domingo, 31 de mayo de 2009

Herramientas

Este libro tiene por objeto una “relectura” de la sociedad japonesa, vista en el contexto del sudeste asiático (en adelante SEA). La argumentación se dirigirá en dos direcciones complementarias.

- Temporalmente hablando, se trata de observar al trasluz algunos de los pilares básicos que sustentan a la sociedad nipona. La intención es explicar dos tipos de cosas. La primera: de qué forma los japoneses, tan diferentes de nosotros, han evolucionado en el tiempo, cosa que también le ha sucedido, mediante procesos históricos globales, a otras sociedades. La segunda: cómo ha podido mantener estables algunos rasgos propios, cosa que, por el contrario, pocas naciones han logrado en una medida comparable, si las observamos durante periodos largos.
- Espacialmente hablando, el esfuerzo consistirá en mirar desde un lugar o, si se quiere, desde una mentalidad particular, que no es estrictamente la de Europa o la de Estados Unidos. La apuesta es mirar a Japón desde el mismo Japón, aunque sin perder de vista una perspectiva latinoamericana, en lo que respecta a ciertas preocupaciones e intereses. Hablar desde Japón y manifestar tonalidades latinoamericanas: esto podría ser un rasgo característico del libro que aquí empieza.

Al decir de Charles Wright Mills, el trabajo intelectual es “pura artesanía” (1). Y no hay artesano digno de ese nombre que no disponga de una buena caja de herramientas para llevar a cabo su labor. Por su parte, Michel Foucault solía caracterizar la índole de su proyecto intelectual asignando a la teoría precisamente ese estatuto. Para el recordado maestro francés, “la teoría como caja de herramientas” significa al menos dos cosas:
- No se trata de construir un sistema acabado sino tan sólo un instrumento, una lógica que explique convincentemente las relaciones que se establecen dentro de una sociedad (o entre sociedades, cabe agregar, ya que compararemos a Japón con los países del sudeste asiático o SEA).
- Esta búsqueda únicamente puede llevarse a cabo poco a poco, a partir de reflexiones sobre fenómenos concretos (2).
Así, este ensayo pretende elaborar algunas herramientas analíticas referidas al Japón, a los países del Pacífico y dotadas de dos características que se podría sintetizar así:
. No buscar (por imposible) un cierre del sistema conceptual empleado.
. No desligar (por suicida) el utillaje epistemológico disponible de la observación de situaciones precisas.
Nada más clásico en las ciencias del hombre, se podría decir. La tradición materialista dialéctica aconseja reunir “teoría y praxis”. “Hipótesis y verificación”, prefieren los funcionalistas, siguiendo aquí (como en otras cosas) a Robert Merton. “Teoría y observación” sintetiza Pierre Bourdieu, con razonamientos que cualquier neocrítico europeo suscribiría.
Nada más difícil de conseguir, sin embargo. Un asedio atento y persistente al “caso japonés” indica que, en este tema, hipótesis y observación rara vez se ponen de acuerdo. La literatura disponible sobre el país nipón alcanza un volumen abrumador. Pero si exceptuamos unos cuantos trabajos (3), la mayoría de los libros y artículos al alcance de un occidental oscila entre la crasa descripción (admirativa o temerosa, según el caso) sin mezcla de teoría alguna y la simple extensión a Japón de alguna teoría forjada para otras sociedades (historicista o estructuralista, según las opciones de unos y otros), sin necesidad de verificaciones empíricas en el caso japonés (4).
Este libro pretende ocupar una posición intermedia. O tal vez sugerir el trazado de otros límites al territorio-Japón: un terreno en el que hipótesis y verificación se vayan alternando. La primera ordenando los datos de una sociedad especialmente escurridiza. La segunda ajustando las iniciales presuposiciones al sano juicio de lo que “en realidad” acontece, aquello que se empeña en persistir a pesar de los embates de teorías que pretenden ignorarlo.


¿QUE ES JAPON?

