domingo, 31 de mayo de 2009

Segunda parte: Realidades

LA SOCIEDAD JAPONESA

Como las monedas, la “cuestión japonesa” tiene dos caras. En la primera aparece la figura de una modernización no occicéntrica, sujeta a controversia justamente por no repetir la regla prevista. En la segunda cara, lo que luce es un capitalismo ni americano ni germano y que bien podría estar presentándose en sociedad como un “tercer modelo”.
En este capítulo se explicará brevemente sobre qué base estructural se apoya un país que, si es cierto que se modernizó, lo hizo de forma en parte occidental, en tanto y en cuanto también se presenta como una sociedad corporatista. En el capítulo siguiente, se tratará de identificar lo específico de la modalidad corporatista nipona, diferente de la usual en los países industriales europeos o norteamericanos.

LA MATRIZ SOCIAL JAPONESA

La fuente de muchos malentendidos con respecto a Japón es el afán de estudiarlo o bien “como si fuera” un país occidental o bien “como si fuera” el exacto reverso de una sociedad occidental (lo que de hecho equivale a seguir transformando a “lo otro” en “lo mismo”).
Dos consecuencias posibles. En un caso, Japón “nunca” será igual a las naciones occidentales (seguirá como reverso): las ciencias sociales no tienen nada relevante que explicar, reducidas como quedan a describir únicamente la imperturbable continuidad de una simétrica diferencia, definida como negativo fotográfico. O bien Japón “por ahora” no es igual a Occidente, pero lo irá siendo...si se adapta a las maneras occidentales (el reverso se torna en anverso): en este caso la ciencia del hombre sólo tiene que chequear qué parte del camino común ha recorrido Japón y qué parte le queda todavía por recorrer.
Hay otra manera de encarar el tema. Se puede afirmar, sintetizando el contenido del asunto, que la sociedad japonesa es diferente porque lo es su matriz constitutiva.
“Desde el comienzo, la naturaleza depositó en el archipiélago nipón los fermentos del poderío y de la civilización”, afirma el historiador Edwin Reischauer (1). Se refiere a una serie de ventajas, algunas de las cuales también son de mención obligada cuando los extranjeros piensan en países latinoamericanos como Chile, Costa Rica o Argentina: clima relativamente templado, lluvias abundantes, acceso al mar, suelo razonablemente fértil, población suficiente y compacta. “Ventajas comparativas”, se las denomina actualmente (2), bastante considerables con respecto a países menos afortunados. En definitiva, factores que suelen hacer posible (si además se cumplen otras condiciones de carácter menos “natural”) el acceso a roles de importancia en la escena mundial.
Es cierto que la geografía le planteó a Japón una serie de limitaciones.
- Escasez de tierra cultivable (y en consecuencia de alimentos, obligando a importaciones cada vez más masivas).
- Ausencia de minerales y de fuentes energéticas convencionales (salvo en el caso del carbón, la dependencia energética de Japón siempre ha sido completa).
- Localización del archipiélago en medio del explosivo “triángulo del Pacífico” (parecido en tifones y maremotos al de las Bermudas).
- Lejanía con respecto de las civilizaciones “centrales” chinas que se fueron sucediendo (inconveniente similar, a lo que se ve, al de muchos países latinoamericanos con respecto a Europa y a Estados Unidos).
Sin embargo, Japón se las ingenió para transformar esas limitaciones en nuevas cualidades. Con tanto mar rodeándolo, aunque muy bravío, desarrolló modernamente la navegación, que les fue, en cambio, prohibida a muchas naciones latinoamericanas, por razones colonialistas, tanto por España en el siglo XVIII como luego por Inglaterra. En el caso el acceso al mar, Japón prefirió mucho menos el comercio (fuente de contactos) que la pesca (medio de supervivencia). Con tantos ríos en su territorio, aunque difícilmente dominables, desarrolló en lo posible la agricultura desde la época Heian, basándola en el cultivo del arroz. A pesar de lo cual, su desarrollo agrícola estuvo sujeto modernamente a limitaciones estructurales, dado que cuenta con una superficie de apenas el doble que la de Uruguay, por comparar con América Latina, pero hoy en día una población 40 veces más numerosa que la república del Plata. Territorio compuesto por pequeñas islas, no le quedó más que compensarlo organizando con toda meticulosidad a una población que antiguamente ni podía emigrar ni recibir inmigrantes.
A través de estos ejemplos contrastados (sin duda generales), notemos que la geografía nunca significa una bendición o una condena definitivas para una nación.

Aclarado lo anterior, la mención a la geografía japonesa proporciona un argumento interesante para entender su organización nacional. Aunque sin lograr integrar territorios enteros como Okinawa, las islas Ryuku e incluso Hokkaido, el núcleo central de Japón constituyó una nación mucho antes de configurarse como estado. Fue una nación con territorio constante, sin mutilación alguna (salvo en el caso de los pequeñísimos “Territorios del Norte”, hoy en manos de Rusia), y jamás invadido hasta la ocupación norteamericana de 1945. Dispuso de una geografía entendida como referente de experiencias vitales compartidas (esto se refiere a Honshu, isla que desde el comienzo expresó y gobernó la evolución del archipiélago nipón), expresada en unos modos de vida y de labranza, en una ética, en una estética. Gracias al dominio de la isla de Honshu sobre el resto, el espacio geográfico de la nación japonesa se fue transformando poco a poco en un espacio religioso, genealógico y político: doblemente expresado por el “shintoísmo” (religión de los espíritus de la tierra -los “kami”- y de los antepasados) y por el Emperador, “padre común” de todos los japoneses y con un origen que se pierde en la noche de los tiempos y en el regazo de la diosa Amaterasu.
La geografía japonesa da una segunda indicación interesante: permite entender cómo verbalizan los japoneses algunos de sus aspectos idiosincráticos. Este es un tema que se presta a fuerte polémica. Según algunos, decir que Japón tiene una geografía propia significaría que tiene un ethos peculiar, un hecho diferencial, una forma colectiva específica. Sin dejar de plantear una oposición global a cualquier teoría del determinismo geográfico, no deja de ser cierto que ciertos aspectos de la idiosincracia nipona en mayor o menor medida tienen que ver con algunas de sus características geográficas.
- Antes que nada: la famosa “insularidad”, traducida en separación respecto del continente asiático. Recién a finales del siglo XIX se dispuso de tecnología naval capaz de vencer al “kamikaze”, viento de los dioses, que en el siglo XIII ya había impedido el triunfo de la expedición conquistadora moghul. La insularidad también quiso decir retraimiento de unas regiones de Japón frente a otras. Las estampas japonesas de Utamaro, Hokusai e Hiroshige lo dejan claro: el viaje de Kyoto a Tokyo -apenas 300 kilómetros- era peligroso y solía durar meses; las crónicas nos cuentan las graves consecuencias políticas que los “shogunes” sacaron de una situación inconcebible en la Europa de esos tiempos.
- Otra indicación de la peculiaridad: una “homogeneidad” de base mayor que la de nuestro mestizo continente latinoamericano, desde el punto de vista étnico (originarios de Corea y rápidamente desgajados del tronco original) y lingüístico (la pirueta de asimilar los ideogramas chinos no impidió que Japón mantuviera una lengua distinta a la de sus vecinos, incluída la propia China).

A pesar de todo, la geografía nunca constituyó para Japón un destino fatal, un factor determinante en última instancia. Sobre el solar autóctono, Japón fue introduciendo gérmenes de pensamiento y de organización, de religión y de política de origen extranjero, a lo largo de una historia que en este libro no se podrá contar, pero que se caracteriza por una constante oscilación entre el aislacionismo más estricto (la autarquía Tokugawa se extendió entre 1603 y 1868) y la más sistemática adopción de modelos extranjeros. Durante la era Asuka -552 a 710- se introdujo el modelo chino en la corte de Yamato y en todo el territorio nacional. Durante la era Meiji -1868 a 1912- se produjo un extraordinario esfuerzo de abertura institucional a Occidente. A medio camino de la era Showa y en lo que llevamos de era Heisei -o sea desde 1912 a la fecha- la influencia norteamericana no ha dejado de sentirse intensamente. Estas alternancias serán comentadas más adelante, quedando no obstante en claro que siempre acabó predominando la cepa nacional.

Estamos ante un país que, a diferencia de los europeos, no había tenido una abundante comunicación intersocietal (poco trato con los de fuera, poco trato entre los de dentro), como consecuencia de una geografía intrincada y que, por ello mismo, vio retardada la construcción de los dos pilares fundamentales sobre los que se apoyan todos los países occidentales modernos: el Estado y el mercado.
En contrapartida se trata de un país que, en esto a diferencia de Europa, fue capaz de dar una resolución rápida y simple a su cuestión nacional (para ello bastaron los primeros años de la era Meiji) y, desde entonces, mostrar una poco ordinaria flexibilidad ante la necesidad de adaptarse a los requisitos que la historia le fue poniendo delante, incluídas las etapas de la galopante globalización contemporánea.
En resumen: un país capaz de alternar en el concierto internacional con los demás (es cierto que aupado por los EEUU), pero asentado sobre bases diferentes que los otros: diferente en lo económico, diferente en lo político, diferente en lo ideológico.

En esta ocasión se trata de centrar la atención solamente en un aspecto de la estructura social japonesa. Sólo en uno: su carácter corporativo. Se pueden invocar dos motivos. Parece una forma cómoda de llegar al corazón de la sociedad japonesa actual, explicando desde allí su modo peculiar de funcionamiento y la característica específica de su crisis actual. Constituye un ángulo especialmente poco utilizado para dar explicaciones convincentes sobre la sociedad japonesa: escasea la literatura en español sobre este tema y la que podemos utilizar procedente de otras lenguas occidentales sigue siendo algo tímida y bastante parcial en el caso nipón.


ANALIZAR POLITICAMENTE LA REALIDAD SOCIAL

Las últimas frases del apartado anterior merecen más amplia explicación. De Japón pueden afirmarse muchas cosas. En términos macrosociológicos, hay maneras, “consagradas” por lo habituales, de caracterizar estructuralmente a Japón. Se pueden mencionar dos especialmente corrientes.

Una es la que podemos sintetizar en el mote “Japan Inc.”. Partiendo de la descripción del sistema económico japonés (sistema a un tiempo de producción, de management, de relaciones inter-industriales, de flujo tecnológico y de capitalización bancaria), se sugiere que el conjunto de la sociedad japonesa “se comporta” tendencialmente como una gran empresa y que, incluso, el Estado japonés trabaja a favor de la transformación de la dinámica social, dándole en lo posible las característidcas del funcionamiento empresarial (3).
Esta explicación no parece fatalmente errada. Podemos servirnos de ella y aprovechar varios de sus argumentos (4). Pero, abandonada a sus propias fuerzas, suele ser incompleta y tendenciosa, desde el momento en que supone o imagina que ese funcionamiento orgánico se logra un poco “como por encanto”: sea el discreto encanto de una “mano invisible” (las fuerzas ocultas y sabias que regularían automáticamente el mercado), sea el más explícito atractivo del “factor tecnológico” (los adelantos de la tercera revolución industrial generarían nuevos criterios objetivos para la conducción de los asuntos sociales).
Veremos que no se constata “espontaneidad” alguna en el caso japonés. Básicamente porque no suele ni puede haberla, ni en Japón ni en el resto de los países. Los formas tomadas por la dinámica económica y tecnológica brotan de la punta de los dedos de quienes han decidido conducir la nación en una u otra dirección. No se afirma que tales decisiones sean siempre los representantes políticos quienes las toman, sino que siempre hay decisión y, en ese sentido, toda economía es economía política (5). Si queremos entender la economía, hemos de estar penetrados de conocimiento sobre la forma en que en una nación se estructura la dimensión organizativa y decisoria: su jerarquía, su forma de mandar y de obedecer.

