisamente, el tutelaje político de la dinámica económica...a pesar del fuego de artificio que, cada vez que es necesario, lanzan las autoridades niponas, haciendo insinceros votos de liberalismo y de “laissez-faire” que a nadie impresionan en el SEA (6).

- Ambito social.
Vistas con la perspectiva de varias décadas, ciertas características sociales de Japón concitan un juicio relativamente favorable por parte de los países de la zona.
Si bien es cierto que Japón encaró la educación popular varios siglos antes que sus vecinos y que la modernización escolar decimonónica se produjo sobre bases previamente establecidas, después fue capaz de mantener su legado e incluso acrecentarlo. No es poca cosa que la educación primaria y secundaria se universalicen. Ni es poco que sectores masivos de la juventud ingresen en la universidad. A pesar de la distorsión funcional que ésto provoca (como vimos, pocos diplomados trabajan en el campo de su especialidad), la población pudo elevar vertiginosamente su nivel conjunto de instrucción. Esto facilita la racionalización de pautas de conducta masivas: en pocas sociedades se leen tantos periódicos, revistas o libros como en Japón; la tecnología se incorpora con rapidez a la vida cotidiana, laboral, escolar y familiar (7). La distinción entre la “educación” (socialización del discurso-marco común) que da la escuela y la “instrucción profesional” (formación de la mano de obra) que dan las empresas es considerada en el SEA una feliz innovación que desatasca al Estado y rentabiliza a las empresas, disponiendo el ciudadano de una variedad e intensidad envidiable de recursos educativos.
Buenos servicios hospitalarios y sanitarios, una extensa red de transportes, cuidadas infraestructuras urbanas y suburbanas, servicios privados o públicos de calidad: los comentaristas asiáticos observan todo ello con atención, preguntándose de qué forma sus países podrían obtener resultados comparables. Hacen notar, en la base de todos estos logros, la eficaz concertación entre esfuerzos públicos y privados, la hábil coordinación entre el Estado y las empresas, así como una inteligente distribución funcional de esfuerzos y recursos (8).

- Ambito político.
En este ámbito, los asiáticos consideran a Japón de forma ambivalente. En ciertos aspectos lo estiman diferente a las naciones occidentales previamente conocidas. Lo ven como un país asiático capaz de competir con naciones cuyo dominio sufrieron en condiciones de colonialismo directo o al menos de dependencia periférica. Pero no pueden ocultarse que Japón también fue un colonizador, tan implacable como Europa, y continúan atentos ante cualquier declaración o movimiento que pueda levantar sospechas de rearmamentismo en Japón.
Gracias a su preminente burocracia, el Estado japonés logra crear puestos de trabajo sin tener que administrar las empresas, puede asegurar salarios dignos sin subvencionarlos, favorece la extensión de una red sanitaria de calidad sin ostentar la propiedad o la administración de los hospitales, educa sin enseñar, asegura buenos transportes y comunicaciones sin necesidad de nacionalizar tan vitales servicios comunes.
Ahora bien, no perdamos de vista un sólo instante que quienes están emitiendo tales juicios sobre Japón son los gobernantes de los países del SEA: la pauta japonesa plantea la posibilidad de una enérgica acción gubernamental acompañada de escasos controles parlamentarios y de ineficiente oposición popular ante la corrupción u otros abusos (9).
Siempre según estas fuentes, desde el punto de vista estrictamente funcional, Japón ha logrado crear un Estado al mismo tiempo “delgado” (en número de funcionarios, en volumen de propiedades, en presencia pública ostensible) y “dinámico” (dinamismo traducido en orientaciones y regulaciones tendientes a materializar un proyecto de desarrollo económico y social apto para el conjunto de la población). A los asiáticos, el Estado japonés les parece suficiente y capaz de liderar de manera estable y consistente el desarrollo nacional. Les parece capaz de ofrecer, intensiva y extensivamente, la movilidad horizontal necesaria para la sociedad. Lo ven eficiente y “comprensivo” para responder a las exigencias (elegidas o impuestas) de la llamada globalización económica. Ajeno a la lógica neoliberal, el Estado japonés ha demostrado según ellos fuerza y eficiencia para conducir a su sociedad, tanto en lo doméstico como en lo exterior. Razón por la cual ha marcado a todos sus vecinos del SEA una ruta clara y transitable.
Incluso la modalidad política japonesa constituye premisa de una manera “asiática” de entender la democracia. Actualmente, más de uno deja de hablar de modelo japonés, prefiriendo el término de “sistema asiático”.
- Una manera antes que nada continua y estable, lo que permite el afianzamiento de políticas productivas y prácticas de redistribución de la riqueza en forma de salarios, educación, infraestructura, salud, ocio, consumo, etc.
- Una manera, en segundo lugar, que “a termino” aporta cierta equidad en las relaciones sociales, equidad que mantiene los rangos y verticalismos, que en absoluto persigue la igualdad, pero que colma de nuevas posibilidades a los sectores no dirigentes.
- Una manera en tercer lugar no contradictoria con la inevitable interdependencia que todo país tiene con su entorno, tanto más cuanto más crece (10).

En conclusión, a muchos países capitalistas del SEA, y ahora también a sociedades “comunistas” (China, Mongolia y Vietnam), a través de Japón no sólo les ha llegado parte de la industrialización y mucha tecnología, sino también imágenes precisas y una forma práctica de articular las exigencias del desarrollo económico (políticas de eficiencia y calidad) con las necesidades del desarrollo social (políticas de pleno empleo, de redistribución de la renta, de creación de todo tipo de redes privadas para la satisfacción de las necesidades públicas).
Los rasgos constituyentes de un modelo son precisamente aquellos que permiten compatibilizar el ámbito productivo y el ámbito social. Y si las sociedades asiáticas en algo ven “modelo” en Japón es en tanto y en cuanto aquellos dos ámbitos han logrado correlacionarse mínimamente por medio de un común designio político. Los tiempos con que cada sociedad asiática acepta estos retos, la intensidad con las que se han puesto en marcha y las capacidades o posibilidades estratégicas de unos y otros marcan el mayor o menor éxito en el esfuerzo por seguir la ruta abierta por Japón, como veremos en próximos párrafos.


¿EXPORTACION DE UN SISTEMA JAPONES?

A pesar de la crisis financiera asiática, el mundo sigue observando con interés la experiencia histórica japonesa. El modelo fordista de producción está en crisis, a ambos lados del Atlántico, así como los paradigmas industriales y sociopolíticos que lo acompañan. Es manifiesta la búsqueda, por parte de Europa y de los EE.UU., de formas alternativas que aseguren la continuidad de la expansión económica. Según opiniones de mucho peso, la era del estado de bienestar keynesiano parece estar llegando a su fin, sin que las reorientaciones neoliberales (en versiones “thatcheriana” o “reaganiana”) logren resolver los problemas que tiene que enfrentar la crisis económica y social del capitalismo. Por estas razones, se ha vuelto corriente analizar de qué forma aquella inicial experiencia nipona fue trasladándose a la geografía del SEA, tomando más o menos cuerpo en casi dos docenas de países asiáticos. Lo cual lleva a tres consideraciones pertinentes.

La primera se refiere a las condiciones sociales y culturales en que normalmente se produce la transmisión de mecanismos institucionales. Por razones que tienen que ver con el predominio intelectual de las teorías de “los dos japones” y con los marcos teóricos que las sustentan, con excesiva frecuencia se tiende a considerar que el parecido previo entre una sociedad modélica y su imitadora constituye un requisito indispensable para la eficacia del injerto. Se suelen aducir analogías culturales, cuando no raciales, para decidir de antemano la viabilidad o imposibilidad de asimilar “préstamos” llegados de otras naciones. En ciertos países latinoamericanos (Argentina aporta un caso paradigmático y por momentos grotesco), sólo interesará lo que proceda de “Europa” (entendiendo a Europa básicamente como Alemania, Italia, Inglaterra y Francia), acaso por sentirse (o imaginarse) algunos ciudadanos parte de ese viejo mundo. Además, la presencia de Estados Unidos se impone inevitablemente por la fuerza y la difusividad que adquiere en América Latina todo lo norteamericano.
En consecuencia, lo que sucede en Asia podrá parecer “interesante”, “evocador”, “apasionante”. Pero nunca adquirirá la categoría de lo “relevante”, ya que muchos no lo consideran relacionado con nuestra propia situación latinoamericana. Esta comprensión (estrecha) del difusionismo se ve constantemente desmentida por la observacion histórica. El análisis de lo ocurrido, por ejemplo, en la cuenca del Caribe o alrededor del mar Mediterráneo invalida de por sí una concepción “culturalista” de las relaciones internacionales.
Pero lo oportuno será centrarse ahora en el océano Pacífico asiático, cuyos pasado y presente resultarían incomprensibles si nos limitáramos a entenderlos con los argumentos evolucionistas de las teorías de la modernización o con la fundamentación culturalista de cierta antropología europea. Porque lo cierto es que en la historia del SEA se entretejen numerosas religiones enfrentadas, gran variedad de razas, innúmeras lenguas incomprensibles entre sí, así como muy diversos códigos organizativos de la familia, la autoridad y las relaciones sociales, por mencionar sólo algunos puntos clave. A nadie le extrañará (aunque en este momento no entremos en detalles) escuchar que la historia de los países asiáticos ribereños del Pacífico se podría definir como una alternancia constante entre el más estricto aislacionismo y el más feroz enfrentamiento. La lista de conflictos y guerras entre estos países supera, incluso, la ya larga mención de los que sufrieron las sociedades caribeñas y mediterráneas, evocadas aquí para ilustrar otras situaciones de extrema diversidad inicial.
No podría haber sido de otra manera (tan profundas e intensas son las diferencias entre todos esos países), al punto de parecer más que dudosas las explicaciones de los éxitos asiáticos en función de una supuesta filiación “confucianista” común. Ni hubo confucianismo por todos lados, ni éste impregnó a las sociedades tanto como se dice, ni parece haber constituido el elemento motor de muchos de los procesos de desarrollo del SEA.
Es necesario buscar otro tipo de explicación. Los factores esenciales de la experiencia histórica japonesa y de su difuminación en el SEA son de índole política. Por descontado, cada experiencia histórica es única y su carácter específico le viene dado precisamente por los elementos culturales autóctonos que contiene. Sería útil que moderáramos las reiterativas explicaciones “de todo” por la cultura o por la naturaleza evolutiva. Con ellas no podríamos entender lo que está sucediendo en el SEA ni hacia dónde se orienta el futuro de esa región.
La explicación política se interesa antes que nada por los factores ligados a la situación estratégica de los países del SEA. Queda inmediatamente claro que sin la masiva ayuda norteamericana (en capitales, en acceso a mercados, en control político interno y en coordinación internacional político-económica) probablemente parte de lo que aquí se relata no habría tenido lugar. La fuerte presencia norteamericana fue una contrapartida al hecho de transformar a las naciones del SEA en primera línea defensiva contra el avance del comunismo, apenas terminada la segunda guerra mundial.

La segunda faceta de una explicación política de lo sucedido en el SEA tiene que ver con la necesidad, por parte de los países del área, de superar la pobreza secular y el subdesarrollo económico relativo respecto al mundo occidental (de esto hablaremos más adelante).

Por eso (tercera cara de este tipo de explicación), conviene centrar la atención en las formas y procedimientos adoptados por dichas sociedades (se entiende que en seguimiento, o al menos bajo cierta inspiración, de Japón) para dotarse de una organización acorde con los dos objetivos centrales anteriores: sobrevivir en el convulsionado contexto del Pacífico asiático y desarrollarse económica y socialmente de manera sostenida.

En síntesis, los factores esenciales para entender la situación residen en decisiones tomadas por los diferentes factores de poder en las circunstancias que enfrentaban aquellos países: más allá, mucho más allá, de obvias pecualiaridades nacionales y de la presencia de elementos ideológicos englobantes como el confucianismo. El enigma histórico del SEA se revela a poco que consideremos sus fundamentos políticos (11). De esta forma podremos calibrar mejor cómo algunos elementos del sistema japonés desembarcaron en Corea, Taiwan, Singapur, Hongkong, y ahora Tailandia, Vietnam, Mongolia, la misma China, a pesar de las diferencias que los separan.
Una tercera consideración parece útil al iniciar el recuento de la expansión japonesa en el SEA: se refiere a la cuestión misma del ”modelo”. resulta sumamente raro escuchar a algún japonés hablando de un “modelo japonés”. Su mención por fuentes extranjeras los llena de inquietud, porque no se consideran modélicos hacia afuera ni entienden que en Japón se haya aplicado internamente un sistema completo de intervención social capaz de tan imponente nombre.
Cuando se habla de modelo estamos ante un concepto polisémico, como ya se recordaba en la introducción. Por modelo podemos entender la matriz o maqueta cuya repetición exacta consigue una copia fiel del original. En la industria se utiliza en este primer sentido. También se dice que un modelo es algo, o alguien, digno de imitarse, en seguimiento de alguna característica ejemplar.
Ninguno de estos dos sentidos convienen al análisis que aquí se está proponiendo. La imitación repetitiva ya vimos que no es posible, en virtud precisamente del hecho diferencial representado por las tradiciones locales. Tampoco podemos pensar que de pronto una sociedad le parezca ejemplar a los demás. En todo caso, si Japón en algo les parece atractivo a sus vecinos no es, como vimos anteriormente, al precio de ocultar las limitaciones que perciben en las soluciones que Japón ha dado a sus problemas y en las dificultades actuales que vive este país. Japón interesa de verdad al SEA, pero los países de la zona ni quieren hacerse “como Japón” (no les interesa incurrir en idénticas situaciones críticas) ni podrían lograrlo (su idiosincrasia lo haría inviable).
Entre ambas traducciones del concepto de modelo queda un estrecho margen disponible, un corredor o sendero por el que puede caminar el lector. Por modelo aquí entenderemos un sistema de relaciones entre el Estado, la economía y la sociedad enmarcados en un mismo y estable territorio nacional. Se habla entonces de un sistema siempre complejo, que cambia perennemente, aunque sin mengua de cierta estabilidad de fondo. Se utiliza el concepto de modelo en su acepción de mecanismo sistémico, todo entero institucional, y cuyos efectos visibles solamente se vuelven transparentes cuando el análisis los ordena, buscando elaborar una explicación razonable de los hechos. En el caso de una sociedad, se habla de modelo en el sentido de “estructura”, o sea de sistema de relaciones entre las instancias política, económica y social que, como tres grandes lados, le dan a toda sociedad la forma imaginaria de un triángulo.
Afirmar que un modelo nacional puede “verterse” en otro territorio significa entender que dicho sistema de relaciones puede en alguna medida homologarse, funcionando análogamente al original. Lejos de las lógicas de la copia mecánica o de la originalidad absoluta, entramos en el terreno de los parentescos, de los parecidos, de las homologías internas de funcionamiento. Comprender a un “modelo” de esta suerte implica aceptar que, por debajo de las enormes diferencias (de raza, de religión, de tradiciones históricas), dos sociedades pueden acercarse en su modo de funcionamiento. Volvemos a situarnos plenamente en un terreno político, o sea en el terreno de las decisiones.
Porque si un gobernante (incluso autocrático) nada puede modificar sobre raza o religión y bastante poco en términos de atavismos históricos (salvo privilegiando algunos y amortiguando otros), en cambio es mucho lo que puede decidir sobre el funcionamiento institucional de su propia sociedad (y también respecto de otras sociedades, si ocupa una posición influyente en el plano internacional). La opción en favor de uno u otro sistema constituye una decisión enteramente política. Quizá sea la más grande y relevante de todas las opciones políticas, si estamos pensando en el interés general. Vistas las cosas de esta manera, lo propio de todo régimen político es orientarse hacia determinado modelo de sociedad.
Ninguno de los gobernantes asiáticos que antes se inspiró en Japón y que hoy alaba lo acertado de aquellas decisiones, ninguno de ellos está pensando que “imita” a Japón. Está suponiendo que escoge un modelo de Estado, de economía y de sociedad que, a su juicio, puede reportarle beneficios y ventajas a su país, porque dicho sistema de relaciones ya ha funcionado eficazmente en otros casos. Referirse a un modelo en esta acepción exige dejar de hablar en términos de sustancias o abstracciones. Implica situarse en circunstancias históricas concretas. Y lo concreto es que, en plena posguerra, algunas sociedades asiáticas fueron tomando prestados elementos de otra que las precedió, adaptándolos a sus propias condiciones nacionales, al par que manteniendo una serie de rasgos similares, aquellos que nos permiten sostener la existencia de un esquema relativamente parecido expandiéndose territorialmente en el Pacífico desde los años sesenta y que al final de los noventa pareciera llamado a iniciar una nueva dinámica de influencia internacional (a pesar de la crisis).
Un modelo es, antes que nada, el resultado de una historia. En consecuencia, el nacimiento y la difusión de ciertas constantes institucionales a partir de Japón serán vistos como etapas de un proceso encadenado de respuestas a un conjunto de problemas a resolver. En este punto de la argumentación es importante plantear tres tipos de cuestiones.
- Relativas a la configuración de las relaciones políticas en torno a un Estado.
- Conectadas con la organización del desarrollo.
- Tocantes a la creación de condiciones de concordia y estabilidad, tanto dentro de cada sociedad como en las relaciones entre cada una y sus vecinas.


EXPERIENCIAS COMUNES EN EL SUDESTE ASIATICO

Si queremos entender correctamente las relaciones que se establecieron entre las naciones del SEA (y que hoy en día siguen creciendo, incluso con motivo de la crisis), situémonos en un terreno comparativo. Procederemos a un breve recordatorio de las semejanzas y diferencias entre ellos. La doble hipótesis básica de este apartado se explica a continuación.
Las diferencias existentes entre los países del área eran (y en buena medida siguen siendo) de veras considerables: principalmente Japón y los cuatro “tigres” (o “dragones” o NICs -Newly Industrialized Countries- países de reciente industrialización): Corea del Sur, Taiwán, Singapur, Hongkong y, complementariamente, algunos países de la “segunda generación” de NICs, como Malasia, Indonesia o la zona costera de China continental. Sin embargo, acabaron prevaleciendo ciertas similitudes entre ellos, producto de decisiones estratégicas.
En dichas opciones podemos descubrir un orden lógico:
- congregar a sociedades dispersas alrededor de un Estado fuerte unificador y centralizador;
- lograr niveles de desarrollo económico compatibles con las condiciones de sobrevivencia de dichos Estados;
- convertir en lo posible a esos Estados en naciones, mediante el desarrollo de una sociedad civil lo más integrada o al menos lo más consensuada posible.
Por otra parte, dicho orden lógico se dobló en un segundo orden, cronológico: primero Japón, luego los cuatro “tigres” y más tarde una segunda generación de “tigres”.
Ambos órdenes, lógico y cronológico, constituyen el principal argumento para plantear la “centralidad” de Japón en el SEA. No solamente porque sus propias actuaciones económicas catalizaron la formación de la tupida red de intercambios que caracteriza a aquella zona. También porque las otras naciones del área se inspiraron en el caso japonés, a fin de orientar su propio accionar.