¿Constituye Japón una nación única e irrepetible? ¿O más bien se trata de una sociedad similar al resto (por lo menos asimilable a las sociedades occidentales), sólo que en una etapa diferente de su evolución? En estas dos preguntas podemos sintetizar un debate que divide a la intelligentsia occidental (id est: europea y luego también norteamericana) desde el siglo XVIII.
La Ilustración francesa inauguró un género que con palabras actuales podríamos denominar “estudios de área”, análisis comparativos entre diferentes sociedades (y para ser claro de entrada: entre “ellos” y “nosotros”). Desde un inicio se opusieron dos mentalidades diferentes que, por su poderío intelectual y por el carácter “central” de sus sociedades de origen, forjaron una tradición intelectual constante en el pensamiento de Occidente. Por un lado, la visión de aquellos que parten, con Rousseau, de la unidad del género humano. Por otro, la de aquellos que, siguiendo a Montesquieu, enfatizan las diferencias observables entre ellos.
Desde cada punto de partida se elaboraron teorías de orientación muy diferente. En un caso, teorías de la convergencia en las que, al final, acaba cobrando sus derechos una unidad postulada como principio. En el otro, teorías de la diversidad, según las cuales la heterogeneidad postulada al principio se transforma en pluricentrismo.
También se distinguieron las metodologías de una y otra orientación teórica: la unicidad le convenía a los planteamientos “aprioristas” y floreció más en disciplinas como la filosofía perenne, la biología evolucionista, el marxismo ortodoxo, buena parte del funcionalismo. El pluricentrismo exigía posturas más bien “aposterioristas”, adaptándose mejor a disciplinas como el psicoanálisis, la filosofía analítica o la antropología culturalista, entre otras que se pueden mencionar sin ánimo exhaustivo.
No es intención del libro limitarse a este debate (5). De cualquier forma, la cuestión será estudiada en el capítulo 1. Lo que ahora interesa es no olvidar que constituye un verdadero “almacén” de teorías implícitas que unos y otros siguen utilizando (a menudo sin excesiva conciencia de sus implicancias) para “explicar” qué es Japón.
Analizar una sociedad supone, entre otras cosas, “construir” ese objeto (o sea: decidir qué se va a observar) y luego elaborar una metodología consecuente (vale decir: especificar cómo se observará aquello que se escogió focalizar). La cuestión es, entonces, saber cómo definimos a Japón, puesto que en buena medida el análisis dependerá de ello.
¿Lo definiremos al modo convergente del evolucionismo? En este caso disponemos de numerosas explicaciones, homólogas en sus dispositivos aunque contrarias en sus conclusiones, como, por ejemplo, la de Peter Berger (6) y la de Eisuke Sakakibara (7). En pocas palabras: Japón constituye el eslabón número N de la larga cadena de sociedades capitalistas. Sólo que si, para el primero, se trata de un nuevo modelo, para el segundo estamos apenas ante variaciones sobre el mismo tema.
¿O lo definiremos, por contra, al modo relativista del culturalismo? Aquí también disponemos de un arsenal de teorías al mismo tiempo similares y contrarias, tales la de Chie Nakane (8) y la de Roland Barthes. Ambos consideran a Japón como único e irrepetible. Para aquélla, Japón es atemorizador en su verticalismo. Para éste, resulta atrayente en su misterio.
A pesar de la excepcional riqueza conceptual y de indudables aportaciones, cada modo analítico resulta incompleto y deformante si se lo toma aisladamente. Las teorías de la convergencia permiten descubrir el carácter “capitalista” de la sociedad japonesa pero impiden entender cabalmente su condición “asiática”. Mientras que las teorías culturalistas permiten comprender la especificidad del “carácter nacional” japonés, pero no la “relación carnal” que, desde al menos 1868 (comienzo de la era Meiji e inicio de la modernización del país), Japón estableció sin interrupción alguna con Occidente.
Después de constatar la existencia de teorías disyuntivas, la tarea siguiente consiste en reutilizar los aspectos ventajosos de ambas orientaciones (definir a Japón al mismo tiempo como “específico” y como “capitalista”), prescindiendo en lo posible de los lastres y parcialidades de las dos, básicamente la tendencia a quedarse unilateralmente con un Japón “moderno” o con un Japón “asiático”. Las perfecciones formales son imposibles en sociología: hoy en día sabemos que existen diversas sociologías y que sus herramientas pueden aplicarse sin necesidad de exigir un sólo marco teórico.
A pesar de lo cual, ¿es posible, y en qué condiciones, lograr un objetivo de integración analítica abierta y flexible? Es factible, al menos en teoría y tendencialmente. A condición de reunir factores como los que se enumeran a continuación (9).
- Importa considerar a Japón como un sistema complejo, o sea dotado de dimensiones explicativas de índole económica, política y cultural, que interactúan recíprocamente y sin que las “determinaciones” que se dan entre ellos acaben siéndolo “en última instancia”. Esta es una condición aplicable a cualquier sociedad, o al menos al conjunto de las sociedades capitalistas desarrolladas y por ende útil también en el caso de Japón.
- Acto seguido, conviene analizar un pequeño conjunto de hechos especialmente trascendentes desde “el triple nivel” mencionado, para hablar como los viejos dialécticos de la sociología. En cada caso, la tarea consiste en una delicada selección de elementos significativos. Estos hechos dependen estrictamente de la orientación del análisis y varían según los casos. A veces, los hechos determinantes constituyen acontecimientos históricos puntuales (como la “Constitución de los 17 artículos” de Shotoku, en el año 604, o la ocupación norteamericana del archipiélago a partir de agosto de 1945). Otras veces son, más bien, procesos que se extienden en el tiempo (como la adopción del modelo chino entre los siglos VI y VIII, o de modelos occidentales durante los siglos XIX y XX).
- Constantemente es necesario hacer intervenir dos dimensiones analíticas diferentes y complementarias: mirar a Japón como una estructura; mirarlo igualmente como una historia. El análisis de la estructura social japonesa deja en claro cuáles son los elementos comparables y similares. El análisis de su historia delimita los procesos de reapropiación, de diferenciación, de convergencia y divergencia.
El objetivo planteado es “elaborar un solo texto”, en el sentido que a dicha expresión le adjudica Roland Barthes (10). Se trata de elaborar un texto o explicación unificada que describa, simultáneamente, el parecido y la diferencia. Lograr un solo dibujo, si se quiere, en el que aparezca un solo retrato: hermoso y atractivo (¡ojalá!), pero antes que nada “parecido” al original, o cuanto menos “semejante” al original.
La meta es lograr dicho texto o dibujo. Un relato con la unidad de lo coherente. Y al mismo tiempo una composición abierta a lo (mucho) que de Japón no sabemos y, en consecuencia, pensada como sucesión y acoplamiento de ensayos, al modo de hilos en una trama o como un hilván de conocimiento.