Otra manera consagrada de explicar a Japón es acentuando el carácter “nacionalista” de su fundamento social y de sus manifestaciones económicas, administrativas, institucionales. En este caso, el hilo argumental coincide, en parte, con lo que fue explicado en el capítulo anterior: se recurre a la condición insular, a la raza, a cierta tradiciones convertidas en “ancestrales” por decreto (decretos, preferentemente, de la reciente era Meiji). Entonces se termina concluyendo que Japón constituye una unidad de destino en lo particular (6). La teoría social occidental vino en ayuda de esta predisposición argumentativa a base de la célebre distinción conceptual entre “comunidad” y “sociedad” (Gemeischaft y Gesellschaft), clasificación nacida de la mente de Max Weber (7) y transformada por Ferdinand Tönnies en el formidable útil conceptual que demostró ser (8).
También esta explicación tiene un fundamento acertado que la hace utilizable (9). Pero, como la primera, se arriesga a ser incompleta y deformante: en tanto y en cuanto desplaza, explicativamente hablando, la discontinuidad, la diferencia y el conflicto hacia afuera del tinglado conceptual erigido para explicar la unidad de Japón en tanto que nación. Con lo cual, el cambio social se vuelve imposible (teoría de la continuidad de Japón) o incomprensible (teoría de la homogeneidad).
Es obvio que la heterogeneidad, la variedad, la ruptura forman parte del sistema social japonés. Como toda sociedad humana, “si hay sociedad” en Japón es, precisamente, con el fin de reabsorber diferencias fundamentales cuya presencia podría acabar provocando conflictos graves y colapsando el normal funcionamiento de las instituciones. Una sociedad se crea cuando se instaura un régimen (“régimen discursivo”, se puede decir con Barthes; y “régimen disciplinario”, se agregará con Foucault) que garantice la durabilidad de los intercambios sociales. Aquí, de nuevo, nos topamos con la esfera de la decisión, vale decir con la política. La instancia política es aquella instancia en la cual, y por la cual, una nación da forma histórica, concreta y material, a sueños de unanimidad nacional que no se limiten a ser puro vapor o fervor etéreo.

Por ambas vías erradas (la “técnico-económica” y la “nacionalista”), se pretendía “construir” un Japón apto para las explicaciones liberales y para las prácticas neoliberales: por la vía de la sociedad-mercado y por la vía de una sociedad grupuscular que acaba siendo una sociedad de segmentos de consumidores. Como hemos visto en el capítulo anterior, las dos formas de la teoría sobre Japón se completan y hasta se refuerzan mutuamente si hace falta.

Pero ahora hace falta detenerse volver al hilo principal del argumento. Mostrando las limitaciones de ambas vías, en los dos próximos capítulos se planteará, como forma de explicar al Japón, una entronización de la dimensión política.
Si el factor técnico lo explicase todo, poco quedaría por decidir, salvo irse adaptando a las exigencias (crecientes) de la tecnología. Ese “buzón” intentan “vendérnoslo” con la ideología tecnicista de la tercera revolución industrial (10), ideología en la que fácilmente suele incluirse el caso japonés.
Si en cambio fuera el factor nacional el que lo explica todo, tampoco es mucho lo que quedaría por decidir, limitándose las naciones a perpetuar la costumbre consagrada, a repetir el atavismo tradicional, esforzándose los ciudadanos y el pueblo en su conjunto por “llegar a ser lo que ya se es”, reutilizando (en un contexto totalmente diferente) la frase que un célebre filósofo empleaba hablando de la madurez individual.
La observación concreta es terca. Demuestra (también en el caso japonés) que las sociedades se mueven, caminan (hacia adelante o hacia atrás, ese es otro tema) basándose en las decisiones que toman. Esto les ocurre no por mera costumbre cultural (aunque la inercia ayude) ni por estar benditas o ser agraciadas desde el punto de vista tecnológico (aunque, a estas alturas, sin tecnología no se pueda llegar muy lejos). La posición que Japón ocupa en el mundo actual es fruto de decisiones que sucesivamente se fueron tomando, dentro y fuera de Japón. Y, complementariamente, su crisis presente es consecuencia de decisiones erróneas, incluyendo en la lista aquellas que, sobre Japón, se tomaron fuera de Japón.
Demos otro paso: si el Japón de cierto periodo se convirtió en caso más o menos “ejemplar”, sucede que fueron otras naciones las que en determinados momentos tomaron (o no) la decisión de reutilizar una experiencia histórica ajena (la nipona) en beneficio propio. Todo el libro pende de este hilo argumental: la dimensión política. Por eso, la manera más oportuna de entender la estructura social japonesa consiste en un análisis de la forma en que se genera y se difunde, en que se materializa y se consolida el poder en Japón. El análisis de la esfera política (o mejor: de la sociedad en tanto que esfera política) nos permite saber cómo llegó Japón a tomar la forma actual.
No es extraño que se haya escrito relativamente poco sobre este tema, ni en español, como era previsible, ni en lenguas occidentales o en japonés. El análisis de la estructura social se mantiene con demasiada frecuencia atrincherado en el corral protector de aquellas teorías de “los dos japones”, cuya detallada mención nos permite resituar el análisis de un Japón real y, por real, mucho más permeable a nuestra mirada.
El lector advertirá ahora qué importante resulta clarificar los fundamentos teóricos sobre los que se asientan las explicaciones concretas y, consecuencia de éstas, las decisiones políticas.


ESTRUCTURA SOCIAL Y ESTRUCTURA DE PODER

La teoría política nos aclara en qué sentidos podemos entender el conjunto de una estructura social de una forma “política” (11). Los motivos no tienen que ver con una especialización académica o con preferencias profesionales. Tienen que ver con las conveniencias del caso japonés. Tampoco significa forzosamente centrarse en el estudio de las instituciones que temáticamente se refieren al “gobierno” de una nación: Estado, judicatura, parlamentarismo, administración, partidos políticos. Entender una sociedad como estructura política supone, más amplia y genéricamente, aceptar que la dimensión de la autoridad se sitúa en el centro mismo de las relaciones que sus miembros establecen entre ellos. Esta afirmación resulta generalizable: puede afirmarse que, desde tal punto de vista, una sociedad, toda sociedad, no es más que un sistema que organiza las relaciones desiguales y jerárquicas entre sus miembros, de forma de hacer mínimamente comprensible (y digerible) la vida en común.
Contra lo que tozudamente afirman algunas teorías disponibles, esta afirmación resulta cierta también en el caso de Japón: las condiciones físicas y las circunstancias históricas se unieron para sobreexigir (si cabe) al Japón un temprano y detallado desarrollo organizativo. Si el poder constituye una dimensión esencial para comprender la vida humana social es, justamente, porque es “social”, vale decir que se organiza según reglas, leyes y normas, y se expresa pautadamente (no siempre según pautas previsibles), pero siempre según una lógica (racional o no) que acaba siendo posible analizar. “Entender políticamente” el funcionamiento global de una sociedad equivale a centrar la observación en los modos de organización que aquélla practica.
Aunque la dimensión organizativa suele acabar estando “finalmente” ligada a la regulación de las relaciones interpersonales, ella puede analizarse “inicialmente” en función de factores de tipo técnico. Y, también, si a primera vista las formas que el poder toma en una sociedad parecen “inicialmente” culturales, ellas “acaban” siendo políticas en cuanto a su finalidad o intencionalidad. La dimensión política redimensiona a las otras participantes en la vida social (la técnico-económica, la ideológico-cultural). Así, el análisis “político” de una sociedad nos permite descubrir la verdadera finalidad del comportamiento humano social. A veces entendiéndolo como designio conciente y volitivo de los miembros predominantes de su cuerpo social. O considerándolo otras veces como mera traducción institucional de los intereses que mueven a individuos o grupos a oponerse entre ellos para el control de beneficios sociales escasos.
Habiendo compendiado la estructura social en su primordial fundamento político, se puede proceder a una segunda consideración, que tiene que ver con las variables formas políticas que adopta una sociedad al cabo de su historia. Un sistema político adquiere categoría, dimensión estructural cuando resulta “compendio” de la tupida red de relaciones existente en una sociedad. Según sean las características gubernativas, económicas y discursivas de un país en un momento dado, asi será su estructura, políticamente hablando. Por eso, tendencialmente, a lo largo de los siglos, las sociedades se han encontrado prefiriendo unas formas de dominación a otras. Y, así, con el advenimiento del capitalismo urbano, industrialista y centralizado, muchas sociedades fueron evolucionando hacia formas burocráticas de organización de la dominación interna (12).
Una manera oportuna de referirse a las sociedades capitalistas desarrolladas es entenderlas como vastos organismos burocráticos. Universalización del sistema capitalista y burocratización del mundo son, de esta forma, considerados dos fenómenos afines, acaso dos maneras distintas de referirse a idéntico fenómeno.
En mayor o menor medida, las sociedades capitalistas son “aparatos”. En ciertos casos, estos aparatos tomarán la forma, la apariencia, de las democracias liberales (es la situación de la “tecno-estructura” norteamericana analizada por John Galbraith o del “Estado de bienestar” puesto en práctica en los países del norte y oeste de Europa desde el fin de la segunda guerra). En otros casos (entre los cuales descuella Japón), aunque manteniendo formas aparentemente liberales, el funcionamiento interno de dichos aparatos se regirá por otros mecanismos.
En una serie de sentidos clásicos, Japón constituye un aparato similar a los demás (capítulo 2). Pero también es posible afirmar que configura un aparato diferente, típicamente japonés. El núcleo central del capítulo 3 es, resumiendo, definir a Japón como un aparato específico.
Entender “políticamente” a Japón (capítulos 2 y 3), nos facilitará luego la comprensión de su acceso a la condición de modelo ( capítulos 4 y 5) y de su actual crisis sistémica (capítulo 6).

Comencemos, entonces, afirmando que existe una especificidad política de Japón con respecto al resto de países industrializados. El contenido de la hipótesis defendida puede sintetizarse en la siguiente afirmación: más que de una democracia liberal, en el sentido que habitualmente damos a este término en Occidente desde las “tres revoluciones” (la inglesa, la americana y la francesa), el Estado y la sociedad japoneses constituyen partes de un mismo aparato sólo formalmente democrático.
Hasta cierto punto, podría decirse de otras sociedades occidentales desarrolladas que también son aparatos. Pero de pocas en el sentido y con la intensidad que en Japón han adquirido los términos “sociedad corporativa” y “Estado corporativo”.
Las sociedades modernas avanzadas se están restructurando mediante fuerzas y tendencias nuevas. Una de las corrientes más poderosas de esa restructuración -algunos sostienen que la más relevante entre todas- es la que conduce a la “vertebración creciente del orden social general a través de una red de corporaciones” (13). En esta medida, las sociedades, cuando acceden a la “modernidad”, suelen igualmente considerarse, poco o mucho, como “corporativas”. Lo cual implica aceptar tres presuposiciones básicas.
- Presuposición de generalidad.
Podemos partir de una caracterización convincente de todas ellas que constituya, ya que no un “modelo homogéneo”, al menos una “definición operativa” tan hábil o fecunda que permita comparar tanto sociedades diferentes como momentos diferentes de una misma sociedad. Esta definición operativa la expresaremos en la proposición siguiente: “el corporatismo define una presencia hegemónica de las corporaciones en el centro de las instituciones rectoras de una sociedad”.
Generalizar esta caracterización permite que en la lista inicial se vayan incluyendo, como nuevos casos, algunas sociedades que al principio no eran consideradas miembros del club corporativo. Por ejemplo Japón.
- Presuposición de especificidad.
Si bien no constituye un modelo en el sentido de “ejemplo prospectivo” (unos valoran positivamente y otros detestan lo que en este país sucede; nadie puede considerarse “neutral” a la hora de analizar las idas y venidas de la sociedad japonesa), Japón constituye en cambio un “molde” o “matriz” o “esquema” de funcionamiento social, fruto de una lógica que le es propia, al menos en una proporción sustancial. Esto nos permite caracterizarlo como “una sociedad en la que se ‘reencarnan’, de forma corporativa estatista, los vínculos sociales tradicionales”. De acuerdo con esta especifidad matricial, su funcionamiento corporativo también será visto como específico. No en el sentido que el caso burocrático general se tiña, se revista o se decore exteriormente con elementos japoneses. Sí, en cambio, poque en su estructura interna late un principio político diferente que en las sociedades occidentales, el cual afecta a la forma misma de concebir y de practicar lo que llamamos “democracia”. Lo específico del corporatismo japonés será, justamente, su ‘centralidad” (el mismo estado se rige por una lógica corporativa) y su “exhaustividad” (el conjunto de los vínculos sociales se reconstituye a partir de la lógica corporativa del estado). Lo veremos en el capítulo 3.
- Presuposición de continuidad.
Se puede aplicar a Japón un esquema analítico que no se reduzca a un mero diseño de dos realidades contrarias, a fin de escoger inevitablemente entre una de ambas. Se puede aplicar un criterio que capte la relación existente entre lo que, por error, muchos creen contradictorio (14). Una estrategia de este tipo resulta aplicable al caso japonés, máxime cuando en una de las tradiciones culturales predominantes del Japón (en obvia referencia al budismo) anida idéntica exigencia epistemológica: “superar el par de opuestos”.