Comencemos por los factores que distinguen y separan entre sí a todas estas naciones.
- Industria.
La disimilaridad tal vez más importante es la estructura industrial de cada país (12).
Aquí merece la pena relativizar cierta tesis de la “nueva división internacional del trabajo” según la cual la industrialización de la periferia es principalmente consecuencia de la descentralización productiva de las grandes corporaciones norteamericanas y europeas. Sin duda fueron fundamentales en el caso de Singapur, pero jugaron un papel secundario en la industrialización de Taiwán, y fueron claramente menores aún en Corea del Sur y Hongkong (aunque en Hongkong, y en Australia, las grandes corporaciones financieras occidentales se hicieron más importantes desde la década de los 80, en buena medida canalizando, a través de Inglaterra, las nuevas corrientes ideológicas y los nuevos flujos de capital de las eras Thatcher y Reagan). El caso de Japón es conocido: el ahorro interno constituyó una fuente decisiva en la formación de capital; las grandes corporaciones extranjeras sólo recientemente comenzaron a intervenir al disputarle cuotas de mercado a las empresas nativas. La estructura industrial de Singapur se caracteriza por una conexión muy directa entre las corporaciones multinacionales y el Estado. La economía surcoreana (repitiendo desde el comienzo la orientación japonesa de las “shogo shosha” o grandes “tradings” organizadoras del comercio exterior) se centró en los llamados “chaebol”, nutridos y guiados por el propio Estado. Taiwán combinó, en una estructura flexible, grandes empresas nacionales, multitud de PyMEs, pero también una minoritaria aunque significativa presencia de firmas extranjeras americanas (ajenas por cierto en la arena económica japonesa hasta mediados de los 80) y también niponas. Hasta bien entrados los 80, el crecimiento económico de Hongkong se apoyó en firmas manufactureras locales, apoyadas por un Estado colonial benevolente encargado de dotar a las empresas con la necesaria infraestructura productiva y de subsidiar el bienestar colectivo, en la línea del laborismo tradicional inglés. El más reciente desarrollo del sur de la China continental significa la combinación de factores propios: capitalización nacional, importación de tecnología (antes que nada japonesa) y numerosos encadenamientos de pequeñas empresas en parques industriales, funcionando en las condiciones de un gigantesco enclave. Malasia tuvo que lidiar con condiciones bastante diferentes a las del resto de los casos citados: su estructura industrial se basa en una división funcional de las tareas y beneficios estrechamente ligada a la heterogeneidad racial de base y al hecho de que el principal activo malayo son sus abundantes recursos naturales.
De esta forma, no puede establecerse una correlación unilateralmente positiva entre el fuerte crecimiento económico de todos estos países y su estructura industrial previa. Todas ellas (y otras naciones que es imposible mencionar dado el carácter sintético de este libro) constituyen exitosas historias industriales. Pero, si llegaron a poseer tasas similares de crecimiento, fue a partir de situaciones industriales sumamente disímiles, como se ha visto.
- Especialización.
La especialización sectorial de las economías del SEA tampoco constituyó un rasgo en común, al menos en la mayoría de los casos.No fue la concentración del esfuerzo industrial en la industria pesada y luego en la electrónica (como había sucedido antes en Japón) lo que explica en diversos casos la competitividad de sus economías (13).
Corea del Sur, y en menor medida Taiwan, diversificaron desde el comienzo sus producciones en una gran variedad de sectores. Singapur escogió desde el comienzo concentrarse en unos pocos sectores: el petróleo y el “nicho” sumamente específico de los semiconductores. Su vecina Malasia hizo otro tanto con el petróleo, aunque en lo restante alternó la agro-industria (aceite de palma) y algunas especializaciones metalúrgicas (autos). Hongkong dependió básicamente de la profundización y mejoramiento de su original especialización en la industria ligera (textiles, accesorios, plásticos, zapatos), camino seguido también por la zona costera de China, aunque en este último caso alternándola con una industria metalúrgica de cuño e inspiración específicamente japoneses. La industria de Tailandia y de Vietnam se orientan hacia un desarrollo basado en la explotación de nichos propios basados en el potencial ya existente: agro-industria, turismo, electrónica de consumo.
Si algo común se desprende de tanta variedad (y aquí, de nuevo, tras la diversidad se divisa el magisterio japonés) es la adaptabilidad y la flexibilidad para responder a las demandas del mercado externo. Esas cualidades a veces se ejercieron mediante la presencia simultánea de varios sectores, otras por la sucesión de sectores prioritarios, sin olvidar a quienes lo lograron mediante la modernización de sectores tradicionales. La competitividad económica no parece el resultado de “imitar al ganador” sino de aprender de él “cómo ganar” en sus condiciones específicas.
- Estado.
Al comenzar sus procesos de rápido crecimiento, la heterogeneidad administrativa y estatal (14) no podía ser mayor entre todos los países del SEA.
Hongkong fue hasta 1997 una colonia británica, estatuto algo emparentado con la condición australiana de miembro de la “Commonwealth”: en los dos casos, varios rasgos ingleses del “Estado de bienestar” pasaron a formar parte de su mecánica normal en materias como educación, salud, protección laboral, etc. El paternalismo de origen público también existió, “per se”, en sociedades comunistas o filocomunistas como Vietnam, Mongolia, República Popular de China y ahora Myanmar (ex Birmania), en proceso de incorporación a la ASEAN. En todos los casos citados estamos en presencia de un aparato del tipo de los conocidos y analizados habitualmente en los países occidentales: piramidal, coercitivo, burocrático.
La situación de otros países de la zona es bastante diferente, cuando no la inversa. Poca o muy poca intervención pública previsional, en países como Japón, Corea del Sur, Malasia o Taiwán. En Corea del Sur, por ejemplo, el estado jamás consideró, como parte de sus funciones, la dedicación directa al bienestar de los trabajadores: la iniciativa privada de los “chaebol” fue introduciendo algunos elementos de paternalismo social, como empleos de larga duración y beneficios indirectos en materia de alojamiento, educación y seguro médico. Otro ejemplo interesante es el de Taiwán, donde el Estado sí que se preocupa por mejorar las condiciones de vida de la población y por reducir las desigualdades sociales, aunque dejándole al mercado la provisión de esos bienes y servicios a la población: el Estado se concentra únicamente en el campo educativo y en una supervisión general de la economía, asegurando un ritmo vigoroso de creación de puestos de trabajo y una mejoría generalizada de las condiciones de vida.
Japón ha adoptado un perfil intermedio, manejando el Estado directamente ciertos campos (educación, sanidad, seguridad ciudadana) y dejando otros a la iniciativa privada (crédito, seguros, transportes) aunque bajo estricta guía administrativa.
- Sociedad civil.
En pocas regiones del mundo se podría percibir más heterogeneidad que en el SEA en la manera de concebir y materializar lo que en lenguaje occidental solemos denominar sociedad civil, instancia decisiva entre el Estado y el mercado. En Asia, este término es de uso reciente y de importación occidental. La noción misma de relación entre individuo y sociedad varía fundamentalmente, así como la visión que se tiene del asociacionismo privado y de las instituciones intermedias (15).
En algunas sociedades impera una jerarquía racial. Sea como consecuencia de anteriores migraciones occidentales (Australia, Nueva Zelanda, Hongkong), o del predominio de unas razas sobre otras (Malasia, Filipinas).
Algunas sociedades están regidas por estrictas convenciones verticalistas y estatutarias: hemos visto el caso de Japón; podríamos agregar el de Corea del Sur y también el de Vietnam.
En otras, las relaciones sociales se desarrollan siguiendo patrones más funcionales, basados en el individuo y en su incorporación a “clanes”, como es el caso de China.
En consecuencia, el desarrollo de la sociedad civil ha variado según los casos: el asociacionismo civil es más fuerte en Japón que en China, las instituciones intermedias casi no existen en Corea del Sur (como consecuencia de una larga trayectoria colonial primero -bajo la férula japonesa- y luego dictatorial) o existen con un criterio predominantemente racial en países como Malasia o Indonesia.
Si algo en común sobresale entre tanta dispersión, quizá sea precisamente la debilidad o la falta de sociedad civil, en los términos en que surgió en los países europeos y a través de los cuales llegó a América Latina. La noción que cada país del SEA tiene de una buena relación entre la sociedad civil y los otros dos lados del triángulo (lo que podemos llamar concordia o consenso) permite cuanto menos pulverizar cualquier mito de “paz social” como un componente indispensable del proceso de desarrollo de la zona.
Singapur logró su estabilidad después de masivas represiones al comienzo de los años 60. A esas alturas, Japón ya había neutralizado un vigoroso movimiento popular surgido, paradójicamente, de las necesidades reformistas de la ocupación americana. Taiwán se “pacificó” relativamente después de la masacre de 1947 y el proceso de disciplinización social prosiguió hasta finales de los 70, sin que los tumultos internos provocaran debilitamientos en su tasa de desarrollo. De China continental puede decirse otro tanto: conviven, sin aparente lógica, fortísimas tasas de crecimiento económico y muy intensas represiones en la vida pública (Tiananmen es tan sólo un ejemplo) y en la privada (pensemos en la cruenta política de control de la natalidad). Vietnam ha vivido internamente militarizado desde hace 70 años y no tiene visos de desprenderse rápidamente de este modo de organización de la sociedad civil.

La moneda tiene, sin embargo, una segunda cara: han abundado los aspectos similares (ya se recordaron diversos “préstamos” tomados de Japón). A ellos convendrá referirse a continuación.

- Factor exógeno de tipo estratégico.
En la mayoría de sociedades del Pacífico asiático se produjo una situación de emergencia con motivo de las fortísimas tensiones y conflictos que se sucedían en las relaciones internacionales (16). Los países del SEA constituyeron uno de los frentes más “calientes” de la guerra fría.
Es muy conocido el caso de Japón: durante la guerra de Corea se transformó en retaguardia estratégica y en gran factoría de fabricación de los insumos necesarios para sostener el esfuerzo bélico norteamericano, iniciando de esta forma una vigorosa recuperación económica, que luego continuaría por méritos propios.
Otro tanto le ocurrió a Taiwán: la caída del Kuo-Ming-Tang en el continente y su repliegue a Formosa hicieron posible el acceso a la ayuda norteamericana, masiva, incluso indiscriminada y que desde entonces no dejó de regar la isla.
La experiencia de Corea del Sur es similar: surgida como nación al final de la guerra y de la consiguiente “partición” en dos zonas, Corea del Sur pasó a funcionar como tapón de la expansión de China (vía Corea del Norte) y como escaparate de los diferentes resultados producidos por tan antagónicos regímenes.
El caso de Hongkong quizá es menos conocido pero resulta igualmente significativo. Como consecuencia de la revolución de Mao, perdió su función tradicional de “mostrador” y ”depósito” del comercio chino, viéndose obligada a iniciar la producción industrial, como medio para sobrevivir sin sobrecargar demasiado al erario británico. Ni Inglaterra podía aceptar su independencia, equivalente a una virtual anexión que logró retrasar hasta 1997. Ni China podía aceptar la secesión de un territorio que históricamente consideraba parte de la “gran China”. Resultado: un “modus vivendi” que aseguró la conveniencia de ambas metrópolis, apoyado en dos pilares económicos: las nuevas tecnologías y el contrabando.
En algo se parece todo esto al caso de Singapur, inicialmente custodiada por tropas británicas (para evitar su anexión por Indonesia), más tarde formando parte de la federación malaya, luego dejada a su suerte por los británicos y finalmente rescatada a último momento por Estados Unidos, como parte de sus movimientos estratégicos en la guerra de Vietnam.
Malasia recorrió idéntico camino, siendo abandonada o protegida en virtud de similares motivaciones.
Y otro tanto sucedió con Tailandia (muro protector oeste de la guerra de Indochina) y con Filipinas (tradicional territorio de acantonamiento de tropas y pertrechos militares estadounidenses).
El punto crítico común de esta serie de ejemplos es la percepción, por parte de Estados Unidos, de un claro e inmediato peligro de expansión del comunismo en la zona. Las consideraciones estratégicas norteamericanas opacaron otros cálculos, de tipo económico (la rentabilidad inicial de cuantiosos préstamos, inversiones, cesiones de tecnología y abertura de mercados controlados por los norteamericanos) o de carácter político (la verificación de unas condiciones mínimamente democráticas por parte de los regímenes sur-asiáticos de posguerra). En un contexto dominado por la guerra fría, la ayuda británica y norteamericana resultó decisiva para el inicio o el fortalecimiento del proceso de desarrollo de los países de la zona.
Esto marca una diferencia sustancial con los países latinoamericanos de esa misma época, en los cuales el “comunismo” era percibido solamente como “enemigo interior” dentro de cada nación y combatido por ejércitos nacionales reorganizados en Panamá para luchar contra la “subversión”. La comunista Cuba era muy pequeña e incapaz, como se vio, de cumplir con América Latina el papel que China jugó con el SEA, a pesar de que lo intentó una y otra vez por medio del “foquismo” insurgente.
La política de muchos países asiáticos (y aquí vemos una de las vías de difuminación de la experiencia histórica japonesa) consistió en aceptar de entrada una fuerte dependencia político-militar con respecto a Estados Unidos, como precio a pagar por la ayuda (inmensa) que les permitió alcanzar mayores cotas de desarrollo y ejercer la dominación política interna con bastante autonomía. En algunos casos la condición fue un completo desarme, como en Japón o Singapur, en otros los países tuvieron que organizar fuertes ejércitos nacionalistas previamente inexistentes -Corea del Sur- o fortalecer los ya existentes -Taiwán, Tailandia-. El caso japonés es paradigmático de esta dicotomía entre lo político y lo económico. Aquí conviene aludir a la “doctrina Yoshida”, recordando al decisivo Primer Ministro japonés Shigeru Yoshida, en la primera posguerra japonesa. Puede ser descrita como una suerte de división del trabajo que establece un divorcio completo entre desarrollo económico e independencia nacional: el destino de otros países de la zona también fue dejarles a los americanos las decisiones político-militares, mientras ellos se limitaban a restablecer las maltrechas economías internas.
Al aplacarse la guerra fría, los dados estaban echados: se había configurado un bloque de Estados “vasallos” de Estados Unidos. No meramente dependientes: más bien siervos en lo exterior y autónomos en propia casa, un poco como los señores feudales europeos del siglo XIII en relación a su monarca. Al producirse el hundimiento de Rusia, hasta Indochina empezó a cambiar de campo y hoy en día asistimos a hechos inimaginables hace tan sólo 10 años: Myanmar entra en la ASEAN, Japón ayuda a Camboya, mientras que Vietnam mira con interés indisimulado los métodos aplicados en el país del sol naciente.
Sorpresa aún mayor: al debilitarse ideológicamente la propia China, no solamente deja de hostilizar a los vecinos sino que le “permite” a Mongolia iniciar una acelerada “japonización” estructural. Ella misma comienza su carrera capitalista por la doble vía del establecimiento de “zonas especiales” de desarrollo y de mantenimiento del “statu quo” de Hongkong, vuelto al redil chino para ayudarle a China a acelerar una compleja transición hacia el capitalismo.

- Factor exógeno de tipo económico.
Muchos de los países del SEA (Japón y luego la primera y segunda generaciones de “tigres”) basaron sus procesos de desarrollo en una intensa orientación de la economía hacia el exterior, y más concretamente a la exportación de productos manufacturados (17).
Algunos de ellos (Corea del Sur, Taiwán y luego Malasia) comenzaron practicando políticas de “sustitución de importaciones”. Para ello crearon desde cero una serie de industrias básicas, igual que había hecho Japón en dos periodos claves de su industrialización: a comienzo de la era Meiji y en el periodo 1945-1950). Como resultado, la zona en su conjunto (incluyendo los casos discordantes aludidos) comenzó a prosperar, cuando las naciones del SEA se comprometieron a reorganizar sus economías con miras a privilegiar la producción de bienes destinados a la exportación.
Japón fue el pionero: tras la guerra, retomó antiguas prácticas de producción directa para la exportación. No olvidemos varios factores coadyuvantes: Japón fue una temprana potencia naviera capaz de acarrear gran cantidad de productos hasta puertos extranjeros, dedicándose al desarrollo de macrocultivos dedicados en buena parte a mercados extranjeros, como la seda y el thé, entre otros. Por otra parte, reformuló su organización administrativa, poniendo al frente del aparato del Estado al famoso MITI (Ministry of International Trade and Industry: ministerio de industria y comercio exterior) cuyo nombre ya indica la vía estratégica elegida: producir para el mercado internacional. Esto significaba varias condiciones complementarias.
La primera era acrecentar la competitividad de los productos. Esto se logró al principio en razón de precios reducidos, ligados a la contención de los salarios. Más tarde consiguieron abaratar los procesos productivos por medio de la automatización. Luego, progresivamente, la ventaja comparativa provino de la calidad de los productos, en razón de su propio desarrollo y de su adecuación a demandas cada vez más específicas de los consumidores.
La segunda condición fue mantener un fuerte nivel de capitalización. Primer objetivo: conseguir elevados retornos en divisas por exportaciones. A continuación se empezó a aprovechar la elevada tasa de ahorro doméstico, incentivado por una estabilidad laboral capaz de resolver problemas familiares de gran calado como la adquisición de una vivienda o el pago de las matrículas escolares de los hijos. Paralelamente, se desplazaba o demoraba el consumo interno, exaltando el mantenimiento de cierta movilización paramilitar en las empresas, de una fidelidad corporativa a prueba de despidos y hasta de la tradicional austeridad del pueblo japonés.
La tercera condición tiene que ver con la estabilidad social. Esta se logró con la plena ocupación y con una resolución eficiente de las necesidades sociales. Todo el esfuerzo se concentró sin distracciones en la reverenciada tarea del desarrollo nacional.
El esquema japonés de reorientación económica fue inmediatamente conocido por los países de la zona. Estos captaron sin tardanza todas sus potencialidades. En Corea del Sur y Taiwán, en Hongkong, Malasia, Indonesia, Tailandia, etc, se produjeron reorganizaciones relativamente similares del aparato estatal, enfatizando la producción destinada a la exportación.
A partir de los años 60, se produjo una convergencia de factores favorables: ausencia de guerras mundiales, prosperidad europea y norteamericana, avance de la tecnología, diversificación de fuentes energéticas y cambio de patrones de consumo. La eclosión de tantas condiciones positivas permitió una auténtica explosión del comercio mundial. Los países del SEA estaban bien preparados para empezar a penetrar en mercados extranjeros, primero de Asia, luego de Estados Unidos, a continuación europeos y finalmente latinoamericanos. Supieron reaccionar con rapidez y gran sentido de la oportunidad ante esta segunda coyuntura exterior favorable.

- Factor endógeno de tipo social.
En América Latina suele darse en más de un caso una presencia influyente y hasta un neto predominio de la burguesía rural sobre parte o la totalidad del sistema económico nacional (con el contraste de los casos poco convencionales y poco influyentes de Cuba y Paraguay los cuales, por razones muy disímiles y en periodos históricos alejados, llevaron adelante reformas agrarias extensivas).
Contrariamente, los países del SEA de posguerra no contaban con una clase terrateniente significativa.
Japón ya había superado el problema en el siglo XIX, como consecuencia de la escasez de terreno disponible y de la cesión casi obligatoria de grandes extensiones rurales improductivas de los antiguos señores feudales al patrimonio público. En muchos casos, la propiedad se había trocado en acciones, empréstitos o créditos con los que los nobles de origen “samurai” pudieron iniciar actividades industriales. A tal punto Japón careció de latifundio que, por exigencias de la productividad en las condiciones de la agricultura capitalista tecnificada moderna, se hizo necesaria una reforma agraria en el sentido inverso del corriente. Durante la ocupación norteamericana se favorecieron los reagrupamientos de predios a fin de hacer posibles cultivos más eficientes de arroz y cereales. Se hizo valer a tales fines, entre otras medidas, el viejo derecho de primogenitura, a fin de no dividir el patrimonio agrícola en el momento de repartir las herencias (18).
En este sector, no puede decirse que haya habido directo magisterio nipón. Sólo, más bien, repetición de la experiencia vivida en Japón, materializada en reformas agrarias en Corea del Sur y en Taiwán, igualmente tuteladas por los norteamericanos. Como es obvio, ni Hongkong ni Singapur disponían de condiciones para que tal problema se planteara. Pero, en cambio, donde la imagen japonesa ha jugado un papel importante ha sido mostrando, por la vía negativa, que la existencia de una poderosa clase terrateniente constituye un obstáculo mayor para el desarrollo de un capitalismo dinámico, tanto en Asia como en el Tercer Mundo no asiático. Malasia no deja de percibirlo así: las autoridades hacen intensos esfuerzos para que la tierra deje de constituir el “negocio” particular de sus propietarios y pase a ser considerada como un activo, ciertamente de titularidad privada, pero también de indudable interés social (19).
Por contraste, el caso de Indonesia y de Tailandia son flagrantes. La ausencia de reforma agraria provoca en ellos una constante confusión entre la tarea (privada) de “hacer dinero” y el proceso (estructural) de “acumulación de capital”. La producción de bienes agro-industriales se mantiene concentrada en sectores excesivamente tradicionales, el grado de tecnificación es escaso (no se necesita una mejoría técnica sustantiva ya que el margen de beneficio es cuantioso en condiciones tecnológicas atrasadas), los salarios bajos, el nivel de gerencia obsoleto, la adaptación a las demandas del mercado mundial nula, así como acaba siendo dudosa la aportación final de tan importante activo al conjunto de la economía nacional (20). La gravísima crisis de Indonesia parece estrechamente vinculada con los factores antes mencionados.
En este punto, el contraste es considerable entre la mayoría de países del SEA (con la sola excepción de China; Vietnam ya había comunalizado sus tierras, bajo férrea tutoría estatal) y muchos de los países de América Latina. Valga un sólo ejemplo: algunas características de Tailandia o Indonesia en alguna medida podrían referirse por extensión al caso de Argentina, en uno de los múltiples aspectos en los que la experiencia suroriental es evocadora para este país.

- Factor endógeno de tipo cultural.
El cuarto elemento común a la mayoría de los países del SEA y que puede conectarse con su éxito económico y social es el elemento humano.
El factor humano resulta crítico para estos países. Se refiere a la disponibilidad de mano de obra educada, apta para “aggionarse” tecnológicamente a medida que los mecanismos y procesos de producción se hacen más complejos. Cuanto mayor es el nivel de calificación de la población trabajadora, más elevado es su nivel de productividad. Y esto, la mayoría de países del SEA lo consiguieron como consecuencia de sus afanes (21). Salvo Japón, los demás sufrían, al comenzar la posguerra, altos porcentajes de analfabetismo y deserción escolar.
Japón marcó la ruta a seguir. Es cierto que la educación popular es uno de los factores de cohesión social más antiguos de Japón, ampliando funciones de socialización general y de formación del carácter que, de paso, contribuyeron a la elevación del nivel educativo de la población y al aprendizaje extensivo de la lectura y de la escritura (¡en las difíciles condiciones a que obligan los “kanjis” o ideogramas de origen chino!). Es mérito japonés haber desarrollado nuevas “autopistas de la formación”, destinadas a fortificar y a tecnificar la mano de obra industrial.
Los países del SEA tuvieron ante sí una doble y simultánea tarea: alfabetizar a la población y enseñarle a trabajar, educándola posteriormente para que pudiera asimilar con mayor facilidad las crecientes exigencias tecnológicas de los nuevos procesos productivos. El desafío era difícil. Pero lo intentaron y lo lograron. En todas estas sociedades, el acceso al trabajo era considerado un bien suficientemente precioso para conformarse con salarios comparativamente menores que en países occidentales con un grado similar de desarrollo. Un empleo estable permite la sobrevivencia del núcleo familiar, de la misma forma que un crecimiento estable garantiza la sobrevivencia de la nación: tal es el núcleo central de la ideología transmitida por los aparatos docentes de los países de SEA. En los años 60, Corea y Taiwán en más de un sentido podían compararse con Argentina, Chile o el sur de Brasil, por lo que el caso asiático también aquí merece estudio en América Latina.
Este “factor humano”, bien educado y barato, pudo ser controlado por las dirigencias patronales y las autoridades administrativas de cada país del SEA. Con diversas modalidades nacionales, entre el capital y el trabajo se produjo el mismo acuerdo tácito que, en el plano exterior, fue posible entre el Estado y la metrópolis política: el sindicalismo poco a poco dejó de ser “sistémico” (luchando por un completo cambio de la estructura económico-social), para pasar a ser meramente “reivindicativo” (luchando más bien por una mejor repartición de la tarta económica, en forma de mejores salarios y beneficios anexos) y acabar siendo únicamente “integracionista” (constituyendo un factor más de la estrategia de sobrevivencia de cada empresa y, llegado el caso, del mismo accionariado).
Japón abrió las puertas: Douglas MacArthur recreó, casi desde cero, un sindicalismo que de “revolucionario” pasó a ser “de protesta” (vía fuerte represión sindical), tornándose finalmente “amarillo”: actualmente constituye un sostén precioso del capital en la siempre delicada tarea de ajustarse el cinturón en tiempos de crisis.
La empresa (particularmente la gran empresa) concedió a sus empleados un triple “tesoro”: trabajo permanente, salarios que aumentan por pura longevidad y una serie de beneficios indirectos (transporte, sanidad, facilidades educacionales, créditos blandos, retiros y, en ciertos casos, hasta domiciliación) adosados a la contratación. En pago, el obrero se entregó con alma y cuerpo a la empresa, aceptando que los antiguos sindicatos de clase se transformaran en simples asociaciones sindicales por empresa y hasta por planta productiva.
El “colaboracionismo de clase” es hoy día la tendencia sindical más frecuente en Japón y en el resto de los países del SEA, aunque en todos los casos constituyó una segunda etapa, tras inicios marcados por violentas confrontaciones entre obreros organizados y fuerzas del orden público. El pacto social básico no se produjo (ni en Japón ni luego en el resto de los países del SEA) entre un Estado paternal y una sociedad civil celosa de sus derechos individuales (como sucedió con el Estado keynesiano europeo de posguerra), ni entre un Estado dadivoso y una clase obrera cautiva del corporatismo estatal (como en la etapa peronista de la historia argentina). Se estableció directamente entre las grandes corporaciones con sus pequeños satélites productivos (bajo la forma de relación de subcontratación) y el conjunto de sus empleados (unidos en una unidad corporativa más influyente que cualquier unidad de clase).