ALGUNAS COORDENADAS

La intención es dar al texto un carácter legible (a pesar de la complejidad de los temas abordados) y un tono concreto (la reflexión surgirá de observaciones demostrables y demostradas). De tal modo, conviene empezar aclarando brevemente algunas ideas sencillas que pueden ser consideradas como coordenadas de esta navegación.

1) Microsociologías/Macrosociología
Es conveniente plantear una nítida distinción entre microsociologías y macrosociología. Las primeras las practicamos cada vez que enfrentamos un ángulo o fenómeno concreto: la vida de familia, el “tamagotchi”, los usos del cuerpo, el “keigo” o lenguaje de respeto, los modos de organización en la empresa o en la escuela, etc. La macrosociología necesita de diversas y constantes microsociologías para lograr su intento, que no es otro que ordenar (dentro de lo posible) múltiples aspectos parciales en el contexto de una única estructura social, aquella que llamamos “Japón” (por cierto: a Japón, los japoneses no le llaman “Japón” sino “Nippon”, vocablo en el que se confunden territorio, raza, lengua, religión y Emperador). Contra lo que a veces se piensa, microsociología y macrosociología son igualmente fecundas analíticamente. Lo que varía entre ellas es el objeto de estudio: en un caso la esfera microsocial (pública o privada), en el otro la articulación de diferentes aspectos en una totalidad teórica. Un sociólogo es, a un tiempo, micro y macro practicante de sus técnicas. Así, buena parte de un trabajo referido a Japón consiste en desglosar, de ser posible con paciencia de tejedor de redes, las diferentes hebras de tan espesa trama social.
Si, en el caso de este libro, se enfoca específicamente la dimensión macrosocial, es porque el estudio de una sociedad en tanto que estructura constituye, según muchas opiniones, la “vía real” para entender en toda su extensión el peso de los factores internos (sus sistemas político, económico, educativo, religioso, administrativo, sanitario, etc) y de los factores externos. Estos últimos tienen que ver con la interdependencia entre naciones y condicionan en fuerte medida la vida doméstica de cada una de ellas. De la interpenetración entre los planos doméstico y exterior surgen explicaciones fiables sobre la forma en que una nación, en este caso Japón, se conecta con la sociedad internacional. Múltiples errores analíticos cometidos en 1998 para definir la crisis económica internacional, que muchos consideraron “asiática”, cuando no “japonesa”, son consecuencia de la ignorancia de aquella interpenetración.

