domingo, 31 de mayo de 2009

Primera parte: Fábulas

SITUACION PARADOJAL

Ignorancia
Miremos las cosas del mundo desde América Latina. Si comparamos el conocimiento que tenemos, desde nuestro continente, sobre los Estados Unidos o Europa (especialmente su parte oeste), con seguridad se podrá conceder esta afirmación inicial: nuestra información sobre todo lo occidental supera con creces la que tenemos del mundo oriental. En lo referente a Japón y a los países del SEA, acaso lo ignoramos casi todo (1).

Algunos ejemplos permitirán ir centrando el tema.
El llamado periodo Tokugawa (1603-1868) suele aparecer en nuestros manuales de historia universal (si es que lo mencionan) como “la Edad Media japonesa”, implicando las características arcaicas y atrasadas de las instituciones y prácticas propias de la Europa occidental prerrenacentista. En cambio, el periodo Meiji (1868-1916) es presentado con frecuencia como arranque de una cierta “locura” de modernización, anuladora de todo lo anterior. La historia muestra que las cosas ocurrieron de otra forma (2): la era Meiji no hubiera sido posible sin la unificación política, administrativa, económica, institucional que sólo los “shogunes” materializaron, logrando resolver (o al menos encauzar definitivamente) su “cuestión nacional” más o menos por los mismos años en que la lograron otros países que suelen servir de referencia a loos pensadores y políticos latinoamericanos, como Estados Unidos, Francia, Italia y, en nuestro continente, Chile, Brasil y Argentina, entre otros. Esto explica que el tramo de modernización emprendido en Japón con motivo de la era Meiji haya podido ser tan fulminante. Otra precisión: la desaparición del “shogunato” coincidió con la restauración del orden imperial, elemento clave, este último, sin el que no se acaba de entender cómo funciona el Japón contemporáneo.

Los ejemplos pueden extenderse a otros campos. Al tratar de temas políticos hablamos de izquierda y derecha japonesas, e incluso de gobierno u oposición: de nuevo estamos situándonos en una perspectiva europea (3). Esto condiciona la correcta comprensión de una sociedad que en estos años se orienta (muy lentamente) en dirección hacia su reforma política, aunque no por cauces similares a la de muchos países occidentales.
Tomemos ahora el ejemplo económico. Si consideramos que la organización industrial, comercial y financiera japonesa constituye meramente el caso nº N de un mismo y repetitivo capitalismo a escala universal, le estamos rebanando al caso nipón atributos nacionales y asiáticos que resultan necesarios para su correcta identificación (4).
Tanta desinformación por parte nuestra estalla como un petardo entre las manos cuando nos enfrentamos con la actualidad. Estoy en contacto con Japón desde hace casi 20 años: sigo la prensa local e internacional, hago investigación propia y consulto a algunos analistas. Quizá por ello no me conmueve tanto como a otros el anuncio de que el sol, “esta vez sí” se pone para Japón (5), señal de una crisis que, “esta vez sí”, será terminal y definitiva para los nipones. Ninguna teoría es por entero cierta o falsa y hay que reconocer que últimamente han ido surgiendo nuevos argumentos a favor de un eventual hundimiento japonés. Pero seamos cuidadosos para que no nos suceda lo que ya ocurrió a otros hace diez años: más de un reconocido “líder de opinión” creyó entonces cadáver a un Japón que un tiempo después lograba recuperarse.

Rotundidad
Sucede que sabemos bien poco sobre el Pacífico asiático. De suyo, esto sería plenamente normal y comprensible si no fuera porque, al mismo tiempo, sobre el Japón y el SEA solemos prodigar afirmaciones muy seguras de sí mismas, a menudo rayando lo inapelable.
Los latinoamericanos estamos acostumbrados a retóricas universalistas de origen europeo o norteamericano. A menudo aceptamos irrazonadamente juicios de valor que damos por hechos, transformándolos en doctrina segura, ajena a verificaciones o cuestionamientos. Japón se vuelve así un paisaje nítido, un territorio sobre el que caben fáciles comentarios. El único problema es que a veces se trata de una pintura al revés, una composición fotográfica cuyo detalle nos llega a través de un negativo de laboratorio.
Para decirlo con las palabras de James Bond: “¡Estos japoneses se las arreglan para hacer todo al revés!”. Claro está que Ian Fleming vuela bastante bajo, a nivel de lo que se suele considerar “conocimiento vulgar”. Pero también los más sesudos y sabios de Occidente suelen considerar a Japón “un país al revés”. La lista de quienes lo han afirmado de formas diversas podría llenar una página: Chateaubriand, Nerval, Lafcadio Hearn, Paul Claudel, Huxley, Arthur Koestler y señora, Pierre Loti, Kissinger y tantos otros. Sin olvidar a la totalidad de los presidentes norteamericanos y a muchos dirigentes europeos (6).
Específicamente, este país al revés es visto, desde Occidente, como una auténtica tierra de paradojas. Veamos lo que dice Ruth Benedict, autora del tradicional best-seller, sin duda el más influyente, sobre el carácter de los japoneses: “...son a la vez, y en sumo grado, agresivos y apacibles...rígidos y adaptables...leales y traidores...disciplinados e insubordinados”. “El japonés no es un nativo...pero tampoco es un sahib”, nos cuenta por su parte Rudyard Kipling.
La paradoja no hace perder un ápice a la contundencia de la explicación; simplemente la sitúa en el terreno de lo que asombra a fuerza de irrazonablemente esquivo. Así, a Japón se lo acaba explicando por la amalgama, por lo insólito y hasta por lo absurdo. Y, ¿cómo tratar con alguien al que sentimos completamente ajeno a la realidad (la nuestra) sino definiéndolo a partir de afirmaciones extravagantes, de dinámicas que según nuestra racionalidad no cuadran, de curiosidades que provocan una sonrisa entre irónica y condescendiente?


Paradoja
Ya tenemos servida una repetitiva y hasta cruel paradoja: la de un tozudo desconocimiento que se asienta sobre una tupida (al menos sobre una persistente) trama de estereotipos, ofrecidos como fundamento supuestamente “teórico”.
¿Por qué es constante esta paradoja? Porque acompaña a la opinión pública y a muchos desarrollos teóricos y políticos de nuestro continente desde hace años, al menos desde fines de la segunda guerra mundial. Aunque cabe señalar, por si alguien no lo recordaba, que somos nosotros los latinoamericanos quienes, en este como en muchos otros terrenos, acompañamos o seguimos el camino trazado por las potencias del norte.
¿Y por qué esta paradoja parece cruel? Porque la visión que proyectamos hacia la realidad japonesa de forma tan sumamente “dependiente” nos clava más en una dificultad que nos acompaña desde el siglo XIX, la que nos impide repensar el mundo entero desde nuestros puntos de vista, desde nuestra propia circunstancia, desde nuestras necesidades e intereses.
Buena parte del “saber” que circula en América Latina sobre Japón y el SEA es inexacto. No se atiene a la observación empírica, para decirlo en el marco de cierta tradición histórica y política. No tiene que ver con el análisis concreto de situaciones concretas, si se prefiere la tradición rival. A los países asiáticos los miramos por el ojo de una cerradura, cuando no desde la mirilla de un agresivo fusil argumental. Y lo que vemos es lo que suelen recoger los libros de texto de las escuelas y hasta de las universidades: un cúmulo de excentricidades rayando en lo irracional. La forma como entendemos el caso japonés da una prueba más de que aquello que llamamos ”historia universal” es, en realidad, historia de los países del norte occidental. Así como lo que llamamos “guerras mundiales” sólo han sido guerras entre potencias occidentales, luchando por redefinir las reglas de la dominación internacional, en algunos casos con la presencia colateral de naciones no-occidentales. Así vamos.

LA CUESTION JAPONESA


Con el paso del tiempo, Occidente se fue inventando un país (Japón) y un continente (Asia) de tarjeta postal, aptos para sus gustos, propicios para sus intereses. Cuando hablo de Occidente, me refiero, claro está, al conjunto de entidades sociopolíticas situadas en Europa y en América del Norte que han regido los destinos del resto de las naciones desde el inicio de la era moderna.


BEMOLES CLASIFICATORIOS

La forma en que, por motivos aparentemente académicos, se agrupa a los países del mundo resulta curiosa y significativa. Sólo en la Asamblea General de la ONU (Organización de las Naciones Unidas) cada país constituye una entidad diferenciada que se identifica por su escudo patrio y se siente valiosa por la emisión de un voto. Debajo de esta aparente igualdad subyace, como todos sabemos, un cuidadoso ordenamiento jerárquico, montado para lograr concretísimos fines políticos y que comienza con un ordenamiento de tipo argumental.
Tomemos un ejemplo. Ahora que ya no ilustran la oposición entre comunismo y capitalismo (nadie se opone ya al comunismo, porque el comunismo se ha vuelto incapaz de oponerse a nada), los términos “Este” y “Oeste” han sido reciclados en “Oriente” y “Occidente”. Pretenden expresar la supuesta oposición o contradicción entre dos cosmovisiones rivales y hasta incompatibles. Una con asiento tradicional en el Mediterráneo griego y romano, a un tiempo democrática e individualista, y luego sucesivamente recentrada en grandes naciones europeas y en Norteamérica. La otra con localizaciones que divergen según las versiones, pero que se caracteriza por su escasa propensión a la democracia y al cultivo de los valores individuales, clasificación ésta última en la que se suele incluir a Rusia, a la China y al Japón. Los debates contemporáneos suscitados por las obras de Francis Fukuyama y Samuel Huntington (1), entre otros, nunca hubieran sido tan intensos y globalizadores si no existiera en Occidente esta insistente sospecha. Efectivamente, parecería que algo se opone radicalmente a nuestro Occidente. A ese algo hemos decidido llamarlo “Oriente”.
Pero, antes que nada, ¿qué es “Occidente”? O, mejor dicho, ¿hasta dónde llega Occidente?(2). Visto el problema desde América Latina, la respuesta es fácil en el caso de países como Argentina o Uruguay, en la medida en que se los entienda como simples prolongaciones de Europa, criterio también aplicable un poco al valle central de Chile, a las zonas sureñas de Brasil o a núcleos urbanos de Caracas, Bogotá, etc. Pero, ¿en qué sentido los mestizos México o Perú, así como la mulata Cuba todavía son “Occidente”?
Occidente deja de ser, poquito a poco, un criterio racial-cultural para revelarse como lo que en realidad es: un criterio económico y político que tiende a abarcar (si puede) el mundo entero. Turquía y Marruecos pasarán a ser territorios del auténtico occidente europeo, por las conveniencias de la geo-estrategia occidental. Angola o Kuwait siguen siendo trozos de Occidente (algo sorprendentes, ¿no es verdad?), retazos a preservar por razones cada vez menos relacionadas con raza, cultura o formas institucionales, cada vez más dependientes de los intereses del capitalismo internacional (3).


DESORIENTACION

¿Dónde poner a “Oriente”? Ubicar a tal o cual país en Oriente o en Occidente tiene que ver, lo acabamos de recordar, con analogías naturalistas a veces superficiales (la raza, el atavismo, la religión tradicional) que recubren analogías históricas con frecuencia profundas (la conveniencia del uso del poder por estados o intereses privados). Estas y aquéllas a menudo se confunden. Políticos y pensadores ya no saben qué hacer ni qué pensar. ¿Dónde poner, por ejemplo, a Japón, tan diferente a Europa o Estados Unidos en lo que toca a raza, lengua, religión, pasado, formas culturales, al par que tan cercano en términos de la economía política del capitalismo internacional, de la que constituye firmísimo baluarte? ¿Y cómo relacionar a Japón con la China ya que, según se prefieran los criterios deterministas o los voluntaristas, Japón y China resultarán, alternativamente, brotes de idéntico árbol o enemigos incompatibles e irreconciliables? (4).
Hoy en día, Occidente duda sobre cómo le conviene definir a Oriente, en tanto que América Latina da palos de ciego cuando se pone a hablar sobre Japón y el SEA.