Esta explicación cuestiona por la base dos tipos de explicación corrientes sobre la concordia laboral del SEA, considerada por muchos como “proverbial”.
Algunos suelen plantear una supuesta “naturaleza sumisa” de los asalariados del SEA, rápidamente convertida en rasgo “oriental” y fácilmente contrastable con una contraparte “occidental” igualmente capciosa: la de un supuesto irredentismo revolucionario “connatural” al trabajador de Europa, Norteamérica y, ya que estamos, de América Latina. La verdad es que los trabajadores asiáticos han sido (y son) tan díscolos (o tan sumisos) como los “occidentales”. Sucede, simplemente, que al tener a su alcance un pastel tan apetitoso como el ofrecido por sus florecientes economías, no han dudado en comérselo, igual que hicieron llegado el caso sus colegas europeos o norteamericanos, defraudando en cada caso las esperanzas revolucionarias de cúpulas excesivamente ideológicas y principistas (22).
La segunda explicación, igualmente incompleta, es el pretendido y ya comentado carácter “confucianista” de todos estos países, igualmente transformado en rasgo homogenizador de clases sociales opuestas en un mismo país y de países rivales en el seno de la misma región. Incluso si el confucianismo fuera moneda común en todos aquellos países (ya se dijo que no es el caso), dicha doctrina sólo podría explicar una mentalidad inicial de alta valorización de la educación, al identificar mejores cualificaciones profesionales con un más elevado nivel educativo (de forma similar a como ciertas formas de cristianismo favorecen la difusión de una mentalidad meritocrática). Pero de ninguna manera podrían dar cuenta de la progresiva racionalización de las conductas organizativas y las “performances” tecnológicas por parte de asalariados hasta hace poco iletrados y probablemente ajenos a la existencia misma de la filosofía de Confucio.
Tan cierta es esta afirmación que una de las razones que se dan para explicar los caminos divergentes tomados durante el siglo XIX por Japón (entrada muy rápida en la modernización e introducción a gran escala de los estudios técnicos) y por China (fuertes resistencias a un modo de organización que hubiera amenazado con desmembrar las formas tradicionales de dominación) es, paradójicamente, el predominio que sobre la dirigencia china todavía conservaba el confucianismo (23). El mayor o menor arraigo en el confucianismo explica, además, que China se caracterice por ser una sociedad burocrática de tipo clásico, siendo la japonesa definible a partir de un corporatismo más evolucionado, según fue ya comentado.
En resumen: las razones más plausibles para explicar la integración del factor trabajo en la dinámica de desarrollo impulsada desde el Estado no fueron ni caracterológicas (docilidad) ni ideológicas (filosofía concordista), sino notorias mejoras producidas en la condición de vida de los asalariados. Lo que desde un punto de vista europeo o norteamericano se entendería como salarios bajos o condiciones laborales serviles o denigrantes, en el Japón de los años 50, y luego en el SEA entre los 60 y los 80, era considerado como un auténtico éxito social: constituía (para los trabajadores) la diferencia entre tener o no tener trabajo y (para los gobernantes) entre gozar o no de paz social. El trabajo disciplinado, eficiente y barato constituyó un factor fundamental en el proceso de desarrollo de los NICs asiáticos (como en su momento también lo fue de la economía chilena, aunque otros factores sean diferentes). En los casos de Hongkong, Singapur y Malasia, era la iniciativa pública la que comenzó creando nuevas fuentes de trabajo (obras públicas, recolección, empresas de titularidad estatal). En Taiwán o Corea del Sur, la reintegración del campo al polo urbano predominante coincidió con el desarrollo de extensas redes de protección social, preferentemente de carácter privado y sujetas a control público.
La integración social se operó, en el conjunto de los casos citados incluyendo Japón, mediante una combinación de:
- protección y represión por parte del Estado,
- unos regímenes de repartición más ágiles que los del capitalismo occidental (por ejemplo, el norteamericano),
- desarrollo acelerado de nuevos tejidos sociales en los que han coexistido el control social y una sustancial ampliación del consumo “per capita” y
- adopción de unos regímenes de educación profesional ligados a la misma empresa, alertas a sus intereses, rápidos para responder a las exigencias tecnológicas y adaptarse a las necesidades del mercado exterior.
El juicio sobre las masas trabajadoras del SEA deja de situarse en el plano mitológico del confucianismo o en el plano racial de las debilidades caracterológicas, para colocarse en el contexto real de acceso de muchas naciones del SEA al desarrollo económico y social.

¿UN “MODELO” JAPONES PARA ASIA?


EL TEMA DEL “MODELO” JAPONES

En el capítulo anterior, la atención se centró en cuatro factores que explican el rápido desarrollo de los países del SEA: dos ligados a la situación internacional, otros dos a la actuación interna. Quedó claro, de manera general y alusiva, de qué forma Japón precedió a las demás naciones del área, sabiendo aprovechar coyunturas favorables y aplicar medidas oportunas.
El punto del que tuvo que partir cada una de esas naciones asiáticas era disímil. En los años 50 o 60 nadie hubiera dicho que con leña tan escasa podría provocarse tamaño incendio. Pero el avance se produjo, a pesar de los pesares, de forma relativamente acompasada gracias a aquellos cuatro factores prioritarios. Sin embargo, aunque Japón fue el primero en emprender lo que muchos han considerado una exitosa ruta, queda por aclarar en qué sentido la reiteración del mismo camino por otros países de la zona constituye la aplicación de un esquema inicial parecido, devenido modelo y con un reconocible origen japonés.
Convendrá centrar la explicación en torno a dos afirmaciones complementarias.
- De forma al mismo tiempo flexible y concreta, abierta y eficiente, ciertos instrumentos institucionales, que en su momento explicaron la profunda transformación de Japón, cuarenta años más tarde resultan útiles para entender lo que sucede con los “tigres” asiáticos, sean estos de primera o segunda generación.
- Tan insistente repetición de experiencias se produjo de forma conciente y voluntaria. En buena medida fue fruto de decisiones tomadas por los principales dirigentes políticos de la zona, con mayor autonomía de la que a veces se les atribuye.
Para concretar las afirmaciones anteriores se pueden introducir otras dos, a modo de ampliación.
- La existencia de elementos claves comunes a todos ellos permite identificar la presencia (tendencial) de un sistema aplicable a toda la zona. En el SEA podemos hablar de modelo “japonés” de forma igualmente aproximativa a como ciertos autores se refieren al modelo “anglosajón“ o al “germano”. Así se orientan por ejemplo investigaciones de amplia repercusión sobre el tema de los “modelos nacionales”, como las de Michel Albert, Masahiko Aoki o Ronald Dore (1).
- Las naciones del SEA aprovecharon extensivamente el archivo de experiencias y postulados, recetas y teorías acumulado por Japón. Fueron tomando elementos de manera circunstancial y adaptativa. Los casos conocidos así lo demuestran, por lo que no es conveniente identificar esta “modelización” con meras imitaciones mecánicas.
A efectos de más fácil comprensión, una definición operativa del sistema socio-económico-político japonés surge de la confluencia de tres coordenadas: un “Estado desarrollista”, una organización productiva “en cadena circular” y una sociedad “conservadoramente creativa”.
Veamos sintéticamente en qué consiste cada característica y cuando convenga entendamos la forma en que tales opciones institucionales fueron asumidas por los países del SEA.


EL “ESTADO DESARROLLISTA”: UNA HIPOTESIS EXPLICATIVA

¿Qué vinculaciones se establecen entre la presencia proactiva del aparato de Estado de un país y las dinámicas de desarrollo socio-económico bajo su jurisdicción? Esta es una cuestión especialmente compleja. Para responderla con acierto, resulta sortear algunos escollos habituales.
Se suele analizar a las naciones del SEA presuponiendo que en ellas el Estado ya es o procura ser (de acuerdo con la teoría política clásica occidental) actor soberano en lo interno, así como entusiasta participante de una comunidad de naciones interrelacionadas por el mutuo reconocimiento de sus libertades. La historia de la posguerra este-asiática muestra que esta explicación no es viable: en ella escasamente podemos hablar de soberanía. Esta no aparece bien parada si nos referimos a las constituciones internas, ampliamente inspiradas, cuando no impuestas, por las potencias occidentales. Tampoco sobreabunda la soberanía en sus diplomacias, sobremanera determinadas por la división internacional del trabajo y las tareas defensivas zonales. Si en el SEA buscamos “Estados” en el sentido completo y diferenciado del término, no los hallaremos.
Es justo agregar que hoy en día tampoco los encontraremos tan intervencionistas como antaño en los países capitalistas desarrollados occidentales, fuera de muy pocos centros metropolitanos. Al menos de esta idea es Susan Strange, entre otros, cuando explica que el Estado nacional “se va reduciendo” a medida que se extiende la realidad masiva de la globalización de los mercados, las comunicaciones, las finanzas y los procedimientos gubernativos (2).
A partir de análisis así orientados (consecuencia lógica de las teorías de la interdependencia de Nye, Keohane y otros), algunos se pasan al extremo opuesto (3). Partiendo de la escasa configuración autónoma de los aparatos de Estado nacionales de la actualidad, concluyen la inexistencia de auténticos regímenes de gobernación en dichos países. Se produciría una dominación burocrática directa por parte de élites autoritarias que mantienen explícitas y organizadas relaciones patriarcales con ciudadanos reducidos a la condición de siervos. Según esta visión, tampoco parece necesaria la existencia de articulaciones nacionales de la dominación, ya que se está visualizando una escena internacional dominada únicamente desde las multinacionales, sin patria ni ley. Los países individuales serían gobernados a través de relaciones casi personales escalonadas verticalmente, un poco a la manera como en América Latina se han organizado y gobernado las grandes haciendas (fincas, fundos, estancias, plantaciones, o como se las llame localmente), sin que parezca necesaria cualquier tipo de mediación burocrática.
En cambio, para entender a Japón y a los países de SEA parece aconsejable un camino intermedio que a continuación se explicará (4). En Japón y en el resto de países del área, el Estado surgió en la posguerra como pura necesidad de supervivencia. Japón, por ejemplo, había tenido un desarrollo temprano del Estado (de Yamato a Tokugawa), aunque alejado del sentido occidental habitual del término, como ya fue explicado. Singapur no tenía entidad estatal alguna hasta lograr su independencia en 1965. Su gobierno tomó entonces la simplísima forma de un sistema de coordinación y contención de las tres ramas étnicas (china, musulmana e hindú), buscando su viabilidad por el rústico método de mantener el orden interno. Corea del Sur apenas sobrevivió al asalto comunista de Corea del Norte, quedando desde entonces prisionera de la confrontación entre Estados Unidos y la República Popular China: el régimen inicial de Synghman Rhee tomó forma como mera superestructura administrativa, todo bajo estricto control norteamericano. En aquellos tiempos, Taiwán no era más que “Formosa”, una provincia china empobrecida y aterrorizada ante el avance de las tropas e ideas del maoísmo: labraba fantasías de reconquista pero en realidad se limitaba a servir de muro de contención. Hongkong constituyó directamente un anacronismo, una situación impuesta a China por razones económicas y políticas. El objetivo era doble: crear un canal de contacto con el exterior, a pesar del embargo decretado por las NN.UU. y trazar un camino de huída -o de expulsión- de refugiados políticos y tránsfugas económicos. Su forma administrativa constituyó una aplicación ortodoxa de la “British rule” en tan alejado enclave. Malasia planteaba una situación en parte similar a su vecina Singapur: en aquel momento, el Estado fue pensado como una serie de mecanismos tendientes a lograr la mejor concordia posible en una sociedad étnica y socialmente fragmentada. Pero visto desde otro ángulo su Estado también se asemejaba al de Taiwán: se trataba de reorganizar el funcionamiento social en forma de dualización entre el campo y la ciudad, ambos sujetos a proyectos y ritmos subordinados. Estas razones territoriales recuerdan suplementariamente el caso de Tailandia. Finalmente, Vietnam se está integrando de forma muy tardía a la dinámica de la zona. Lo logra de una manera propia: no es presencia estatal precisamente lo que le falta a esta república popular. En cambio, escasea la reconversión de los parámetros militares en industriales, igual que en el caso de Mongolia.
De acuerdo con los ejemplos mencionados, los países del SEA disponían de élites surgidas de los procesos de liberación, descolonización o desgajamiento de unidades mayores. Se trataba de grupos compactos unificados en forma de partidos o coaliciones políticas: consiguieron encaramarse en el poder en momentos diferentes. Su tarea más urgente era asegurar la viabilidad de las sociedades a su cargo. La consolidación de su poder permitió que se organizaran aparatos específicos, cuyo principio legitimador en ningún caso venía dado por la invocación al pasado.
Cabe insistir en esto último: la restauración imperial japonesa fue sobre todo un recurso retórico; en Indochina y Corea se trataba precisamente de regímenes basados en la deslegitimación de situaciones precedentes; en Malasia y Singapur se intentaba negar el estatuto colonial. La solución adecuada sólo podía provenir de una esperanzada y algo utópica invocación al futuro: durante la posguerra, el principio de legitimidad de los regímenes del SEA fue, principalmente, un proyecto consistente en trasformar a fondo las sociedades administradas por esas élites. Esa legitimidad necesaria, los nuevos Estados la encontraron en sus proyectos nacionales de desarrollo socioeconómico. El Estado cumplió desde entonces (y sigue cumpliendo en la actualidad) la función de promotor y director de cada proyecto histórico de desarrollo nacional, propósito devenido hilo conductor del discurso ideológico, criterio vertebrador de la organización administrativa y motor de la actividad económica (5).

Las formas mediante las que cada sociedad concretó dicho empeño fueron variando. Japón lo impulsó en las condiciones de la ocupación norteamericana. Corea del Sur montó su Estado con motivo de la guerra contra la mitad norteña. Malasia y Singapur lo lograron en el contexto del conflicto indochino. Hongkong lo hizo de acuerdo con las exigencias metropolitanas. Indonesia se vio envuelta en un doble proceso de descolonización exterior y de reacomodación de etnias y élites locales. Por su parte, Vietnam veía colapsado su desarrollo por la guerra, Filipinas por la guerrilla y Tailandia por las exigencias estratégicas que le tocó asumir por ser retaguardia occidental de una guerra ajena pero vecina, la de Indochina.
A pesar del cúmulo de circunstancias diferentes, el método habitual y bastante común de procedimiento fue que ciertas élites accedieron a poderes cada vez más estables y duraderos, pasablemente autocráticos y antidemocráticos, enarbolando la doble bandera de la supervivencia exterior (defensa) y del desarrollo interno (expansión económica). Se los puede considerar “Estados desarrollistas” (6) porque su principio de legitimación comenzó (y siguió) siendo la capacidad de dichas élites para promover y consolidar el desarrollo. Por entonces no importaba demasiado que lo lograran a través de democracias sancionadas electoralmente o por simple imposición armada.

¿Qué entendían por “desarrollo” las élites locales? Un sistema de actuación dotado de tres elementos.
- Altas tasas de crecimiento económico, conseguidas en breves años. En esta línea, la reciente creación de “zonas especiales de desarrollo” capitalista en la China comunista no hace más que reiterar la experiencia de Japón y de los “tigres” de primera o segunda generación.
- Cambios estructurales profundos en el sistema productivo, tanto de puertas hacia adentro como en su relación con la economía internacional.
- Reacomodación del comportamiento colectivo sobre la doble base de conquistas sociales mínimas y dirigismo estatal. De esta forma, beneficios sociales tan fundamentales como educación, salud, vivienda, trabajo, crédito y transporte se repartieron en un contexto de poca o nula participación política, incluso en lo referente a influenciar las pautas y ritmos de consumo popular.

El “Estado desarrollista” no se planteó los problemas del “Estado democrático”. Pudo ser o no formalmente democrático, siguiendo criterios de tripartición de poderes y elecciones regulares. La evolución de todos ellos fue similar, empezando por Japón e incluyendo progresivamente a la antes muy autoritaria Corea del Sur. Pero su eje de sustentación y su estilo de funcionamiento no buscaban ni buscan la “igualdad social”. Persiguen la “equidad comunitaria”. No plantean la igualdad de todos ante la ley. Este principio está inscrito en los códigos legales, pero sigue ausente de la vida social, si atendemos a la relación entre adultos y jóvenes, hombres y mujeres, letrados y rústicos, urbanos y campesinos, jefes y subordinados. En todos estos casos, quien tiene la supremacía es el primer miembro de cada par.
Las sociedades del SEA plantean, en cambio, la equidad de todos como miembros de idéntica comunidad: la nación se concibe como un proyecto histórico en el que todos están embarcados y del que se benefician de acuerdo a su estatus y condición, cada uno manteniendo su lugar en la escala jerárquica (7). Los “Estados desarrollistas” constituyen la expresión de sociedades estructuralmente desiguales aunque funcionalmente tal vez más equitativas que la mayoría de las extraasiáticas. En todo caso parecen más equitativas que muchas naciones latinoamericanas, incluyendo en la lista tanto a la socialista Cuba como al Chile ultraliberal.

La hegemonía que los “Estados desarrollistas” del SEA lograron sobre sus sociedades implicaba una condición previa: el establecimiento de sólidos consensos en torno a la primacía de la sobrevivencia territorial y el desarrollo económico y social, más allá de cualquier otra consideración. Como toda hegemonía que se precie, la establecida dentro de los países del SEA no sólo constaba de imposición. También la hemos de vincular a la legitimación que extensas y crecientes capas de población fueron otorgando a sus dirigencias estatales, a pesar de las condiciones políticas escasamente democráticas de dicha imposición. La fuerza de los “Estados desarrollistas” del SEA no radica en su grado de representatividad de la sociedad civil (como sucede en un planteamiento formalmente pluralista como el europeo o el latinoamericano). Nace de acaudillar y vanguardizar proyectos históricos de creación de nuevas naciones, en territorios viables y mediante niveles y condiciones de vida que los propios ciudadanos consideran cada vez más dignos (8).

Un rasgo crucial a considerar: con frecuencia, los “Estados desarrollistas” mantuvieron el marco social previo, fuera éste autoritario o formalmente democrático, ideológicamente liberal o comunista. Y así tenemos que el Estado militarizado vietnamita orienta hoy en día su mirada hacia el desmilitarizado Japón, mientras que la comunista China busca seguir la ruta abierta por el país nipón, campeón del capitalismo de la región. Más allá de distinciones que en los límites de este texto sólo es posible insinuar, el marco social previo de muchas de estas naciones era el de un elitismo predemocrático.
Otro rasgo, complementario del anterior: el objetivo primero y último de todo “Estado desarrollista” es la transformación de los intereses y deseos, de los ritmos y dinamismos de una sociedad civil que, al menos en las primeras etapas de este esquema de desarrollo, no fue considerada por las élites gubernativas como un verdadero actor social. Cuando la élite arrastra a su sociedad hacia una completa subversión económica que, sin embargo, no implica cambios sensibles en la estructura de poder, entonces estamos ante un “Estado desarrollista”. El conjunto de los del SEA cumplen esta doble condición (9). Si queremos entender porqué un proyecto tan netamente elitista concitó tanto apoyo popular, tendremos que entender que, por la doble vía del desarrollo doméstico y del reposicionamiento internacional, lo que el “Estado desarrollista” persigue es la refundación (caso de Japón) o directamente la fundación (caso de todos los “tigres” o “dragones”) de la identidad nacional (10), afirmando la presencia de cada una de ellas y luego de la región como conjunto en el concierto internacional.
Para un “Estado desarrollista”, en consecuencia, el desarrollo económico no es el fin último. Es tan sólo un medio de lograr la fundación o refundación nacional, en las condiciones de una estable y sostenida dominación interior de la élite sobre la sociedad. La lógica interna y hasta la ideología oficial de un “Estado desarrollista” son fundamentalmente políticas, ya que expresan proyectos de autoafirmación colectiva legitimados por una correcta y suficiente inserción de la población en la dinámica social.