CORPORATISMO EN JAPON


Fuera de cualquier duda, Japón se ha transformado en una sociedad desarrollada. Como ya fue anticipado, para hablar sobre Japón no es necesario moverse en el terreno fangoso de la disyuntiva tradición-modernidad. Resulta más útil caracterizar a la sociedad japonesa invocando teorías pensadas para sociedades industriales. Una de esas teorías parece especialmente oportuna: la que sostiene que, cuando llegan a cierto nivel de crecimiento, las sociedades desarrolladas modifican su modo de funcionamiento, transformándose en “corporativas”. Así, el objetivo de este capítulo es doble:
- Describir brevemente el modo como evolucionan ciertas sociedades para que podamos definirlas como corporativas.
- Mostrar que Japón también constituye, en términos generales, una sociedad que se incluye en esta categoría.

¿Qué podemos entender por “sociedad corporativa”?
Una sociedad es corporativa cuando los vínculos sociales más importantes (tanto de cooperación como de conflicto; de rol y de estatus; de índole económica, política y cultural) nacen y se ejercen tendencialmente a través de corporaciones. Se suele observar que dicha situación se produce solamente cuando una sociedad alcanza niveles elevados de desarrollo económico y social.
Esta caracterización sugiere una hipótesis estructural, holista. Como rasgos comunes a cualquier sociedad corporativa, se puede pensar en todo tipo de vínculos sociales. Complementariamente cabe postular una interrelación estrecha entre diferentes tipos de actividades. Por otra parte, el sistema social se rige por pautas distintas respecto de sociedades que no han alcanzado el mismo estado, afirmación ésta que es corriente encontrar en la mayoría de los análisis.
Lo anterior significa que el corporatismo no constituye una evolución que interese únicamente al subsistema económico, a pesar de que así lo afirman autores como Cawson (1). Interesa globalmente a toda la sociedad, al conjunto de sus instituciones, como acertadamente señala Schmitter (2). Tampoco se puede considerar al corporatismo como algo ajeno o “más allá” del capitalismo y del socialismo, ya que constituye antes que nada una forma típica de superdesarrollo industrial que afecta a ambos modos de organización. Aunque contiene múltiples aspectos de “colaboración” entre el capital y el trabajo (3), no deja de ser un régimen social apoyado en una desigual repartición de bienes, poder y posiciones sociales, fruto de estrictas jerarquías prefijadas.
Para que esta breve introducción no adquiera un tono excesivamente técnico, bastará recordar que, grosso modo, podemos distinguir dos tipos de sociedades industriales. Las “pluralistas” son directas: están basadas en la representación y en la negociación abierta entre grupos cuyo criterio de constitución es la similaridad de intereses concretos y de posiciones, así como la transitoriedad y relativa fragilidad de sus lazos internos. Francia o Estados Unidos constituyen dos buenos ejemplos de sociedades industriales pluralistas. Las “corporatistas” son indirectas: se apoyan en la intermediación, transforman los regateos en autorregulación y permiten un sólido y estable desarrollo de los grupos participantes. Las sociedades “pluralistas” se rigen por la lógica de la influencia, sea ésta de índole económica, política y hasta religiosa. Las “corporatistas” exigen, además, la condición previa de la afiliación: en Japón se trata de pertenecer a clanes o a consorcios, en la ex-Unión Soviética el gran objetivo era pertenecer “al Partido”. De una manera bastante repetitiva, las sociedades industriales estudiadas han evolucionado de formas relativamente pluralistas a formas cada vez más corporatistas. Veremos que una característica distintiva de Japón es haberse internado en la senda del corporatismo desde etapas de desarrollo económico y político técnicamente más primitivas y cronológicamente anteriores al resto de los países occidentales de referencia (4).

Por su parte, se denomina “corporación” a toda institución social montada (y/o utilizada) concientemente por personas individuales o colectivas, con el fin de servir intereses más o menos explícitos, aunque siempre vinculados a su propia preminencia dentro de la sociedad.
El mérito de la obra de Schmitter es que el estudio de “intereses organizados” se centra en las instituciones, vale decir en la estructura asociativa u organizativa que los representa. Se niega a considerar el corporatismo como “tercera vía” (3) o como un simple “régimen socio-cultural” (5). Lo considera de entrada como un modo característico de organizar las relaciones entre el Estado y las instituciones, modo mediante el cual los grupos organizados no se limitan a negociar con la administración sino que coordinan o regulan el conjunto de los intereses de sus miembros en el marco de un sistema global de relaciones sociales, aceptado desde el inicio como desigual y jerárquico.
Siempre se produce un juego de influencias y presiones entre corporaciones económicas y políticas. Cuando las corporaciones civiles predominan sobre el estado podemos hablar de “corporatismo societal”: de carácter más político durante el periodo argentino peronista; de carácter más industrial y financiero en el periodo tecnocrático español del tardo-franquismo o en la posguerra liberal de Estados Unidos, Francia o Inglaterra. Cuando el estado predomina sobre el resto de las corporaciones, se trata de un “corporatismo estatista”: de carácter más militar en el periodo soviético estalinista; de carácter más burocrático en la posguerra japonesa.
Por los ejemplos mencionados, el corporatismo no se define únicamente en relación con un régimen político (hay corporatismos no democráticos) ni solamente mediante regímenes económicos (hay corporatismos no capitalistas). Hablar de corporatismo equivale a referirse a un modo de organización distintivo y global. La sociedad corporatista constituye un tipo de sistema (6).

Finalmente, un concepto como el de “corporatismo” tiene que ver con la presencia hegemónica de las corporaciones en la orientación o la gobernación de una colectividad.
Aquí nos serán útiles algunas referencias suplementarias.
Podemos considerar especialmente relevante partir del concepto gramsciano de “hegemonía” (”indirizzo corporativo”), con su doble cara de imposición y legitimación de unos grupos sobre otros.
Por otra parte, tampoco conviene olvidar que es posible localizar niveles diferentes de hegemonía, de dominación y de determinación actuando en una misma sociedad.
Visto el asunto desde perspectivas teóricas disímiles (aunque aquí plenamente compatibilizables), existen grados y momentos en una hegemonía: pueden existir regímenes corporativos más o menos “abiertos” (empleando la terminología popperiana), más o menos “comunicativos” (aquí el concepto nos lo brinda Jurgen Habermas).
De cualquier forma, la obra de Antonio Gramsci deja planteada una cuestión clave: no es totalmente seguro que el corporatismo siempre y en todos los casos represente un “modo de producción” específico (7).

¿Qué ámbitos cubre el desarrollo de una sociedad corporativa, tal y como acaba de ser sintéticamente bosquejada? Veremos que cubre los ámbitos económico, político y cultural. Y podremos entender que las sociedades avanzadas (Japón entre ellas) constituyen sociedades corporativas en todos esos niveles observados.
Caracterizar a Japón en términos de sociedad corporativa no es lo más habitual. Pero veremos que esta explicación facilita, acaso más que otras, el descubrimiento de algunos de sus mecanismos, esos que suelen permanecer especialmente ocultos al análisis.


CORPORATISMO ECONOMICO

Una sociedad industrial es corporativa cuando, a nivel productivo, se producen en ella tendencias como las siguientes.
- Gran crecimiento del tamaño de las empresas, con la consiguiente “cartelización” y empobrecimiento de la libre competencia.
- Concentración de la producción industrial y, como consecuencia, progresivo control de los mercados por las corporaciones.
- Globalización de la lógica económica, con un doble juego permanente: de puertas afuera, desarrollo oligopólico del comercio internacional y creación de polos económicos ultramarinos dependientes; de puertas adentro, proteccionismo, arancelario o no arancelario (8).
La institución japonesa del “keiretsu” ejemplifica esas tres tendencias. Procedentes de los ilegalizados “zaibatsu” (concentraciones monopólicas familiares de la preguerra) y de los posteriores “daibatsu” (“holdings” oligopólicos bajo relativo control estatal), los “keiretsu” designan grandes conglomerados con firme fundamento en un polo financiero (similar en eso al estilo alemán) y sumamente ramificados en el sentido horizontal y vertical (como sucede, en cambio, en el caso anglo-sajón). Se los puede considerar producto de la orientación tempranamente burocrática del estado japonés. Al mismo tiempo han sido enérgicos propulsores de la acentuación de tendencias corporatistas en la sociedad nipona (9).

Si ahora miramos el asunto a nivel directivo, también aparecen tendencias similares en diversos países desarrollados.
- La gerencia se vuelve “científica”: considera el elemento tecnológico como nuevo “factor clave” determinante.
- Se concentra el poder en pocas manos, aunque se difumina la capacidad de tomar decisiones económicas dentro de la élite dominante.
- Poder económico y poder administrativo acaban integrándose, por medio del desarrollo de un estrato plutocrático ubicado en la cúspide de la sociedad.
La organización interna y la coordinación de tareas imperante en los cuatro organismos superiores de su patronato proporciona una adecuada ilustración de la situación japonesa:
- “Keidanren” (Keizai dantai rengokai: Federación de organizaciones económicas) constituye el órgano político de los empresarios.
- “Keizai doyaikai” (Comité para el desarrollo económico) actúa como una oficina ideológica creadora del marco discursivo empresarial común.
- “Nikkeiren” (Nihon keieisha dantai rengokai: Federación japonesa de asociaciones de emprendedores) desarrolla y ejecuta una política laboral uniforme.
- “Nissho” (Nihon shoko kaigisho: Cámaras de comercio e industria) integra las PyMEs (pequeñas y medianas empresas) en la corriente principal del movimiento patronal (10).

Si, en cambio, observamos el ámbito económico a nivel laboral, de nuevo nos llama la atención la presencia de acentuadas tendencias corporatistas en todas las sociedades industrializadas.
- Proliferan las organizaciones establecidas para formular y lograr los objetivos de los individuos...ocupando, sea dicho al pasar, el lugar de esos individuos. La consecuencia, visible, es el declive de lo que tradicionalmente se llamó “libre ejercicio de la profesión”.
- Las organizaciones colectivas se transforman en “interlocutores sociales” estables, designados para resolver los problemas de sus miembros individuales. El efecto (¿buscado?: en todo caso conseguido) es el declive de las ideologías libertarias o individualistas como parte del debate en torno a la esfera pública.
- Se redefine al individuo como miembro polivalente y disponible de la mecánica de funcionamiento de los organismos económicos. Consecuencia más que previsible: imposibilidad -incluso teórica- de defender la existencia del trabajador individual libre.
Vienen a la mente varios ejemplos de la presencia de tendencias similares en el caso japonés.
- Junto con Dinamarca y Estados Unidos, Japón es uno de los países del mundo con mayor desarrollo del movimiento cooperativo. En muchos casos, las cooperativas de producción constituyen eficientes pequeñas y medianas empresas (en adelante: PyMEs), subcontratistas de los “keiretsu” y dotadas de los últimos avances tecnológicos. Por su parte, las cooperativas financieras han contribuido decisivamente a la democratización del crédito en la posguerra. Mientras que las cooperativas de consumo lograron mejorar las condiciones ambientales, la calidad de los productos, de los transportes, etc (11).
- La transformación de la clase social en clase ocupacional (con la consiguiente neutralización de las fuerzas revolucionarias) es uno de los “éxitos” del capitalismo corporativo japonés de posguerra. Control del desempleo, renta “per capita” comparativamente elevada, “mentalización” del trabajador industrial: tres mecanismos decisivos para la corporatización del proletariado japonés y su transformación en una inmensa “clase media” (12).
- La cadena lógica de la integración se traslada a la cadena productiva del “toyotismo” o “kanban”, transformado en horizonte mental y social del individuo, territorio último de su identificación como persona (13).
Podemos concluir que a nivel de organización de la planta industrial abundan los indicios de corporatización de la vida laboral nipona.

Como colofón al apartado económico se puede afirmar que, desde el punto de vista económico, Japón se presenta, “prima facie”, como una sociedad corporativa con todos sus atributos.


CORPORATISMO POLITICO

Pasemos revista al ámbito político, haciéndonos dos preguntas:
- ¿Cuándo, políticamente hablando, una sociedad industrializada puede considerar que se alzó a una etapa corporativa?
- ¿En qué medida se expresa en la sociedad japonesa lo propio del síndrome corporativo?
Dentro del ámbito político distinguiremos tres niveles: las asociaciones, los partidos y los individuos.