NACIONES CON CARACTER

A ninguna gran potencia le agrada divulgar las auténticas respuestas dadas a los problemas que se le plantean. Para ocultar sus verdaderas intenciones (que suelen tener que ver con una dominación lo más expansiva posible), acaba poniendo los problemas en manos de académicos, quienes elaborarán bellas teorías capaces de explicarlo todo. Una manera muy occidental de hacer orden argumental en el caos epistemológico que significa “Asia” (¡tantas razas, lenguas, religiones, historias!, ¡y tan diversas!), ha sido, por parte de la antropología occidental, la teoría del “carácter nacional”.
Esta parte presuponiendo que la explicación final del comportamiento de una nación -homogeneizando, de paso, múltiples heterogeneidades locales, como salta a la vista cuando alguien dice Rusia, India, China, Filipinas, etc- se encuentra en una mentalidad que todos comparten (al menos es lo que aseguran ciertos expertos), en un sistema común de valores cuyo origen se declara extraviado en la noche de los tiempos (o al menos en la noche oscura de las teorías culturalistas). Cada gran civilización tiene su carácter propio, es cierto. Pero ese genio peculiar será el vaciadero en el que se depositarán, sin ton ni son, todas aquellas interrogantes cuya respuesta se aparta de la evidencia inmediata. La teoría del carácter nacional es elástica como la goma: sirve tanto para explicar lo enigmático como para justificar lo inaceptable. Permite que convivan realidades contrapuestas, poniéndolas cuando conviene en relación, pero en los niveles que interesen en cada momento.
De tal forma, si se trata de acentuar el aconsejable predominio de la civilización occidental sobre el mundo no blanco, el individualismo protestante será contrapuesto al grupismo confucianista, como explicación del carácter casi vocacionalmente revolucionario de los pensadores, empresarios y gobernantes del oeste. Buscando la perfecta oposición, al este se le atribuirá el componente casi ineluctablemente despótico de las hordas asiáticas. Si se trata, en cambio, de enfatizar la diferencia entre las organizaciones capitalista y comunista, la ausencia de tripartición de poderes será la piedra filosofal que distinguirá a China de Japón, o a Cuba de México, por citar ejemplos a mano y con independencia de “orientalismos” (5).
Dado que las necesidades explicativas de Europa y Estados Unidos a menudo han sido diferentes, se entenderá la existencia de teorías diferentes sobre el carácter nacional japonés.

Del lado norteamericano, el criterio de selección se basa en el reconocimiento de una diferencia coyuntural, aunque aparentemente atrincherada tras la teoría nipona de la diferencia inasumible. De acuerdo con la visión norteamericana, los japoneses mienten, se confunden o al menos ocultan sus verdaderas intenciones. Japón es un país del que conviene desconfiar: fue sistemáticamente belicista entre 1895 y 1945, ahora es exageradamente pacifista. Los documentos del Departamento de Estado lo enuncian así: los japoneses son un pueblo dotado de una pronunciada vertiente de comportamiento “irracional y fanático”. Douglas MacArthur, jefe de las fuerzas de ocupación norteamericanas entre 1945 y 1951 y auténtico “virrey” del Japón en ese periodo (le llamaban “el ‘shogun’ de los ojos azules”), introdujo en la nueva constitución el célebre artículo 9 (por el que Japón renuncia por siempre a la guerra) aduciendo el motivo siguiente: “Durante siglos el pueblo japonés -a diferencia de sus vecinos chinos, malayos, indios y también de los blancos- ha estado compuesto por idólatras devotos del arte de la guerra y de la casta militar del Bushido” (6).
En sus relaciones exteriores, tanto se ha regido Japón por el artículo 9, que a veces ha llegado a ridículas incongruencias, como en el caso de la guerra del golfo pérsico, de triste memoria: sin su tecnología, los misiles norteamericanos Patriot no hubieran sido operacionales; sin su generosa contribución económica posterior, Kuwait no podría haber recuperado su “normalidad petrolera”. Sin embargo, portarse bien no le ha servido de mucho para aplacar los temores americanos. Si repasamos las declaraciones de secretarios de estado o de defensa, de Harold Brown a McNamara, de John Foster Dulles a Brzezynsky, podremos entender que las posiciones norteamericanas se siguen enunciando fundamentalmente así: la actual búsqueda obsesiva por parte de Japón de un mayor bienestar económico, en ausencia de cualquier consideración política o de defensa, es presentada como un convincente argumento para demostrar la continuidad de rasgos extremistas en el carácter nacional (6). Los gobernantes americanos toman de esta forma como suyas las palabras de diferentes antropólogos, seguidores de la ruta trazada por la pionera Ruth Benedict. Los japoneses: otrora maniacos de la confrontación, ahora obsesos del comercio internacional, ¿y mañana qué? Si la historia japonesa es relatada como “una sucesión de líneas rectas quebradas periódicamente por ángulos agudos” (la frase es de George Ball, antiguo secretario de estado), hay algo en el carácter de esta gente que debería inducirnos a mantenernos vigilantes (7).

La modalidad europea de la teoría del carácter nacional japonés reposa sobre bases diferentes. Desde el siglo XIX (después de 1868), Japón se orientó hacia Europa buscando un nuevo modelo organizativo y cultural. No había confrontación sino interés, emulación. Europa (para el caso: Alemania, Inglaterra y Francia) correspondió a dicha preferencia con una fascinación embelesada. Ninguna desconfianza europea ante el Japón. Sólo asombro. Japón no era visto como fuente de confrontación. Estados Unidos, en cambio, había debutado en sus relaciones modernas con Japón enviando cañoneras en 1853, obligando a tratados comerciales de escasa reciprocidad y plagando el archipiélago nipón de misioneros, muevas modas y platos no muy nutritivos (8). A ojos europeos, Japón era percibido como alimento exquisito con que saciar el hambre de exotismo de un continente que volvía a “descubrir” el mundo exterior.
El llamado “japonismo” es una invención específicamente europea, de la que sobre todo Alemania y Francia se disputarían el origen. Según el japonismo, el archipiélago nipón es único en su género, como lo son las grandes naciones europeas. Pero, contrariamente a la lectura que Europa suele hacer de sí misma, consiguiendo el fuego de la unidad con astillas de guerra y división, “leer” a Japón desde el viejo continente no significó enfatizar los parecidos sino las diferencias con respecto de Europa. Japón se transformó en el país distinto por antonomasia.
Si “nosotros” comemos pan, carne, alimentos cocidos, “ellos” se alimentan con arroz, pescado, comida cruda. Nosotros centramos nuestra espiritualidad en la relación social, ellos en el contacto con la naturaleza. Para nosotros la basílica de piedra, para ellos el jardín zen. La persona occidental es el individuo, la persona japonesa más bien un individuo-parte-de-un-grupo. Y así hasta el infinito, en una sucesión de sorpresas, dando diversión a una antropología ya por entonces muy impregnada del relativismo enciclopedista francés y del multiculturalismo propio de la aventura colonial británica.


LA INVENCION DE JAPON

Si bien las dos teorías del carácter nacional arriba expuestas parecen disímiles, ambas mantienen cierto rasgo común que conviene no olvidar. En los dos casos se están refiriendo a un país “inventado”.
Invención, ya se sabe, es un concepto polisémico. ¿Constituye Japón un descubrimiento, el hallazgo reciente de una realidad antes ocultada durante largo tiempo? ¿O se trata, más radicalmente todavía, de una creación “ex nihilo”, de una fantasía surgida casi por generación espontánea? En el caso de Japón, encontramos un poco de cada una, como veremos a continuación.
Roland Barthes ya nos pone en guardia en el bello párrafo que abre un libro suyo sobre Japón (9): “Si quiero imaginar un pueblo ficticio, le pondré un nombre inventado, lo trataré como un objeto novelesco...de forma de no entrometer en mi fantasía ningún país real...No buscaré representar o analizar la menor realidad...Me limitaré a identificar cierto número de rasgos...y con ellos organizaré deliberadamente un sistema...A ese sistema le llamaré Japón” (traduzco libre y selectivamente el texto barthiano, aunque también con total fidelidad, como podrá comprobar quien consulte el original). Japón nos brinda, viene a decir el sabio, un caso ejemplar de cuán ficcional es toda teoría. Una explicación sistemática no es otra cosa que una serie de islas discrecionalmente ordenadas, con mayor o menor talento, en medio de un inmenso mar. El mar es, por supuesto, nuestra ignorancia; las islas son esas minúsculas huellas dejadas por lo poco que de las cosas hemos aprendido: la metáfora se la podía escuchar a Pierre Bourdieu, en su seminario de la Ecole Pratique...y cualquiera la puede ver plásticamente transcrita en los jardines secos de los templos zen de Kyoto...los cuales, a su vez, no hacen más que rememorar los antiquísimos sermones iniciáticos de Buda.
No es que la teoría sea falsa. Sucede tan sólo que viene “después” del conocimiento, en forma de una serie de conclusiones ya tomadas que buscan alguna premisa oportuna que las englobe y las justifique (10). Esta manera de entender la teoría como “ficción orientadora” (11) viene a cuento para entender qué sucede en nuestro caso.
Japón se nos presenta, básicamente, como el prototipo del país inventado. Nación cuyo carácter puede ser versátil, tan voluble como el interés de quien lo mira. Pero básicamente “diferente”, el “otro” por antonomasia respecto a lo que creemos y a lo que nos define. Tanto o más que la China, bastante más que la India, muchísimo más que cualquier país africano. Japón le ha servido a Occidente (a Europa durante un periodo mucho más prolongado; a EEUU con renovada intensidad durante este siglo) para marcar los límites reales de un tipo de conciencia colectiva y de un tipo de proyecto histórico. Sea como enemigo real o como cautivadora fantasía, Japón ha ayudado, como acaso ninguna otra idea extraña, a crear el indispensable contraste que nos empuja a la auto-identificación (12). Ya lo dijo Michel Foucault: las personas y las naciones suelen identificarse a sí mismas antes que nada por oposición con alguna otra. Japón ha servido como espejo en el que mirarse, como exorcismo salvador, como perfecto negativo apto para la formación de la idea europea.
Japón constituye una de las más geniales “invenciones” de Occidente. Y aunque ha habido tantos “japones” como ha habido de “occidentes” (el Japón de Herodoto no era el mismo que el Japón de los enciclopedistas franceses ni que el Japón de los halcones norteamericanos ni que el Japón de los exportadores italianos, sea dicho al pasar), la ficción-Japón ha tenido un elemento perenne: su radical diferencia; o bien: su extrema propensión a constituir ese espacio inabarcable en el que depositar todo lo que para nosotros constituye el hecho mismo de la diferencia (13).


ENTRE LA UTOPIA Y LA LEYENDA NEGRA

La forma occidental de reducir lo otro (Japón) a lo mismo (un objeto de conocimiento occidental) consistió en fabricar su perfecta inversión en forma de una utopía.
No todos los países tienen vocación de engendrar utopías. Desde antes incluso de su “descubrimiento”, lo que acabaría llamándose América Latina sin duda constituyó, a ojos europeos, el lugar sin lugar del deseo de una realidad inédita: somos desde entonces el “nuevo mundo” de una fantasía que nunca llegó a materializarse completamente. En la otra extremidad del planeta (la occidental, si miramos un globo terráqueo centrado en América Latina...pero por aquellos tiempos el mundo se miraba a sí mismo desde los ojos de Europa), Japón fue solar fértil para el sin lugar opuesto (¿antagónico?; ¿complementario?) (14).
En su forma positiva, Japón ocupó el lugar de un mundo primigenio espontáneamente civilizado, un poco a la manera de los “salvajes” según los ha visto Claude Lévi-Strauss. Se podría remontar al “Cipango” de Marco Polo, finalmente explorado con más detalle por el misionero jesuita Francisco Javier, para describir todas las virtudes que los países occidentales han ido perdiendo: la cultura escrita, las tradiciones vivas, un profundo carácter racional, la cortesía caballeresca, el sentido estético, el cumplimiento estricto del deber o “giri”, una buena sinergia con la naturaleza. Miles de peregrinos o de soñadores imaginaron así al Japón durante los últimos 500 años (15): del humanista Guillaume Postel al pintor Van Gogh, del político inglés Benjamin Disraeli al sociólogo norteamericano Ezra Vogel. Esta utopía de bienestar y fraternidad se ha transformado durante los últimos años en interés por conocer lo que algunos llaman un “modelo japonés”, como forma de intentar resolver problemas económicos o al menos de plantear nuevas bases para un futuro industrialista y tecnológico.
En su forma negativa, como ya hemos visto, Japón se convirtió en todo aquello que no hay que hacer, que no hay que ser, si se trata de concebir vidas individuales plenamente humanas en sociedades mínimamente fraternales. Esta leyenda negra también tuvo y tiene sus “Las Casas”. En esta interpretación destaca la insistencia en el carácter imitativo de la cultura japonesa. Japón pasó varios siglos imitando el modelo chino. Durante el siglo XIX se pasó con armas y bagajes al modelo europeo, considerado nuevo “centro del mundo”. Para acabar idealizando, idolatrando, indiscriminadamente la cultura norteamericana (16).
Aquellos que, de una forma u otra, siguen argumentando la existencia de un “peligro amarillo”, no dejan por su parte de señalar el arraigo de cierta modalidad de sentimiento nacionalista, traducido no hace tantos años en nueva intentona imperialista panasiática: ella motivó, al menos en parte, la segunda guerra mundial. Y aunque es cierto que, para cumplir sus proyectos, Japón parece haber abandonado la vía violenta, en cambio no ha desechado una serie de formas de sumisión individual y social que hacen impracticable el llamado “modelo japonés” fuera de los límites del archipiélago nipón (17).