Llega el momento de plantear una cuestión mayor.
¿Cómo se fueron constituyendo en términos generales “Estados desarrollistas” que repetían en líneas fundamentales la experiencia histórica japonesa?

El Estado arquetípico del SEA no comparte muchas de las características de aquellos Estados occidentales relativamente autónomos (respecto al contexto internacional) y cuyas actuaciones se mantienen independientes de las instancias exteriores a su propia administración burocrática. Se trate de dictaduras militares, de administraciones autoritarias o de regímenes plebiscitarios unipartidistas (podemos incluir a casi todos los estados del SEA en alguna de estas tres categorías), en el SEA la gobernación sigue careciendo de Estados altamente diferenciados (11) como los de Europa, por considerar este caso alternativo. Cuando un Estado del SEA interviene en su sociedad, lo que se observa es simplemente una serie de mediaciones institucionales del ejercicio del poder social. La actuación estatal refleja complejos equilibrios de poderes entre sectores de las élites dominantes. Diversas ramas de la burocracia estatal transmiten las posiciones en juego mediante el doble y simultáneo sistema de la alianza estratégica y de la competencia táctica.
La situación que hemos visto en Japón puede extenderse al resto de naciones del SEA. Dado el carácter básicamente elitario de la dominación social, y aunque en último término es la burocracia quien “gobierna” a la sociedad, la distinción entre ámbito público y ámbito privado no está muy desarrollada en estos países, al punto de considerar que muchos de ellos están dotados de “gobiernos privados”. El proceso de decisión se basa en la cooptación y la intermediación, típicos procedimientos elitistas, traducidos en mecanismos consultativos, en inteligencia organizativa y en aprendizajes técnicos. El resultado es que todos “participan” y muy pocos ”deciden”. Lo que vimos anteriormente en el caso de Japón puede ahora extrapolarse al caso de los NICs asiáticos: el Estado logra una auténtica “gubernamentalización” del comportamiento societal por la vía de reunir y consolidar las diferentes posturas de la élite predominante. La burocracia dirige la economía. Lo hace directamente, a través del sector público de la economía o (cuando éste decrece o se elimina) por medio de la planificación central, la reglamentación administrativa y el manejo de incentivos y disuasiones propios de los mecanismos crediticios y fiscales. Pero también dirige a la sociedad civil. El Estado fomenta políticas de pleno empleo, de educación obligatoria y gratuita, de salud pública, de acceso al crédito, de buenos servicios comunes. En intercambio de todo ello, el asalariado individual y su representación sindical cooperan a la continuidad de un proyecto global que necesita años y constancia para lograr pleno éxito.
El “Estado desarrollista” no recuerda por su forma la pirámide de poder de la teoría política occidental clásica. Más bien remite a una tupida red, estable y extremadamente móvil, propia del “rizoma” que proponen como mera hipótesis teórica los pensadores Deleuze y Guattari. En el caso del SEA, son los grupos dominantes los que, en los momentos y territorios en los que su acción es decisiva, ejercen influencia a través de los múltiples, diferenciales y a menudo contradictorios canales de una administración burocrática que no podríamos imaginar como algo homogéneo o monolítico. Las élites gobernantes disponen de instrumentos dispares, entroncados con la única representación formal del organigrama administrativo de manera heterogénea y a veces cambiante. El rizoma del “Estado desarrollista” se comporta como un tejido con dos tramas diferentes. Por fuera está dotado de rigor lógico. Pero debajo suyo se desarrollan las auténticas disputas sociales (aquellas que resultan características de naciones hegemonizadas por élites) con mayor o menor participación colectiva.

Cuando decide acometer un problema, el “Estado desarrollista” dispone de una capacidad de acción amplia y convincente. En el plano doméstico y en el internacional.
Por ejemplo, el Estado es capaz de garantizar el pleno empleo de la siguiente forma: “concede” a cada sector industrial, comercial o financiero altos márgenes de beneficio y recibe de éstos, en “compensación”, la obligación de captar el máximo posible de mano de obra disponible. De forma complementaria, el Estado puede asegurar salarios crecientes sin que crezcan comparativamente los impuestos o manteniendo el nivel y el ritmo de consumo doméstico más convenientes en cada momento, a efectos del “desarrollo nacional”. El Estado también puede asociar las tareas de formación profesional al desarrollo tecnológico de las industrias. Puede vincular el beneficio de la salud con el derecho (satisfecho) a trabajar. Puede desarrollar todas las obras públicas necesarias (incluyendo la reconstrucción urbana tras terremotos y otros cataclismos), aprovechando la iniciativa municipal y reutilizando el ahorro privado. Los “Estados desarrollistas” del SEA han podido superar en pocos años largos periodos de estancamiento y subdesarrollo, lanzando a toda la población hacia metas comunes.

En lo que toca a su orientación internacional, les ha sido posible galvanizar las energías colectivas en pos de la producción de insumos destinados a la exportación. Gracias a la considerable capacidad de “planificación incitativa” que los caracteriza, los “Estados desarrollistas” se transformaron (primero Japón y luego los demás) en “Estados exportistas”. El concepto de “exportismo” pretende enfatizar el papel clave de la internacionalización técnica de la producción (característica de la actual etapa del capitalismo) coincidente con la globalización comercial (hecha posible gracias a las condiciones de ausencia de confrontaciones bélicas y de intensificada interdependencia sociopolítica). El “exportismo” (12) consiste en una reestructuración del funcionamiento productivo nacional con el objetivo (flexible y adaptable) de ocupar posiciones crecientes en el mercado internacional. Cuando un “Estado desarrollista” opta por una estrategia “exportista” (en todos los casos asiáticos mencionados sucedió así) no lo hace para vender o “colocar” los productos de que dispone. Con inversa lógica, pretende producir aquellos bienes que sean más fácilmente colocables o vendibles, de acuerdo con las cambiantes necesidades del mercado. La coordinación burocrática imperativa hace posible el cambio de prioridades. Así, Malasia no abandona el aceite de palma pero se centra en la metalurgia; Japón no abandona la metalurgia pero recentra su capacidad de capitalización y su I+D en la electrónica. El avance de la tecnología permite por su parte atender selectivamente y adaptarse a un mercado cada vez más segmentado. La masiva producción textil de las “zonas especiales de desarrollo” del sur de la China resulta cada vez más especializada, atendiendo a las características específicas de cada nación y, dentro de ellas, de cada edad, sexo, mentalidad, condición social y nivel adquisitivo, al punto que el concepto mismo de “camisa” o cualquier otra prenda de vestir se difumina en incontable cantidad de especificaciones.
Comparado con el esquema occidental de política desarrollista, el “exportismo” es mucho más extravertido que autocéntrico, ya que depende del acceso a fuentes externas para su capitalización y su equipamiento tecnológico. También es mucho más globalizador que autosuficiente: no parte de la base de sus recursos estratégicos (la mayoría de los países del SEA carece de territorios, población, fuentes energéticas o materias primas de valor estratégico). El “exportismo” se orienta a la reinversión más que al consumo. En ellos, las divisas se traducen en reinversión, el excedente global se transforma en ahorro, se detiene una excesiva expansión del mercado interno, crece la capacidad de autocapitalización autónoma. Los países regidos por la opción exportista ponen énfasis en las nuevas tecnologías: los procedimientos productivos automatizados permiten una mayor flexibilidad productiva, transformando la economía de escala en multitud de economías de sistema y hasta de nicho, igualmente masivas aunque mucho más especializadas.

¿Qué etapas o momentos podemos distinguir en el surgimiento de los “Estados desarrollistas” del SEA? (13). Bajo una férrea reglamentación, el exportismo como proyecto nacional ha traspuesto sucesivos momentos evolutivos en el conjunto de países de la región, primero en Japón y luego en los NICs de primera y segunda generación.

En sus estadios iniciales, el “Estado desarrollista” se concentró en el objetivo de asegurar una presencia estable de alguno de sus productos (tradicionales y a veces no tradicionales) en el mercado internacional.
Dicho objetivo incluía múltiples exigencias internas: organización de producciones masivas estandarizadas, mantenimiento de la competitividad por medio de la contención salarial, intensa acumulación de capital por la vía de la reutilización del ahorro familiar y, cuando éste escaseaba, de las subvenciones estatales, facilidades fiscales y crediticias, contención del consumo interno. Durante esta etapa, la presencia del Estado fue decisiva por varios conceptos.
- Permitió asegurar mínimas condiciones sociales para tamaño esfuerzo económico (a través de mejoras en los salarios y condiciones de vida).
- Aseguró requisitos para el éxito exterior del esfuerzo nacional (por medio de la determinacion de prioridades productivas y de la coordinación del esfuerzo exportador).
Segmentos diferentes de la élite competían a través de sectores estatales diversos, aunque sin poner en peligro la continuidad de la estrategia común. Esto puede ser afirmado de Japón y, luego, de Corea, Taiwán, Malasia, etc.

A medida que las economías desarrollistas exportadoras se fueron consolidando, surgieron nuevos sistemas productivos y modalidades inéditas en la competencia. Ya no se trataba únicamente de “perseguir” las exigencias del mercado sino de “anticiparlas”, transformando en liderazgo una presencia comercial creciente. Los ejemplos abundan en el ámbito de la electrónica de consumo, por poner una imagen que salta a la vista: walkman, diskman, karaoke, tamagotchi, game-boys, generaciones de Nintendo, son algunos de los ejemplos japoneses de esta nueva tendencia que, en otros sectores, prolongan Corea (automoción), Singapur y Taiwán (micro-procesadores), etc. Esto significa una continua y sostenida elevación del nivel tecnológico del proceso productivo.
La competitividad de cada nación o de cada producto ya no dependen del mayor o menor control de factores claves. En efecto, la velocidad de difusión de las innovaciones tecnológicas conspira contra el secreto industrial y relativiza la influencia nacida de patentes y copy-rights. La competitividad proviene de la mayor o menor capacidad de innovación de los bienes y servicios ofrecidos. Así, los productos más poderosos e influyentes son los que demuestran mayor capacidad de desarrollo, de crecimiento, de difusión en variedades y gamas de nuevas aplicaciones y posibilidades, siendo en éste caso un ejemplo contundente el del software y la computación en general.
Por razón de la propia dinámica social, la competitividad deja de estar basada esencialmente en una producción con bajos salarios: se le prefiere la versatilidad y multifuncionalidad de una mano de obra mejor educada, aunque cueste más cara. El papel del Estado sigue siendo clave en esta etapa, a pesar de la propaganda en contra de quienes anuncian la “retirada del Estado” a medida que mejora la tecnología. El Estado incluso amplía su presencia en esta etapa, aunque por supuesto transformando de cuajo el estilo de su presencia. Tras observar los casos de Japón, Taiwán y Corea del Sur, tres funciones específicas se le pueden atribuir al “Estado desarrollista” en este nueva etapa de su crecimiento.
- Asume la capacidad de promover mayor capacidad de aprendizaje para el conjunto de la población. No sólo redefine en un sentido funcional ciertos objetivos de la educación escolar (avanza la idea que un mayor dominio de la lengua inglesa es indispensable para enfrentar la vida del siglo XXI y que una mayor diversificación es necesaria, teniendo en cuenta las preferencias individuales y una desigual repartición de cualidades y destrezas), sino que interviene indirectamente regulando una más eficiente y adecuada educación “on-the-job”, siempre a cargo de las empresas, pero más ayudada ahora en recursos y mejor fiscalizada por una burocracia pendiente de los resultados económicos.
- Interviene apoyando a que las empresas logren un mejor y más facil cumplimiento de las exigencias de la competencia internacional. Esto supone flexibilización y desregulación en el contexto de subordinación de las políticas sociales a los requerimientos de la exportación. Aquí, de nuevo, interviene la administración: ya sea regulando constantemente el mercado laboral (y, en estrecha relación, el de la educación), ya sea abriéndolo o cerrándolo según las conveniencias de sectores de población no tradicionales (población femenina y migración económica extranjera).
- Proporciona apoyo institucional, financiero y logístico a la innovación tecnológica, productiva y comercial, sosteniendo nuevos procesos, auspiciando nuevos productos, haciéndose eco de inéditos estilos gerenciales, asimilando tendencias de marketing. Por medio de investigación propia o cada vez más estimulando la ajena, desde el Estado se espolea la innovación. En lugar de ostentar la titularidad de empresas, el Estado se limita a un indirecto (pero clave) papel de incitador de la tarea de la mejora constante de la calidad.

De esta sumaria descripción de algunos aspectos del tipo de Estado característico del “modelo japonés” se siguen algunas conclusiones bastante claras:
- Se trata de un Estado con muy poca autonomía exterior (propio de sociedades dependientes) aunque con mucha mayor autonomía de la que se piensa a la hora de intervenir en los procesos internos (elaboración de consensos basados en el intercambio de fidelidades corporativas contra mejoras socio-económicas).
- El Estado muestra una alta capacidad de movilización política en torno a objetivos económicos, lo cual le asegura: rapidez de intervención en los mercados, flexibilidad para adaptarse a las modificaciones comerciales, así como una especial capacidad para incorporar nuevos conceptos, dimensiones o modalidades de los procesos productivos.
- Se ha demostrado que el Estado brinda considerable estabilidad institucional. Esto significa: fidelidad sostenida por parte de poblaciones que otorgan su voto a las formaciones o coaliciones que mejor les aseguren las mismas condiciones sociales; continuidad de políticas de equidad social por parte de una administración interesada en elevar desde la base las condiciones de vida, de renta, de consumo, de educación, de salud, etc., de la población.
- Se trata, finalmente, de un tipo de Estado que no piensa modificar su concepción desarrollista. Por ejemplo: Japón sigue siendo definido como una “sociedad industrial en desarrollo”. Esto último implica el mantenimiento de un proyecto (o intento) de movilización masiva de la población en torno al objetivo (político) de labrarse un destino histórico a la altura de sus sueños: opulento en lo interior (¿quién determina el punto final del crecimiento?), influyente en lo exterior (ya no por la vía de las armas, sino por la de la economía: comercio, inversiones, finanzas, tecnología). En consecuencia, entra dentro de lo pensable que podamos asistir en el futuro a nuevas etapas en el desarrollo de organizaciones políticas pensadas para el desarrollo.


UN MODELO PRODUCTIVO APOYADO EN LA EXPERIENCIA JAPONESA

La demolición del muro de Berlín, símbolo del hundimiento de los regímenes comunistas de Europa del este, abrió paso a un hecho sin precedentes: terminó la pugna entre los dos paradigmas socio-económico-políticos hegemónicos en el mundo del siglo XX, capitalista y comunista. El combate se canceló por abandono de uno de los contendientes. Desde 1989, la economía mundial en toería se unificó alrededor de un solo sistema, el capitalismo, con el que complementariamente se suelen relacionar esquemas políticos formalmente democráticos y culturas urbanas que evolucionan hacia la individualización.
Es cierto que hablar de un capitalismo “mundial” resulta desmedido, a poco que tomemos en cuenta las enormes diversidades surgidas en todo el globo. Hoy día, la situación evolutiva de la sociedad internacional es sumamente heterogénea. Se mantienen las viejas naciones capitalistas desarrolladas, básicamente Estados Unidos, Canadá y el núcleo inicial de la “comunidad europea”: Inglaterra, Alemania, Francia y “Benelux” -Bélgica, Holanda y Luxemburgo-. A este primer núcleo se pueden incorporar Suiza y los países nórdicos. Otras naciones que desde antiguo también habían optado por la senda capitalista no se han movido de su condición sub-desarrollada: se hallan en el Tercer Mundo latinoamericano, africano o asiático. En seguida, a esta lista hemos de agregar nuevos países que al mismo tiempo son capitalistas y “se han subdesarrollado”: los que antaño constituyeron el llamado “bloque del este”. El catálogo se completa con la mención de países desarrollados no occidentales, como precisamente los del SEA que ahora estudiamos.
A todos solemos ponerles la misma etiqueta de “países capitalistas”. En torno a ellos puede establecerse un amplio consenso sobre hechos como el siguiente: aunque no se sabe a ciencia cierta si el capitalismo “reina” como único monarca del mundo, parece claro que no tiene alternativa visible ni desde el punto de vista teórico ni desde el punto de vista político.

¿Qué entender por capitalismo? Siguiendo la ruta trazada conjuntamente por Marx y Weber, es útil considerarlo como un sistema complejo que ensambla o combina tres tipos de sistemas organizativos: económico, social y cultural. Es momento de explicitar de qué estamos hablando (14).
- El primer elemento característico del capitalismo es un centro de producción (de bienes, servicios o transacciones) fundado en la propiedad privada de los medios técnicos de fabricación, en la unidad sistemática entre manufactura y dirección y en la desigualdad estructural entre actores productivos (trabajadores, cuadros técnicos, gerentes, accionistas y propietarios).
- De esta característica matricial, económica, se deduce una segunda, social: el régimen de producción capitalista tiende a conllevar (no es necesario afirmar que provoque inmediatamente o que determine por necesidad automática) una sociedad análoga a aquella organización productiva y fácilmente identificable:
. dotada, en lo político, de regímenes estratificados y corporatizados con mando vertical (formalmente democráticos o incluso autoritarios y hasta dictatoriales);
. girando alrededor de un mercado en principio “libre”, comandado por la invocación de la ley de oferta y demanda (sosteniendo algunos principios de la libre competencia, pero cuando conviene también negándolos, anulándolos o pervirtiéndolos);
. compuesta, desde el punto de vista organizativo, por un régimen de integración/exclusión ligado a la existencia de sistemas estables de estratificación social (a veces mediante la formación de clases sociales, otras en forma de élites y hasta de castas con contenidos étnicos o religiosos propios).
- Como “cemento” tendencialmente aglutinador de una sociedad capitalista podemos identificar un tercer elemento, de tipo cultural: se observan sistemas de ideas extensamente difundidos y aceptados por vastos sectores de la población y que persiguen una triple racionalización justificadora:
. del productivismo, en tanto que igualdad de todos ante el consumo (objetivo perseguido por individuos y grupos como expresión del crecimiento de la nación);
. de la democracia representativa, en tanto que igualdad formal de todos ante la ley y posibilidad ideal de que cada uno disponga de las mismas oportunidades (de trabajo, educación, enriquecimiento y manejo del poder);
. de la existencia de jerarquías en cada subsistema de la vida social, en tanto que necesidad técnica, a fin de asegurar una buena organización de los cometidos de cada institución.

Hablar de ”capitalismo” significa definir la vida social como una serie de círculos concéntricos en torno al hecho productivo. Como consecuencia de lo cual, la empresa pasa a ser el centro neurálgico del fenómeno capitalista. Surge una pregunta: ¿qué significa el capitalismo a nivel de empresa?
El principal objetivo de toda empresa capitalista es el rendimiento del emprendedor, se llame gerente, propietario individual o cuerpo de accionistas. La búsqueda sistemática de provecho constituye un método apto para obtener dos resultados: maximizar las utilidades (existe capitalismo sólo si existe coincidentemente un mercado, como lo prueba el desarrollo histórico de los países de Europa occidental) y optimizar los márgenes de beneficio (existe capitalismo sólo si la organización fabril funciona en un contexto de propiedad privada, como lo demostró, por la vía negativa, la experiencia reciente de los países de Europa oriental).
Para lograr propósito tan primordial como el de la capitalización y los beneficios, el camino siempre es el mismo: “aumentar la productividad”. Se han seguido estrategias interconectadas tendientes a aumentar la productividad de la empresa capitalista. Las estrategias pueden referirse a los “factores físicos” de producción: en tal caso el mecanismo de productividad no es otro que la modernización tecnológica. O pueden idearse programas relativos a los “factores personales” de la producción, opción según la cual la búsqueda de productividad se identifica con el perfeccionamiento de los recursos humanos. Salvo en algunas situaciones propias del “capitalismo salvaje” (en Inglaterra en los albores del siglo XIX, en el SEA en las postrimerías de la guerra...y en algunos momentos de aplicación de las políticas ultraliberales en América Latina), ambas vías estratégicas se entrelazan, completándose.
Por otra parte, tanto la modernización técnica como el desarrollo de los recursos humanos atravesaron varias etapas. En cuanto al primer elemento, pueden distinguirse periodos de desarrollo técnico incremental, según el factor clave y hasta según el género de insumo energético en juego. Se pudo reconocer una revolución del carbón y otra del petróleo, la de la energía nuclear y, finalmente, la actual que consiste en una combinación energética entre las antiguas mencionadas y otras alternativas. Si en sus formas más primitivas la revolución industrial significó pura mecanización del trabajo humano, pasó luego a formas más perfeccionadas, tomando en cuenta el factor humano. Procuró extraérsele más rendimiento al trabajador a través de la organización burocrática, de la gerencia científica y, en fases más recientes, reconociendo la necesaria “satisfacción” que el asalariado ha de encontrar y retirar de su trabajo. La “satisfacción” pasó a entenderse en sus vertientes económica y social. En la fase presente del capitalismo, predominan las estrategias sistémicas: se entrelazan los aspectos tecnológicos y los humanos, en el contexto más amplio de la globalización, logrando la combinación de factores endógenos y exógenos.