A nivel asociativo general, el corporatismo supone la concretización de tendencias como las que se resumen a continuación.
- Se va hacia una redefinición colectiva y anónima de los actores políticos, mientras decae la participación cívica directa. En este tipo de sociedades, el asociacionismo normalmente es pujante, pero no adquiere su fuerza en virtud de ideologías compartidas: más bien en virtud de su carácter formalizado.
- Es costumbre considerar los conflictos colectivos como “disfunciones” transitorias ocurridas en las relaciones entre asociaciones políticas: declina la “lucha de clases” como manifestación de una oposición que ya no es contradictoria sino apenas funcional.
- Vale la pena considerar una tercera tendencia: la que conduce a una vida social concebida como búsqueda paciente de líneas de concordancia entre los interlocutores colectivos. En este caso, pierden relieve los “movimientos sociales”, siendo poco a poco remplazados por organizaciones formales.
Resumiento estas tres tendencias en una sola, Gramsci podía hablar de una “cauta pero masiva construcción de un brazo formal jurídico que guía desde fuera la necesaria evolución del aparato productivo” (14).
El terreno asociativo se ha prestado para útiles comentarios sobre el carácter corporatista del asociacionismo japonés.
Ese empleado que nos ofrece su “meishi” (tarjeta de visita) no piensa que lo identificaremos como “Keizi Yamaguchi” (su nombre) sino como “Panasonic”, nombre de la empresa para la cual trabaja. Si fue promovido a jefe administrativo, su ascenso podría guardar relación con un acontecimiento algo sorprendente: quizá el año anterior se había distinguido como ardiente defensor de las reivindicaciones laborales, siendo líder obrero en las conocidas “ofensivas de primavera” (El año fiscal japonés comienza, como la primavera, a principios de abril, y con él los presupuestos de todas las instituciones. Por ello constituye una época propicia para aprobar nuevas partidas destinadas a satisfacer el pliego de peticiones).
Crece la importancia de la burocracia administrativa, encargada de tomar las decisiones más importantes. Pero lo que aumenta no es tanto su volumen numérico -a diferencia de muchos países occidentales- sino su importancia política.
En el terreno civil, el asociacionismo ha sido muy importante en el Japón de posguerra. En momentos diferentes sobresalieron los movimientos pacifista, medioambiental, cooperativo y feminista. Todos ellos aplican argumentos organizativos bastante similares. Estamos ante organizaciones muy formalizadas, en las cuales las relaciones entre la jerarquía y la masa de seguidores se entienden como relaciones administradores-administrados. Están sujetas a un estricto reglamento y suelen traducirse en comportamientos ejecutados con la misma precisión que cualquier trámite (15).

Pasemos a un segundo panel: el de los partidos políticos. El nivel estrictamente partidista es rico en ejemplos corporativos, dada la orientación tomada por la actividad política directa en las sociedades industriales del Este y del Oeste. Las tendencias son de tres tipos.
- Se constituyen sistemas bipartidistas con cierta rotación de poder. Esto lleva a la reabsorción y en ocasiones al declive del multipartidismo.
- Se erigen, complementariamente, sistemas presidencialistas, a veces con características “carismáticas”, pero a menudo con un sentido “burocrático” (ambos términos en sentido weberiano). Como consecuencia, se redefine el sentido de la tripartición de poderes y se le agregan al poder ejecutivo prerrogativas parlamentarias y judiciales que trastornan los planteamientos republicanos tradicionales.
- Como consecuencia de lo anterior, se prefieren sistemas de actuación capaces de lograr acuerdos técnicos entre enemigos ideológicos. Los defensores de posturas ideológicas opuestas se acaban aceptando unos a otros como factores de poder y dejan de considerarse representación viva de proyectos históricos en teoría incompatibles (16).
Japón reproduce la descripción general sintetizada.
- A pesar de la gran continuidad del régimen político japonés de posguerra, bajo la conducción del Partido Liberal Democrático (PLD: coalición en 1955 de los dos históricos partidos conservadores japoneses), se produjo alguna brizna de alternancia (en el periodo 1994-1995 aconteció un efímero gobierno socialista, bajo conducción del Partido Socialista, PS) y, sobre todo, alianza entre los grandes contendores del espectro político japonés (PLD y PS), que fundamentan, desde el año 1995, el régimen político en curso.
- En el archipiélago también se ha producido una progresiva absorción de la vida política por los liderazgos personales y elitistas. El Primer Ministro de Japón, el jefe de la fracción o “habatsu” predominante del partido mayoritario y el cabecilla de la clique más poderosa en la fracción: los tres coinciden (necesariamente, si pretendemos estabilidad) en la misma persona. El se encarga de lograr los acuerdos técnicos entre adversarios políticos y de repartir poderes, jerarquías e influencias, situándose en la cúspide de una siempre presente (aunque siempre móvil) jerarquía política.

El tercer panel, en el que se mueven los individuos de las sociedades industriales, permite observar avances notorios en lo que Bruno Rizzi considera una concepción burocrática global del mundo. En las sociedades corporativas, “existir” equivale a “formar parte de un grupo”. Se tiende a “penalizar” a los individuos renuentes a integrarse en grupos ya constituidos.
Estos grupos pueden ser a veces muy masivos: en su momento, movimientos políticos como el gaullista o el peronista proporcionaron una clara “identidad corporativa” a millones de franceses o argentinos. Otras veces son muy minoritarios: las “tribus urbanas” de muchas ciudades europeas se especifican recortando sistemáticamente el número de adherentes. Así, ciertos grupúsculos políticos residuales se van transformando en apéndices folklóricos de su escenario político nacional.
Los criterios de pertenencia a un grupo son claros y estrictos. Aunque a veces no se note, los grupos mayoritarios y minoritarios mantienen continuas transacciones internas, a pesar de la cortina de humo proyectada por mensajes que a primera vista los enfrentan. Tanta cercanía provoca la progresiva integración de las minorías en el “mainstream” de la vida política. Se produce entonces una paradoja. La supervivencia de una organización política depende antes que nada de su grado de formalización. Los grupúsculos (necesariamente muy bien organizados) pierden nivel de organización al integrarse en la corriente principal...lo cual los lleva a difuminarse y a perder adherentes.
Estén completamente aislados (caso patético y no el más frecuente) o formen parte de grupos, los individuos se saben, se sienten (y, a menudo, se desean) controlados. Se produce un severo control social de la diferencia, de la disidencia y de la errancia, “patologías sociales” que conviene extirpar (17).
Todos estos rasgos se repiten en Japón, sociedad en la que se produce una dinámica doble.
- En asuntos de características estratégicas se tiende al consenso. Esto provoca en el observador exterior una impresión de sumisa aceptación de lo que podríamos llamar el “discurso político de la japonidad”. Esta retórica incluye el pacifismo, el populismo, el liberalismo económico y loas a las instituciones tradicionales (18).
- Sin contradicción aparente con lo anterior, se produce una intensa rivalidad entre grupos e incluso entre facciones de un mismo grupo. A veces esta rivalidad llega al paroxismo.
Este doble modo de funcionamiento de las relaciones micro-sociales acentúa la tendencia, generalizada entre los japoneses, a formar parte de un grupo. Si el grupo es un “habatsu” o fracción de los partidos mayoritarios (“Jiminto”, “Shakai” o “Komeito”), la identidad corporativa provendrá de las actividades indicadas por la dirección. Si, en cambio, el volumen numérico de una asociación es limitado, sus miembros suplirán la escasez de personal con la intensidad de una militancia voluntarista.
Algunos grupos formados por pocos miembros adquieren una visibilidad significativa cuando la sociedad los considera estables y legalmente constituidos. Otras veces, se intenta marginar y hacer desaparecer a un grupo entero, condenándolo al ostracismo de la opinión (los japoneses son maestros en el arte de la indiferencia). Este fue el caso de la secta “Aum”, responsable en 1995 de envenenamientos colectivos con gas “sarin”.
En términos generales, la opinión pública y las jefaturas políticas japonesas respetan a los grupos constituídos, sean éstos extensos o minúsculos. Las reivindicaciones sociales ostentan fácilmente un alto grado de organicidad y se legitiman públicamente. La tarea de los aparatos políticos consiste en reorientar, hacia la corriente principal del consenso, multitud de intereses sectoriales que se manifiestan por medio de organizaciones formales.
La gama es tan amplia como la problemática social.
- Puede tratarse de reivindicaciones surgidas de grupos de ciudadanos quejosos: contrarios a la construcción de una nueva base militar norteamericana en Okinawa, defensores de mayores niveles de calidad de la leche o el pescado, militantes que desean que se extiendan a ancianos e inválidos las recientes medidas tomadas para mejorar los transportes urbanos; ecologistas, pacifistas, feministas.
- Otras veces se trata de problemas planteados por grupos marginados en razón de su diferencia racial (okinawenses, “ainu”), del estigma social padecido (“burakumin”), de la nacionalidad (coreanos, latinoamericanos, filipinos) o de una evolución social adversa (campesinos).


CORPORATISMO CULTURAL

Quedaron para el final los aspectos culturales del corporativismo en las sociedades industriales. Una arraigada costumbre argumental considera la cultura como “guinda” puesta encima de la tarta social. Pero la cultura es algo más que un adorno en el pastel. Forma parte del tejido conjuntivo o constituye el plasma del cuerpo social. La elección de una metáfora médico-biológica permite indicar dos cosas.
- La cultura integra la estructura social.
- No está “por encima” o “por debajo” de otros subsistemas sociales, sino entremezclada con ellos, formando entre todas esa tupida trama que llamamos “sociedad”.
Cuando estudiamos la cultura de una sociedad, no hacemos más que aplicarle al tejido estudiado un catalizador diferente que pone de manifiesto tonalidades distintas o dibujos específicos. Pero no cambiamos de objeto de observación.
En términos generales, una sociedad es corporativa cuando los contenidos y formas más influyentes de su cultura pautada (las pautas incluyen tanto ideas como comportamientos) constituyen producto directo, o al menos consecuencia indirecta, de la existencia y la actividad de las corporaciones. Una sociedad corporativa “produce” cultura corporativa. Podemos distinguir una forma estricta y otra amplia de entender el concepto de “cultura corporativa”.
- De forma estricta, define cualquier sistema de signos y símbolos, de actitudes y actuaciones, que identifica o individualiza a una organización, normalmente de tipo económico y que ostenta atributos de empresa. Ser miembro de IBM o de Mitsubishi, por ejemplo, comporta una mentalidad específica y un “estilo” que nos permiten distinguir dónde trabajan ciertas personas, incluso antes de que nos obsequien su tarjeta.
- En el sentido amplio que, en cambio, parece preferible, (y que engloba al estricto), cultura corporativa es el sistema ideológico explícito de una sociedad industrial, vehiculado por instituciones como el sistema escolar o el aparato del estado y ejercitado en ellas, a través de las relaciones familiares, laborales, religiosas, políticas, sexuales, etc (19).
Esta forma extensiva de entender la cultura corporativa, ¿en qué se diferencia de la noción genérica de cultura que utiliza, por ejemplo, el culturalismo antropológico? Sucede que la cultura corporativa no es una cultura cualquiera. En toda sociedad desarrollada, sus modos de producción, de difusión y asimilación se especifican inequívocamente, asumiendo características distintivas que ahora veremos en detalle.

De forma creciente, la creación de productos culturales está dirigida por organizaciones.
- Puede tratarse de organizaciones de carácter público. Se puede aludir a los sistemas educativo, sanitario, de transporte, de defensa, de policía, de control de las actividades económicas, etc, que existen en todos los países. Por otra parte, en algunos países -no en todos- la administración pública también se encarga de la organización de otros aspectos de la vida social: así la religión (Alemania, Japón, etc) o la previsión social (países escandinavos, naciones de Europa oriental durante su etapa comunista, etc).
- O puede tratarse de organizaciones privadas, de dos tipos: las empresariales y las civiles, distinguibles por perseguir o no un objetivo lucrativo.
Ahora bien: se trate de organizaciones públicas o privadas, lucrativas o benéficas, lo importante, en muchas sociedades industriales contemporáneas, es que la generación misma de la cultura como fenómeno colectivo no depende tanto del esfuerzo individual cuanto de mecanismos institucionales complejos. No es el individuo quien decide los temas y contenidos que la sociedad reconocerá como “patrimonio” cultural suyo, sino ciertos colectivos cuyo predominio sobre la sociedad no quedaría suficientemente satisfecho si no logra aquiescencia o reconocimiento por parte de los ciudadanos. El creador individual no desaparece: sigue siendo instrumento de la invención cultural. Pero la posibilidad misma de su sobrevivencia depende, más allá de la originalidad o fuerza de su propuesta, de la mayor o menor integración que logre con las corporaciones. Mediante el patrocinio directo o indirecto, éstas harán posible la materialización de sus proyectos personales, transformados en planes del departamento de marketing de las grandes corporaciones (20).
En pocas sociedades corporativas el fenómeno de la “esponsorización” adquirió las dimensiones que hoy en día tiene en Japón.
- Siguiendo diversos caminos, las corporaciones públicas “patrocinan” preferentemente la cultura “del pasado”. En parte, por medio de apoyos y subvenciones directas a instituciones que conservan y divulgan el discurso “tradicional”, como santuarios “shintoístas” y organizaciones de artes marciales, de “sumo” o de técnicas estéticas. En parte asumiendo la retórica tradicionalista como “oficial” de la nación japonesa, a través del sistema escolar y los medios de comunicación de masas.
- Aunque apoyan y cofinancian el esfuerzo público, las corporaciones privadas se identifican más con la formalización de una cultura presentada como “del presente”. Auspician el desarrollo de un estilo, de una plástica, de una música, de un diseño (en suma: de un “lenguaje”) afín (o al menos no contradictorio) con la imagen general de progreso tecnológico en el que afirman que estamos inmersos o adentrándonos.
La iniciativa pública financia el patrimonio y transmite un mensaje de privatización de la cultura tradicional, fomentando el cultivo individual de la religión o de los “do”, caminos espirituales. La iniciativa particular privatiza desde el origen el financiamiento de una parte creciente de la cultura “contemporánea”, haciendo de ella fiel compañera y dócil aliada de un progreso tecnológico regido por las corporaciones (21).