DE DOS ESTRATEGIAS DISCURSIVAS

Zarandeados entre Europa y Estados Unidos, a menudo los ciudadanos de Latinoamérica no sabemos bajo qué paraguas discursivo cobijarnos. Este apartado presentará algunos de los resortes argumentales de las dos estrategias académico-políticas aludidas, por ser las más influyentes cuando se trata de “explicar” a Japón: una con raigambre y características más bien europeas; la otra con “sabor genuinamente norteamericano”, parafraseando la famosa propaganda. A la primera la definiremos como “japonismo”, a la segunda como “japonología”. En primer lugar seran identificadas como diferentes y específicas, para luego vincularlas al etnocentrismo y al neoliberalismo, dos conceptos fundamentales para entender la situación.

Una solución típicamente europea: la diferencia absoluta
El “orientalismo” no es una idea nueva en Occidente. “Oriente” ejerció una intensa fascinación sobre la imaginación europea desde la antigüedad griega. Tras múltiples viajes de exploración y comercio a través de una “tierra rica en todo” (18), la excursión de Marco Polo permitió ensanchar hasta el mismo Cipango un mapa que, desde el “centro”, iba dibujando todo el mundo (19). A partir de entonces, Japón representó para los europeos el territorio quizá más sorprendente dentro de un continente asiático que, de por sí, ya era considerado como muy “exótico” (20). Las sabrosas y detalladas crónicas de Francisco Javier contribuyeron a la difusión de una nación exactamente opuesta a todo lo conocido hasta entonces...sin por ello dejar de ser “civilizada” (21). Había nacido el “japonismo“.
Con la llegada de la Ilustración, esta percepción de diferencias radicales entre Japón (desgajado de Oriente) y Europa (considerada como conjunto) adquirió un gran valor táctico para el “asalto filosófico” que la Enciclopedia libraba contra el oscurantismo del antiguo régimen (22). En efecto, darle a una nación extranjera el estatuto de “nación más diferente” equivalía a aceptar el principio mismo de una diferencia que podía, desde allí, esgrimirse como argumento para dirimir querellas domésticas (la querella básica era contra el poder despótico de la nobleza).
Dos rasgos sobresalen al repasar unos cuantos de los 230 artículos que los enciclopedistas franceses dedicaron a Japón.
- La falta de rigor informativo y argumental de la mayoría de ellos. Resulta difícil separar verdad y fábula en los escritos de un Jaucourt o de un Diderot, por no referirnos a los demás.
- La honda huella que dichos escritos dejaron en la posteridad, no solamente francesa, también europea. Siempre resulta estimulante el ejercicio de comparar los comentarios de muchos viajeros contemporáneos con los acertos de aquellos venerables enciclopedistas (23).
El japonismo vino a ser una especie de devoción laica hacia un mundo pintado como (y sólo como) irreductiblemente ajeno al nuestro. La profundidad entrevista de la diferencia aumentó la intensidad de la fascinación. De las crónicas de los jesuitas españoles y portugueses a la imitación de las escrituras ideográficas ajenas al alfabeto romano. De la moda de las “japonaiseries” a las visiones arquitectónicas de Piranesi o de Von Erlach. De los injertos de la arquitectura de la Bauhaus (Walter Gropius seguramente se inspiró en la Villa Imperial de Katsura) a la copia de las estampas japonesas por Klimt o Modigliani. Un milenio de fascinación ante una civilización que fue progresivamente entendida por los europeos como “arquetipo del otro”, un espejo que Europa enfrentaba a su propia identidad y con el que sigue manteniendo una relación ambivalente: exótica atracción, desconfiada agresividad (24).
Conviene no prescindir de otro aspecto de la cuestión. Desde mucho antes del descubrimiento de América, en Europa ya era costumbre arraigada explicar, “dar razón” del resto de naciones del planeta. Aparte de designios geo-estratégicos de dominación internacional (que nunca escasearon entre las motivaciones europeas, desde los Romanos en adelante), otros aspectos menos “culpables” también intervinieron en la fijación de una Europa concebida como centro cognoscitivo del universo: la filosofía griega, la cultura organizativa romana, el cristianismo, la escritura alfabética. Todo ayudó a que Europa se viera situada en uno de los centros del la tierra (el otro siempre fue la China...¡aunque en Europa a China se la ignoraba completamente!). Desde el centro, Europa miró alrededor suyo explicando como “saber objetivo” lo que sobre todo era proyección de la mentalidad y de las necesidades europeas. Nació una visión etnocéntrica: una racionalización del mundo en la que cierta definición de “Europa” (blanca, cristiana, centralista, belicista, relativamente próspera) se consideraba como criterio y medida aplicable a cualquier otra nación. Europa constituía LA civilización. El resto del mundo fue pensado y sentido a través de valores europeos. La superioridad tecnológica europea hizo el resto: gracias a los viajes intercontinentales, al comercio, a la dominación militar prolongada y a las extraordinarias potencialidades de la imprenta, el mundo entero pasó a explicarse a sí mismo por medio del modelo europeo (25).
Sin embargo, esta Europa casi vocacionalmente etnocéntrica no era plenamente homogénea. Podemos distinguir entre dos orientalismos europeos que, para simplificar, denominaré inglés y francés.
El orientalismo de estilo inglés forjó sus instrumentos técnicos durante la revolución industrial, sus mecanismos políticos en el curso de la colonización (precursora de la Commonwealth) y su fundamentación argumental por medio de la antropología culturalista. Estos tres fenómenos se implican mutuamente, como se sabe: la colonización proporcionó una salida expansionista lógica a la sostenida superioridad tecnológica de Inglaterra del resto de Europa (26); la ciencia del hombre permitió la elaboración de un discurso legitimador de algo que la pura superioridad bélica hubiera sido incapaz de justificar.
Aunque Inglaterra no colonizó en ningún momento a Japón, su antropología proporcionó los recursos necesarios para la fijación de un “saber común” sobre Japón. Los trabajos de Edward Tylor, James Frazer, Louis Morgan y luego Bronislaw Malinowski, entre otros, acostumbraron a los especialistas y al público en general a entender el mundo como una “multitud de historias particulares” que salían del silencio gracias a la observación de los científicos y que se iban ordenando poco a poco gracias a la influencia organizativa y civilizatoria del gran león inglés (27). Dentro de este multiculturalismo, Japón ocupaba el rango de nación-en-extremo-diferente: por formar parte del conglomerado asiático y por ser particularmente poco estudiada por sus propios antropólogos, siendo mayor la maravilla cuanto menor era el conocimiento empírico que sobre ella se tenía. La mentalidad multiculturalista cuajó profundamente en la conciencia británica.
- De puertas afuera, le daba al público una imagen concreta (amable y atrayente) a lo que, de otra forma, se hubiera limitado a ser pura transacción entre comerciantes (o bucaneros) ingleses y asiáticos que vendían su thé, su porcelana, sus marfiles, sus telas, sus especias, todo aquello que, reunido en las metrópolis, transformó a Inglaterra en el primer emporio mundial durante el siglo XIX. Japón, Asia, Oriente, eran para los ingleses poco más que una serie de productos, una serie de gestos, una serie de anécdotas o aventuras más o menos verosímiles (28).
- De puertas hacia adentro, el multiculturalismo comenzó a aplicarse como una forma “territorialista” de entender la vida civil y la democracia: así como en Delhi o en Nairobi las “civil lines” delimitaban el territorio de los “sahibs” y de los nativos, lo mismo sucedió en Londres, Manchester o Liverpool. El multiculturalismo inglés aceptaba sin objeciones la diferencia radical entre los pueblos. Pero a condición de pensar que Inglaterra (como parte de Occidente) se situaba por encima de los otros: en los mejores barrios, en los mejores trabajos, en los mejores colegios y servicios. Porque en el multiculturalismo al estilo inglés a menudo asoma la autosuficiencia europea, cuando no cierto dejo de racismo blanco (29).
El orientalismo de estilo francés rumbeó en otra dirección. Parte de la disputa anglo-francesa de los tiempos modernos tiene que ver con la manera de explicar el mundo exterior. Además de las rivalidades coloniales y la subsiguiente sectorialización del mundo en zonas inglesa y francesa, a dicha disputa concurrieron criterios epistemológicos distintos y hasta maneras diferentes de enfocar la vida política y civil en la propia casa. A finales del siglo XVIII, el escritor francés Chateaubriand cruzaba el océano Atlántico convencido de que en América podría conocer en carne y hueso al “buen salvaje” (30). Su ingenua expectativa era la expresión de una larga tradición nacida con Rousseau y plenamente vigente en nuestros días con la antropología estructural de Claude Lévi-Strauss y una pléyade de discípulos y admiradores (31). El orientalismo francés está completamente penetrado por lo que se ha dado en llamar “relativismo”. El relativismo cultural reconoce las diferencias entre los hombres y sus culturas hasta el extremo de sostener el principio de la diferencia absoluta como forma de asegurar la igualdad (32).
Una distinción con respecto a la posición inglesa la podemos encontrar en el hecho que el imperio colonial francés fue bastante menos extendido y floreciente que el inglés. Además, buena parte de la producción antropológica francesa vio la luz en países con los que Francia no había tenido relaciones directamente coloniales, como América Latina o China, por citar dos zonas significativas. Incluso en el caso de la antropología “africana” o “indochina”, una antigua tradición francesa de independencia respecto del discurso político dominante en su país permitió la elaboración de un pensamiento académico relativista que dejaba más libres y mejor parados a los pueblos estudiados.
Oriente, y dentro de Oriente el Japón, fueron presentados a los franceses no sólo como civilizaciones completamente diferentes de la occidental sino, además (y aquí la tradición francesa diverge de la inglesa) como potencialmente iguales o superiores a las europeas. Por medio de la organización de los jesuitas y de la prédica humanista, las crónicas del padre Javier calaron mucho más hondo en Francia que en la propia España: Japón conservaba cualidades a las que Europa había renunciado, ¡doble pecado ya que los europeos contaban con el privilegio de la civilización de Cristo! Y ya que nos corresponde juzgar a Japón, dirá el abate Lejeune, es cierto que los japoneses a veces se equivocan, pero no cabe duda que nosotros nos equivocamos mucho más a menudo (33). Desde el siglo XVIII la puerta quedó abierta de par en par para una admiración sin paliativos, que la pintura moderna (naturalista, impresionista y expresionista) nos recuerda a cada momento (34).
Claro que, de puertas adentro, la organización política francesa no siguió los mismos pasos relativistas que marcaban sus ilustres antropólogos de terreno. La república francesa se rige por las ideas “universalistas” de la Enciclopedia y de la Revolución de 1789. Dentro de su territorio rigen leyes aplicables rígidamente a todos los ciudadanos, como única forma concebida de lograr que todos sean formalmente “iguales ante la ley”. Ningún extranjero será marginado de los derechos teóricos mínimos. Pero nadie podrá invocar el argumento de la propia diferencia cultural como forma de evadir el cumplimiento de la norma común, cosa que han sufrido en sus carnes tanto los negros martiniqueses como los árabemusulmanes y demás africanos residentes en territorio metropolitano.
En resumen, dos formas parcialmente distintas de considerar a Japón como realidad completamente diferente: el multiculturalismo y el relativismo. Sin embargo, las peculiaridades de cada una no logran eliminar completamente cierto parentesco entre ellas. Para una y otra, el resorte argumental ha sido la existencia de un supuesto “determinismo cultural” (35).
Según esta concepción, una nación se explica fundamentalmente por medio de su cultura. Básicamente porque la cultura es un sistema completo capaz de modelar las características individuales, sin dejar al mismo tiempo de determinar el paradigma colectivo de la sociedad. Según cada escuela nacional, dicha totalidad se denominará “ambiente”, “sistema de creencias”, “personalidad” o “lenguaje”. Pero, en todos los casos, la cultura funcionará como un código todoabarcante dentro del cual “vivimos, nos movemos y existimos”, mucho más allá de la conciencia refleja que tengamos de ello y de la reivindicación de especificidades individuales propia de las tradiciones teóricas individualistas (procedan del molde republicano o del cristianismo).
Como balance provisional de esta (breve) presentación de una doble tradición europea, podríamos decir dos cosas.
- La aceptación de la diferencia radical estimuló a que los “otros” tomaran la palabra para explicarse a sí mismos, tras un largo periodo de predominio argumental por parte de los países europeos (36).
- Por el contrario, el eurocentrismo sigue presente (aunque de forma “temperada”): la difusión del capitalismo como “única alternativa teórica mundial” implica el recrudecimiento de las presiones homogenizadoras ejercidas sobre culturas y civilizaciones ajenas al clásico y jerárquico molde europeo (por dicha razón, la inevitable retórica de la “globalización” merece toda sospecha desde América Latina).
Cuando, en nuestros días, se habla de la “fortaleza europea”, ¿contra quién esos muros se han levantado si no es contra peligros exteriores encarnados por ciertos países como, paradigmáticamente, Japón? En la medida en que Europa percibe más y más a Japón como una amenaza, el japonismo europeo tiene que reciclarse a fin de poder brindar nuevas coartadas con que sus propias naciones puedan defenderse en la guerra económica y tecnológica. Es cierto que Japón sigue siendo definido como plenamente aceptable en su diferencia. Japón sigue atrayendo y hasta fascinando. Sólo que el Japón del que más de uno habla en Europa es una nación y una cultura detenidas en la pre-modernidad de la era Tokugawa, en plena Edad Media nipona, llena de “geishas” y “samurai”, de costumbres asombrosas y de “performances” espectaculares, dotadas llegado el caso de una divertida irracionalidad.
En Europa, el Japón contemporáneo (me refiero al observable) a muchos les resulta chocante por su mestizaje cultural y por el carácter “naïf” y hasta “kitch” de sus manifestaciones sociales recientes. Interesa, preponderantemente, el Japón sin mancha ni arruga de la Kyoto imperial, previa a la modernidad, aislada en su existencia provinciana. Con ese Japón inofensivo, ya no hay ocasión de “malentendidos” como los que motivaron un famoso libro de Euthyme Wilkinson (37).
Para defenderse mejor contra el agresivo Japón contemporáneo, desde una y otra orilla del Canal de la Mancha no faltan quienes intentan transformarlo en un gigantesco museo viviente. Suprimido el Japón-acontecimiento, el molesto Japón de la actualidad, Europa está procediendo a una especie de “naturalización” de dicho país, en el sentido con que Roland Barthes (hablando de otros temas) solía caracterizar a las mitologías (38). Mitificando a Japón se lo mantiene presente (con lo cual se lo puede vigilar sutilmente) y al mismo tiempo a prudente distancia (de forma que su urticante actualidad no provoque inesperados contagios). Por esta vía, el japonismo ha acabado sirviendo de inocente coartada para operaciones políticas que tachan con la mano del proteccionismo lo que acababan de escribir, con la otra mano, sobre la liberalización.