2) Estereotipos
En términos de relaciones internacionales, ningún país suele disponer de espacio (ni de tiempo) para permitirse ignorar a sus vecinos.
Cuando surge un espacio “nuevo”, estamos ante territorios sin amo, codiciados por las naciones en ese momento poderosas. De forma inevitable, esta situación las conduce a intensas luchas: todas buscan reagrupar tales espacios en beneficio propio. Afín en esto a la historia universal, la de América Latina podría entenderse, valga el ejemplo cercano, como series de procesos tendientes a una ocupación estable de los territorios que en el siglo XVI estaban disponibles y que fueron posteriormente organizados en función de criterios estatales. Esto incluye tanto la frecuente anexión (caso de Brasil “adueñándose” de parte de las Provincias Unidas del Río de la Plata; o de Estados Unidos absorbiendo la mitad norte de México), como de la menos usual renuncia (Argentina “se deshizo” de la Banda Oriental y luego de Bolivia, flanco norte del antiguo virreinato del Río de la Plata).
Cuando, en cambio, no hay “tiempo” para conocer al “otro”, tamaño vacío se llena con un “conocimiento” cuyo objetivo no es tanto, ni tan sólo, desentrañar claves que permitan conocerlo, sino primordialmente redefinirlo en función de nuestros propios intereses. Es lo que las ciencias del hombre llaman un preconcepto y que, si tratamos de relaciones entre naciones, se manifiesta bajo la forma de estereotipos en el discurso.
Un ejemplo: a los franceses siempre les convino considerar que Africa “comienza en los Pirineos”, así como ingleses y alemanes estaban interesados en determinar que Europa acaba “al este del Danubio”. Bajo la hegemonía epistemológica de ingleses, alemanes y franceses, a Europa en su conjunto dicho mapa le vino bien, como argumento para redefinir el espacio europeo en función de un modelo homogéneo de capitalismo industrial, nacido en Inglaterra y difuminado más tarde en Alemania, Francia, etc. La creación de una periferia al sur y al este, sin pruebas definitivas de pertenencia al núcleo central europeo, ha constituido un instrumento decisivo en la consolidación de una hegemonía alternante entre aquellos tres países.
Otro ejemplo: Estados Unidos se sirvió, desde Monroe, de la dicotomía conceptual entro lo tradicional y lo moderno con el objetivo de diseñar un espacio interhemisférico en que una serie de naciones “atrasadas” solamente podrían superar el subdesarrollo transformándose lo más posible según el molde de la nación más “adelantada”. Estados Unidos utilizó argumentos culturales y hasta raciales para justificar formas de intervención movidas por intereses básicamente económicos.
Tercer ejemplo: Japón. De este caso se ocupa el capítulo 1 del texto: ¿de qué forma Occidente “diseñó” una completa interpretación sobre Japón acorde con sus propias necesidades y proyectos? En conclusión al primer capítulo veremos, al pasar, cuán dócilmente América Latina siguió las pautas intelectuales y políticas de los países del Norte, cada vez que intentó “entender” algo sobre Japón.