Parece, por lo que se va diciendo, que tendría que existir una tendencia convergente, por parte de diferentes sistemas económicos, a acabar transformándose en un modelo único. Francis Fukuyama y otros analistas lo anuncian como proceso inevitable para el año 2050. Sin embargo, la observación de la evolución del sistema capitalista muestra, justamente en la dirección inversa, la consolidación y el recrudecimiento de las diferencias. Al punto de poder afirmarse que existen varios capitalismos o, si se prefiere, caminos crecientemente distintos para concebir y aplicar la misma estrategia sistémica global (15). El objetivo inicial del capitalismo abarca demasiado y no asegura la unidad del conjunto: sólo sirve para proponer un marco teórico general.
Varían, para empezar, las circunstancias históricas en que Estados Unidos, Alemania y Japón realizaron su revolución capitalista. Estas tres naciones siempre son citadas como referente principal del capitalismo mundial, a la hora de comenzar, desarrollar y consolidar sus procesos de industrialización. También varía el modelo empresarial utilizado en las tres naciones, al triple nivel de la organización de la producción, la gerencia y las relaciones laborales.
No es misión de este libro analizar comparativamente los modelos productivos norteamericano, alemán y japonés. Para su propósito basta con identificar algunos puntos básicos que permitieron a los países del SEA reconocer la existencia de un “modelo productivo japonés”, para iniciar posteriormente la asimilación de varios de sus rasgos definitorios.

Desde el punto de vista económico, Japón constituye un tercer modelo dentro del capitalismo, con características que lo distinguen de los otros. Desde un ángulo social, Japón constituyó la primera sociedad que lograba industrializarse sin tornarse más individualista, contrariando uno de los postulados básicos de las teorías evolucionistas sociales. Y ofreció el primer ejemplo de país capaz de adquirir comportamientos habitualmente considerados “modernos” (entendiendo de tal suerte, por ejemplo, la racionalización generalizada de comportamientos individuales y usos sociales) sin “occidentalizarse” (no adoptando principios igualitarios que son habituales en las sociedades europeas y americanas), contrariando en este caso la unánime previsión de las teorías ilustradas de tipo liberal o marxista. El desconcierto surge cuando, en contra de expectativas generalizadas, un país con características tan inusuales como Japón se sitúa, económicamente hablando, en el pelotón de cabeza del capitalismo mundial, en aspectos tan significativos como producción industrial, comercio exterior, inversiones directas e indirectas, finanzas, tecnología y cooperación para el desarrollo (16). Resulta complejo explicar porqué se produjo tan espectacular performance. Algo fue dicho al hablar de las experiencias comunes que la posguerra permitió vivir a los países del SEA: una coincidencia fortuita entre afán de sobrevivencia y ayuda norteamericana, una combinación exitosa de disciplina social interna y aprovechamiento de coyunturas internacionales favorables. Todo ello en el marco del acrecentamiento de las condiciones domésticas y exteriores de intercambio económico, gracias a avances decisivos en la tecnología.

Para resumir el carácter propio del modelo económico japonés, se pueden escoger rasgos fáciles de identificar y comprender. Echemos mano del arsenal de los capítulos 2 y 3: allí se propuso una explicación estructural de la sociedad japonesa. Tres conceptos nos ayudarán a captar ahora la peculiaridad económica del Japón: grupismo, cooperación y tutela estatal.

Observemos, para comenzar, la presencia de un elemento de carácter social. Es adecuado definir a Japón como una sociedad “grupista”. La explicación de este rasgo no tiene que ver con genes o atavismos sino con definiciones históricas. Pero sea por las razones que sea, el resultado final es una nítida configuración del hecho económico como proceso grupal (17).
Lo que tiene entidad en Japón no es tanto o tan sólo el individuo visto por separado, se lo considere como trabajador, cuadro técnico o accionista. La actividad económica arranca y se ejecuta por entero en el seno de grupos. La persona no es individuo a secas sino el individuo-en-su-entorno, un individuo agregado al contexto social en el que se integra.
En términos económicos, grupismo significa dos cosas. La primera es que ningún individuo es indispensable. Un operario puede ser remplazado por otro, aquel gerente decide mudarse, la lista de accionistas se modifica al cambiar de manos los paquetes accionariales. Todo puede cambiar...pero no cambia. Porque (segundo rasgo del grupismo), las personas no desempeñan únicamente funciones individuales. Los individuos se diluyen en un colectivo mayor y desarrollan comportamientos celulares. Forman parte de redes o tramas muy diversas. Tomemos el ejemplo de una planta industrial. En la cadena productiva se agrupan equipos de 12 a 15 personas. En esa fábrica también vemos otros grupos: los técnicos, los suministradores subcontratistas, los administrativos, los gerentes, los accionistas. Todos estos grupos son permanentes y sus miembros se entrelazan de múltiples formas: constituyen el macrogrupo que corporaliza e identifica a una planta productiva, cuando no a toda la corporación. El sistema celular permite crear unidades más complejas, duraderas y eficientes.
En Japón el funcionamiento económico es tan compacto que a veces parece rígido. De hecho, muchos se empeñan en considerarlo sólo como un rasgo pintoresco, favorable o desfavorable según la opinión que tengan del país. Pero, por razones ajenas a todo folklore, los empresarios consideran que este sistema defiende mejor sus intereses: en él se apoyan para estipular contratos de larga duración en condiciones más fácilmente digeribles para los asalariados. Estos, por su parte, tropiezan con menos impedimentos para ligar su trabajo (y, más allá, buena parte de su sociabilidad, su educación y su ideología social) a la suerte de empresas cuya estabilidad los favorece.
El grupo ya constituía la unidad productiva básica tradicional, tanto en el arrozal campesino como en el taller urbano. Esto explica en parte la distractiva “desviación culturalista” de tantas identificaciones rápidas entre el rápido desarrollo nipón y el “grupismo japonés”, dándole a este último término categoría de atavismo explicable por las peculiaridades irrepetibles del alma nipona. Las condiciones específicas del capitalismo industrial sin duda aprovecharon el arraigado uso histórico. Pero le dieron una nueva significación.
- Lo que había sido traducción de la jerarquía vertical del “ie” (familia extensa) a las tareas productivas precapitalistas (agrícolas o artesanales), se volvió división social del trabajo acorde con la planificación burocrática (flexible y centralizada) del Estado capitalista.
- Y lo que parecía un traslado de la organización militar a la productiva (al igual que en el medioevo europeo, los mismos contingentes de población alternaban la milicia y la labranza) permitió la trasmutación de la organización técnica (calcada al comienzo de la “gerencia científica” taylorista) en organización humana (la empresa como unidad de destino).
La dimensión grupal sigue dictando el estilo de la totalidad del proceso productivo japonés.
- En su punto de arranque, la producción está centrada en el esfuerzo colectivo. Si nos limitamos al caso de los trabajadores manuales, los miembros de una cuadrilla desempeñan gran variedad de funciones, entre las que van rotando para evitar la monotonía y poder ajustarse más flexiblemente a las características y ritmos de la manufactura.
- En su punto de llegada, la comercialización está destinada a un mercado compuesto por grupos igualmente compactos, en función de los cuales se va “desarrollando” cada producto.
Las condiciones técnicas (relaciones hombre-máquina como eje de la cadena productiva) se alían con las empresariales (preferencia por los contratos prolongados en condiciones de salarios comparativamente altos). Ambas, en conjunto, le dan un impulso renovado a la tradición grupista del productivismo japonés.

Hay otro aspecto que permite identificar un capitalismo “a la japonesa”. Es consecuencia del grupismo y se refiere esta vez a un rasgo organizativo: la cooperación interindustrial (18). Las empresas son muy autónomas unas de otras. El comportamiento segmentario se traslada al funcionamiento empresarial, transformándose en feroz competencia entre corporaciones y hasta entre plantas diferentes de la misma firma.
Bastarán dos ejemplos, entre centenares posibles. La compañía automotriz Nissan-España compite con Nissan-Japón por el mismo segmento de mercado. Introduce un modelo de coche, el Mistral, enteramente fabricado en Barcelona y que encuentra aceptación entre el público japonés. La publicidad y el marketing bien pueden enfrentarlo con otro modelo de la misma marca fabricado en Japón, considerado un rival comercial igual que los otros. En el terreno de las grandes superficies comerciales, la sucursal Kitaoji de la cadena comercial Vivre, en Kyoto, controla la importación de una gama especialmente apetecible de vinos chilenos. De hecho, los clientes no pueden adquirir vinos con similares características en el resto de supermercados de la cadena. Lo que muchos han denominado la “excesiva competencia” del capitalismo japonés (es uno de los temas estrella entre especialistas, ¡desde hace 30 años! (19) se aplica con más razón entre corporaciones rivales y entre subcontratistas de una misma gran corporación.
Se observa, en paralelo, un segundo fenómeno. Al mismo tiempo que una encarnizada competencia, se producen intensas comunicaciones y constantes interacciones entre plantas de una misma firma y entre empresas de la misma rama productiva.
- Se consigue ese efecto mediante el traspaso de información. No se refiere a datos sobre novedades tecnológicas: una de las razones aducidas para explicar la larga duración de los contratos laborales es proteger los secretos de cada firma, y para empezar el secreto de investigaciones que conducen a la obtención de una patente industrial. Se alude, más bien, a información sobre las características del mercado. Esta circula con sorprendente libertad a través de los boletines de las organizaciones empresariales, como reflejo obligatorio de la que brindan los medios de comunicación de masa, auténticos especialistas en perforar el blindaje de las políticas de marketing de cada empresa, creando una interpretación propia sobre las tendencias mercantiles.
- La cooperación empresarial también se logra por la práctica de una continua negociación, buscando acuerdos que a todos aseguren un normal desempeño de sus actividades. Estas negociaciones se refieren tanto a los procesos productivos como a los salarios, a los niveles tecnológicos y a las políticas de comercialización.
- Existe un tercer elemento clave de cooperación empresarial, producto del sistema de subcontratación que liga a multitud de pequeñas empresas con una gran corporación coordinadora. De formas flexibles e incluyendo cantidad de elementos de sociabilidad informal, una marca que controla su cuota de mercado “encarga” a una pequeña factoría local la especialización en tal o cual aspecto. Tomemos, de nuevo, el ejemplo de la industria automotriz. Honda pone la marca, el diseño, la ingeniería, el armado y el marketing. Pero encarga la mayoría de los elementos a pequeñas empresas de autopartes que fabrican para la firma matriz. Cada vez que es necesario, las dota del capital y la tecnología necesaria. En contrapartida, las plantas subsidiarias se atienen al ritmo marcado desde la central. Una proporción creciente de piezas de un coche se fabrican fuera de las usinas de la marca: frenos, cristales, neumáticos, piezas del motor, partes de la carrocería y del chasis, etc. El holding garantiza la vida económica de las pequeñas unidades. Pero éstas no son simples filiales, manteniendo con aquellas una relación flexible, nunca definitiva, renovable anualmente y munida de un aspecto de incertidumbre que las espolea a servir “justo a tiempo” lo que la marca necesita.

¿Cómo conciliar los aspectos diferentes y hasta contradictorios de una cooperación interindustrial que reúne tanta interacción y tanta competencia? Llegamos al tercer elemento de una economía “a la japonesa”: la tutela estatal. El Estado ha sido y continúa siendo un factor decisivo del juego económico (20). Cada vez menos como productor, según fue explicado. Cada vez más cumpliendo funciones de arbitraje, regulación y coordinación. Repasemos estos tres papeles. Veamos que en ningún momento el Estado anuncia que dejará de cumplirlos.
- La primera tarea tutelar de la administración es asegurar la libre competencia. Esto supone crear renovados espacios y condiciones para la conciliación, transformando el dinamismo positivo de la disputa (considerado ocasión para el incremento de la iniciativa empresarial) en impulso dirigido a la macrocoordinación (vista como exigencia de la productividad y la competitividad). El Estado no les pide a las empresas que sean razonables y que eviten el oligopolio. Procede indirectamente, mediante un régimen de incitaciones. Estas incluyen regulaciones relativas a las condiciones técnicas de producción, a los niveles salariales, al uso de patentes, a la protección del medio ambiente, a los mecanismos de distribución y comercialización, etc. En segundo lugar, explicita y regula los modos de actuación exterior de las empresas locales, auspiciando, coordinando y sosteniendo el esfuerzo (que pasa a ser común) de acceso al mercado internacional en buenas condiciones, a fin de consolidar significativas cuotas de exportación. El rol del Estado es, ¡nada menos!, asegurar en la medida de lo posible el predominio de los productos fabricados por firmas japonesas.
- Esta acción tutelar implica una estricta repartición de funciones entre la empresa y la administración.
. A la empresa le incumben “funciones económicas”, concepto muy amplio que no sólo incluye capitalización, producción y comercialización (en un proceso mucho mejor encadenado que en los modelos económicos occidentales) sino que se extiende a la organización de los asalariados (mediante el tutelaje de la actividad sindical) y a su protección individual y familiar, proveyendo condiciones necesarias complementarias al salario como transporte, educación, alojamiento, seguro sanitario, acceso al crédito y ciertos aspectos de la responsabilidad legal.
. A la administración le toca la macroplanificación interna y la estrategia exportadora. Se encarga de crear un terreno común obligatorio en el que las actividades económicas se desarrollen pacíficamente.
- Esta drástica repartición de funciones entre los ámbitos público y privado exige que aquél establezca procedimientos de coordinación. Tiene que impedir que la autonomía de cada esfera degenere en desconexión. En concreto, tiene que mantener un control público sobre la actividad privada. Para tal fin, la burocracia utiliza el instrumento de las “comisiones”.
. Algunas comisiones “arbitran” intereses privados contradictorios que llegan a las altas esferas sin orden alguno a través de las reparticiones ministeriales y departamentales. Se trata de arbitrajes políticos, traducidos en acuerdos consensuados que se toman en las instancias de conducción del Estado (el consejo de ministros y complementariamente el parlamento).
. Otras comisiones son técnicas. “Regulan” tanto las interacciones entre empresas en un mismo mercado (inseparablemente doméstico y exterior) como las relaciones entre las empresas (agrupadas en confederaciones) y el conjunto de la administración pública. De estas comisiones técnicas surgen reglamentos de todo tipo que, según su carácter, serán transformados en leyes, decretos, normas o recomendaciones, de acuerdo a temas y circunstancias.
- La “coordinación” entre variables se logra mediante un constante esfuerzo, por parte de la administración estatal, de armonización de los tres componentes del ”triángulo” que constituye el núcleo duro de la organización económica japonesa: el factor productivo (mediante contingentes laborales y empresariales que practican el “colaboracionismo” de clase), el factor político (mediante partidos y asociaciones que actúan como “intermediarios” de intereses sectoriales no canalizados por el hecho productivo) y el propio factor burocrático (mediante la armonización de intereses tan diversos) (21).

Ya que tenemos definida la especificidad macroeconómica del modelo japonés, pasemos revista a su especifidad micro-económica, concretada en un modelo peculiar de empresa. Se puede hablar de un “modelo empresarial japonés” porque se perciben acentos propios en los tres niveles constitutivos de toda institución empresarial: la organización productiva, la gerencia y las relaciones laborales (22).

Se suele indentificar la organización productiva japonesa como “kaizen”, término cuya etimología nos remite a conceptos como mejora, calidad y adaptación. En tales ámbitos encontraremos una forma sencilla de explicar las preocupaciones productivas del kaizen.
- La primera tiene que ver con la máxima adaptación posible al mercado. Ya vimos que lo propio de la maquinaria económica japonesa no es colocar sus productos sino servir a sus consumidores. Esto implica un seguimiento detallado de las fluctuaciones del mercado, responsabilidad de políticas de marketing dinamizadas por el esfuerzo privado y la coordinación estatal. También supone una decisión técnica: fabricar sólo la cantidad necesaria de productos específicos, según requerimientos detallados del mercado a conquistar o abastecer y en el momento preciso para su inmediata comercialización. “Just in time”: justo a tiempo. Así se denomina el primer resorte productivo del “kaizen”. Ahora bien, producir con oportunidad exige diversas condiciones internas y externas.
. A nivel interno se precisa una extrema flexibilización de la producción, tanto en cantidades de mercancía como en variedad de productos, en forma de “gamas” extensibles casi indefinidamente. Consecuencia de dicha flexibilización productiva es que la fuerza de trabajo se adapta constantemente a los flujos de producción, que aumentan o disminuyen, se disparan, se estancan o se anulan de acuerdo con un mercado que hay que controlar diariamente.
. A nivel externo, se modifica la relación entre la empresa central y los proveedores. Estos se acoplan al ritmo cambiante de la empresa madre, con la consecuente y radical reestructuración de sus faenas en estricta y dependiente relación con ella. Cada unidad productiva se compone de un “núcleo central” de procesamiento, abastecido por un “parque de proveedores” (pequeñas o medianas empresas localizadas a corta distancia de la planta principal), con el complemento de una “zona de consolidación” (consistente en unidades productivas de apoyo o reemplazo).
- En su segunda acepción, “kaizen” se refiere a “políticas de calidad”. La dimensión de la calidad se integra en el proceso mismo de fabricación. Este tema es uno de los más difundidos en la literatura internacional sobre economía japonesa. Sólo cabe recordar que la tarea esencial del equipo productivo es una comprensión socializada del proceso productivo en su conjunto, a fin de ejercer estricto “control” de la calidad en las diferentes etapas de fabricación.
. Antes de su comienzo, mediante una adecuada homogenización de criterios. Esto incluye la formación de destrezas individuales y de cualidades polivalentes, así como una buena repartición de funciones y reemplazos.
. Durante la marcha, mediante la determinación del ritmo productivo más adecuado. Se trata de compaginar exigencias incialmente divergentes: las que oponen los planes del empresario con las posibilidades físicas y mentales de los productores; las que distinguen los ritmos de la usina central de los proveedores exteriores subcontratados.
. Posteriormente a la fabricación, los trabajadores se agrupan en “círculos de calidad”. Su tarea es evaluar los resultados obtenidos y emitir sugerencias que permitan vencer dificultades o eliminar “cuellos de botella” originados por desfases en el ritmo productivo.
- Hay un tercer nivel de comprensión del “kaizen”. Tiene que ver con la disposición material de los factores de producción. El modelo japonés de organización productiva constituye una completa readaptación del fordismo, a fin de lograr lo que se ha denominado una “cadena curva y grupal”.
. Del individuo aislado se pasa al grupo semiautónomo: cada equipo es responsable de una etapa de la fabricación de un producto. La imagen automotriz viene otra vez en nuestra ayuda. Cada grupo tiene bajo su responsabilidad un elenco complejo de operaciones intercambiables. Piénsese, por ejemplo, en el carrozado de un coche, en su posterior equipamiento y en el revestimiento final. Lo interesante es que el grupo fabricante también se encarga de reparaciones cuya complejidad o nivel de dificultad no reclamen la presencia del ingeniero. La cuadrilla vela por el mantenimiento de máquinas cuyo nivel tecnológico es relativamente sencillo. El grupo se encarga de las reparaciones normales, caso frecuente.
. De la monoocupación se pasa al perfil complejo. Intentan superar la caricatural (pero certera) imagen de Charles Chaplin apretando durante toda su existencia aquellas dos únicas tuercas, como se veía en la célebre película “Tiempos Modernos”.
. De la cadencia uniforme se pasa a la cadencia situacional. Esta depende de las exigencias propias de la cinta mecánica y de las máquinas que le están adosadas. El retiro de una pieza defectuosa o la reparación de un desperfecto, un accidente o el abandono incidental de un trabajador, pueden provocar la ralentización o la detención momentánea de la mecánica productiva. El ritmo también viene marcado por la llegada de insumos procedentes de las empresas subcontratistas: un corte en la ruta que comunica a la pequeña unidad con la central ocasionará retrasos en la alimentación de la cinta mecánica.
. De la política de almacenaje se pasa a una ausencia casi total de stock. Sólo se fabrica lo que traen las empresas filiales. Previamente, un miembro de la red de comercialización tuvo que solicitar los productos que se van a ensamblar: los ha vendido antes de tenerlos disponibles. Le serán entregados poco después, apenas terminada su fabricación. Tienden así a desaparecer aquellos inmensos hangares adosados a las fábricas, típicos de otros sistemas productivos.