Una solución genuinamente norteamericana: recuperar el retraso
Un dato de orden cognoscitivo nos ayudará a centrar el tema: el amplio dominio que las teorías funcionalistas han ejercido tradicionalmente sobre la escena intelectual norteamericana. La concepción funcionalista del cambio social coincide, en buena medida, con su teoría de la modernización. Por su propia naturaleza de organismos vivos, dicen, las naciones recorren un camino evolutivo que las lleva de estadios más tradicionales a estadios más modernos. De hecho, la traducción histórica del carácter evolutivo de una sociedad, de toda sociedad, es, según el funcionalismo, el tránsito entre tradición y modernidad. Sean los móviles del cambio de carácter endógeno (así prescriben Parsons, Smelser, Bellah, Eisenstadt, entre los principales, muchos de los cuales se ocuparon -y esto es significativo- del caso japonés) o exógeno (como lo prefieren Bendix y Lerner, entre otros), asombra la homogeneidad de la creencia norteamericana en el carácter superador, superior, de lo “moderno” respecto de lo “tradicional”. Si éste representa el autoritarismo político, el subdesarrollo económico y el atraso cultural y mental, con aquél llegan la democracia, la industrialización y las mieles de la cultura urbana. Un abismo separa entonces el “antes” y el “después”: las teorías de la modernización son inevitablemente dualistas. El destino de toda sociedad, la responsabilidad de los gobernantes, la tarea de los ciudadanos (siempre según esta mentalidad) es única y una sola: modernizar la propia sociedad y contribuir a la modernización de las demás (39).
El tránsito entre tradición y modernidad está pautado según etapas que varían de un autor a otro. Más allá de sus aspectos específicos, las diferentes teorías de la modernización apuntan, sin embargo, a una idéntica meta: explicarla como el proceso de industrialización acaecido en Estados Unidos, de forma similar (afirman los funcionalistas) a como ya había sucedido en Europa occidental desde fines del siglo XVIII o principios del XIX. Las analogías observadas entre todos estos países a ambos lados del Atlántico les permitieron concluir que el proceso de modernización conlleva tendencialmente las mismas características, idénticas etapas, condiciones comparables para todos los países del mundo.
No quiero detenerme ahora en la carga etnocéntrica que transportan unas teorías para las cuales “modernización” coincide de hecho con “occidentalización”, siguiendo en ésto la pauta etnocéntrica europea. Prefiero enfocar la consecuencia específica que el discurso dominante norteamericano (teñido, dijimos, de dualismo funcionalista) extrajo del caso Japón.
Si el conflicto bélico había colocado a Japón y a EEUU en extremos opuestos en cuanto a objetivos militares, las teorías académicas remacharon el clavo inventándose un Japón que constituyó, desde entonces, una antítesis perfecta del coloso norteamericano, especialmente en lo relativo al par de opuestos representado por los conceptos de tradición y modernidad. Si los Estados Unidos constituían el ápice de la modernidad, el término “ad quem” de los esfuerzos industrialistas y sociales, Japón fue visto como el colmo de la tradición, exhibida de forma ostentatoria y por así decirlo provocadora por los (casi) irremediables nipones.
La “otredad” sin remisión del Japón ya había sido descrita por Ruth Benedict (40) con argumentos que desde entonces han subyugado a buena parte de los analistas norteamericanos. Un poco más tarde, Bellah, Eisenstadt, Bendix, Lebra y varios otros completaron la batería argumental, introduciendo a este Japón tradicional en la corriente de la historia evolutiva común: todo entero autoritario, económicamente dependiente y culturalmente anacrónico (41). Y si tal era la visión que Japón proyectaba ante los ojos de tan ilustres sabios, era lógico que, activando ese intervencionismo casi “natural” tan propio de los norteamericanos, hubiera muchos buenos ciudadanos (misioneros, técnicos agrícolas, profesores de lengua, tecnólogos) así como prácticamente todos los gobernantes desde 1945 (sin variación perceptible entre demócratas y republicanos) interesadísimos en lograr la “redención” de Japón, ayudándolo a superar sus trasnochadas tradiciones y a poner en su remplazo una larga lista de modos de hacer, de vivir y de pensar comprensibles para los norteamericanos (en lo posible: los suyos propios).
Entre 1945 y 1951, la ocupación norteamericana significó un periodo apto para “ayudar” a Japón a convertirse en una sociedad lo más americanizada posible. Pero que conste que las presiones ya habían comenzado un siglo antes, con el comodoro Matthew Perry y sus “barcos negros”, continuándose hasta el día de hoy, sin que Estados Unidos parezca dispuesto a renunciar a su benévola disposición civilizatoria hacia Japón (42). Cabe agregar que EEUU no ha logrado cumplir plenamente sus objetivos, como se trasluce del acendrado antiamericanismo de la intelligentsia nipona.
La “japonología” podría considerarse como una aplicación, al caso de Japón, de las teorías dualistas de la modernización, esa exitosísima “caja de herramientas” puesta a disposicipón de la Casa Blanca y del Pentágono para crear un discurso universalista (se les llamó, dijimos, “estudios de área”) centrado en Washington. En su momento, el japonismo europeo había pintado un Japón irrecuperablemente diferente, definitivamente aceptado como “el otro” y admirado (o temido) en cuanto tal. En cambio, la japonología de cuño norteamericano, si bien aceptó la circunstancia histórica de la diferencia, de ninguna manera la consideró un hecho natural e irreversible. Al terminar la guerra, Japón ciertamente se mostraba como una sociedad muy diferente de la norteamericana. Pero se decidió que la diferencia estribaba en la posición evolutiva distinta de ambas. Japón fue considerado como una nación bastante desarrollada, aunque un paso atrás de la norteamericana, en lo que tocaba a organización política, económica, social y cultural. Y se señalaba a las tradiciones japonesas como las grandes culpables de tamaña anomalía.
De manera mucho más sistemática y presionante que durante el siglo XIX, lo central de la política japonesa del gobierno norteamericano pasó a ser, desde 1945, “ayudar a Japón a recuperar su retraso” (43). Desde entonces, una tarea unificó los esfuerzos públicos y privados estadounidenses: “modernizar a Japón”.
La primera tarea modernizadora (comenzada desde el desembarco del general MacArthur, pero nunca detenida desde entonces) consistió en “alinear” a Japón desde el punto de vista económico. Adecuando sus niveles productivos en base a una cesión masiva de tecnología e incluso de maquinaria con las que completar el muy maltrecho parque industrial al acabar la guerra. Participando en la recapitalización nipona. Además, abriendo el mercado norteamericano a productos fabricados en el archipiélago. Y, finalmente, acomodando el sistema productivo japonés a lo que entonces se estilaba en los Estados Unidos, en cuanto a organización productiva, estilo gerencial y relaciones laborales. Aunque, a la vista de la evolución posterior del sistema económico japonés, parezca increíble poder afirmarlo, el Japón posbélico fue reorganizado económicamente para cumplir funciones complementarias con respecto a la economía norteamericana, al igual que sucedió en ese momento con los países europeos favorecidos por el “Plan Marshall” y otras formas de intervención norteamericana.
De forma correspondiente, modernizar a Japón significaba, en segundo lugar, “regularizarlo” desde el punto de vista político. Se trataba, antes que nada, de suprimir las huellas del pasado dictatorial: eliminar el carácter “divino” del “Tenno” (emperador), declarar fuera de la ley a los “zaibatsu” (monopolios familiares considerados como fundamento del armamentismo nipón desde comienzos de siglo) y suprimir el ejército (causante en lo interno de la política dictatorial y en lo externo del expansionismo asiático). Y luego se trataba de decretar una serie de reformas que permitieran asentar reglas duraderas de un régimen democrático lo más afín posible al practicado en Norteamérica: reformas en la organización sindical, en la educación, en la tenencia de la tierra y en los mecanismos de creación y articulación de los partidos políticos. De nuevo en este caso, tras más de 50 años de desembarco norteamericano y a las puertas de una reforma de las instituciones que se sospecha crucial, el panorama político del Japón de hoy en día no tiene nada que ver con lo diagramado en su momento por el comandante supremo norteamericano. Como tampoco acabaron siéndolo las naciones europeas liberadas por USA en 1945, con Alemania en cabeza (44).
En tercer lugar, modernizar a Japón significaba para los americanos “homologar” a Japón con las principales naciones occidentales desarrolladas; para entendernos: aquellas con las que se reúne en el cenáculo del G-7 (ahora G-8). Durante el siglo XIX se trataba de homogenizar a Japón con respecto a las naciones occidentales a las que éste deseaba compararse. Con ocasión de la firma de los “tratados desiguales” (forzados desde 1854 por el ya citado Perry para abrir el cerrojo comercial japonés y disponer de puertos de defensa y abastecimiento y, luego, imitados con motivos comerciales por ingleses, holandeses y rusos) (45), fueron agregadas una serie de claúsulas que poco tenían que ver con el libre comercio y mucho con las “buenas maneras”: formas occidentales para que americanos y europeos no tuvieran la impresión de estar tratando con “salvajes” (normas ligadas a la indumentaria, a la comida y a la etiqueta, entre otras).
EEUU nunca desestimó acciones tendientes al “acercamiento cultural” japonés con respecto a los moldes occidentales consuetudinarios. Desde finales del XIX y comienzos del XX hasta ahora, no han escaseado los misioneros, educadores, artistas y profesores de lengua norteamericanos, transformados en permanente vitrina de una forma de ser, de hablar, de sentir y de vivir que los yankis nunca han dejado de suponer más adecuada para los japoneses que la propia tradición nipona. Desde los años 60, el resurgimiento económico y el auge de las comunicaciones permitieron dar pasos decisivos hacia una mayor americanización de Japón. Gracias a la televisión, a los viajes y a los “estudios extranjeros”, hemos pasado de lo cualitativo a lo cuantitativo: en nuestros días, la influencia cultural norteamericana sobre Japón es mayor que antes. En su organización externa, el diagrama exterior del sistema educativo (incluyendo la universidad) es copia del usual en EEUU. Los medios de comunicación de masas (incluyendo de manera decisiva a la televisión) difunden innúmeros ingredientes del estilo norteamericano, que pasan a formar parte de la vida corriente del japonés medio. Es imposible concebir la cultura urbana contemporánea del Japón fuera de una estrecha ligazón con el modo de vida de EEUU. Desde la comida (no sólo McDonald o Kentucky Fried Chicken; sobre todo el hecho mismo de remplazar la lógica de la cocina tradicional japonesa por un estilo que se basa en lo precocinado y hasta en la “comida basura”) al ocio (el tipo de rock, el tipo de filmes, el tipo de deportes, el tipo de viajes), pasando por las modas (la indumentaria, la pose, el lenguaje) y hasta por las creencias (religiosas o civiles según los casos) (46). Cada año, más de tres millones de japoneses visitan Estados Unidos.
Ganada en Japón la batalla de la americanización, a los Estados Unidos todavía les quedaba un cuarto espacio que ocupar en la batalla argumental orientada a “construir” un país a imagen y semejanza de Norteamérica. Me refiero al tema de la “internacionalización” de Japón. Políticos, empresarios y académicos norteamericanos están dedicando en la actualidad sus mejores esfuerzos a dicha empresa. Se trata de elaborar un discurso según el cual Japón es moderno no solamente porque está democrática, económica y culturalmente “normalizado” en términos domésticos (objetivo ya conseguido), sino porque su homogeneidad internacional es tal que le permite incluso formar parte integrante del pelotón delantero de los países capitalistas. Sea en las Naciones Unidas (FAO, ACNUR, Consejo Permanente, etc), sea en las poderosas instituciones que formal o informalmente gobiernan la economía del mundo (OCDE, DAC, G-8, BM, FMI, etc).
De esta forma, se muestra ante los ojos de todo el mundo a un Japón modelo de liberalismo, espejo de neoliberales. La retórica gubernamental japonesa es en apariencia plenamente cómplice de este designio: reivindica la libertad económica a través de la libre empresa y de la competencia, defiende con uñas y dientes el flujo internacional irrestricto de mercancías a través de la Organización Mundial de Comercio (sucesora del GATT), asegura desconfiar del Estado como solventador o regulador directo de la igualdad de oportunidades, practica a gran escala la “administración delgada”, dice en todo momento apoyarse en la presuposición de un equilibrio hecho posible por la “mano invisible” del mercado, se hace llamar a sí mismo “liberal” y “democrático”. Japón (o sea: el régimen que lo gobierna desde hace 40 años) puede sentarse en las cómodas butacas de la dominación internacional. Puede incluso tomar la palabra para dar su opinión propia. Todo esto sin temor a desentonar con respecto a la música que toca su valedor norteamericano.
Mas adelante veremos hasta qué punto la práctica social real del Japón contradice bastante la retórica neoliberal del “nuevo orden internacional” promovido por los Estados Unidos. Pero, de momento, las apariencias quedan dignamente cubiertas y Estados Unidos puede, con orgullo, ofrendar al “mundo libre” el fruto exitoso de sus desvelos: rescatar a Japón de su atavismo ancestral, transformarlo en un interlocutor presentable ante las otras naciones modernas y adelantadas. Todo parece estar bajo control.