El consumo de bienes y servicios culturales también responde a políticas corporativas. Es lógico que la administración estatal o las empresas se esfuercen por distribuir con eficacia lo que tan decisivamente han contribuído a producir. Aplican con rigor la lógica capitalista: una buena distribución contribuye a amortizar la inversión exigida por toda creación cultural. Cuanto más voluminosa la inversión, más insistente la propaganda tendiente a “colocar” el producto. La cultura se convierte en objeto de marketing, o sea de difusión (y de relativa imposición) de acuerdo con los criterios de una planificación racional.
La racionalidad del marketing exige una extrema formalización del producto cultural. Esta exigencia viene ligada con otra, inherente a la lógica del provecho capitalista: trabajar en economías “de escala” (a gran escala) o incluso “de sistema” (en escala real, sin renunciar a ningún segmento del mercado aunque, en este caso, el producto a colocar tenga que adaptarse a los gustos de clientes cada vez más individualizados y mejor conocidos).
Las consecuencias son gravosas para el creador, ahora incapaz de perseguir el ideal romántico del “genio individual”.
- Las exigencias “de escala” le llevan a uniformizar su producto.
- Las exigencias “de sistema” le indican que debe producir lo que el mercado le está pidiendo.
En ambos casos, ocurre una cada vez mayor prefiguración del hecho cultural a producir, reduciéndose las posibilidades de espontaneidad y descubrimiento.
La racionalidad del marketing tiene otra cara: el mecanismo de la difusión cultural deja de ser “vender lo necesario porque es necesario”. Aparecen formas diferentes de marketing cultural según las etapas o modalidades del sistema social corporativo. La cultura ya no está centrada en el producto sino en el destinatario final. Pero éste no será visto como alguien que busca plasmar su identidad en signos y símbolos específicos o comunes. El marketing se centrará en un individuo definido por su condición de consumidor: “usuario” para las corporaciones públicas, “cliente” para las privadas. Mediante este mecanismo, el corporatismo hiere de muerte la llamada “cultura popular”, de forma similar a como la excesiva centralización de la vida social arrincona la iniciativa local.
Japón ejemplifica la tendencia descrita. Desde hace decenios se asiste a la proliferación y consolidación de “fundaciones” y otras instituciones públicas o privadas encargadas de canalizar antiguos o nuevos productos culturales, apoyándose en su imagen no lucrativa y en los beneficios crediticios y fiscales que conceden las leyes.
La jerarquía interna existente entre corporaciones (por encima el estado y los “keiretsu”; por debajo las PyMEs y el asociacionismo independiente) se traduce en nítida ventaja del sector corporativo predominante (la administración y los “holdings”). Este logra imponer sus productos en el mercado cultural. Un alto porcentaje se masifica (por medios de comunicación tan populares como la prensa escrita o la televisión) según la clave que estamos viendo (21).

El objetivo último de una sociedad corporatista es la configuración de un sistema cultural afín a las preferencias de los sectores hegemónicos. Se persigue la eficiencia o, en otras palabras, una suficiente asimilación, por parte de la población, de los mensajes y símbolos emitidos desde las grandes corporaciones.
A partir de aquí, se abre una disyuntiva entre dos estrategias culturales posibles.
- Según algunas modalidades corporatistas, vigentes en los países europeos que mantienen abundantes características de la segunda revolución industrial, la consecuencia de un proceso (muy centralizado) de producción y de otro proceso (muy extensivo) de difusión sólo puede ser una extrema homogenización del inventario de productos culturales. En este caso, eficacia significa la misma comida, la misma música, la misma moda, el mismo arte, las mismas diversiones, los mismos “slogans” en boca del máximo de ciudadanos, y en muchos países mejor que en uno solo. De esta forma, y a modo de ilustración, la extrema heterogeneidad cultural de la sociedad norteamericana ”es importada” -por América Latina, Europa y el Japón- en el envase monótonamente uniforme (y harto engañoso) del “American way of life”.
- Hay otra modalidad corporatista, cada vez más vigente en los EE.UU. y en pleno desarrollo en Japón. Consiste en pensar la eficacia de la cultura en términos “de sistema” y no “de escala” (22). Esta cultura “digitada” desde los despachos corporativos persigue la redefinición social de cada sujeto (según esta mentalidad, un “sujeto” acaba convirtiéndose en un individuo “sujetado”) dentro de un conjunto social tan heterogéneo como sea posible o necesario, pero fácilmente controlable desde pocos centros de decisión. Cada individuo sigue siendo un cliente o un usuario y cada grupo un segmento del mercado. En línea con la ideología de las “sociedades de la información”, la diferencia radica en el tratamiento específico de las situaciones. Puede convivir una gran heterogeneidad entre lo tradicional y lo contemporáneo y se logran dos efectos simultáneos: el público tiene la sensación de escoger libremente (la libertad radica en la amplia oferta cultural disponible); el poder corporativo modula esa enorme multiplicidad de mensajes (manteniendo el orden público y una respuesta dócil a los requerimientos de las autoridades).
Por cualquiera de las dos vías (una más propia de la segunda revolución industrial -la de la electricidad y la metalurgia-, otra más concorde con la tercera -la de las nuevas tecnologías y la automatización de procesos-), se busca una eficaz masificación de discursos jerárquicos que justifican la desigualdad, oculta bajo el manto confusivo de la heterogeneidad.
¿De qué forma se logra lo mismo por dos vías diferentes? Si el producto cultural es uniforme, la jerarquía expresará la asimilación desigual de una retórica unificada (algunos son más inteligentes que otros, o más trabajadores, o más perseverantes). Y si el producto cultural se diversifica, la jerarquía expresará la libre preferencia por valores de diverso calibre (unos más aptos para la satisfacción privada, otros más acordes con el “servicio” público). Eso sí, por un camino y por el otro se mantiene la relación social desigual y jerárquica, elementos que facilitan la comparación entre Japón y el resto de las sociedades corporativas.
En Japón conviven actualmente las dos finalidades expuestas.
- La cultura producida y distribuída desde las corporaciones pretende inculcar los principales signos idiosincráticos de la nación japonesa y, al mismo tiempo, difundir signos expresivos identificatorios de cada segmento social. La ideología gubernativa remacha el clavo de los signos “eternos” de la niponidad: raza, lengua, religión, territorio, emperador, cinco flores unidas en el ramillete denominado “nación japonesa” (23). Eso transmite el Estado, eso se inculca en las escuelas, eso es lo que repiten los diarios.
- Por su parte, se observa la presencia de otro código cultural, no opuesto directamente al oficial, sino ajeno y en apariencia “indiferente” al acartonamiento de los grandes ritos y celebraciones. Identifica y singulariza a una multitud de grupos particulares en los que se segmenta la sociedad nipona. Según las edades o los sexos, según la localización geográfica y el nivel socio-económico adquirido o heredado.
Viviendo en Japón, no se tiene sensación especial de homogeneidad... aunque, sí, evidencia de estrecha e imperativa coordinación entre múltiples diversidades, con el fin de mantener un patrón común. Los que practican el código tradicional se sienten partícipes y continuadores de normas atávicas que expresan a la nación. Los que prefieren las ideas modernas piensan que redefinen las normas y las condiciones de la niponidad. Pero ni unos ni otros llegan a ser, aunque lo intenten con sinceridad, auténticos protagonistas de un esquema cultural que reciben confeccionado y hasta “precocinado” por los grandes conglomerados económicos y políticos (24).
Japón forma parte, culturalmente hablando, del conjunto de sociedades corporatistas. El punto de partida de su cultura se ha trasladado a las grandes corporaciones. Son éstas el canal central de difusión de los códigos más penetrantes, punto intermedio del sistema. Y también en las corporaciones encontramos la intencionalidad última, el punto de llegada, de la producción cultural.
La cultura de sociedades corporatistas como Japón se torna un sistema máximamente pautado, simplificado y unidireccional de ideologías tendientes a la creación de consensos sociales amplios y duraderos. Japón expresa (y en parte anticipa) lo que comienza a denominarse la “cultura corporativa de las sociedades de la información” (25).


EL TEMA DEL PODER: LA CORPORACION COMO APARATO

Entender a una sociedad (y entre ellas Japón) como corporativa no se limita al análisis de sus principales organizaciones o instituciones (26), o de su reproducción a través del tiempo (27). El comportamiento social reviste intencionalidad política: la de las organizaciones dentro de las cuales y mediante las cuales los individuos establecen sus relaciones concretas.
Es preciso observar la red institucional como un sistema mediante el cual se fabrica, se difunde y se conserva poder. En otros textos se encuentra analizado cómo las relaciones de poder se producen en Japón a partir de la aplicación de “disciplinas” y cómo el mantenimiento de esas disciplinas (las antiguas reencarnándose en otras más nuevas) genera un “saber”, un discurso explicativo, una racionalidad, una manera de interpretar el mundo (28).
Conviene recordar que el poder no es algo que posee estáticamente un grupo fijo de personas (definibles llegado el caso como una “clase”). El poder es “algo que se ejerce”, una estrategia, una red de relaciones, algo que sin necesitar ser estático (inmóvil) logra ser estable (permanente) (29). Algo que no necesita ser mencionado (como “el supremo” del escritor Roa Bastos) para abarcarlo todo.
Hay otro aspecto aplicable al caso japonés: no es una pura adición de respuestas individuales coincidentes lo que acaba provocando uniformidades colectivas. El efecto de conjunto, sistemático, integrador es posible cuando, en un mismo lugar y en un mismo momento, coinciden unas prácticas pertinentes y un discurso coherente. Es esta totalidad la que “produce” poder.
Para referirnos a la sociedad japonesa, a esa totalidad le podemos llamar “aparato”, en el doble sentido de “máquina” (30) y de “organización burocrática” (31).
Una sociedad burocrática es un aparato que actúa según las leyes de la mecánica; incluso procura ser un montaje que se regula según la lógica de los automátas. En un sentido menos físico y material, aparato es una lógica que disecciona y divide (lo propio del análisis) las instituciones, para luego reconstruirlas (síntesis) de acuerdo con nuevos objetivos.
Uniendo ambos sentidos, aparato es un engranaje que opera con mecanismos propios: en parte ajenos a los miembros de las instituciones, aunque separando jerárquicamente a los individuos entre sí (por funciones aparentes que envuelven rangos latentes) y luego aunándolos a todos en una misma racionalidad, como condición para formar parte de un mismo mundo. Según Michel Foucault, “todo poder produce saber”.
¿De qué maneras esa ”máquina” puede ser entendida como ”organización burocrática”? Existe complementaridad entre las metáforas fisicista (máquina) y biologista (organismo). Ambas ayudan a elaborar una nueva noción: el aparato es un engranaje vivo.
Una segunda pregunta nos conduce al fondo de la cuestión: ¿qué aporta esta definición de aparato? Aclara tres aspectos básicos de su funcionamiento social:
- una oportuna división de tareas (ley de la función),
- una jerarquización interna (ley del sistema)
- y una coordinación imperativa (ley del consenso).
Aún otra cuestión: ¿qué tipo de funcionamiento puede ser explicado gracias a la utilización de la metáfora del aparato como engranaje vivo? Las “sociedades-aparato” de las que aquí se habla tienen varios rasgos notables.
- Funcionan eficazmente sin dejar de ser humanas: se basan en que cada uno se ocupa tendencialmente de lo que mejor sabe hacer.
- Sus procedimientos son sistemáticos pero no aceptan ser excluyentes: se apoyan en que todos participan indeferenciadamente.
- En ellas se actúa consensuadamente. Sin embargo se desea que el consenso no sea percibido como autoritario. Lo propio y lo común son planteados como idénticos; lo único que vale es el promedio.
Según parte de la tradición sociológica, la evolución hacia “sociedades-aparato” no representa forzosamente algo “bueno” para la humanidad. Para Ferdinand Tönnies, por ejemplo, las organizaciones formales potencian la capacidad del hombre para explotar a sus congéneres. Según Max Weber, las “necesidades” de la masa burocrática determinan cada vez más nuestras vidas, casi siempre en detrimento de la libertad. Michel Foucault explica que las organizaciones “sujetan” a los individuos, los disciplinan en alma y cuerpo, los hacen materialmente parte de un sistema de dominación en el que se aúnan lo que se hace y lo que se dice de ese hacer. Para Bruno Rizzi, el marco mental de nuestra acción se modifica en consecuencia.
Es preciso ir más allá. Las necesidades de la acción exigen que a un juicio más o menos peyorativo sobre la realidad inmediata del corporatismo se agregue la comprensión de sus mecanismos de funcionamiento. Acaso no existe otro modo de actuar sobre la realidad. Pero para entender mecanismos concretos tenemos que referirnos a sociedades concretas. El próximo capítulo está destinado a explorar los aspectos distintivos de un corporatismo específico, el japonés.