Como parte de la configuración de un modelo japonés, se suelen distinguir modos específicos de organización gerencial. Se basan en la colaboración entre actores económicos, se trate de directivos o trabajadores. Estos temas han sido sumamente publicitados. Aquí sólo queda enfatizar los aspectos relevantes al desarrollo de la hipótesis explicativa de este libro.
- A nivel directivo, la colaboración se traduce en el sistema denominado “ringi-sei”. Alude al pedido, por parte de un inferior, de que el superior emita opinión sobre un tema debatido. En la práctica, consiste en obtener acuerdos en torno a cualquier asunto propuesto, haciendo circular en sentido horizontal y vertical un documento que detalla los términos del problema o propuesta a considerar. El objetivo de establecer acuerdos previos a la ejecución de cualquier asunto nació de las nuevas prácticas administrativas impuestas a la burocracia por el régimen Meiji. Luego se extendió a otras esferas de la vida social, con especial énfasis en la empresa. Se trata de “amasar” los materiales de un problema hasta que el pastel resultante (producido con la ayuda material o formal de los interesados) sea del gusto de todos los comensales. Este estilo de toma de decisiones es proverbial y ha sido objeto de detalladas y amenas descripciones. Lento a la hora de optar aunque veloz a la hora de ejecutar, ya que se han eliminado los impedimentos para que comience la puesta en práctica de la decisión. Todos los ejecutantes están en el asunto. Los eventuales jefes del futuro ya dieron su acuerdo: a la celeridad ejecutiva se agrega continuidad en el complimiento del plan trazado. La mención del sistema japonés de toma de decisiones resulta útil por varios motivos.
. Ilustra la primacía que la noción de medio y largo plazo ocupa en la concepción japonesa de “management”. La productividad y la competitividad dependen, es cierto, de la prontitud de la respuesta productiva, pero en tanto y en cuanto la decisión sea tomada contando con un adecuado posicionamiento. Obligados a optar, al apresuramiento siempre preferirán una lenta mejoría estratégica; cualquiera que haya tenido tratos administrativos, comerciales, financieros, etc, con japoneses podrá ratificar esta explicación. La gerencia japonesa sólo se entiende como un liderazgo empresarial de medio y largo plazo, rasgo que explica la extrema durabilidad de las cúpulas directivas y de las políticas impulsadas por ellas.
. El ”ringisei” también ilustra la búsqueda de máxima integración entre actores económicos en decisiones que, de todas maneras, dependen de la inciativa vertical. Valga un ejemplo: el “paseíto” que cada posible decisión (por minúscula que pueda parecer) da por las mesas de múltiples mandos intermedios funciona como recordatorio de la unidad sustancial que los miembros de una corporación mantienen entre sí. La concordia ha de presidir toda decisión, única forma de hacerla eficiente en términos económicos, por su rapidez, su contundencia, la solidez de sus motivaciones y la oportunidad de los instrumentos puestos en práctica.
. Tan significativo resulta este mecanismo (a un tiempo operativo y simbólico) que se lo acaba extendiendo a todos los niveles productivos, hasta lograr (ese es al menos el objetivo buscado) que los miembros de la organización se transformen en parte activa de un organismo viviente (estamos en plena mentalidad organicista). Cada estrato tiene mecanismos de concertación horizontal que le son propios: los círculos de calidad actúan vigorosamente en dicha dirección. Por su parte, la corporación desarrolla dispositivos de concertación vertical. En virtud de una misma lógica, los estratos superiores se comprometen a considerar con detenimiento las sugerencias de los subalternos (volvemos a la etimología de “ringisei”). Se desencadenan mecanismos y procedimientos que favorecen una buena relación vertical: se reduce el número de signos exteriores diferenciadores del rango, como uniformes, servicios o despachos por categorías. Estos recordarían demasiado un desnivel estatutario que la ideología de la colaboración se esfuerza al contrario en atenuar.
- El comportamiento directivo “paternalista” tiene una contraparte: el funcionamiento “colaboracionista” de los trabajadores. Esta característica de una gerencia basada en la cooperación estimula la fácil y extensiva aceptación, por parte de los asalariados, de uno de los mayores grados de “polivalencia” que se conocen en todo el capitalismo mundial (24).
. Los trabajadores son extremadamente móviles dentro de su grupo, reduciendo a polvo las prolijas (y rígidas) especificaciones del sindicalismo occidental, el cual divide a los trabajadores en “categorías” según destrezas o niveles de calificación. En Japón, en cambio, los trabajadores serán juzgados por la destreza que muestren en el desempeño de tareas encomendadas a toda su cuadrilla. Será ésta la que reciba el premio o la amonestación, una vez evaluada la calidad del trabajo. Las tareas productivas no se organizan en torno a criterios fijos o rígidos, como en la cadena fordista. Se van reagrupando, modulando, a medida que el grupo conoce mejor las características de su producto (especificaciones técnicas, de ritmo, etc) y las exigencias de su “desarrollo”. Un mismo producto va desplegando nuevas potencialidades. En parte por las mejoras logradas gracias a sugerencias emanadas de los círculos de calidad. Así, un mayor peso de la puerta de los refrigeradores permite evitar más fácilmente el descongelamiento. Las mejoras también son exigidas por los reclamos del mercado. Las mujeres japonesas cocinan menos que antes. En consecuencia, “sus” refrigeradores necesitan menos espacio para productos frescos como frutas y verduras. En cambio, las amas de casa esperan que la “congeladora” sea más amplia, ya que tendrá que guardar durante varios días lo que se cocinó el fin de semana.
. La mano de obra también manifiesta su polivalencia dedicándose al mantenimiento de los factores de producción. El operario es su propio mecánico, su propio limpiador, su propio arsenalero, etc. Mediante este procedimiento, adquiere conciencia de su responsabilidad en el buen funcionamiento de las máquinas.
. Polivalencia significa, finalmente, absorción del ausentismo. El grupo no padece la ausencia de uno o dos de sus miembros inasistentes por la razón que sea. El mismo grupo fiscaliza que las ausencias respondan a causas plenamente justificadas. El control social que unos miembros del equipo ejercen sobre otros es fuerte: el jefe de sección sólo se apersona en circunstancias críticas. En consecuencia, los trabajadores van a trabajar incluso estando enfermos. En los hospitales y consultas médicas, los médicos están acostumbrados a recetar dosis contundentes a sus pacientes, a fin de mantener a raya molestas gripes o inoportunos reumatismos: un ausentismo poco justificado haría peligrar la estabilidad laboral del paciente.
- Desde el punto de vista de la organización gerencial, el sistema económico japonés se caracteriza así por una doble dependencia productiva, con respecto a los proveedores y con respecto al propio personal de la empresa.
. La dirección empresarial no sólo ha de cuidar de los asalariados que se desempeñan en la planta. Los cuidados deben extenderse a los proveedores: en efecto, ¿cómo lograr un buen ritmo productivo interno sin una perfecta coordinación entre las empresas subsidiarias y la planta central de procesamiento? El manto previsor de la empresa acaba incluyendo también a los vendedores: solamente una buena integración de esfuerzos entre el marketing y la fabricación puede asegurar un ritmo productivo adecuado.
. El “management estratégico” concibe la actividad económica como un circuito complejo y totalizador: el proceso comienza con las compras, pasando luego al suministro, la fabricación, la distribución, el marketing, la venta y el servicio postventa. La economía constituye un proceso que arranca en el aprovisionamiento y concluye en el cliente, dándole a éste la función de pivote de todo el mecanismo...y dándole al directivo la responsabilidad de orientar todo el proceso productivo en dicha dirección.

En páginas anteriores fueron apareciendo aspectos referidos a las relaciones laborales, tal como se las entiende en Japón. Algunos de ellos merecen ser tenidos especialmente en cuenta, como elementos definitorios del modelo japonés de empresa.
- La empresa japonesa se centra en el factor humano. No es preciso afirmar que, a diferencia de los casos alemán o norteamericano, el capitalismo japonés de repente se haya vuelto humanista. Basta con plantear que la opción productiva en favor del “kaizen” y la preferencia gerencial por el “ringi” resultarían inviables de no mediar un recentramiento de todo el proceso económico en el factor humano. El capitalismo norteamericano y el europeo ya habían llegado a la superación de la antigua explotación “científica” del trabajo, prefiriéndole poco a poco una preocupación más efectiva por la “satisfacción” de los actores involucrados en el proceso económico. En el caso japonés, el recentramiento del proceso productivo en el trabajador aparece desde el inicio de la modernización y se expresa de modo mucho más radical que en Occidente. Sin embargo, a diferencia de autores como Eisuke Sakakibara o Ronald Dore, en este libro no se lo considera un rasgo “antropológico” del capitalismo japonés que lo oriente hacia el “populismo”. Lo importante es sostener que una integración productiva tan intensa, abarcante y exigente como la del “just-in-time” vuelve inútil cualquier opción en favor de un desarrollo tecnológico indefinido. Al visitar plantas productivas de las que salen productos tan sofisticados como autos, computadoras o juegos electrónicos, llama la atención, por contraste, la sencillez de las máquinas diseñadas para dichas fabricaciones. En Japón, la tecnificación solamente es aconsejable cuando puede acoplarse rápida y convenientemente al esfuerzo humano. Este resulta cada vez más mental y es evidente que la técnica contribuye a alivianar o eliminar esfuerzos humanos innecesarios. Pero no existe en la economía japonesa una particular obsesión mecanicista. Si es cierto que Japón fue pionero y aún es usuario mayoritario de la robótica, el reemplazo de hombres por máquinas sólo ocurre en el caso de procesos productivos en los que se puede renunciar al esfuerzo humano con ventajas. La robotización se refiere a tareas pautables de antemano. Sólo funciona bien bajo estricta dirección por parte de personal especializado. Lo mismo puede decirse de los procesos de automatización. Japón dispone de tecnología suficiente para automatizar sectores enteros de su economía: textil, servicios bancarios, electrónica de consumo, autodiagnóstico médico, etc. Pero sigue prefiriendo el recurso al capital humano, más dócil y al cabo más barato.
- Por otra parte, al exigírsele a los trabajadores japoneses un elevado grado de polivalencia, ciertas contrapartidas resultan indispensables.
. Algunas son de tipo técnico. Así, la cualificación, la adaptabilidad, la permeabilidad a la innovación tecnológica y un alto nivel general de instrucción.
. Otras son de tipo político. Un proyecto nacional de desarrollo basado en la expansión económica exige buena integración estratégica entre los protagonistas de dicha expansión. La integración se logra por medio de un régimen de relaciones paternalistas: la jerarquía se oculta tras el rostro dulzón del consenso.
. Finalmente, son necesarias contraprestaciones directamente laborales. Se ha dado en llamar “tesoros” a un tipo de modelo de relaciones interindustriales que otorga al trabajador garantías suficientes para estimularlo a un esfuerzo productivo prolongado en el tiempo y difícil por la disponibilidad personal que le exige.
- Los “tres tesoros” del sistema japonés de relaciones laborales son el empleo vitalicio, la promoción por antigüedad y el sindicalismo de empresa (25). Se trata de tres soluciones consensuadas entre el capital y el trabajo. Buscan responder a una pregunta crucial: ¿qué medidas adoptar para asegurar el buen funcionamiento de un sistema que no sólo se apoya más que otros en el factor humano, sino que precisa una cómplice integración de esfuerzos entre quienes llevan adelante la empresa?
. Se ha hablado mucho del empleo vitalicio. Ahora sólo recordaremos que le garantiza al trabajador una actualización y una consolidación definitivas del derecho constitucional al trabajo. Es cierto que sus formas más radicales sólo se aplican en algunos sectores de la actividad laboral (la gran empresa, la administración, el ejército, las universidades). Pero es correcto afirmar que la contratación se apoya tanto en relaciones personales que acaba llevando al establecimiento de lazos durables: todos procuran mantener los mismos interlocutores profesionales. El empleo vitalicio constituye al mismo tiempo una realidad y un objetivo a alcanzar, meta que la actual crisis económica ha vuelto, si cabe, más apetecible. Con cada puesto de trabajo que el empleador ofrece, se asegura coincidentemente la fidelidad de un nuevo empleado que le dedica a la empresa el grueso de sus energías, al punto de poder ser tildado como “guerrero corporativo”.
. El segundo “tesoro” es la promoción por antigüedad. Esta medida se entenderá con facilidad si se toman en cuenta los factores específicos de la estructura industrial japonesa, desde la posguerra hasta nuestros días. Sigue siendo escasa la mano de obra cualificada, capaz de entender y leer instrucciones en japonés, tendencia en aumento en virtud del rápido envejecimiento de la población del archipiélago y el aumento de la inmigración laboral extranjera. La empresa proporciona formación técnica con el objetivo de instruir en procesos productivos específicos y moldear mentalidades de fidelidad corporativa a prueba de deserciones: esto hace lenta, difícil y especialmente onerosa la tarea de la instrucción profesional. Hoy en día es más fuerte que nunca la competencia comercial. La competencia interna nace del desigual desarrollo tecnológico de empresas de la misma rama industrial. La competencia internacional está cada vez más ligada a la calidad y adaptabilidad de los productos en el mercado mundial.
Por todas estas razones, al empresario le conviene mantener un contingente fijo e incambiado de asalariados, estimulando la fidelidad al proyecto corporativo. El sueldo no premia antes que nada la eficiencia (la eficacia se logra mediante el funcionamiento grupal), sino que expresa el objetivo último de la ancianidad y de la experiencia: “hacer carrera” dentro de la empresa, ascendiendo metabólicamente de pinche a jefe, de soldado raso a capitán. El empleado tiende a hacer toda su carrera profesional dentro de la misma firma, mudándose con su familia las veces que convenga. Todos saben qué etapas atraviesa un circuito profesional que comienza en provincia y acaba en Osaka y sobre todo en Tokyo. Por su parte, la empresa premia la asiduidad del empleado dándole una carrera y retribuyéndosela por la antigüedad.
. Tercer “tesoro” laboral japonés, el más discutido de todos: el sindicalismo de empresa.
El verticalismo paternalista de la empresa japonesa podía fallar si se fortalecían las organizaciones laborales de clase, por definición antiestatutarias. El general Douglas MacArthur potenció en 1946 un sindicalismo igualitarista del que poco después se arrepintió. Las nuevas organizaciones ponían en peligro un edificio social que ignora los criterios jerárquicos funcionales y se apoya en los de rango. MacArthur optó por dejarle a la recién restituida administración japonesa la difícil tarea de reprimir una organización sindical cada vez más levantisca. Recién pudieron ponerlos en vereda a comienzos de los 60.
Pero la implantación de sindicatos por firma (o incluso por planta productiva) no sólo tuvo que ver con el descabezamiento del sindicalismo reivindicativo de clase. Los enseñantes nunca habían dejado de tener un sindicato nacional que los agrupa a todos. A partir de los 80 se restituyeron los grandes sindicatos por rama: “Rengo” agrupa a millones de trabajadores de los servicios. Por si fuera poco, existen asociaciones profesionales y hasta secciones sindicales de funcionarios públicos. A pesar de todo lo anterior, nunca menguó el auge de los sindicatos por empresa.
En términos occidentales, se los suele considerar “amarillos”. El adjetivo resulta inoportuno en este caso, ya que también se achaca a los “amarillos” ser mensajeros o portadores de graves peligros para el mundo blanco (¡el que no crea que relea a Samuel Huntington!).
Independientemente del juicio cromático que merezca el sindicalismo empresarial, lo realmente importante es entender las circunstancias y condiciones en que se desarrollaron las organizaciones laborales del Japón. El desmembramiento del sindicalismo clasista coincidió con un periodo de rápido desarrollo nacional regido por designios de repartición y equilibrio social, a pesar de su inalterable conducción elitista.
Las consignas relacionadas con el mejoramiento de las condiciones de vida encontraron fuerte eco en empresas deseosas de prolongar las condiciones del éxito económico. Para ellas la apuesta tuvo un coste que no dudaron en asumir: hacer más caro el trabajo (al aumentar salarios y prestaciones complementarias) y con ello tener que buscar nuevas condiciones a la hora de exportar (la tecnología acabó brindando múltiples ventajas comparativas).
Como es lógico, la administración estaba empeñada en mantener la estabilidad política y, mediante ella, su liderazgo burocrático sobre los asuntos sociales.
Al igual que ocurrió en Estados Unidos y más tarde en la Europa más desarrollada, el sindicalismo dejó de ser clasista y reivindicativo. Se transformó en empresarial y colaboracionista, abriendo amplias rutas por las que en mayor o menor medida luego transitarían, por este orden, alemanes, norteamericanos, ingleses, españoles y, ahora último, franceses.
El sindicato japonés de empresa constituye desde hace más de 30 años un instrumento de concordia económica en dos puntos claves.
Los trabajadores tienen que convencer a la patronal de la necesidad de introducir mejoras concretas y cuantificables en las condiciones de trabajo y de vida de los asalariados. No olvidemos que Japón carece de cualquier sombra de “Estado de bienestar” y que la empresa asumió ciertas responsabilidades propias del Estado providencialista. El esfuerzo sindical tiene lugar en la llamada “ofensiva de primavera”, momento en que se logran nuevos acuerdos anuales.
Las empresas han de persuadir a los trabajadores de la necesidad de lograr mayores cotas de productividad y competitividad que permitan mantener la viabilidad misma de la empresa en que trabajan. Cabe situarse en un contexto en el que los trabajadores se sienten parte del proyecto empresarial. A menudo incluso establecen intercambios económicos con la empresa, por vía de préstamos, alojamiento, pensiones y becas educativas para los hijos.
De forma mancomunada, patronal y trabajadores desarrollan una estrategia de mutua conveniencia que ha dado en llamarse “management by stress”, cuya aceptación por los trabajadores acaso resulta sorprendente en Occidente pero tiene que ver con el riesgo de ser superados por la competencia, devorados por ella y privados del propio trabajo.
Se pueden mencionar dos ilustraciones muy significativas de este estilo de relaciones interindustriales. Después de cada negociación anual, muchos aguerridos representantes sindicales pasan a formar parte del staff empresarial, y pueden ser enviados el año siguiente a defender las posiciones de la firma en el curso de la siguiente “ofensiva de primavera”. En caso de zozobra, los directivos limitan o recortan sus propios salarios manteniendo las pagas de los asalariados, mientras que en una época de bonanza se abre la puerta para que estos se transformen en pequeños accionistas.
Los sindicatos se han tornado un mecanismo regulador dentro del esquema concordista de la economía y de la sociedad japonesa.


¿UN MODELO SOCIAL DE TIPO JAPONES?

¿En qué aspectos Japón funcionó como punto de partida, catalizador u ocasión propicia para reformas internas similares en los países del SEA? Responderemos con brevedad a esta pregunta, aplicando al conjunto de los países del SEA los argumentos que en la sección anterior se habían dedicado en exclusiva a Japón. Esta sección constituirá, entonces, una especie de reflexión de síntesis referida a todo el capítulo.
Los lectores probablemente han entendido la prolija descripción anterior como hipótesis plausible para entender económicamente a Japón. Pero alguno fruncirá el ceño cuando se plantee la posibilidad de que otros países adopten, como propia, algunas notas del teclado japonés. Los “occidentales” se refugian en diferencias culturales insalvables. Los “orientales”, en principio más próximos a la cultura japonesa, le objetan al país del sol naciente su pasado imperialista.
A pesar de objeciones y resistencias, sobresalen dos hechos.
- Con más atención que en el pasado, europeos y norteamericanos dirigen su mirada hacia Japón: no solamente en términos de mecanismos empresariales o estatales, sino también analizando soluciones específicamente japonesas a problemas sociales.
- Los asiáticos, por su parte, han llegado más lejos: a la pura observación van agregando la adopción de pautas colectivas de origen japonés, en los terrenos político, económico y social.

Podemos centrar esta breve sección en un concepto que algunos autores como Tsunekawa y Pempel ya habían utilizado, aunque dándole un sentido acaso más amplio: la sociedad japonesa se caracteriza por su “conservadorismo creativo” (27).
Por tal podemos entender, en primer lugar, la decisión de redefinir el patrimonio tradicional, considerándolo un elemento motor en las tareas de modernización. Hemos visto que esta opción contraría la lógica habitual de las teorías evolucionistas y de la modernización de origen occidental. También señalamos que hablar de “tradiciones” no implica referirse a “atavismos”, como lo demuestra la historia misma de Japón. Su modernización capitalista se apoyó, fundamentalmente, en una relectura de la historia pasada. Relectura esquinada, hay que reconocerlo, selectiva y apta para servir como ideología legitimadora del acceso de las élites al control estatal y económico.
Se priorizaron aspectos funcionales a los requerimientos de la producción capitalista, ligados a la transmutación de la institucion familiar-grupal “verticalista” en instituciones afines en el campo político (burocracia dirigista), económico (la empresa paternalista) y cultural (un aparato escolar altamente ideologizado). Se dejaron de lado otros aspectos, tanto o más antiguos e igualmente autóctonos, referidos a un concepto más federalista de las relaciones entre poder central y poderes locales. Cayeron igualmente en el olvido modalidades de perfil más democrático en la organización de la vida aldeana del pasado. En consecuencia, la ideología oficial japonesa, aquella que fue decidida, elaborada y difundida desde 1868 y que desde entonces fundamenta la vida social nipona, está basada en una reinterpretación parcializada de las relaciones entre tradición y modernidad.
Las agencias clásicas de socialización (familia, escuela, templo, prensa) hicieron creíble y lograron inculcar una racionalización completa de las ideas y de las costumbres (calendario, vestimenta, comida, cálculo económico, organización en múltiples aspectos) no contradictoria con el cultivo de las mencionadas tradiciones. La tecnología más puntera aprendió a convivir con la moral tradicional, azaroso equilibrio que funda el proyecto nacionalista de muchos países del SEA. “Técnica occidental, valores orientales”: no sólo fue el eslogan de la administración japonesa Meiji, sino que pasó a ser consigna generalizada en todos los países de la zona. Cada uno elaboró sus propias versiones de mito nacional, modelando una definición de “patria” basada en tradiciones más o menos fehacientes y al mismo tiempo en una acelerada transferencia de tecnología extranjera. Los casos de Corea del Sur, Taiwán y Malasia son especialmente llamativos, al constituirse como Estados autónomos hace sólo pocos años.
El extendido consenso sobre el carácter bifronte de las sociedades del SEA, y para empezar de Japón, permitió combinar otro par de conceptos habitualmente contradictorios: desigualdad y equidad. El carácter elitista de dichas sociedades, en algunos casos en función de la raza (como Malasia, Hongkong o Singapur) y en otros por razón de la organización más o menos directa en castas (como Taiwán, Corea del Sur, etc), les dio a estas sociedades una coloración intensamente estatutaria (que aún se mantiene), pero sin impedir (por la vía de las decisiones históricas) una persecución diligente de mayores cotas de distribución social de los beneficios económicos, como ya se mencionó.
El “conservadorismo creativo” permitió a las naciones del SEA mantener íntegramente cada molde social tradicional, aunque favoreciendo paralelamente una pronunciada igualación en las condiciones de vida y de trabajo. Este último elemento acabó facilitando de rebote la aceptación pública de nuevas versiones de conducción social paternalista por medio de un elitismo burocratizado.
Lo anterior lleva al tercer rasgo de lo que se ha denominado “conservadorismo creativo”. Se trata de la forma en que los países del SEA han sabido aliar dos factores que suelen presentarse como opuestos: una persistente preferencia por los plazos largos (factor que ha sido detallado al mencionar tanto la estrategia del Estado desarrollista como la estructura propia de la empresa japonesa) y una gran capacidad de adaptación a las cambiantes condiciones domésticas y exteriores (mencionada al referirse al exportismo y a la ética empresarial de disponibilidad a la firma).
En el caso de la convivencia entre fidelidad y elasticidad, el consenso establecido tiene que ver con una comprensión generalizada de la distinción entre estrategia y táctica. Las opciones de una nación (la estrategia) son permanentes y tienen que ver con el interés nacional: los países del SEA lo han interpretado en clave nacionalista, planteándose en cada caso la creación y el fortalecimiento de la identidad propia, mediante el desarrollo interno y la influencia internacional. En cambio, los caminos para realizar el sueño de transformarse en una nación rica y poderosa, pueden ser y son cambiantes. Con pasmosa rapidez, una nación puede dejar de transitar por un camino bélico imperialista y ponerse a recorrer sendas de comercio y cooperación internacional. Me estoy refiriendo, obviamente, al caso de Japón y, más recientemente, al de China, pero a la lista habría que agregar a Taiwán y Corea del Sur.
Dentro de la táctica pacífica (que los países del SEA concentran en el plano económico), las desviaciones pueden ser múltiples. Por ejemplo, ciertas circunstancias pueden aconsejar bruscos virajes internos en un sentido más o menos consumista, ordenancista, populista, etc. O pueden exigir, ahora en el contexto internacional, la abolición de alianzas para iniciar otras nuevas. Pero donde el sentido adaptativo ha sido mayor y más definido, es no cabe duda, en los aspectos ligados a las relaciones internacionales. Japón y los países del SEA han dado pruebas de flexibilidad rayana en el oportunismo (en asuntos diplomáticos) o en la incoherencia (en asuntos comerciales).