CONSOLIDACION DE LAS TEORIAS DE “LOS DOS JAPONES”

El lector interesado en los asuntos de Japón y del SEA probablemente ya lo advirtió: con un propósito deliberado o por simple azar de las circunstancias (cuando no por efecto de la inercia mental), muchas de las viejas o nuevas teorías explicativas sobre Japón difícilmente se apartan de los senderos descritos. Hasta el punto de poder afirmarse, con alivio, que recién en el curso de los últimos años han comenzado a aparecer terceras posiciones serias y documentadas en las que apoyarse (47).
Tan cierto es, históricamente hablando, que el saber siempre se va sedimentando en función y a partir de los intereses de las naciones y de los Estados predominantes. El saber lo produce el poder. Sin mengua, bien es cierto, de la buena voluntad subjetiva de académicos y exploradores, de comerciantes, peregrinos y hasta de militares ilustrados que en cada etapa pretendían escribir honradamente lo que sus ojos creían percibir. Sin quererlo en muchos casos, terminaban haciéndole el juego a esas políticas etnocéntricas (cuando no neocolonialistas) que buscan, a veces por la vía obligatoria de las cañoneras o por la más sutil de los razonamientos, rediseñar la sociedad internacional en función de arbitrios metropolitanos.

Por una parte surgió, cognoscitivamente hablando, un “Japón de las tradiciones”. Se trataba de mirarlo absortos deleitándose en las peculiaridades, celebrando sus extravagancias, integrándolo todo, hasta lo incongruente y lo contradictorio, en un sistema teórico “de vía única”, como diría Robert Merton. Es un hecho que este estilo analítico no se limitó a florecer en Europa. Se trasladó a Estados Unidos, dando frutos tan excepcionales como el justamente famoso texto de Ruth Benedict, “El crisantemo y la espada”, en el que la antropóloga norteamericana logra el “tour de force” de hacer que las cuentas cuadren y que Japón se convierta en un perfecto “sistema de signos” (al decir de Roland Barthes cuando habla, precisamente, de otro Japón, “el Japón de Roland Barthes”) en los que prácticamente ninguna esfera queda fuera de la onda expansiva de la explicación culturalista. Japón es diferente, es LO diferente, es lo perennemente diferente, al decir de autores de este tipo. Unicamente puede seguir respondiendo a dicha clave explicativa si no cambia. De resultas de estas necesidades epistemológicas, Japón se fue poco a poco transformando en un país signado por la más tozuda e indiferente de las continuidades, respecto de acontecimientos que fueron sacudiendo al mundo exterior (aunque al comienzo fuera un mundo exterior tan cercano como el de los países limítrofes). Japón fue aquel país que, contra las leyes del género y las previsiones razonables, se mantuvo idéntico a sí mismo, a través de los años y de los siglos, mostrándole al mundo una perfecta homogeneidad interna legitimada por las teorías occidentales e incluso reasumida, como veremos, por muchos pensadores japoneses modernos. Este Japón de las tradiciones se destaca por la armonía entre el hombre y la naturaleza, por el acusado sentido estético que se exhibe en templos y jardines, en las vitrinas de tantas tiendas artesanales de Kyoto y en los atuendos de “geishas” y matronas, en la serena “politesse” del lenguaje de respeto, en la comida y su minucioso ritual. Este Japón con imagen de marca “tradicional” (tan conveniente, como observamos, en el contexto de cierta estrategia cognoscitiva) goza de una esplendorosa actualidad (48). Visto de esta forma, con independencia de que el sistema social japonés se haya vuelto internacionalmente potente, sólo se percibe la homogeneidad pasatista, el carácter deliciosamente reaccionario de lo que este museo viviente explaya ante nuestros ojos.
Japón, más que una potencia, es ya un estilo. Y un estilo que puede competir en el contexto de la era tecnológica. Los mejores diseñadores occidentales lo saben y hacen continuos ejercicios para que el rasgo, el color, el efecto final de una prenda de vestir, de un coche, de un juguete electrónico o de un perfume queden como si dijéramos “anegados” por la secuencia líquida de una fragancia tan invisible como invasora. Desde el punto de vista comercial es ciertamente una opción (acaso inspirada por la industria francesa de exportación, floreciente y reputada). Desde el punto de vista cognoscitivo, ya es todo un símbolo, un potente símbolo.

Y tenemos, al lado, crecido sin que lo advirtiéramos, un “Japón de la tecnología”. En su contemplación también se percibe un deleite, aunque de diferente dimensión: es la satisfacción ante los deberes que el buen alumno “ha complido”, tan bien ejecutados que el “junior” logra igualar al “senior”, llegando incluso a superarlo (49). Bajo esta lente, Japón se nos muestra antes que nada como el reino de la electrónica, un país en el cual el “chip” ha logrado adaptarse a las más variadas situaciones públicas o domésticas. También Japón ha accedido plenamente a la lógica consumista.
Para testificarlo no hace falta más que ver hasta qué punto la novedad de un producto (y no la necesidad de su adquisición por alguna razón específica) es uno de los argumentos favoritos de las políticas de marketing que empujan al consumo compulsivo (50). Por otra parte, se debate si Japón ha accedido o no a la “sociedad de la información”. Indicios a favor de esta tesis serían el carácter y el volumen de sus medios de comunicación de masas; y sobre todo la retórica social que preside a la relación entre el ámbito microsocial y esos macroespacios en los que se producen las noticias y los discursos (51). Si esta hipótesis es cierta, buen alumno, Japón, buenos chicos los japoneses.
La eclosión de rasgos norteamericanos en una sociedad políticamente tan tradicional como la que encontró MacArthur y luego dirigió durante seis largos años, constituye el triunfo de una política de modernización universal conducida con mano firme desde Estados Unidos. Más aún: constituye, de paso, el triunfo final de las teorías que aseguran el carácter necesario (e inevitable) de la convergencia entre todos los sistemas sociales reunidos en el regazo acogedor de cierta sociedad que marca el camino y define el sitio y la etapa de cada uno. Por esta vía, EEUU ha dotado al mundo de la democracia liberal, del capitalismo consumista y de las autopistas de la información. Japón constituye un gigantesco escaparate donde se exhiben los mejores frutos del neoliberalismo. Poco importa que Japón se revele al análisis como muy poco liberal. Su mera presencia entre los grandes del mundo es esgrimida como prueba manifiesta, contundente, de la ecuación entre capitalismo y modernización occidentalista.
Sutilmente, Japón también constituye un poderoso argumento para recordar que no hay diferencia tan grande que no se pueda “homogeneizar”, que no hay retraso tan importante que no se pueda “recuperar”. A pesar de ser tan diferente, y probablemente porque se mantiene exteriormente tan diferente, Japón proporciona, como lo hace un negativo fotográfico, la prueba final del bien fundado (y positivo) predominio norteamericano. Naturalmente, esta lógica analítica ha cruzado a su vez el Atlántico, ahora hacia el este, nutriendo la mochila argumental de los países europeos, en tanto y en cuanto pertenecientes a la Unión Europea. Un Japón pacíficamente tecnológico también puede ser una opción para políticos y empresarios empeñados en completar lo que Matthew Perry y otros americanos comenzaron en 1853: romper el aislamiento comercial y estratégico japonés. Las tornas se invierten: ¿los japoneses son tradicionales?; ¿les gusta lo tradicional? Pues entonces les exportaremos las más rancias tradiciones europeas: “savoir faire” francés (en forma de perfumes, alcoholes, marcas de diseño), “English style” (a través de la industria de la lengua en Londres y todo el sur de Inglaterra) y bonhomía y hasta bastedad españolas (por medio de un turismo japones de masas glotón en la mesa y pintoresquista a la hora de registrar -cámara en mano- cuanta tradición y cuento anacronismo les salga al paso: la única limitación que encuentra esta auténtica caza de trofeos devaluados es la frecuencia con que a los nipones les roban máquinas y equipos fotográficos de una forma muy española, “por la cara”). Esta lista no es exhaustiva, por supuesto.
¿Qué relaciones se establecen entre ambos “japones” argumentales?
A ojos de muchos occidentales, se trata de “dos” países diferentes, a pesar de ciertos intercambios internos como los descritos. Si observamos la información de prensa (y la “opinión pública” fabricada por ésta), podemos constatar una gran incomunicación entre ambos japones.
El que gusta de un Japón tradicional (conocido a través de las artes marciales, la comida cruda, las prácticas del “zen” o la literatura, por citar unos pocos ejemplos) renegará del estropicio que la vida moderna está produciendo en el archipiélago nipón y entre sus habitantes (tuvimos abundante ración de estos argumentos con motivo de la Conferencia Internacional sobre Medio Ambiente que la ONU celebró en Kyoto en diciembre de 1997 y luego durante los Juegos Olímpicos de Invierno, en Nagano, febrero de 1998).
Al que prefiera un Japón tecnológico (al volante de su Toyota, jugando con su Game Boy, trabajando con su computadora extraplana o yendo a cantar al “karaoke”), no podrá percibir en el Japón de antaño más que un amacijo de costumbres atrabiliarias, siempre más o menos relacionadas con un sistema lingüístico particularmente inútil e improductivo.
Cada uno de los dos japones compite por los mismos espacios en la crónica periodística de las espectacularidades (52). Todo esto tiene que ver con cierto marketing inconsciente que nuestras culturas parecieran haberse impuesto con respecto a Japón: todo irá bien mientras sigamos viéndolo como muy diferente; todo será fácil a condición de no ver en esa diferencia un peligro sino, más bien, una divertida entretención. Por eso, en el fondo de muchas explicaciones se revuelven contradicciones no asumidas ni explicadas: los japones tradicional y tecnológico conviven sin que se explique cómo, dónde y porqué se articulan formando una sociedad real, algo mínimamente creíble. A lo sumo, se plantea la contradicción entre un creciente polo moderno y un tenaz (aunque reducido) polo tradicional: es la teoría de la amalgama entre dos matrices heterogéneas (53). O bien se invierte el sentido de la contradicción y se afirma (como lo hacen Van Wolferen y otros no tan famosos de la escuela crítica) que un discurso pretendida y engañosamente tradicional se usa para legitimar un poder capitalista convencional y a las instituciones que lo ejercen, provocando que una modernidad auténticamente democrática sea virtualmente desconocida en el Japón de hoy (54).