LA LARGA SOMBRA DEL ESTADO


CORPORATISMO OCCIDENTAL, CORPORATISMO JAPONES

Vimos que, de entrada, el corporatismo japonés se asimila a cualquier otro. Puede ser utilizado como confirmación suplementaria de la tesis que defiende la generalización de este tipo de sociedades en el mundo desarrollado. El corolario (inevitable en los planteamientos evolucionistas) es que a las sociedades en desarrollo (incluir aquí a América Latina) algún día les acabará ocurriendo probablemente algo parecido. En todo caso, es cierto que Japón constituye una nación homologable en un punto crucial al resto de las sociedades industriales más desarrolladas: la presencia hegemónica de las organizaciones (públicas y privadas) como protagonistas de la vida social.
Sin embargo, aquí también la moneda tiene otra cara. Tras una prolija observación del caso japonés, se puede afirmar la existencia de un “modo de ser” corporativo distinto. La índole de la sociedad japonesa redefine los términos del problema en un aspecto esencial: el corporatismo japonés tiene que ver, antes que nada, con la lógica del Estado y, a partir de la influencia de éste, con la reconstitución del conjunto de la sociedad en un sentido corporatista.
La aclaración resulta crucial. Delata una diferencia cualitativa entre este análisis y las investigaciones corrientes de la “sociología de las organizaciones”. A menudo, esta rama estudia las sociedades casi sin contexto, de alguna manera “naturalizándolas” (en el sentido barthiano ya recordado) y hasta “transubstanciándolas”. En cambio, este ensayo pretende introducir a una “sociogénesis” del corporatismo japonés que ayude a entender de forma más satisfactoria el corporatismo como criterio del modo de vínculo social existente hoy en día en Japón.
Semejantes y diferencias...Entramos en el terreno de un análisis que disecciona, distingue, separa y vuelve a reunir en torno a ciertos criterios que se trata de especificar.

Para empezar, ¿hasta qué punto se puede incluir a Japón en una definición genérica de corporatismo? Basándose en argumentos como los siguientes (1).
- El fin de las corporaciones japonesas es la movilización de la población bajo su control, en aras a un esfuerzo racionalizador de las relaciones económicas, sociales y políticas. Esto implica la articulación de los sujetos sociales, la programación de sus relaciones y una coordinación de los espacios y tiempos de actuación de cada segmento. Se trata de un esfuerzo conciente y voluntario, nacido de la decisión de los dirigentes y apoyado en leyes y en el conocimiento de las cuestiones que toda sociedad corporativa debe resolver (2). El campo de aplicación de las decisiones es variable. Cada gran empresa organiza a su manera las características de pensamiento y acción de sus miembros. “Toyota” inventó no solamente una modalidad de producción adaptada a sus necesidades sino, también, un estilo de vida que incluye alojamiento, relaciones sociales, etc. La “forma Nissan” es sensiblemente diferente en las relaciones sociales fuera del trabajo, las jerarquías internas, etc. En la industria electrónica, “Sony” tiene un enfoque corporativo propio, buscando una mayor adaptabilidad “occidental” de las formas organizativas, como parte de la estrategia de “globalización” de esta empresa, pionera en su género. Otro ejemplo es el de la administración pública, la cual persigue fines acordes con sus características: producción y control de las ideologías de la sociedad japonesa (lengua, tradiciones, estilos jerárquicos, visión del propio país y hasta del mundo exterior (3). Tan vastas movilizaciones sociales son posibles como consecuencia del predominio de relaciones verticales en la sociedad. Ciertos estilos de racionalización de la vida social, por medio de los “keiretsu” o de la burocracia estatal, rayan en la disciplinización masiva y la “ingeniería social”, y están llegando a su fin en Japón. En el capítulo 6 veremos que la pérdida de poder movilizador corporatista es una de las razones que explican la crisis de la sociedad japonesa.
- Consecuencia de tan gran esfuerzo global de racionalización es una búsqueda de soluciones eficaces para la creación de valores específicos. Valga un doble ejemplo. Tras varios ensayos estratégicos, la industria bancaria encontró hace décadas una fórmula conveniente para el logro de elevados márgenes de beneficio. Consistió en un pacto estratégico con la administración. El Estado permitía a la banca captar con libertad la tasa de ahorro de los núcleos familiares (alrededor del 20% del salario mensual, durante los primeros cuarenta años de la posguerra). En contrapartida, la banca mantuvo el crédito barato (esencial para la formación de nuevas empresas pequeñas y para la igualación de pautas de consumo entre diferentes sectores de población), empleó masivamente mano de obra (masculina y en menor grado femenina, creando la imagen social de una “carrera” que goza de prestigio en Japón) y se comportó en todo momento como fiel divulgadora de los mitos nacionales característicos de la ideología oficial japonesa. Las diferentes corporaciones acaban entendiéndose entre sí porque se dan condiciones específicas de “producción” de los grupos dirigentes de cada una de ellas, así como una buena coordinación entre dirigentes de diferentes entidades. Veremos, en el capítulo 6, que el debilitamiento de pactos de este tipo constituye otro de los factores que explican la crisis social japonesa.
- Toda corporación japonesa está basada en una división interna de tareas, en una jerarquización explícita y detallada (con independencia de que su ideología sea o no igualitaria (4)), así como en formas específicas de coordinación imperativa. Existen variaciones en la forma en que estas características se presentan en cada corporación. Los partidos políticos y las empresas, disponen de medios para obligar a sus miembros a que su acción sea eficaz, válida y legítima, dentro y fuera de los límites geográficos de la corporación.
La coordinación de una gran industria de servicios, por ejemplo “Hankyu” o “Nippon Travels”, tiene que ver con las consignas de productividad interna y se traduce en disponibilidad a la hora de practicar el “voluntariado” de las horas extra o la “sociabilidad laboral” fuera de horas de oficina. Pero nadie le exige al “guerrero corporativo” especial fidelidad al código ideológico imperante en la administración japonesa. Podrá tener un corazón republicano, votar socialista, preferir los valores occidentales o considerar inadecuado el uso de “kanjis” o ideogramas chinos: nadie tomará en cuenta cosas que en otros contextos constituirían desviaciones reprensibles. Las sanciones (toda coordinación imperativa supone -se define por- un sistema de sanciones) vendrán motivadas por la falta de identificación material con su empresa (5).
En los partidos políticos, la coordinación imperativa adquiere suplementariamente un atributo pretendidamente moral. El político profesional ha de afirmar, en todo momento y lugar, que cree en el discurso oficial (poco importa que después lo practique o no). Debe transformarse en apariencia viva del “ethos” nacional (aquí se incluye a los miembros de la oposición, sin distinción significativa entre la “izquierda” del “Shakai” y la “derecha” del “Komeito”). El sistema de sanciones que se aplica a un político no sólo tiene que ver con la conservación o no de su puesto (en ésto, la situación es similar al ejemplo de una empresa) sino también con el progreso o no de su carrera (la cual peligra en caso de probarse que se saltó normas consideradas claves) (6).
El sector económico y el sector político se coordinan entre sí, siguiendo modalidades propias a cada sistema de dominación. En sociedades occidentales como la francesa o la norteamericana, tal coordinación intercorporativa se produce como un efecto de conjunto de la dominación de la clase industrial-bancaria sobre el resto. En Japón, en cambio, el estamento burocrático predomina sobre la dirigencia específicamente económica y en muchos momentos hasta sobre la política. Al entrar en crisis la burocracia administrativa, el malestar se extiende a todo el entramado organizativo corporatista.

Una segunda cuestión: ¿en qué sentido Japón constituye una sociedad corporativa suficientemente distintiva como para considerarla una nueva especie? Se pueden identificar tres aspectos definitorios del corporatismo japonés que hacen de la democracia de este país algo diferente de las occidentales.
- A pesar de su “verticalidad”, el corporatismo japonés no deja de ser “comunitarista”, permitiéndole al conjunto del sistema una mayor “difusividad horizontal” que en el caso de sociedades occidentales como Inglaterra o Estados Unidos. Lo propio del corporatismo nipón es que el país es explicado por la ideología oficial y definido por la población como una inmensa “sociedad de clase media”, con la homogenización laboral, social y mental que conlleva dicha caracterización.
- En el caso japonés, la fuerte concentración del poder no se produce tanto en términos de confrontación de clase sino en términos de “élites” que alternan alianza y competencia como criterio para repartirse los beneficios económicos y sociales. El elitismo japonés tiene raigambre pre-capitalista y predica una ideología ”integracionista“ aunque una práctica finalmente excluyente (guiada por los criterios del estatus).
- Tercera característica: el papel moderador de la burocracia estatal, incluso por encima de las dirigencias empresariales y en dura competencia con el establishment político. En este caso discutiremos el carácter o no de “sociedad cerrada” que sigue teniendo Japón.


COMUNITARISMO

Una de las tesis explicativas sobre el Japón de posguerra que más éxito ha cosechado plantea el carácter vertical de la estructura social nipona (7). Surgida del campo progresista, la teoría de la antropóloga Chie Nakane sostiene que, a diferencia de muchas sociedades occidentales e incluso de India y China, Japón se rige por el principio de ligar a miembros disímiles de la sociedad (dotados de diferentes atributos en lo tocante a la respectiva valoración social) en una única cadena lineal, tornada eslabonamiento jerárquico o de mando. No insinúa que las otras sociedades carecen de jerarquía, ni que en ellas dicha jerarquía no sea lineal. Nakane establece que el estilo y la intensidad con que los lazos verticales se producen en Japón sobrepasan lo conocido en otras sociedades.
Le parecen superiores en intensidad porque la verticalización de las relaciones cubre todos los aspectos de la vida social, tanto los micro-sociales (relativos a la familia, la pareja, la pandilla juvenil, el aula escolar, el equipo laboral, la comunidad religiosa, la banda mafiosa, etc,) como los macro-sociales (tocantes a las relaciones entre instituciones o grupos de instituciones, dentro de los límites del territorio nacional, o en el marco de la sociedad internacional).
Estas relaciones japonesas también las ve distintas por su estilo. La manera vertical es única y excluyente de cualquier otra: según Nakane, los vínculos sociales nacen en la “estructura interna del grupo”(8). A su vez cada grupo organiza por pasos sucesivos “el conjunto de la estructura de la sociedad” (9), Como colofón del compacto edificio construido sobre aquella base, Nakane deduce la existencia de una tabla permanente de “características y orientaciones axiológicas del hombre japonés” (10).
Sin duda es admirable el detalle del análisis y el radicalismo de la postura de Chie Nakane. Son tan convincentes sus argumentos que han sido asimilados de cuajo, tanto por el japonismo europeo (con signo positivo o al menos neutro) como por la japonología norteamericana (con signo negativo). De todas maneras, también es necesario dejar en claro que su explicación resulta algo limitada: constituye lo que Pierre Bourdieu solía designar como “teoría en una sola dirección”. Espléndida para describir el establecimiento del vínculo social vertical, la teoría de Nakane no parece capaz de integrar dimensiones horizontales que saltan a la vista al observar a Japón y que resultan indispensables para justificar la difusión del esquema corporativo en este país. Japón ES una sociedad vertical. Lo es de una manera drástica, contundente, porque la interiorización de un sistema de rango (“ranking”) modela la estructura mental de los ciudadanos. En la conciencia de cada uno, ser japonés implica estar por encima de algunos, debajo de muchos otros y a la par de un pequeño número. Japón se podría representar como una larguísima escalera en la que cada uno encuentra acomodación en un peldaño, sin que nunca quepan muchos en un mismo escalón. Nakane considera a Japón un sistema social que repite incansablemente el mismo esquema de relación: “oyabun-kobun”, padre-hijo, maestro-discípulo, patrón-cliente, amo-inquilino (11). Al mismo tiempo, no acaba de resultar convincente la utilización de dicho esquema como modo único y restrictivo de definir al Japón corporativo cuando dice, por ejemplo, que “la relación ‘oyabun-kobun’ y el sistema burocrático moderno dan forma a idéntica orientación estructural” (12).