Por lo dicho, se constata que el “conservadorismo creativo” se traduce en el logro de consensos de larga duración. Podemos distinguir tres zonas de establecimiento de vastos acuerdos sociales en los países del SEA que resultan especialmente llamativos: las relaciones laborales, la cooperación cívica y la ingeniería social.
Dadas las peculiares condiciones del SEA, referirse por ejemplo a los “tres tesoros” implica mucho más que la simple estabilidad en el puesto de trabajo. El hecho laboral abarca toda la vida del asalariado, influye poderosamente en la vida familiar y acaba reorientando el conjunto de su actividad social. El contrato a perpetuidad (al que tienden otros países además de Japón) implica que el reclutamiento de nuevo personal se produce ya desde la graduación secundaria (para los operarios) o universitaria (para técnicos y administrativos).
Esto provoca una extrema valorización de la educación por parte de familias que pagan costosas academias a fin de asegurar que los jóvenes sean aprobados en el examen de admisión (aproximadamente sólo uno de cada diez logra finalmente matricularse) y altas matrículas universitarias (la mayoría de las universidades son privadas, salvo en los países de tradición socialista; un creciente número de estudiantes viven solos, gravando doblemente con tales expensas el presupuesto familiar). Aclaremos, al pasar, que tan alto aprecio por la educación, percibida como palanca de un mejoramiento estatutario, constituye un rasgo que los países del SEA comparten con Japón. Es la primera (y a veces la única) herencia que los padres se esfuerzan por dejar a sus hijos.
Según el nivel de la institución en la que se estudia (no siempre acorde con el nivel de calidad de la educación recibida), así serán la reputación y el nivel de las empresas a las que el joven puede eventualmente acceder. En muchos casos existen acuerdos ya establecidos entre firmas y centros educativos: o porque aquéllas son accionistas de éstos, o porque éstos admiten y fomentan la vinculación de sus grados con el acceso a tales o cuales puestos de trabajo. Las familias compiten con ardor para colocar bien a sus hijos, desde el comienzo de cada etapa escolar. Si la contratación laboral se produce antes del término de los estudios, se da el caso de que la empresa pague la matrícula estudiantil y comience desde entonces a intervenir en los estudios de empleados cuya formación proseguirá luego, como parte de sus obligaciones en la compañía. Mediante estas ilustraciones podemos entender de qué forma los mecanismos de estabilidad laboral influyen considerablemente en los específicamente educativos.
También dicha influencia se hace patente en el modo de constitución de la propia familia. No sólo en Japón. Igualmente en el resto de los países del área. Ligado a la empresa por todo tipo de vínculos absorbentes, el empleado vive más en la oficina que en su domicilio: suele cenar fuera de casa, en compañía de los miembros de su cuadrilla o equipo, llega a casa cuando sus hijos y mujer duermen. A la mañana siguiente sale muy temprano para un largo viaje en tren hasta su puesto de trabajo y tampoco ve a la prole. A estos monjes corporativos se les llama “padres de fin de semana”, ya que solamente están presentes en el hogar los sábados por la tarde y los domingos.
La esposa cría a los hijos, supervigila sus estudios, acompaña su crecimiento físico y emocional y administra el presupuesto doméstico. Pero más vale que se quite de la cabeza la idea de trabajar.
. El marido le pedirá que no lo haga, a fin de tener resueltos un sinnúmero de problemas que él mismo no tiene tiempo ni energía para abordar.
. El jefe de personal le pondrá dificultades, ya que la presupondrá repartida entre dos frentes: el marido no asume ninguna responsabilidad doméstica.
. La administración pública desarrolla regulaciones discriminatorias (sutiles o no), con el fin de disuadirla a buscar trabajo y ayudarla a que se concentre más fácilmente en su doble tarea tradicional de madre y esposa. Si trabaja procreará menos, tal como aconteció en numerosos países occidentales, y Japón es un país falto de mano de obra autóctona, al contrario de los restantes países del SEA. Dedicada a tareas profesionales, dejará sin resolver muchos asuntos de la casa, con la consiguiente “distracción” del marido.
En materia de discriminación femenina, de nuevo, los países del SEA siguen la línea de Japón. Las motivaciones cambian: en los países excedidos de población femenina, se prefiere el contingente masculino, se le paga y se le favorece más; en los países con mano de obra local escasa, se considera socialmente más importante favorecer una natalidad autóctona lo más alta posible, dejando los puestos vacantes al flujo regulado de las migraciones internas o externas.
Volvamos al guerrero corporativo. Cuanto más antiguo es un trabajador en su empresa, más responsabilidades acumula con el sueldo, más absorbido se encuentra por ella. Esta absorción acaba involucrando al resto de la familia de múltiples maneras: la esposa acompaña a su marido a las grandes celebraciones de la compañía, el jefe bien puede haber sido el padrino de boda, la firma suele avalar los créditos solicitados por el núcleo familiar, no es raro que padres e hijos pasen sus vacaciones juntos en un hotel o en un balneario propiedad de la compañía. En los casos en que la empresa provee alojamiento, las cónyuges ociosas se harán amigas entre sí y concurrirán al mismo club recreativo o centro cultural para reuniones o clases complementarias.

En tales condiciones sociales y de género, el sistema sólo puede funcionar cuando las partes logran avenirse mutuamente mediante un reparto mínimamente equitativo de derechos y obligaciones. Los miembros de una familia, empresa o universidad, de una repartición ministerial o una congregación religiosa, todos funcionan aplicando la ley de las compensaciones. Y como dichos deberes y reclamos tienen lugar entre miembros de una jerarquía vertical, siempre se le está haciendo un favor a otro y siempre se le debe algo a alguien.
Por medio de un intercambio de lealtades otorgadas o recibidas, el diagrama social estatutario acaba quedando bien aceitado. El consenso, claro está, no sólo no exige igualdad entre pares que se ponen de acuerdo sino que presupone, a la inversa, una mínima desigualdad entre actores sociales situados en peldaños diferentes de la escala y que negocian las condiciones de su mutuo contentamiento. El consenso propio de este esquema social no persigue la igualdad (se apoya más bien en el reconocimiento de la diferencia inicial y sustancial entre unos y otros) sino la equidad (vale decir: una forma de diluir la distancia de rango en el légamo de beneficios económicos y sociales bien distribuidos). Mientras en una sociedad la equidad alcance los niveles esperados, el consenso se hará efectivo sin poner en tela de juicio los fundamentos del orden elitista.

Para que pueda entenderse el alcance de la ideología del consenso fuera de los límites del territorio japonés, conviene tomar en consideración dos cosas (28).
La primera es que el esquema básico del consenso (como juego de reciprocidades distribucionistas sobre un fondo de diferencias estatutarias) puede ser aplicado en diferentes sociedades con independencia de culturas e ideologías específicas. El punto crucial es la opción que cada una de ellas toma de anudar, como dos cabos sueltos, el patrimonio cultural nativo con el perfeccionamiento tecnológico. Como resultado de este auténtico oxímoron, cada país dispondrá de su propia definición de “progreso”. Sin perjuicio de matices diferenciales, en todos los casos entienden al progreso como alianza estratégica entre el activo institucional y mental (el paradigma nativo) y las exigencias de la economía moderna (una globalización que no tiene patria). Ese ideal de progreso coincide con el desarrollo económico y social y se transforma en proyecto galvanizador de todos los miembros de la comunidad nacional. El consenso sobre las formas en que debe desarrollarse la vida social se refiere antes que nada a la identidad colectiva. Se trata de un concepto de reciente importación occidental que expresa un acuerdo discursivo en torno al mito nacional, tome éste la forma de relación armónica entre el hombre y la naturaleza, de patria comunista o de solar común donde se acrisolan diferentes razas, para ilustrar las tres modalidades que tales mitos nacionales modernos han adquirido en los países del SEA. A partir del acuerdo inicial, los segmentos sociales negocian ardorosamente qué formas concretas tomará el hecho basal de ser miembro de la nación.
Aquí cabe una segunda consideración. Es cierto que toda nación dispone de un panteón de deidades y de santos, religiosos y laicos: las culturas se desarrollan a partir de un totem compartido al que todos se identifican. Se trata de una decisión a la que no se le exige comprobación empírica alguna. Sin embargo, lo que en último término hace posible el mantenimiento de cualquier tabla de valores comunes es el fiel cumplimiento de otra lista, la que detalla las expectativas y ventajas comunes. Hasta ahora, las naciones del SEA han considerado que la potencialidad del consenso logrado en Japón (y que ellas intentan aplicar para ellas mismas) se apoya fundamentalmente en condiciones fundamentales como las siguientes.
- Unos buenos resultados educativos. El logro del proyecto histórico de inventar y desarrollar la identidad colectiva de una nación pasa por el sistema escolar. Allí se explicita y se transmite el mito nacional, generándose la indispensable uniformidad ideológica. Además, allí se enseñan las destrezas necesarias para llevar adelante el proyecto de desarrollo.
- Una concepción proyectista del hecho laboral. El trabajador individual siente que forma parte del colectivo productor. Y se sabe solidario de un proyecto macrosocial al que adhiere no sólo por los beneficios materiales que le reporta sino también como contribución a la tarea común del desarrollo nacional. Esto último disminuye la distancia social que existe dentro de la empresa.
- Una alta movilidad ocupacional, como consecuencia de la educación. Al criterio de la edad (y, sin mengua de su vigencia), se le agrega el criterio de la titulación, forma cada vez más usual de identificar las posiciones estatutarias de partida de los empleados en sus compañías y, en algunos casos, también el ritmo y la extensión de los ascensos.
- Una sistemática traslación de la estructura familiar tradicional (familia social amplia) a la empresa. El empresario asume la figura de padre benevolente y previsor al que los empleados deben respeto y disponibilidad. En las condiciones concretas del capitalismo desarrollado del SEA, la comunidad de origen desaparece del horizonte del trabajador y su familia biológica (nuclear) sólo funciona como retaguardia en la que el guerrero corporativo descansa de las asperezas de una larga jornada productiva.

Obsérvese cómo, desde el ángulo de visión de los países del SEA, hablar de un modelo social japonés equivale a referirse al conjunto de mecanismos que hacen posible una buena integración del individuo (básicamente un trabajador) en el proyecto histórico colectivo (básicamente el desarrollo económico) mediante su completa asimilación al marco laboral (que le otorgará todo lo que necesite a cambio de un esfuerzo dócil y bien entrenado).

En el próximo apartado (que bien puede considerarse simple continuación de éste) veremos que los tres modelos presentados (de estado, de empresa y de sociedad), por el hecho de estar presentes al mismo tiempo y en el mismo espacio territorial, provocan dos efectos conjugados en el sudeste de Asia:
- Reiteradas sinergias internas: se establecen redes extensas y tupidas que configuran lo que podemos llamar una “gubernamentalización “ del poder económico y de la influencia social en cada país de la zona.
- Comprensibles convergencias internacionales: nace un fenómeno estructural sumamente interesante denominado “regionalismo abierto”.

LA “BANDADA DE OCAS”


Durante el siglo XIX, el historiador británico Arnold Toynbee forjó la siguiente presunción: el epicentro de la civilización mundial se desplaza continuamente hacia el oeste. El eminente académico constataba una rotación desde Grecia a Roma, de Venecia y Génova hacia España y Holanda, luego hasta Inglaterra y de allí a la costa este de los Estados Unidos. Dependiendo de un futuro que en definitiva nadie puede predecir, la anticipación toynbeeana no incluyó otras etapas en cuyo curso un nuevo corrimiento recentraría la dinámica mundial de crecimiento en el Pacífico, desde la costa oeste de California hasta Singapur y quizá más lejos.
A principios del siglo XX, John Hay, Secretario de Estado del Presidente Theodore Roosevelt, enunciaba, en idéntico sentido: “El Mediterráneo es el mar del pasado, el Atlántico es el océano del presente, y el Pacífico el océano del futuro”.
En los últimos 30 años diversos autores han afirmado, tras las huellas de Bruce Cumings y más recientemente de Frank Gibney, que “el siglo XXI será el siglo del Pacífico”. La historia económico-política mundial de los últimos siglos parece seguir la línea marcada por la inicial profecía, a pesar de que la crisis financiera del SEA (un crack de proporciones semejantes e incluso superiores a nuestra latinoamericana “crisis del tequila”) hace pensar a algunos que estamos al final de una “onda larga” favorable al SEA. Es probable que esta zona asiática se reponga del fuerte remezón, como lo hizo América Latina en su momento: los factores que explican la profundidad de esta tendencia a constituir el “corazón económico mundial” (la frase es de Jacques Attali) no parece que se modifiquen, a pesar de los (serios) escollos encontrados en este momento (1).

Se estaría iniciando entonces, tal es la hipótesis, un “siglo del Pacífico”. Esto plantea varias cuestiones. La primera es ubicar el epicentro del fenómeno. A lo largo de este estudio nos centramos especialmente en el país que muchos presuponen núcleo central de dicho proceso, Japón.
Así se lo suele reconocer en Estados Unidos. A fines del siglo XX, el eje de la argumentación norteamericana consiste en plantear que la presente crisis del SEA sólo se resolverá cuando Japón, situado en el ojo del huracán, se decida a impulsar vías de salida (lo mismo le reclaman, por cierto, los países del SEA). Esta opinión incluye otra percepción que no contribuye a temperar el acaloramiento de la discusión: Japón no parece definitivamente tocado por una crisis que afecta sobre todo a algunos de sus vecinos más próximos (2).
Del otro lado del mapa, China ve las cosas de manera similar. Su dirigencia parece dividida entre dos definiciones de Japón: un peligroso rival regional y una benéfica potencia mundial. Pero, por ambas vías, en China creen que será la activa participación japonesa la que mejor estimulará a las vapuleadas economías de la zona (3).
Por su parte, la Unión Europea reconoce desde hace décadas, como un principio estratégico mayor, que en el archipiélago nipón se estableció el centro de una nueva concepción y una nueva práctica de organización económica y vida socio-política. El mismo Japón actúa en la zona como un auténtico líder económico regional, agregan, rasgo notorio a poco que se observe la actuación de la diplomacia nipona y de sus principales corporaciones económicas (4).

A juzgar por esta serie de teorías y vaticinios, de opiniones y testimonios, alrededor de dicho epicentro se dibujan una serie de círculos concéntricos, coincidentes con olas sucesivas de desarrollo económico (5).
- La primera ocurrió en los años 60, cuando Japón fue capaz de duplicar (y más) su PNB gracias a su rápido crecimiento: este círculo se centraba en la inmensa conurbación que une a Tokyo con Osaka y Kobe, territorio de unos 300 kilómetros de largo transformado en gigantesca usina productiva.
- Durante los años 70 el nuevo círculo fue bastante más amplio que el primero. Incluía lo que se denominó primera generación de “tigres” o “dragones”: Hongkong, Singapur, Corea del Sur y Taiwán.
- El tercer círculo surgió en los años 80, motorizado por los países agrupados en la ASEAN (Association of South East Asian Nations), creada en 1967 y que incluyó en su primera etapa a Borneo, Indonesia, Tailandia, Malasia, Filipinas y Singapur. Sin embargo, su expansión recién empezó a producirse unos años más tarde. Por entonces se crearon: el foro APEC (Asia-Pacific Economic Cooperation) en 1989, la EAEC (East Asian Economic Caucus) en 1991 y la AFTA (Asian Free-Trade Area) en 1992.
- Los años 90 muestran la aparición de un cuarto círculo en el que se incorporan Vietnam y Birmania (integrados en la ASEAN), la República Popular de China, Mongolia, además de territorios “blancos” de una zona cada vez más extendida: Australia, Nueva Zelanda...
- Muchos comentaristas sostienen que la primera década del siglo XXI será testigo de la inclusión de algunas zonas de América Latina, como quinto círculo de la misma onda expansiva.

Cuando se habla de la “cuenca del Pacífico” se suelen combinar (y a veces confundir) dos aspectos de un mismo problema: el crecimiento económico y la modelización económica. Veamos el primero (6).
La cuenca del Pacífico constituye la zona del mundo con mayor crecimiento económico de conjunto. El progresivo acercamiento de varios países de América Latina a los centros más dinámicos (Chile, México y crecientemente Brasil y Argentina) no hace sino intensificar la tendencia. De los 15 países que entre 1965 y 1995 aumentaron su producto nacional bruto per cápita a una tasa anual media igual o superior al 4 por ciento, nueve eran países del SEA. Entre 1967 y 1995, se redujo la proporción del producto mundial correspondiente a Estados Unidos y a Europa occidental, mientras que el peso relativo de los países englobados en los cuatro primeros círculos mencionados pasó de 16,6% a 27%. Algunas estimaciones sugieren que, dentro de dos años, el PIB conjunto de los países de Asia Oriental superará al de la Unión Europea y será equivalente al de Estados Unidos más Canadá.
Idéntica evolución en los intercambios comerciales. Desde 1983, el comercio transpacífico (desde Norte y Sur América a los países del SEA) es mayor que los intercambios transatlánticos (entre el continente americano y el europeo, ambos en su conjunto). Esto significa un creciente déficit comercial de las naciones otrora “atlánticas” con respecto a las del Pacífico. La deuda bilateral norteamericana con Japón superó en 1998 los 55.000 millones de dólares, mientras que la balanza chilena, cuantivamente pequeña pero cualitativamente significativa, es perennemente excedentaria, en línea con lo que ocurre con los países del SEA y del Pacífico (ahora incluyendo a Australia y Nueva Zelanda). Para Japón, el este y sudeste de Asia son, en conjunto, un socio comercial más importante que Estados Unidos. Complementariamente, Japón y el SEA constituyen para Chile un socio comercial más voluminoso que los propios y tradicionales Estados Unidos.
Si pasamos ahora a la producción industrial, veremos evoluciones en la misma dirección. Según diversas estimaciones, si tomamos el periodo 1988-2000, el peso relativo de la producción manufacturera mundial se divide según las siguientes proporciones: Estados Unidos y Canadá (sin incluir a México) descienden del 23,4% a 18%, la Unión Europea (limitándose a las 12 naciones de la entonces Comunidad Europea) también baja, del 27,3% al 24,6%, mientras que Japón y los cuatro “dragones” (el cálculo se efectúa incluyendo solamente a los dos primeros “círculos del Pacífico”) progresa del 22,1% al 26,9% (proporción ésta última a todas luces mayor si se incluye al resto de los círculos ya descritos).
Completando esta descripción, el SEA domina ya las principales ramas industriales. Una cuarta parte de la fabricación mundial de automóviles corre a cargo de Japón. Si se añaden las fábricas japonesas instaladas en Norte y Sur América y en Europa, el predominio japonés es abrumador, llegando acaso al 40%. Corea del Sur y Malasia están iniciando notables incursiones en esa industria. En el sector electrónico, la producción de Japón, tomado aisladamente, superó desde 1991 a la de toda la Comunidad Europea, mientras que, si unimos ahora las producciones de Japón con las de los cuatro primeros “tigres”, vemos que es amplia y crecientemente superior a la de NAFTA. El dominio del SEA es patente en electrónica de consumo, componentes y micro-procesadores. En cuanto a la informática, NEC y Toshiba ya han alcanzado a IBM y otros gigantes americanos. Taiwán, por sí sola, produce un cuarto de los ordenadores personales de todo el mundo. En robótica, Japón concentraba en 1995 el 60% de todos los robots instalados en el mundo. La lista podría extenderse al material eléctrico. En materia de siderurgia, el SEA ya era líder apoyado en Japón y Corea del Sur; la entrada con fuerza de la siderurgia china aumenta el desequilibrio. Y están además la construcción naval, los productos químicos, el textil, etc.
En la base de este avance productivo encontramos una intensa y extensa difusión de las nuevas tecnologías. La cuenca del Pacífico (aquí centrada en Japón, al igual que en los anteriores rubros mencionados) se ha convertido en un importante vivero tecnológico a escala mundial. Varias de las mayores empresas del mundo, en lo que a esfuerzo tecnológico se refiere, son japonesas (Toshiba, Hitachi, Canon, Mitsubishi Electric, etc). El complejo industrial-tecnológico japonés lleva la delantera a los norteamericanos y europeos en alta definición, componentes electrónicos sofisticados, nuevos materiales, robótica e incluso superordenadores. Los “tigres” han pasado en pocos años de imitadores a innovadores, como ponen de manifiesto los adelantos de la empresa taiwanesa ACER (circuitos integrados y ordenadores personales), de la coreana SAMSUNG (semiconductores DRAM), del malayo Consejo de Promoción de la Agro-Industria (aceite de palma), etc.
La región, finalmente, se ha transformado en una nueva potencia financiera, más allá y a pesar del actual “crack”. Japón constituye un núcleo central a este respecto. Algunos de los primeros bancos comerciales del mundo son japoneses, aunque sobre varios se ciernen peligros de paralización. De cualquier forma, la proporción de yenes en las reservas mundiales sobrepasa al día de hoy las del “euro” de la UE. Las reservas de divisas taiwanesas superan a las de Francia. Desde hace década y media (recordemos que este texto se cierra a fines de 1998), Japón es el primer acreedor mundial. Según estimaciones razonables, sus activos netos en el extranjero superan a los que reunía Inglaterra en sus tiempos más gloriosos. Las inversiones directas niponas en el extranjero, que suponían un escaso 0,7% del stock mundial en 1960, ahora superan el 20%, o sea bastante más que el Reino Unido y el doble de la Alemania reunificada.
Además, pronto se complen 10 años de la fecha en que Japón pasó a ser, por encima de los Estados Unidos y del conjunto de Europa (incluso si juntamos las aportaciones individuales de todos los miembros de la UE) el primer donante mundial de ayuda oficial para el desarrollo. Como en el caso del resto de países “donantes”, a menudo la cooperación no es más que disfraz para interesantes negocios en mercados emergentes, cuando no ocasión de créditos “blandos” pero “atados” a adquisición de productos japoneses. Por otra parte, durante estos últimos años los suministros se han recortado, es cierto. Pero en proporciones menores a las de los anteriores países citados, afectados todos ellos por crisis ecónomicas relativas y por un generalizado egoísmo nacional.
La tasa de ahorro de Japón y de los países circundantes es ahora menor que en el pasado. Se reducirá todavía un poco, si los ciudadanos japoneses aceptan que la crisis financiera del SEA en buena medida se resuelve a base de expansión de los mercados internos, como complemento a las exportaciones a América y Europa, que se mantienen boyantes a pesar de la gran fortaleza del yen y de otras divisas del SEA, lo que encarece los productos (la otra posibilidad, que se está dando hasta ahora, es que se restrinja el consumo, lo que no resuelve el problema nacional aunque sí el familiar). Pero, a pesar de las dificultades, el Pacífico asiático sigue acumulando en conjunto un 300% más de ahorro doméstico que los países del la UE y de NAFTA.