¿Incomunicación? ¿Paralelismo? ¿Amalgama? ¿Contradicción? Sí y no. En cierto sentido se trata de dos “cuestiones japonesas”, de dos diferendos entre Japón y el mundo occidental. Como fue insinuado, ambas vías parecen eficaces desde el punto de vista de su adecuación a intereses epistemológicos y políticos de dominación internacional: los poderes nacionales (estatales o no) acaban descubriendo -o generando- las teorías que mejor legitiman sus proyectos. Aunque, por otra parte, ambas son limitadas si se trata de entender a fondo a Japón y de responder las cuestiones que este país le plantea a la sociedad internacional.
Cada cuestión japonesa es funcional para ciertos objetivos.
- El carácter “único” de Japón le sirvió a Occidente (y en primer lugar a los “aliados” ocupantes del archipiélago y a la cohorte de pensadores atlantistas que sirvieron a sus propósitos) para “perdonar” a Japón...y así oponerlo mejor a la China, convertida desde 1949 en el diablo, un antiguo adversario potencial transformado, ahora, en efectivo y concreto enemigo político de la OTAN. Durante toda la guerra fría y aún hoy en día, estas visiones distinguen entre un “diferente bueno” y un “diferente malo”: las características respectivas pueden no diferir demasiado (se entiende que a ojos de quienes miran desde Occidente viéndolos a todos como “amarillos”), ya que entonces se practica una simple inversión de signo y lo que era positivo en un caso se torna negativo en el otro.
- El carácter “inasimilable” del caso japonés le sirve a Occidente (primero a los europeos, pero ahora también a los norteamericanos) para presionar a Japón desde el mismo Japón y recordarle que todavía le queda mucho terreno por recorrer en el largo camino de la “internacionalización”. Globalización, interdependencia, internacionalización son conceptos que en buena parte se entienden como progresiva homologación a Occidente. Con bastante unanimidad, lo que se persigue a uno y otro lado del Atlántico es integrar la diferencia que encarna Japón en el muy concreto sistema de dominación coordinado desde el G-8 y diversas agencias extra-gubernamentales (55).
De esta forma, ambos discursos sobre Japón se entrelazan, se apuntalan mutuamente. Los gobiernos y sus voceros cambian de clave analítica según lo aconsejen las circunstancias. La tradición y la tecnología se alternan a la hora de seguir “explicando” a Japón desde afuera. Lo que aquí se ha llamado teorías de “los dos japones” constituyen (acaso sin haberlo programado maquiavélicamente) un estupendo recurso argumental con que mantener sujeto a Japón. Estas teorías de los dos japones (se apelliden japonismo o japonología), no son más que otra “caja de herramientas”, esta vez en las manos expertas de la Trilateral. No hay forzosamente en todo esto un “designio quintacolumnista” previo. Tan sólo hábil utilización del movimiento ya existente, a fin de darle la orientación y la intencionalidad deseadas. Finalmente es lo mismo que hacen un luchador de “karate” o uno de “sumo”: no necesitan de la inmovilidad para lograr su equilibrio, siendo capaces de atacar desde cualquier posición en la que se encuentren, incluyendo las que a nosotros nos parecen disparatadamente desequilibradas. El poder nunca es un estado inmóvil, más bien un movimiento permanente para imponer los mismos objetivos de acuerdo con cambiantes situaciones.


A TODO ESTO, ¿QUE DICEN LOS JAPONESES?

Hasta aquí fueron presentadas teorías sobre Japón que se fundan en (o que desarrollan) concepciones de origen explícitamente occidental. Nos referimos a un “saber” creado, sobre todo, fuera de Japón. ¿Porqué tanta insistencia? Me parece inevitable señalar un hecho clave: el Japón que a menudo nos venden, el que con frecuencia creeemos conocer, en buena medida es “un invento” de Occidente, como antes se planteó.
Ahora bien, ¿qué piensan los mismos japoneses de esta situación? La manera usual en que las naciones perfilan una imagen de sí mismas es forjándose un pensamiento propio. Esto nos remite a otra serie de preguntas, necesarias y para nada impertinentes:
- ¿Poseen los japoneses un “pensamiento” que podamos considerar específico, más allá de los modelos chino, europeos o americano?
- ¿Acaso existe una escuela nacional japonesa de teoría o de filosofía?
Estas interrogantes han sido estudiadas por maestros eminentes: Hajime Nakamura, Kojin Karatani, Harumi Befu, entre los más importantes (56). Sólo se agregarán unas breves precisiones al respecto, sin intención de enmendarle la plana a ningún prestigioso autor.
En el sentido inglés, francés o alemán, no puede decirse que la especulación filosófica sea un género por el que Japón se sienta particularmente inclinado. En esto, su caso recuerda en algo a España (57) y aún más a muchos países latinoamericanos. Japón carece de un sistema filosófico propiamente tal. Y aunque durante el siglo XX han aparecido algunos pensadores sistemáticos (Kitaro Nishida y Tetsuro Wasuji merecerían figurar en el lugar más prominente de una lista que no sería excesivamente larga), en términos generales Japón carece de una tradición consolidada de “pensamiento crítico”.
Como es obvio, de ninguna manera se afirma que los japoneses sean incultos, o que sean incapaces de pensar seriamente. Lo que aquí se subraya (apoyándose por cierto en el consenso que, en torno al tema, parece establecido entre autores japoneses (58)) es que no cultivan el “pensamiento sistemático” con la misma asiduidad que los países occidentales mencionados. La verdadera filosofía japonesa tal vez haya que buscarla en sus obras literarias imperecederas:
- los “monogatari” (cuentos o relatos, y para comenzar el “Genji Monogatari”),
- los “haiku” (desde el maestro Basho en adelante, constituyéndose en realidad en una forma expresiva moderna),
- el teatro “Noh” (que Octavio Paz estudió sagazmente en paralelo con los autos sacramentales españoles) y
- los “koan” del zen (sentencias paradojales, desconcertantes epigramas, fragmentos de una sabiduría profunda como la de Wittgenstein y amena como la de Oscar Wilde).
Por otra parte, lo que se le planteó a Japón cada vez que decidió “zambullirse” en las culturas extranjeras, fue la necesidad de imitarlas también en términos de escuelas de pensamiento. Aunque suene fuerte, el término “zambullida” es el que parece más adecuado para describir lo que verdaderamente sucedió. Aquí encontramos el cabo de una seria contradicción. Los japoneses han tenido su escolástica en forma de filosofía confucianista y de adaptaciones de las escuelas predominantes en cada momento evolutivo del pensamiento occidental moderno: la fenomenología, el marxismo, el existencialismo, el posmodernismo y un largo etcétera.
Los administradores japoneses de la ideología social ya tenían claro en el siglo VI que para “ser como China” había que “pensar en chino”. Cuando, en el siglo XIX, Japón quiso acercarse lo más posible a las naciones europeas, entonces mundialmente hegemónicas, además de otras cosas adoptó su pensamiento. En la actualidad sucede lo mismo. De suerte que la importación de ideas y sistemas occidentales no es extraña a la tradición japonesa. Japón ha abrevado constantemente en aguas occidentales a fin de forjar ideas sobre el mundo en general y, concretamente, sobre sí mismo (59)
Téngase en cuenta que, según la tradición occidental, el conocimiento teórico propende a lo universal y a lo normativo. Al contrario, según la tradición japonesa, el conocimiento profundo siempre estuvo más conectado con lo específico, lo idiográfico, lo particular. Por esta razón, las formas artísticas y plásticas se constituyeron en principalísimo canal para la producción y transmisión de conocimiento. Y si se trataba de pensamiento crítico o sistemático, las formas “japonesas” de explicar el Japón fueron tomando rasgos similares a las teorías que estudiamos en el apartado anterior. Nos detendremos brevemente en las dos orientaciones más significativas.