Sucede que a Japón no se lo puede definir sin tomar en cuenta, al mismo tiempo, la difusividad horizontal de aspectos claves de la vida colectiva como:
- El pleno empleo, que no retrocede sustancialmente a pesar de la crisis financiera asiática.
- Un sistema educativo del que ningún niño en edad escolar queda ausente.
- Un régimen de sanidad técnicamente eficiente, de uso sencillo y de coste relativamente reducido para todo aquel que tiene trabajo.
- Unas redes de transportes y comercio acordes con las necesidades mínimas.
- Un sistema administrativo que “cuida” a los ciudadanos de forma aunadamente paternalista, vigilante y absorbente.
En esta estricta medida resulta entonces cierto que Japón se convirtió en una “sociedad de clase media”: el término es correcto para señalar la vasta e irreversible “difusión” (13) de modos de vivir y pensar que facilitan nuevas formas de identificación individual y de integración colectiva. No se trata únicamente de comparar al Japón medieval con el moderno o al de la primera posguerra con el de finales de siglo XX. Japón es hoy el país con mayor renta “per capita” del mundo, las estadísticas oficiales de 1998 sitúan el desempleo en el 4.5% de la población activa, su sistema educativo no persigue tanto la instrucción profesional cuanto la transmisión del “ethos” colectivo rediseñado el siglo pasado. La generalización de altos niveles de vida y en particular de tales pautas de conciencia persigue la formación de un “habitus” discursivo permanente (unas explicaciones compartidas, referidas a comportamientos reiterados y mutuamente significativos) que es el que, aún hoy, sigue permitiendo definir a la sociedad japonesa, a pesar de la fuerte crisis.
Japón es una sociedad capitalista desarrollada dotada de dos rasgos aparentemente contradictorios.
- Dispone de suficiente verticalidad para redefinir (racionalización técnica mediante) su modo de organización en un sentido burocrático.
- Ostenta bastante unidad atributiva (vale decir: bastante homogeneidad de pensamiento y de comportamiento) como para que su acceso al estadio de “sociedad de masas” no sea simple efecto de la distribución de la abundancia sino un efecto propio de la estructura. Ciertas teorías neoliberales explican que cuando abunda el agua (la creación de la riqueza), ésta se acaba derramando del tiesto (la clase capitalista) en que la vertimos y acaba regando todo el jardín circundante (la sociedad). Pero estas ideas, de Milton Friedman, no valen para el caso japonés.
En cambio, la forma de organización del sistema japonés conduce a un grado de redistribución considerable, más elevado que otras sociedades corporativas occidentales marcadas (¡bella teoría!) por mitos nacionales de carácter igualitarista.

¿Cómo puede una sociedad ser al mismo tiempo verticalista burocrática y horizontalmente distributiva? Este par de conceptos no es contradictorio más que en apariencia. Verticalismo y redistribución caracterizan la forma japonesa de corporatismo. Constituyen parte del mismo tejido social. Contra lo que se suele afirmar con algún descuido, ni el verticalismo japonés es preponderantemente individualista, ni su redistribución social resulta exactamente democrática.
Sucede que en rigor Japón no es una “Gesellschaft” (sociedad) fundada sobre la estricta individualidad de los intereses y conducente a una progresiva democratización (14). En buena medida sigue siendo una “Gemeinschaft” (comunidad), establecida gracias a cierta “identidad sustancial de voluntades asimiladas” (15).
No me refiero tanto al acendrado sentimiento (que muchos japoneses comparten) de pertenecer a una nación aunada en un origen común (sea éste histórico o totémico) y un idéntico destino (previsible o únicamente imaginario), como consecuencia de compartir raza, lengua, religión, territorio y Emperador.
Me refiero, sobre todo, a un proceso específico de formación del vínculo social y a sus resultados. La “comunidad” constituye una relación social. No alude (tampoco en Japón) a una cualidad “natural”. Implica un proceso de aprendizaje, un modo de socialización. Las razones por las que una sociedad enfila hacia la forma comunitaria son complejos (16) pero comprensibles: tienen que ver con formas históricas y conveniencias presentes de los modos de integración. Japón sigue siendo “comunitario” en alguna medida porque sus modos de organización incluyen redes de relación grupal particularmente fuertes. Sus modos de institucionalización necesitan la generalización y la constante actualización de la interdependencia solidaria. La verbalización de esta “comunalización” (17) es el rasgo más espectacular del “nacionalismo” de muchos japoneses. Hay muchísimos ciudadanos no nacionalistas que, sin embargo, reproducen el modo típico del comunitarismo: integración en comunidades pequeñas, segmentación entre comunidades grandes (transformándolas en unión de multitud de pequeños núcleos coordinados), procurando en ambos casos la multiplicación de lazos personales y a poder ser directos.

La modalidad comunitaria de la sociedad japonesa no le ha quitado su condición capitalista (contrariando el carácter “necesariamente” individualista de toda sociedad capitalista), ni ha obstaculizado su cualidad corporativa (contradiciendo, ahora, la afirmación del carácter “necesariamente” anti-comunitario de toda racionalización burocrática). Japón se nos presenta como un caso de sociedad burocrática comunitarista.
El paso de lo tribal a lo asociativo (señal de modernización democrática de las sociedades occidentales (18)) no significó, en el caso de Japón, un paso completo de la “Gemeinschaft” a la “Gesellschaft”. Esta situación, atípica, se explica como consecuencia de los siguientes factores:
- La división del trabajo social (en la lógica de Emile Durkheim) no dio paso al individualismo sino que mantuvo y sigue manteniendo las formas grupales (19).
- El crecimiento de grupos especializados no condujo a relaciones funcionales (como profetizaba Isaac Deutsch (20)), sino que mantiene su eje en las relaciones afectivas (en línea con la explicación de Takeo Doi (21)).
- El establecimiento de una criteriología racionalista no abrió paso a la objetivación reglamentista o al imperio de la meritocracia sino que mantiene los pilares de un sistema de relaciones elitista. Lo veremos en el próximo apartado.


ELITISMO

La hipótesis de una correlación positiva entre individualización y democratización ha sido ampliamente demostrada en el caso de ciertas sociedades europeas y de la norteamericana. Las sociedades capitalistas liberales dan la primacía al individuo como criterio explicativo de la evolución social: único sujeto de derechos, desde John Locke; y, simultáneamente, cautivo en la red organizativa y argumental de la apropiación privada, desde Karl Marx. Individualización implica localización específica de ciertas acciones, como fruto de la decisión de ciertas conciencias. Forma parte del síndrome de racionalización presente en muchos procesos de modernización.
En Japón también se fue dando el paso desde lo mágico a lo racional (del mito al logos, si se quiere), otra señal de modernización habitualmente citada (22). Pero, en el caso nipón, esto no significó un traslado de la segmentación al sistema, o de la solidaridad mecánica a la orgánica, por varios motivos.
Las corporaciones simulan ser entes abstractos, independientes de la voluntad de las personas, cuando en realidad son manejadas por élites. La desigual distribución de la riqueza y el poder es constitutiva de toda sociedad. Pero lo que en Occidente se entiende como efecto de la división en clases (con la consecuente dominación de una superior sobre el resto), en Japón es mejor explicarlo como apropiación, por parte de grupos interclasistas, de la dirección de los asuntos públicos y privados, con la consiguiente producción de ideologías legitimadoras basadas en el consenso en torno a una dirección “técnica” de los asuntos sociales.

¿Cómo se manifiesta el elitismo? Detrás de la jerarquización en ramas de actividad, se oculta la producción y difusión generalizada de un sistema común de valores, siguiendo explicaciones de Pierre Bourdieu plenamente aplicables a este caso. Japón es un país elitista porque está dirigido por un sistema de élites. “Elite” es algo más que “clase dominante” -en el sentido de Charles Wright Mills- o “clase dirigente” -en la acepción de Raymond Aron-. Implica -en un sentido más próximo de Vilfredo Pareto- una valorización de funciones, actividades y personas tan desigual que las hace prácticamente “inconmensurables”. En un régimen de clases, la distancia social se impone por la fuerza de la dominación “burguesa”. En una sociedad elitaria, la distancia social nace de la aceptación de un criterio de jerarquía o rango, que reparte los puestos sociales según merecimientos que difícilmente son objeto de controversia. Las corporaciones son consideradas organismos colectivos que han de ser gobernados por la minoría que mejor sabe lo que conviene a todos. Las relaciones entre individuo y corporación son asimétricas (nadie lo pondrá en duda), pero son presentadas como espacios de cooperación, de colaboración y hasta de integración. Esta no es únicamente la ideología de la gran patronal (23) o de la alta jefatura administrativa (24). También es la del pueblo llano, acostumbrado a repetir el catecismo jerárquico aprendido en la escuela.
En América Latina estamos acostumbrados a la sobredeterminación que se produce en el ápice de la clase dominante y que conlleva la apropiación de los asuntos públicos y privados por parte de una ínfima minoría que maneja la economía y la política de forma patrimonial. Le llamamos “oligarquía”. Cuando ésta no consigue sus fines por sí sola, y en términos exclusivamente sociales, busca las alianzas necesarias para mantener una relativa dominación. En el caso de Europa, el acceso de varias sociedades a una forma corporatista de organización no ha alterado, al parecer, el alto cociente de concentración del poder y los recursos en manos de una ínfima minoría.
En cambio, Nakane explica lúcidamente que no es frecuente, en la historia de Japón, encontrarse con formaciones oligárquicas o con coaliciones (25). Al ser interclasista, la dominación elitaria autoriza (e incluso aconseja) una mayor repartición relativa de las riquezas y del poder. Las rentas y salarios han logrado en Japón un menor alejamiento (entre ejecutivos y obreros, o entre altos burócratas y simples empleados) que en cualquier país occidental y que en la totalidad de sociedades ex socialistas. La forma japonesa de toma de decisiones y de establecimiento de consensos en las grandes organizaciones conduce a acuerdos que involucran en la decisión a muchos de los que estarán encargados de ejecutarla. Y que conste que en esta caracterización no hay porqué distinguir entre una empresa y una cooperativa, entre el gobierno de la nación y el de un distrito, entre una gran secta y un pequeño monasterio, etc.
Este reparticionismo juega en un doble tablero.
- Manifiesta una mayor integración, al modo de círculos concéntricos alrededor del núcleo central de la élite. El centro se difumina porque al que manda le interesa disimularse, pasando desapercibido. También ocurre que son numerosos los que ostentan una capacidad decisoria bastante colectivizada.
- Produce nuevos comportamientos integratorios: la organización controla la calidad de su funcionamiento. Y provoca nuevos argumentos en pro de la integración, ya que se acumulan grandes y pequeñas ventajas, resultantes de pertenecer a dicho mecanismo.

Siendo corporatista, la sociedad japonesa ve acentuados los factores de estabilización propios de toda gran organización o del conjunto del sistema institucional burocratizado. Pero a dicha estabilidad le añade motivaciones diferentes.
En el caso de una sociedad europea, pongamos esta vez el caso de Francia, la estabilidad se verá constantemente amenazada por una desigualdad social que el crecimiento económico no logra disminuir (alta proporción de desempleo, disparidades excesivas en salarios y rentas, falta de cobertura escolar o sanitaria para parte de la población). La representación sindical y política de la parte excluída del sistema es poderosa y se transforma en tenaz competidora, provocando una constante alternancia gubernamental.
En la sociedad japonesa, en cambio, la propia desigualdad permite y alienta la estabilidad social. Esta aparente paradoja nos la explica bien Nakane: la existencia de poderes equilibrados no es frecuente ni buscada en Japón. Al contrario: “la estabilidad reside en el desequilibrio entre poderes, uno de los cuales domina a los otros” (26). Domina relativamente, continúa diciendo, porque forma parte de una tupida trama de prestaciones y devoluciones constantes, característica del sistema elitario.