Este chaparrón de cifras y ejemplos no pretende, como es obvio, ser exhaustivo. El objetivo de este libro se centra en Japón y sólo incluye al SEA en tanto que ilustración del efecto expansivo de la fuerza japonesa. Los datos consignados pretenden únicamente recordar que el primer factor que explica el acceso de la “cuenca del Pacífico” al puesto de centro económico del mundo es la intensa sinergia entre procesos económicos nacionales, basados en continuas complementaridades tomadas en cuenta con todo cuidado por los países de la zona.
- Sinergias entre territorios. Los sectores de cada círculo se vinculan con el centro y entre ellos, por estrictas razones geográficas: complementaridad entre producciones e intercambios.
- Sinergias también entre factores específicamente productivos. Se produce una intensa complementación entre la abundante disponibilidad de capital y un casi inagotable ejército de reserva industrial, entre materias primas y productos manufacturados, entre disponibilidad de suelo industrial y de medios de transporte.
- Sinergias, finalmente, entre factores políticos.

Detengámonos especialmente en este tema de los factores políticos (7). En efecto, la formación de un “área del Pacífico” no se explica solamente como estallido de interdependencias comerciales o, más allá de lo estrictamente comercial, como creación de un sistema de intercambios basados en la vecindad territorial (según las teorías espacialistas de Paul Kruger y otros) o en la afinidad ideológica (esta vez según las teorías confucianistas de Paul Akamatsu y seguidores). Se explica también (y eso justifica la durabilidad del fenómeno, más allá de la crisis) por la progresiva difusión de algunos elementos claves del modelo japonés entre los países del área.

La primera característica especificamente “japonesa” de la estrategia de los países asiáticos, “tigres” o “dragones” de diferentes generaciones, es el carácter directamente político de la estrategia diseñada y de las condiciones de su aplicación.
En todos ellos, la estrategia de desarrollo fue fruto de un proyecto histórico de refundación nacional. Todos ellos identifican la propia identidad con el desarrollo económico y con una considerable reubicación diplomática, en la línea de la autoafirmación. Las estrategias nacionales se pusieron en marcha como cumplimiento de decisiones concientes, concretas, específicas, planificadas, tomadas por las élites nacionales y “encargadas”, a efecto de su materialización, a los aparatos administrativos estatales. El rol del gobierno ha sido, en consecuencia, decisivo.
La cultura política de todos estos países se fue pareciendo a la japonesa, existiera previamente una tradición común (religiosa o filosófica) o fuera ésta inexistente. El factor atávico siempre nos podrá parecer real, aunque nunca tan importante como la intención de crear nuevas historias nacionales. La cultura política a la que aquí nos referimos está basada en una dirección y una gestión centralizadas del conjunto de los procesos locales. En el SEA también se produjo una “gubernamentalización” de la economía, de la cultura y de las relaciones sociales. El mando de las operaciones corrió a cargo de grupos legitimados por el propio éxito de su gestión (un alto ritmo de crecimiento, traducido en considerable redistribución popular de los beneficios económicos) y capaces por ésto de ejercer jefaturas prolongadas, estables y bastante coherentes.
Así, los Estados fueron dotando a cada nación con una ideología estable y convincente. A este procedimiento muchos le llaman “modelo político japonés”. Es lo que suelen afirmar líderes políticos de Malasia, Singapur, Tailandia o Mongolia. Otros lo conocen más genéricamente como “Estado desarrollista”, siguiendo la feliz denominación de Chalmers Johnson, acuñada para el caso japonés (de cualquier forma, los dirigentes de Corea del Sur, Taiwán, Vietnam o Indonesia han extendido y adaptado el término inicial, definiendo ahora con él a sus propias sociedades). A través de una o de otra conceptualización, la predominancia del Estado como líder del proyecto histórico nacional se transformó en opción constante de los países del SEA.
Las funciones que cumple el Estado sin duda varían de un círculo a otro de los países ribereños del Pacífico. Una buena agenda de investigación sobre los países del área tendría que incluir el seguimiento de las relaciones que se establecen entre el aparato estatal y los objetivos de cada etapa de desarrollo. Los países del SEA han analizado cuidadosamente estas etapas en el caso de Japón y, por ende, el reconocimiento de la matriz gubernamental del proyecto desarrollista adquiere matices bien diferentes en Corea del Sur y en Tailandia, en Vietnam y en Taiwán, en Malasia y en Mongolia. Pero en todos estos casos se produce, de manera similar, una estricta coordinación y regulación estatal.
El Estado es el planificador económico, el organizador de los tiempos y ritmos de la vida social y el generador de una retórica global en torno a la que se congregan todos los ciudadanos. Es él quien idea la dinámica institucional, asegurando la fluidez de todo el sistema social y la convergencia de diferentes tareas y dinamismos en un común propósito. No se limita a remplazar funcionalmente ni a suplir transitoriamente a una sociedad civil raquítica o a una economía escasamente emprendedora. Más bien constituye, positivamente, una fuerza decisiva para explicar el desarrollo de la sociedad civil (todavía muy incipiente) y el carácter del empresariado (más y más dinámico). Esto no tiene visos de amainarse.
Si consideramos a toda sociedad como resultante del triángulo formado por un aparato estatal, una economía y una sociedad civil, los países del SEA han optado por relacionar los tres lados de forma que el Estado se sitúe en la base. El triángulo social resultante es isósceles, la economía y la sociedad son los lados con mayor longitud, pudiendo todavía extenderse mucho hacia arriba. Ambos lados reposan sobre un Estado que no por “delgado” deja de ser omnipresente, dando solidez a todo el edificio.
¡Qué lejos estamos de la exigencia de “desaparición” o “subordinación” del Estado al libre flujo económico, como condición “sine qua non” para el desarrollo sostenido! ¡Qué lejos del discurso neoliberal! Esto conviene mirarlo con detenimiento desde América Latina, ideológicamente carcomidos por la (discutible) presuposición de un desarrollo apoyado en la pura iniciativa privada. La iniciativa privada resulta fundamental, pero los países del SEA la someten a la coordinación sistemática del Estado, garante último de la continuidad y corrección del proceso histórico. Las prédicas ultraliberales de los países del SEA a menudo no persiguen más que despistar al contrincante, norteamericano o europeo, y poder proseguir la marcha prefijada con mayor autonomía. En el SEA, el Estado “traduce” los designios de élites que actúan como déspotas “ilustrados”. En América Latina ¿porqué no pensar un nuevo estatismo desarrollista apoyado, más bien, en la legitimidad de las urnas y en la representatividad directamente democrática?

La segunda característica “japonesa” de la reorganización de los países asiáticos es el carácter marcadamente “exportista” de sus estrategias económicas. El modelo de desarrollo económico de todas estas naciones se basa en la colocación del máximo de bienes y servicios en el mercado internacional. El éxito de esta opción ha sido tan espectacular que condujo a su completa universalización: no se conocen países (más o menos desarrollados, más o menos industrializados) que conciban hoy día su crecimiento fuera de la opción exportista. En este sentido, la estrategia japonesa ya no es “exclusiva” del sudeste de Asia. Pero en otro sentido Japón, y detrás suyo los países del SEA, siguen manteniendo una gran “especificidad”: por la exhaustividad de su programa económico y por la radicalidad de su cumplimiento.
Mucho más que en Europa y Estados Unidos, muchísimo más que en América Latina, el “exportismo” constituye no solamente una estrategia de marketing (por más agresiva que se la conciba) sino el criterio de refundación del aparato económico en su totalidad, rediseñado en función de las necesidades estratégicas del mercado mundial. La estrategia “exportista” plantea, en el caso de los países del SEA, condiciones que permiten obtener grandes éxitos en el mercado internacional. Más que aceptar la “internacionalización”, se dedican a inventar un nuevo sentido de la “globalización”, inaugurando inéditos regímenes de interdependencia económica para los cuales las naciones del SEA acaso se encuentran mejor preparadas que otras: ya no solamente para competir, también para establecer reglas de competitividad que las favorezcan.
Como en el caso anterior, esto no es primordialmente fruto del destino, de la suerte o de la ética oriental. En cierto sentido, todos estos factores ayudan y han sido considerados como útiles complementos. Pero lo que realmente explica el éxito de las estrategias exportistas del SEA tiene que ver con el calibre de las opciones tomadas:
- Ligar la producción industrial a la exportación. La estructura básica del MITI japonés la encontramos repetida de Singapur a Mongolia, de Corea a Indonesia.
- Adecuar el consumo interno. Esto se logra como consecuencia de la cadencia de los salarios y la extensión de los márgenes de beneficio empresarial, a las exigencias de competitividad exterior.
- Reinvertir el máximo de utilidades, favoreciendo el ahorro familiar, abaratando el crédito, sosteniendo la capitalización, impulsando la formación de pequeñas y medianas unidades productivas.
- Crear estructuras de seguimiento del mercado internacional, mediante una buena complementación de iniciativas públicas y privadas, y también potenciando el dinamismo propio de las “sogo shosha” o grandes “tradings” comerciales, que actúan de forma polivalente como vehículos todo-terreno.
- Apoyando cada vez más el éxito económico en el aumento de la productividad y en el perfeccionamiento tecnológico. No es sorprendente que, en seguimiento de Japón, muchos países del SEA ya superen a Europa y a los USA en porcentaje del PIB dedicado a I+D.
El modo de acumulación de capital, de organización de la producción y de planificación macroeconómica ya no se limitan al foro interno sino a un espacio sin fronteras dentro del cual se ubica el territorio nacional. Como partes indivisas de ese único territorio, la acción económica nacional no solamente se refiere a las relaciones que se establecen entre el mercado doméstico y el internacional (aquél concebido como simple capítulo de éste). Tratan de múltiples y variadas intervenciones en la dinámica económica de cualquier punto del globo en el que se puede influir para beneficio propio. De esta forma, barcos japoneses transportan productos entre Sur y Norte América o entre los continentes americano y europeo. Las inversiones coreanas, taiwanesas y malayas sostienen actividades económicas que a veces coinciden con intereses nacionales inmediatos pero que otras veces compiten con ellos (si claramente se oponen, entonces intervendrá el Estado regulador, como hace Japón en el caso del arroz). Japón apoya a la ONU haciendo inversiones estratégicas en zonas conflictivas del globo como los ex países del Este de Europa, o favoreciendo la libre circulación naval en diferentes mares del Pacífico. El imperio nipón tiende a complementar a EEUU y a la UE en cuanto a recursos destinados a cooperación y desarrollo. Los bancos japoneses refinancian la deuda externa latinoamericana mejor que el Plan Brady y la recuperación de Europa del Este tanto como el Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo. En la medida de sus capacidades, Chile orienta su estrategia económica en un sentido similar al japonés: exportista, diversificado, planteando igual “regionalismo abierto”, interviniendo en el movimiento de capitales con un sentido global. Pero en el resto de países latinoamericanos sigue faltando mucha toma de conciencia sobre posibles soluciones provenientes del modelo japonés...y sobre las estrictas condiciones de aplicación que aseguran su éxito.

La tercera característica que podemos considerar “japonesa” de la estrategia de los países asiáticos es el establecimiento de un nuevo tipo de “contrato social” entre los actores colectivos (9).
La contribución que Japón asegura a la elaboración de un nuevo orden económico internacional, empezando por el SEA, necesita que se cumplan estrictas condiciones internas. Para analizar este aspecto de la cuestión (hoy en día en pleno debate) podemos identificar al menos dos concepciones, no forzosamente contradictorias entre sí, respecto de la evolución social de muchos países de la cuenca del Pacífico.
Está, en primer lugar, la apuesta por la dinámica democratizadora liberal capitalista. Como consecuencia de la caída del bloque comunista y la anulación de una alternativa seria al capitalismo, se estaría asentando un escenario de nueva hegemonía norteamericana, a pesar de la reconocida crisis del imperio. La traducción al SEA de esta especie de “Pax Americana II” sería la reestructuración social basada en dos pilares complementarios: una reforma política orientada hacia la democracia liberal representativa y una reforma económica tendiente a la desregulación. La evolución de sociedades tan disímiles como la capitalista Corea del Sur y el hasta hace poco comunista Vietnam parecen abonar dicha tesis, contándose como ejemplos complementarios el del propio Japón y hasta el de China.
Pero una observación más pausada revela otras claves que explican mejor las apariencias. En el caso del SEA, no parece que el vector de la evolución sea una ecuación del tipo “a mayor desarrollo económico mayor democratización social”, entendida como un proyecto histórico tendiente a igualar por la base a todos los ciudadanos y considerando “políticamente incorrecto” aquello que dificulta tal designio. En las naciones desarrollistas asiáticas está naciendo un nuevo pacto social. Tiene que ver con una ecuación diferente: “a mayor desarrollo económico, mayor repartición social interna”. Dejan implanteado y en la sombra aquel viejo principio de la igualdad, rector de las revoluciones occidentales (la francesa y la americana), fuente de las libertades civiles y recurso para lograr una democratización del acceso a los mismo puestos mediante una mejor participación colectiva. En el caso de los países asiáticos, la participación es mucho más escasa, indirecta y esquinada. El poder depende menos de la representación política temporal que consiga traducir un gobierno concreto. Depende sobre todo del manejo político más permanente de dirigencias enquistadas en diferentes sectores del estamento administrativo.
El pacto social se produce, indirectamente, por medio de acuerdos entre intereses diferentes representados por sectores distintos del aparato estatal. Recordemos el doble mecanismo de cooperación y competencia. Y tengamos en cuenta que los diferentes proyectos de reforma política se estrellan contra un funcionamiento social que busca la satisfacción de intereses sectoriales, no mediante debate abierto y representación política sino por medio de acuerdos de mutua compensación entre burócratas que armonizan la elaboración de los presupuestos generales del Estado. El pacto social se da entre bambalinas, ajeno al debate público. Pero no deja de ser “eficiente”, en la medida en que produce un efectivo reconocimiento de los intereses de cada grupo (10).
Difícilmente podremos entenderlo desde América Latina si sólo analizamos a las sociedades del SEA con la imagen de pirámides compuestas por una amplia y obediente base y una cúspide de escasos y autocráticos dirigentes. El pacto social de los países del SEA se sustenta en el establecimiento de una tupida red o tejido de interrelaciones, donde las lealtades se funden en la mutua satisfacción relativa de intereses. Como sabiamente explicara hace bastantes años Michel Foucault para el caso occidental (siendo todavía escasamente atendido), el poder no funciona solamente desde el Estado y de forma impositiva y vertical. Actúa de forma reticular y produce amalgama social no solamente porque coerciona a súbditos resistentes sino porque produce efectos positivos (considerados como tales por sujetos sociales que legitiman de tal forma la dominación ejercida sobre ellos): notoria mejoría económica, seguridad laboral, buenos servicios colectivos y coherente identidad corporativa y nacional. El contrato social al que aquí se alude provoca suficiente satisfacción entre poblaciones que no saben entender de otra forma el proyecto histórico de la democracia y que, aquí también, se sitúan a una distancia sideral de las propuestas liberales.
¿Qué forma de nuevo contrato social interesa a América Latina, a fin de que no siga aumentando la marginación, la dualización social, en regímenes en los que los “derechos universales” son tan sonoros como huecos?

La matriz creada, en el SEA, por estas cuatro oleadas sucesivas de crecimiento económico y de relativa transformación social bajo conducción estatal ha sido considerada, figurativamente hablando, como consecuencia provocada por esas piedra que alguien tiró en un estanque y que provoca sucesivos círculos concéntricos. Estos círculos se dibujan siempre en referencia con el mismo estímulo inicial, claro está, pero tomando formas en partes previsibles y en parte caprichosas, de acuerdo con el suelo sobre el que se proyectan (más o menos profundo, más o menos cenagoso, más o menos transparente).
Hay comentaristas que definen este mismo fenómeno utilizando otra imagen: la de una bandada de ocas, gansos o ánsares. Se pueden ver ocas surcando el cielo de Japón: todas tienen la misma forma de volar pero, cuando van en bandada, su formación es la de una escuadrilla. Con vuelo pausado, atraviesan el cielo en forma de V invertida, con el vértice hacia adelante y los lados del ángulo descendiendo ligeramente hacia atrás. Kaname Akamatsu ya había aplicado esta elegante metáfora a la relación que Japón estableció con el resto de los países del SEA hacia los años 30. La métafora cayó en el olvido durante la posguerra. Pero ahora que se amortiguan (un poco) los recelos producidos por el afán expansionista japonés de aquel periodo (dedicado a organizar un “área panasiática de coprosperidad”, nombre apenas velado de una política imperialista que no dudó en empuñar las armas para asegurar su ilegítima dominación), vuelve a aparecer esta gráfica manera de sintetizar la relación que los países del SEA mantienen con Japón. Las naciones de esta región promovieron sucesivos procesos de industrialización siguiendo la orientación trazada por la sociedad pionera (11).
La forma de acomodarse de los ánsares denota un orden fijo con la siguiente característica: la integración de las aves en vuelo no es ni horizontal ni vertical sino combinación de ambas. Existe entre ellas una comunidad de destino y plena autonomía interna, lo que las hace iguales y soberanas. Sólo pueden integrarse en una bandada por decisión propia. Al mismo tiempo, todas ellas siguen la línea trazada por quien las precede, lo que denota sumisión a quien dirige el vuelo. Sólo pueden conocer el camino si siguen las huellas de quien precede. El vuelo inclinado de las ocas ilustra la doble presencia de relativa autonomía interna y relativa dependencia exterior, característica del vuelo de estos pájaros.
La imagen de la bandada nos sirve para entender el fundamento de una situación ambigua que en este texto sólo podemos dejar esbozada en forma de interrogante: estos pájaros ¿son ánsares (prototipo de serenidad y elegancia, de silencio y de vuelo controlado) o gansos (prototipo del comportamiento tonto y atropellado del que no tiene comprensión de la situación ni dominio sobre ella)? Durante todas estas páginas hemos aludido a la constante ambivalencia entre cotas de autonomía interior (a las que cada nación aspira para poder sentirse soberana y saberse capaz de un proyecto histórico) y zonas de dependencia regional y mundial (que cada país acepta como legado inevitable de la interdependencia capitalista y en función de las cuales diseña las reglas específicas de su actuación diplomática). Japón y el SEA oscilan entre la autonomía y la dependencia, son ánsares y gansos indivisamente.
Después de todo, de eso algo sabemos también en América Latina, sujetos como estamos al doble juego de las condiciones internas democráticas y los requisitos escasamente igualitarios del escenario internacional. Cada país podría hacer suyo el comentario que cierto dirigente mexicano hizo hace tiempo de su propia nación: “¡Pobre país, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos!”

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