A la primera orientación le llamaremos “nacionalista”. Comprendamos con qué facilidad tan fuerte tendencia a imitar servilmente al extranjero a menudo acaba produciendo una reacción en sentido inverso. Esta se traduce en una tenaz oposición, punto por punto, a las oscilantes explicaciones incorporadas por la intelectualidad más inquieta tras sus paseos por Occidente. La reacción de autoafirmación nunca pensó en constituirse como escuela específica (con la única excepcion de la fallida y reaccionaria “escuela de Kyoto” de los albores de la segunda guerra mundial), aunque ha dejado sus huellas en diferentes momentos de la historia de Japón.
Uno de dichos momentos cubrió todo el periodo Meiji, época durante la cual el “shintoísmo” fue entronizado como religión nacional, sacándolo del estatus secundario (por pobre, inculto y hasta rural) que había padecido desde que Shotoku, cual nuevo Constantino, convirtió el imperio regido por él al budismo. El establecimiento del “shinto” como religión del Estado japonés, con su propio sistema de santuarios y de sacerdocio, supervisado directamente por el gobierno y financiado por el erario público, se planteó básicamente como una explicación “espiritual” del Japón sumamente apta para ciudadanos ayunos de una ideología acorde con los tiempos: identificación del Emperador, del territorio, de la raza y de la lengua como partes inseparables de un sistema de creencias. Según esta ortodoxia, los japoneses son “hermanos”, por ser hijos de la misma estirpe imperial, y ciudadanos de la misma nación. Ambas dimensiones (estirpe imperial y nación) son presentadas como idénticas entre sí y eternas, según las acomodaticias cronologías de la época. Por otra parte, todos los japoneses son “iguales” por hablar la misma lengua y pertenecer a la misma raza. Raza y lengua son “únicas”, ya que diferentes de cualquiera otra, operación ésta que requirió algunos maquillajes y reinterpretaciones.
Ya estaban planteados los rasgos distintivos del “kokuminsei” (el carácter nacional), con una fundamental diferenciación entre “uchi” (dentro) y “soto” (fuera) (60). Ambos no se refieren solamente a lo que la psicología norteamericana en su momento tradujo, algo apresuradamente, como “in-group” y “out-group”. Designan, además, la radical distinción, la tajante cisura que separa a los japoneses (“nihon-jin”, gentes de la nación imperial) de todo el resto del mundo (“gaikoku-jin”, gentes del extranjero, o sea de todo el mundo exceptuado Japón) y que los hace mutuamente inasimilables, como resultado de la definición dada de ellos y del resto (61).
La mesa estaba dispuesta para el banquete. Este consistió en la retraducción “política” de lo que el “shintoísmo” sólo había planteado en el plano de las ideas y de los sentimientos. La traducción histórica y política del nacionalismo japonés se llamó “nihon-jin-ron” (“japonesismo” o teorías DE japoneses, entendiendo el genitivo como “por” y “para”) (62). Se trataba de explicaciones autocomplacientes sobre la superioridad del carácter nacional japonés y la inferioridad de las demás naciones, especialmente de aquellas con las que Japón ya tenía trato y querellas.
De allí a sentirse imbuidos del destino manifiesto de “influir” sobre las otras naciones no había más que un paso. Este paso fueron las guerras y las anexiones. Contra Rusia en 1895, contra China en 1915, contra Corea desde 1876 y luego desde 1910, contra el mundo entero a partir de 1940. La derrota bélica de 1945 calmó los ánimos de muchos y, sobre todo, condenó al ostracismo temporario a las teorías más ultranacionalistas. Con la bonanza social y los éxitos económicos, los arrestos nacionalistas han resurgido, durante estos últimos años, en forma de posiciones políticas formales (63), de hipernacionalismo empresarial (64) y de libros cuyo argumento central no es otro que “decir no” a la agobiante influencia extranjera (65).
Durante todas las etapas mencionadas, algunas constantes llaman la atención entre tantas teorías nacionalistas.
- Una, el uso y abuso del tradicionalismo (drásticamente redefinido y selectivamente reconsiderado, amputando aspectos indeseables) de forma oportunista, como discurso legitimador de un nuevo régimen cuya continuidad es necesario asegurar.
- Otra constante es la tácita alianza que el discurso nacionalista japonés ha mantenido en muchos momentos con el japonismo de estilo occidental, en sus retraducciones alemana, francesa e inglesa. Quien haya tenido oportunidad de paladear la fascinación japonista que destilan las avanzadillas culturales de dichos países en Japón (“Goethe Institut”, “Alliance Française” y “British Council”, respectivamente), sabrá que no se está hablando sólo del pasado sino de una situación contemporánea.

Hay, ha habido desde hace tiempo, una segunda orientación auto-explicativa de Japón, que llamaré más “cosmopolita”. De ninguna manera se intenta pintarla con los rasgos de la ingenua y acrítica imitación de todo lo extranjero. Desde el siglo XVIII en adelante (nótese: en pleno periodo de aislacionismo Tokugawa), a los pensadores y letrados japoneses se les planteó idéntica cuestión que durante el lejano siglo VI: ¿cómo compensar las evidentes carencias del “shogunato” y el más que seguro retraso al que la autarquía condenaría a Japón, sobre todo en tiempos de tanta fermentación cultural internacional y de tan decisivos progresos tecnológicos en Occidente?
Para cierto sector de la intelectualidad y de la élite, la solución pasaba por un aprendizaje metódico del pensamiento occidental. Conviene recordar los trabajos de Motoori Norinaga (1730-1801), crítico literario y filosófico de la época Edo (1603-1868): ninguno hizo tanto como él para descabalgar a la tradición (literaria) japonesa del monocorde neoconfucianismo reinante. Norinaga fue quien empezó a mostrar las analogías que el patrimonio literario japonés mantenía con ciertos textos presocráticos y cristianos. Durante el siglo XIX, otras tradiciones occidentales comenzaron a adherirse al corpus intelectual japonés. Volvió el cristianismo, esta vez en forma de misioneros católicos y protestantes, de escuelas y publicaciones, de dimensiones inéditas en la vida civil japonesa, como las cooperativas y las asociaciones de ayuda mutua. Las más importantes y variadas escuelas de pensamiento occidental fueron penetrando a la intelligentsia japonesa: el evolucionismo darwiniano y su traducción spenceriana, el nihilismo y la crítica social de Nietzsche, el ya mencionado marxismo, las corrientes políticas inglesas, el utilitarismo norteamericano.
El móvil de tan heterogénea “pesca” no era solamente oponerse, punto por punto, a los excesos de tradiciones consideradas nocivas y esterilizadoras. La intención era además incorporarse, integrarse, en la corriente principal de la historia universal. Urgía dejar de ser una nación alejada, esquiva, situada en la banquina de la evolución común. Se trataba, claro está, de algo más que de vociferar “asuntos de Occidente” (“Seiyo Jijo”: así se llamó un libro de Yukichi Fukuzawa de 1870 que alcanzó popularidad y prestigio entre los letrados). Había que inyectarle a Japón la savia de las ideas modernas, buenas para resolver los problemas domésticos planteados, sin distinción del país, raza, religión o cultura de la que procedieran.
Tampoco los “cosmopolitas” pensaron en algún momento transformarse en un escuadrón doctrinario identificable. Pero fueron muchos e influyeron a través de la literatura. Hubo una famosa generación que cultivó el “shishosetsu” o “novela del yo” y que contó entre sus filas a escritores relevantes -y muy conocidos en Occidente- como Natsume Soseki. Otros hicieron sentir su peso en la crítica social: Mori Ogai aplicó el criterio individualista a los estudios históricos abriéndole la puerta a célebres novelistas como Akutagawa (66).
Más allá de peculiaridades y divergencias, también en el caso del pensamiento “cosmopolita” me parece oportuno destacar algunas constantes.
- La primera es la crítica del tradicionalismo como causa del retraso histórico japonés.
- Otra es, de nuevo, la implícita aceptación, por parte de la postura cosmopolita, de las arremetidas que los Estados Unidos nunca dejaron de lanzar contra Japón, para forzar la abertura de tan cerrado país y su rápida evolución en la misma dirección en la se habían orientado las naciones occidentales desde el siglo XIX.
Formados a la europea, dotados de ideas e ideologías de estilo netamente europeo (incluyendo el marxismo), los cosmopolitas se vieron impelidos a transformarse en filósofos evolucionistas, en políticos liberales y hasta en economistas neoliberales. Paradoja similar a la que, ya en 1945, Douglas McArthur había encontrado delante suyo: los más fervientes defensores de las reformas impulsadas por el SCAF (Comando Supremo de las Fuerzas Aliadas: ejército de ocupación fundamentalmente norteamericano) eran los más progresistas y, por eso mismo, los más antinorteamericanos (sindicatos, estudiantes, partidos de izquierda, movimiento cooperativo, pacifistas, etc) (67).

Por lo explicado, Japón pareciera un país con el corazón dividido. Dos explicaciones básicas se han alternado desde hace siglos, como se acaba de ver. A veces, las dos teorías se han opuesto, con argumentos amables o de forma violenta. Pero lo más frecuente ha sido observar la indefinición que muchos japoneses han mantenido y mantienen con respecto a su propia caracterización identitaria. En una nación que ha sido míticamente definida como “patria del consenso” (68), lo que no aparece por ningún sitio es, precisamente, un vasto acuerdo nacional en torno a ciertas definiciones vitales comunes.
Muchísimos japoneses parecen, actualmente, de a ratos nacionalistas y de a ratos cosmopolitas. El problema no es que sinteticen dos dimensiones que son sin duda estimables y hasta indispensables para individuos y colectividades, si se cumplen ciertas condiciones. El problema surge cuando en el interior de unas mismas personas, de unos mismos partidos, de unas mismas asociaciones, de unos mismos pensadores, coexisten dos visiones tan heterogéneas y divergentes, sin que medie el duro trabajo de la compatibilización. Entre ambas, una gran mayoría oscila de forma algo esquizofrénica y en todo caso bastante paralizante, haciendo difícil la tarea de pensar el mundo y de realizar la historia en términos propios.
Japón es un país perplejo. Epítome de dicha perplejidad es la polémica (tan agria en el tono como limitada en su audiencia, acantonada en círculos japoneses especialmente occidentalizados) sobre la ambigüedad japonesa que se desató en 1994, con motivo de la concesión del premio Nobel de literatura al novelista Kenzaburo Oe (69). Desde el inicio de los años 70 hasta hoy mismo, un debate que debiera plantearse públicamente con urgencia no encuentra el más mínimo lugar en los medios de comunicación de masas del Japón: ¿se puede ser japonés renegando de las tradiciones ancestrales? Pero, si se las niega ¿qué queda de la identidad japonesa más que un puñado de rasgos chinos y europeos?
Así: ¿es Japón un país tan único, homogéneo e inmutable como muchos acostumbraron a señalar? Y si Japón se adentra de veras en la sociedad internacional, ¿qué quedará de específico en una era de tan fuerte interdependencia y tan generalizada globalización? Conviene no confundirse con los términos. También en el caso de Japón, habría que retraducir “interdependencia” como “relaciones de fuerte asimetría” entre naciones que no pueden alejarse las unas de las otras. Y habría que acotar, repito, el término “globalización”, limitándolo al plano de los mercados del capitalismo.
Todas esas preguntas siguen sin respuesta y sin apenas debate. Los japoneses no se atreven a decir quiénes o cómo son. Y, sobre todo, la reforma política, anunciada como inminente desde hace unos 10 años, duerme en los cajones de los empresarios y de los burócratas.


“NACION-VENTANA”

Hubo una época en que varios países de América Latina (recordemos, por ejemplo, el caso uruguayo) hablaban de sí mismos en términos de ”país-ventana”. Al parecer, la nación latinoamericana contiene en su conjunto los ingredientes necesarios como para ser en plenitud una enorme ventana. Nación-ventana es aquella que se especializa en vivir fisgoneando hacia afuera. Aquella que no encuentra las coordenadas para comprender el mundo en sus propias características, posibilidades y proyectos, sino en los argumentos y explicaciones que, asomada a la ventana, consigue distinguir entre todos los ruidos callejeros, curiosa y “voyeurista” como sin duda ha resultado.
Sutil manera de la colonización mental es la que practican algunas naciones-ventana como, sin ir más lejos, la Argentina: el retrato del colonizado repite los rasgos, los detalles, los tics del rostro del colonizador, como explicaron hace tantos años Albert Memmi y Franz Fanon.
En lo que se refiere a Japón y al mundo asiático en general, tan módico es lo que ha sido dicho y pensado desde América Latina como escaso lo que se puede referir en esta reflexión (70). Salvo una cosa, previsible pero que conviene recordar: América Latina fue plenamente “amaestrada” por aquella visión dualista expresada en las teorías de “los dos japones”.
Al cabo de los años, uno va conociendo especímenes puros de ambas especies, agrupados en dos bandos que se ignoran mutuamente.

Está el bando que podríamos llamar de los “estetas”. Aquellos que tienen del Japón una visión pasatista muy vinculada al hecho artístico. También para ellos Japón es un estilo, aunque dicho estilo no es considerado tanto un arma del pensamiento cuanto principalmente un puro (y delicioso) efecto visual. No existiendo en América Latina una tradición de estudios japoneses propiamente tal (salvo en núcleos restringidos del distrito federal mexicano, Sao Paulo y acaso Buenos Aires), la vitrina estética de jardines y muñecos, de techumbres y escenografías teatrales no permite el acceso al espesor de tradición y pensamiento que se esconde detrás.
El Japón de los estetas queda registrado en la cámara fotográfica del turista accidental, aunque raras veces en el código interno con que un observador manufactura la experiencia global. El esteta se limita a relatar su módico turismo al país del sol naciente. Tiene, es cierto, una visión museística de un “perdurable Japón”, pero carece del “background” (histórico y lingüístico) que como un mapa esquemático permitió a los europeos por lo menos guiarse entre las intrincadas galerías.
Es cierto que el interés por la literatura japonesa es, en América Latina, tan intenso como en Europa (por lo que he visto, en países como México, Brasil o Argentina, por citar algunos, resulta incluso superior al de países europeos como España o Italia, sumamente carentes a este respecto). Pero los textos llegan vertidos del inglés y del francés y traducidos a la rápida cuando alguna ocasión comercial da alas a los editores. Así, la concesión del premio Nobel de literatura a Kenzaburo Oe pilló despistada a casi toda la maquinaria editorial europea (¡pilló despistados a todos, incluyendo a los japoneses!), con el consiguiente retraso latinoamericano. Por todo esto, el Japón de los estetas no consigue ser una categoría (que ayude a pensarnos y a pensar otros mundos). Es tan sólo un caso del que, hay que reconocerlo, no se hace mucho caso.