Hasta los aspectos más tecnificados y burocratizados del código corporatista pueden introducirse en el sistema elitista japonés, de forma similar a como el agua del mar entre y sale por los poros de una esponja. Los “flagelos” de la esponja funcionan como sistema defensivo y fiscalizan qué tipo y qué grado de burocratización son aconsejables. El corporatismo japonés es sumamente adaptativo. Sin poner en peligro el esquema “oyabun-kobun”, las necesidades de la racionalización económica empujan a una mayor tecnificación productiva. Japón está a la cabeza en la carrera de la automatización. Pero no se utilizan robots para remplazar mano de obra en la industria del automóvil (sólo para complementarla), ni los procesos de automatización de la industria textil provocan tantos despidos masivos como en los países europeos, ni dejan de estar archipobladas de empleados las agencias bancarias japonesas por culpa de cajeros automáticos y otros procedimientos que, en Europa, han provocado el vaciamiento de las oficinas y el quiebre de multitud de carreras administrativas. ¿Qué hacer con tanta tecnología disponible? Transformarla en un bien productivo de gran valor y de creciente volumen. Incorporarlo como un renglón más de la bollante exportación japonesa. Y acabar utilizándolo, de puertas adentro, en los casos en que la protección de intereses civiles o del medio ambiente aconsejan modificaciones en el sistema productivo (sin embargo, el despido masivo empieza a ser un hecho en Japón, como efecto de una crisis que veremos en el capítulo 6). El factor tecnológico (automatización) es redefinido siempre que resulta posible en función del factor político (estabilidad), procedimiento esencial en el planteo de una sociedad elitaria.

¿Significa que el corporatismo elitista japonés permite mayor participación de los ciudadanos en el sistema? Conviene no confundirse a este respecto. Es cierto que, por sus propias necesidades, el corporatismo japonés reparte más: logra satisfacer las demandas colectivas y facilitar una constante delegación de autoridad hacia manos de aquellos que se ocupan profesionalmente de los asuntos públicos. Pero, también en virtud de sus necesidades intrínsecas, necesita menos participación ciudadana: el éxito de la repartición vertical de funciones legitima el usufructo desigual del poder. A nivel de política exterior, el gobierno japonés utiliza, con constancia y tenacidad, lo que ha dado en llamarse “doctrina Yoshida”. Se acepta de entrada la superioridad internacional norteamericana (como en el siglo VI se había aceptado de partida la superioridad china), con una consecuencia condensada en este famoso slogan: “ellos se encargan de la política, nosotros de los negocios” (27). Los resultados están a la vista. Dan satisfacción al “ciudadano”, devenido usuario de la corporación (y ahora creciente consumidor en un sistema que precisa desarrollar el mercado interno) y, en la misma medida, dificultan cualquier modificación en el sistema.
El corporatismo japonés no se muestra como un poder de clase sino como una dominación de élites. Las élites burocráticas japonesas viven enfrascadas en la dialéctica alianza/competencia. Han estado y siguen encaramadas en los sitiales directivos de las instituciones. Cultivan un modo de proceder muy repartidor de influencias y prebendas. No se sienten exigidas de otorgar participación a ciudadanos que ya reciben algo del pastel (aunque solamente se trate de los trozos más pequeños o de las migas) a través del canal vertical de las relaciones de reciprocidad. En definitiva, presiden un sistema dotado de gran estabilidad.


ESTATISMO

Habíamos revisado la dupla complementaria verticalidad-difusividad. Luego precisamos otro par de características convergentes: elitismo-distribucionismo. Ahora toca entender la no contradicción entre una tercera pareja de conceptos: abertura-cerrazón. Japón es una sociedad de la que a primera vista no sabemos decir si es abierta o cerrada, si es o no liberal. Para organizar la discusión de este punto, podemos utilizar como punto de partida el análisis de Karl Popper (28), para luego cuestionarlo: lo propio de una sociedad “abierta” es ser “liberal”; lo propio de una sociedad “anti-liberal” es mostrarse “cerrada”. ¿Cómo, entonces, definir a Japón aprovechando la terminología popperiana? El análisis del caso nipón exige remodelar nuestro instrumental analítico.
Mirando superficialmente, Japón parece un país abierto de par en par ante cualquier influencia extranjera, presto a empaparse del espíritu chino desde el siglo VI, o sumergiéndose luego en el europeísmo más sistemático en el siglo XIX, o americanizándose al extremo en pleno siglo XX. Pero la continuidad y la especificidad de las instituciones japonesas demuestran a quien mira más a fondo que, lejos de ser una sociedad abierta, Japón continúa estando cerrado a los demás países e incluso, internamente, entre diferentes segmentos sociales. Los gérmenes internacionales se aclimataron en Japón, “provincianizándose” (29).

Quienes observan superficialmente agregan una segunda tesis: el carácter ultraliberal de la sociedad japonesa. Arguyen el discurso económico extremadamente librecambista y globalizador. Y recuerdan que las corrientes políticas autodenominadas “liberales” son las que gobiernan al país desde hace 40 años, bajo las siglas “Partido Liberal Demócrata”. Pero el liberalismo japonés es pura fachada, un lenguaje de cortesía internacional, una cortina de humo ante la exigida “homologación” de Japón con las sociedades desarrolladas. El verticalismo y el elitismo no dejan mucho espacio para el desarrollo de una lógica “liberal”, se entienda ésta en su modalidad norteamericana o de forma europea. Todo liberal norteamericano es un democratizador políticamente anti-elitista y socialmente “igualador” lo que, como vimos antes, no va en consonancia con la dinámica de la sociedad japonesa. Por su parte, un liberal europeo es un antiestatista nato, mientras que la matriz japonesa es pronunciadamente estatista (30).
La distancia que va “de la dominación de las personas a la administración de las cosas” (para retomar en sus términos la utopía de Henri de Saint-Simon) o “de la política a la gestión” (si preferimos una definición más norteamericana a la Richard Burke) es considerada por los liberales occidentales como señal de la democratización de las sociedades modernas, tecnológicas, burocratizadas y dirigidas por grandes corporaciones. Sin embargo, este esquema no permite explicar el paso, en Japón, de la sociedad tradicional a la sociedad moderna. No es que el crecimiento de la burocracia (en el sentido de gran maquinaria administrativa del sector público) genere directamente una burocratización del resto de la sociedad, como muchos piensan que ocurrió en Francia tras la aplicación extensiva e intensiva del “código Napoleón”. El número de funcionarios públicos japoneses es bastante inferior al de cualquier otro país desarrollado (31). Tampoco se trata de que el crecimiento de las corporaciones (en el sentido de grandes oligopolios económicos del sector privado) genere una corporatización de la sociedad. Algunos piensan que el verdadero poder que gobierna Norteamérica se expresa a través del “complejo industrial-militar”. Inversamente, la gran industria japonesa cubre una proporción menor del sistema económico,con una relación de 9 a 1 a favor de las pequeñas organizaciones de estilo familiar o comunitarista frente a los grandes “keiretsu” (32).

Se trata de otra cosa: es el marco tradicional de las relaciones sociales japonesas el que genera un tipo peculiar de burocratización y de corporatismo, opuesto tanto a la “sociedad abierta” de Karl Popper como a la (ideal) sociedad de la “acción comunicativa” de Jurgen Habermas. Estamos ante otro tipo de sociedad corporativa: verticalista pero sin dejar de ser comunitaria, elitista pero sin dejar de lado la redistribución. En Japón se da un predominio de la conducción política sobre la conducción económica, lo que implica un predominio de las corporaciones políticas sobre las económicas (33). Predominio funcional, no hay que olvidarlo, ya que las élites dominantes, si bien actúan y se expresan verticalmente a través de sus corporaciones “temáticas”, tejen lazos de coordinación horizontal no segmentaria, a través de los vínculos de parentesco, de filiación académica o de origen geográfico.
Esta afirmación se prueba por la historia moderna de Japón. A Japón le tocó vivir (o sufrir) un proceso de “modernización” especialmente atípico:
- Muy tardío en el tiempo, en relación con la industrialización de Inglaterra y luego de otras naciones europeas y de los USA).
- Coincidente con (y partiendo de) una restauración del imperio, contrariamente a las muy republicanas revoluciones norteamericana y francesa.
- Con una orientación de la vida económica de tipo mercantil, en lugar de aferrarse a un planteamiento primariamente productivista.
- Con una reorganización de la vida social “desde arriba”, sin un propósito democratizador en el sentido occidental ) (34).
Resultó ser un proceso tan radical como distorsionado. Su motor no fueron las fuerzas populares. Las élites gestionaron un cambio desde la cima: los “samurais” se transformaron en burócratas o en “capitanes de empresa”. Su organización y su ética las extrajeron del “bushido” (código “samurai” de conducta) y no de los planteamientos de la sociedad industrial a la Herbert Spencer. Las élites japonesas no se planteaban una “revolución” (en el sentido en que Karl Marx planteaba el carácter necesariamente “revolucionador” de la burguesía inglesa) ya que no fueron capaces de abandonar el libreto repetitivo de la tradición autóctona. Las ideas democráticas (por ejemplo soberanía popular o participación igualitaria) nunca lograron arraigarse completamente. Más cuajaron concepciones burocráticas tendientes a relegitimar, por la vía tecnológica y racionalista, los viejos esquemas verticalistas y elitarios. Muchos occidentales no advirtieron entonces (y siguen sin advertir hoy en día) que el término “shakai”, con el que Japón se clasifica a sí mismo, no corresponde ni a la “Gesellschaft” de Ferdinand Tönnies ni a la “society” de los liberales ingleses. “Shakai” sigue definiendo el encadenamiento de una serie innumerable de grupos relacionados por los criterios de la relación vertical y de las solidaridades tradicionales.
El proceso de modernización japonés se apoyó en la necesidad de una estricta conducción política de los procesos sociales. Eso significó un rápido desarrollo cualitativo de la burocracia estatal. No únicamente para mejorar la gestión administrativa de los intereses públicos, en línea con su origen confuciano, sino también para fiscalizar y reorientar los intereses privados. La administración pública japonesa se fue apoderando de competencias de tipo político. Lo consiguió por encima de regímenes (la derecha estuvo dividida hasta 1955) y más allá de “habatsu” o facciones de un partido (traducción inevitable del verticalismo y el elitismo en forma de segmentos opuestos que, sin embargo, conviven como partes de una misma organización). La gestión de los asuntos públicos pudo entonces cordinarse supraministerialmente, horizontamente, un poco como en un sindicato occidental por rama. Al día de hoy, la burocracia japonesa sigue sin quedar convenientemente subordinada a la supervisión del poder ejecutivo.

¿Qué significó, en el caso de Japón, esta conducción política de los procesos sociales? Se observan dos fenómenos simultáneos:
- La politización del proceso de toma de decisiones por parte de la administracion y del gobierno. Los funcionarios gozaban y gozan de amplia influencia sobre la configuración y evolución de las comisiones parlamentarias, sobre la organización interna de los partidos políticos y, colofón de lo anterior, sobre la toma de decisiones por el gabinete (35).
- La burocratización de los procesos productivo, socializador y organizativo, en fábricas, escuelas y asociaciones civiles, respectivamente. La influencia que la esfera pública ejerce sobre la sociedad civil es en ella misma burocrática, en tanto que funcionarizada, reglamentada y mediatizadora (36).
El marcado predominio del aparato estatal sobre la dirigencia económica y la sociedad civil explica, sea dicho como conclusión, las dos características fundamentales (y no contradictorias) del comportamiento político del sistema corporatista japonés.
La sociedad corporativa japonesa se mantiene relativamente “cerrada” en tanto y en cuanto su sistema habitual de formación de grupos (estatutario y segmentario) resulta incompatible con cualquier criterio basado en la igualdad de atributos entre los miembros de la sociedad. Si el comportamiento social de los japoneses a muchos observadores les parece “homogéneo”, lo que hace posible la estabilidad social reinante es, justamente a la inversa, la “heterogeneidad” irreductible entre miembros de la misma sociedad. Cada uno tiene su rango prefijado. Por ende, cada uno mantiene relaciones fijas (individuales o colectivas) con el resto. Como consecuencia, el sistema cierra sobre sí mismo (37).
Esta cerrazón conduce a la segunda característica política del corporatismo japonés: su carácter “antiliberal”. Siempre hubo una retórica oficial de “internacionalización” inmutable a través de los siglos: desde la época de los “tratados desiguales” del siglo XIX a las “guerras comerciales” con la Unión Europea, pasando por la aceptación de la Constitución de 1946, impuesta por los norteamericanos. Por debajo, empero, la sociedad japonesa utiliza numerosas ideas foráneas de una manera acomodaticia. Permiten que se agiten las aguas superficiales -hábitos vestimentarios, culinarios, musicales, etc- y mantienen quietas las aguas profundas, aquellas en las que se lleva a cabo un vasto y permanente control público sobre las actividades privadas. Estatista, reglamentista, controlador, proteccionista: todas estas características explican la supremacía de un proyecto histórico de afirmación nacionalista, que otrora tomó forma belicista para luego preferir el camino (más pausado y seguro) de la expansión económica internacional (38).

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