Y luego está el Japón de los “realistas”, quienes miran con irónico desdén a los que levitan a medio metro del suelo tras la simple mención de algún hecho ocurrido en “su” Japón. Según los prácticos realistas, aquellos otros estetas hacen figura de ingenuos, lastrados por una militante predisposición favorable e incapaces de distinguir el grano de la paja. Porque en Japón, dicen, hay mucha paja: el grano con el que conviene quedarse (ese que a muchos parece apetecible) se refiere a las proezas económicas y tecnológicas del país nipón.
Según ellos, Japón no es un país que esté un paso detrás nuestro (sea porque constituye una inagotable reserva de “orientalismo” clásico, sea porque se muestre renuente a tomar un ritmo más intenso en su marcha hacia la modernización). Japón está un paso por delante nuestro. Y en consecuencia, más tarde o más temprano acabaremos haciendo lo que ellos hacen ahora: en lógica productiva, en comercio exterior, en seguridad social, en educación funcional, etcétera (71).
A muchos de estos realistas también les falta el “background” necesario: para ellos, el milagro japonés ya ni siquiera es insular (separado de influencias extrañas como de lejanas riberas). Es directamente celestial, ajeno a las posibilidades terrenas y, por tal razón, inimitable en el fondo porque, ¿cómo un simple mortal va a imitar a todo un superhombre?
No es que los japoneses sean de otra cultura. Parece como si estuvieran dotados de una humanidad distinta de la nuestra. Su etiqueta es enigmática. Su manera de fijar objetivos estratégicos necesita de toda una hermeneútica como apoyo. Su manera de negociar es tan abstrusa que necesita de una legión de publicaciones (revise el lector el catálogo de ciertas editoriales) para que los todavía escasos comerciantes o industriales latinoamericanos que visitan Japón puedan manejar algunas claves que en ese dichoso país serían diferentes de las nuestras (parece que ajenas a la ambición, la codicia o la “libido facendi”).

Por dos vías aparentemente muy diferentes, los latinoamericanos a menudo nos imaginamos a Japón igual que el reino de Cristo, un imperio que “no es de este mundo”. La puerta está ampliamente abierta a la “zoncera” y a veces dan ganas de repetir, en el caso de Japón, el “manual” que Arturo Jauretche dedicó a los lugares comunes que se repiten en Argentina y sobre Argentina (aunque es de temer que muchas de las mismas zonceras que en su momento seleccionó el recordado autor podrían aplicarse a otros países latinoamericanos).
Japón se convierte en un país de ficción poblado de apacibles jardineros rastrillando sus senderos de guijarros y, seguramente, también de elfos, diligentes productores durante la noche, de los milagros productivos que con sorpresa encontramos a la mañana siguiente. De esta forma se hace realidad la broma con la que más de una vez he iniciado mis clases o conferencias sobre Japón: si alinéaramos a los países del mundo como estaciones ferroviarias, Japón vendría a ser la estación inmediatamente anterior a la luna, ya directamente fuera del territorio de nuestro planeta. ¿O somos tal vez nosotros los que estamos en la luna?

HACIA UN JAPON REAL


El japonismo convirtió al espíritu nacional japonés en una cuasi-religión y a sus componentes concretos (la institucion imperial, sus espiritualidades, su sistema empresarial, su burocracia...) en objetos incomparables. Los miraba como partes de un todo que sólo se trata de aceptar o rechazar en su conjunto, sin minuciosos e impertinentes análisis. Europa le devolvió a Japón el negativo de su esquema etnocéntrico, en forma de aceptación indivisa del sistema japonés, intocable e intocado, considerado y explicado como una unidad indestructible.
La forma en que se reflexiona en los restantes capítulos implica, en cambio, una crítica frontal, un cuestionamiento de esos dispositivos analíticos. Japón es una sociedad humana perteneciente al planeta Tierra. Aunque sea una “boutade” afirmar tamaña obviedad, enfatizar el carácter social y terrenal de Japón significa una posibilidad de aplicarle a fondo los utillajes teóricos y metodológicos propios de la ciencia del hombre. De la misma forma que pueden aplicárseles al resto de las sociedades humanas, históricas o prehistóricas, con todas las adaptaciones del caso.

Sin quererlo, sin apenas pensarlo, esta reflexión pasa a formar parte de lo que, con iguales cuotas de temor y fascinación, los japoneses denominan desde hace unos diez años “la escuela crítica” (1). Empiezan a publicarse (en inglés) libros y artículos en los que se trabaja con el objetivo de “desconstruir” (analíticamente hablando) el bloque granítico del holismo japonés. Significativamente, los autores de esos textos son holandeses, italianos, australianos, chinos o coreanos...y hasta algún latinoamericano que se les ha colado. Todos ellos ajenos a la formidable onda expansiva producida por las reseñadas teorías de “los dos japones”. Estos nuevos observadores parecen saber de qué hablan: han vivido en Japón, lo conocen bien, sienten ante este país una compleja mezcla de atracción y rechazo, buenos materiales (irónicamente) con los que principiar la elaboración de la mirada antropológica habitual, que no deja de ser crítica.
Porque se trata de aplicarle a Japón el método crítico. Sin ninguna suficiencia. Tan sólo como una espontánea manera de conocer mejor la sociedad en que se vive. Muchos japoneses, obviamente, están igualmente aplicados a la tarea de desconstruir el Japón mitológico de las tradiciones (2). A ellos se unen algunos indagadores extranjeros, con la ventaja adicional para éstos, si es que viven en el archipiélago, de poder transformar en práctica cotidiana el método que Claude Lévi-Strauss enseñaba en clase como definitorio de todo buen antropólogo: penetrar el código de la sociedad estudiada sin perder un ápice del código propio. Claro que él lo expresaba con su inimitable estilo: “con un ojo mirar hacia afuera, con el otro mirarse al espejo”. El analista crítico extranjero goza de la misma independencia de juicio que sus colegas japoneses, quienes lo nutren de nuevas informaciones de primera mano. Pero agrega su propia y meteca percepción de la relación que Japón establece con el mundo occidental ya que, como fue dicho, acaso no exista ningún aspecto de la definición nacional japonesa que no acabe incluyendo elementos occidentales.

Esto lleva a mencionar la segunda condición de la atrayente tarea de construir un Japón real. Una vez abierto el tabernáculo del cuestionamiento de lo incuestionable, una vez aceptado que el sociólogo o el antropólogo es un fisgón, un detective, un intruso, en buenas cuentas un molesto que se atreve a preguntar si es cierto que el rey (o el Emperador) anda desnudo por ahí, una vez abiertas las compuertas de la crítica, de lo que se trata es de intentar hacerlo decentemente.
La crítica no se limita a señalar con el dedo los aspectos fallidos. Cuando el observador proyecta su segundo ojo hacia el espejo, ve deformidades similares a las que el primer ojo, el que espía, ya le había revelado. Con estilos diferentes, todos cojeamos por algún sitio. La crítica ha de centrarse en otro terreno y hacerse capaz de crear instrumentos de análisis adecuados al objeto de observación. “Crítica” pasa a significar conocimiento real, teóricamente fundado y empíricamente establecido.
Este asunto, la japonología en su conjunto no parece capaz de reconocerlo, tan centrada como sigue en la contemplación de un Japón cada día más inverosímil aunque, poco a poco y con dificultades según ellos, el archipiélago se estaría acercando a la madre de todos los modelos, los Estados Unidos de Norteamérica. Si un criterio puramente culturalista se mostraba fallido para descubrir un Japón real (por falta de actualidad), otro tanto le ocurre a los criterios puramente evolucionistas (esta vez por falta de especificidad nacional). Japón va lanzado como una flecha, pero no es nada seguro que sea cruzando el Pacífico oriental con destino a Oregón o California. Tampoco interesa la previsión futurológica de un Alain Minc o un Alvin Toffler (3) aplicadas al caso japonés. ¿Quién conoce el futuro?, preguntó aquel sabio...
Lo que interesa, más bien, es entender los mecanismos actuales y previsibles de funcionamiento de una sociedad capitalista específica.
- Un país cuya forma contiene alternadamente elementos orientales y occidentales. Japón no será analizado como un país ”oriental”; tan sólo como un país “asiático”.
- Una nación algunas de cuyas tradiciones están siendo sistemáticamente reutilizadas para elaborar el mito nacional moderno. Japón no será analizado solamente luchando entre lo tradicional y lo moderno. Será visto sobre todo como un país que se ha esforzado por desarrollar mecanismos de integración o “mestizaje” socio-cultural, aleando lo autóctono con lo extranjero.
- Una organización capitalista capaz de encontrar sus propios argumentos de consolidación. Japón no será estudiado como un simple campo de batalla entre empresarios y trabajadores; más bien como una síntesis adaptada a las condiciones locales, entre estrategias de clase planteadas de forma no incompatible.
- Un sistema político montado sobre consensos (o al menos continuidades) durables. No entenderemos a Japón en términos exclusivos de “comunidad” o “sociedad”. Lo miraremos en tanto que retraducción de corte “corporatista-estatista” de un genérico proyecto democrático que nunca acaba completamente de cuajar.
La japonología no entra en tantos bemoles. En cambio, sí, pequeños sectores originales y creativos de la intelectualidad japonesa (todavía no representados políticamente), que centran sus afanes en la elaboración de instrumentos conceptuales propios, retraduciendo, aclimatando, modificando cuando precisa, “herramientas” diseñadas originalmente para manipular otros mecanismos cognoscitivos, pero potencialmente reutilizables si se aprende cómo (4).

Fuera del japonismo y de la japonología (aunque apoyándose en ellos y reorientándolos cuando parece oportuno), este texto se incluye en la corriente que intenta dibujar otro mapa: con los mismos parajes, aunque localizados en un orden diferente. Intenta plantear una visión diferente: los objetos, con sus nombres, son en buena medida los mismos, aunque procurando (con la ayuda de expertos oculistas japoneses) corregir en lo posible algunas miopías y astigmatismos si está al alcance lograrlo. El desafío que plantea consiste en mirar a Japón fuera de las coordenadas del “occicentrismo”, europeo o americano. Si aplicamos el símil gastronómico, podría decirse que no promete ningún banquete: con los mismos ingredientes ya conocidos, sólo procura poner a punto una buena receta casera, sustanciosa y que aleje de los empalagosos sabores de la “nouvelle cuisine” neoliberal.
En la introducción se decía algo sobre la fundamentación del punto de vista utilizado. Lo que aquí se intenta es comprender la lógica del discurso japonés sin dejar de apoyarse en un código más cercano a nosotros. De todas maneras, no olvidemos que la eventualidad de un discurso latinoamericano plantea hondos enigmas de definición, por culpa de la dependencia cultural.
Tampoco se dejarán de lado algunos consejos de los maestros sociólogos, en el sentido de aplicar teorías al mismo tiempo “comprensivas” (capaces de dar cuenta de situaciones complejas) e “integrativas” (capaces de aceptar que, sin que existan factores determinantes en última instancia, el conocimiento consiste en descubrir la siempre inédita repartición del naipe entre lo económico, lo político y lo cultural).
Por encima de todo, interesa manejar el tema sin manosearlo, respetándolo y aceptándolo en su plenitud, dejándolo libre para ser y existir como mejor le parezca. En lo posible, se trata de hacer carne propia el difícil proverbio “zen”: “Si entiendes, las cosas son como son. Y si no entiendes, las cosas siguen siendo como son”.

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