3) Conflicto estructural
En la sociedad internacional, las buenas o malas relaciones entre naciones no son provocadas tanto o principalmente por las semejanzas u oposiciones ideológicas o culturales que mantienen sino, antes que nada, por sus parecidos o diferencias de estructura.
Es cierto que muchas veces las causas inmediatas que parecen desencadenar conflictos internacionales parecen culturales, como por ejemplo: la división en dos del imperio romano, las cruzadas o, ya en la historia moderna, la incomprensión entre blancos e indios en las llanuras argentinas. Pero no parece en absoluto que el “choque” vaya a ser entre “civilizaciones”, como tajantemente sostiene Huntington en una línea conservadora (aunque autodenominada “liberal”) de comprensión de las relaciones internacionales. Los conflictos han estallado, y probablemente seguirán estallando, entre “intereses” opuestos íntimamente ligados a situaciones estructurales con escasa compatibilidad. Ya que es muy difícil “probar” hechos históricos, al menos podremos analizar ciertos “indicios”.
Si, por tomar un ejemplo, pensamos en conflictos religiosos, comprobaremos que algunas veces tienen lugar entre defensores de religiones opuestas. Europa le hizo la guerra a los sarracenos. La sociedad blanca brasileña acorraló discreta pero implacablemente a las religiones de cuño africano. Los hinduístas marginan cada vez que pueden a las otras religiones de la India.
Pero muchas otras veces se producen entre defensores de las mismas banderas religiosas. Eso ha sucedido entre cristianos europeos, entre ortodoxos euro-asiáticos, entre musulmanes de Africa del Norte.
Sin olvidar, en otros momentos de la historia, que también se produce la situación inversa: la coexistencia pacífica, como lo prueban periodos estables de convivencia entre religiones en el mar Mediterráneo, los mares de la China, etc.
Cuando las naciones se confrontan, significa que sus estructuras se han vuelto incompatibles, sea en razón de sus respectivas necesidades territoriales, energéticas, económicas o políticas. Los capítulos 2 y 3 del texto tratan de sugerir una clave de lectura relevante a fin de comprender los movimientos que se producen en el seno de la sociedad japonesa.

4) Flecha, espiral
Estamos tan acostumbrados a movernos en un marco epistemológico evolucionista que la afirmación planteada a continuación quizá provoque el disgusto de algún lector. Se trata de lo siguiente: las sociedades no se mueven siguiendo un ritmo fácilmente identificable. Tampoco es cierto que cualquier movimiento societal implique un progreso. Ambos conceptos -ir hacia adelante, ir hacia arriba- se sintetizan en la genial (y confundente) imagen de la flecha que sería lanzada por un certero (y misterioso) arquero cósmico. Las sociedades ¿no son acaso comparables a flechas lanzadas por...(aquí completar, siguiendo la propia creeencia, con: ¿Dios?, ¿la élite dominante?, ¿el proletariado?, ¿otros?)?. No parece.
Una imagen tal vez menos inexacta y seguramente más compleja puede ser la del tornado, que procede en forma de “espiral”. ¡Vaya si un tornado mueve lo que encuentra a su paso! Muchas veces hacia arriba, aunque con bruscos quiebres descendentes. Muchas veces hacia adelante, pero también retrocediendo. Sin ir más lejos, América Latina brinda gráficos ejemplos para ilustrar esta afirmación: no olvidemos las décadas de los 70 y 80.
Si aplicamos esta visión compleja al caso de Japón, podremos entender una curiosa paradoja: Japón se ha caracterizado tenazmente por un movimiento muy diferente al de la flecha. Más bien por una oscilación pendular donde muchas veces no se identifican claros “progresos”. Aquí sucede igual que en el mar: si un nadador no se mueve a tiempo, fácilmente se hundirá. Así veremos que Japón está “en crisis”. Claro que la crisis, a poco que se mire, acaba siendo el estado constante de todas las sociedades: como en un reloj, si el péndulo oscila, significa que el tiempo avanza. La paradoja aludida reside en el hecho que esta nación apetecible como espejo (a veces, incluso, como modelo) de diversos países, principalmente del SEA (capítulos 4 y 5) parece haber entrado en crisis (capítulo 6), sin que los problemas que padece disminuyan, aparentemente, el interés que sigue despertando en otros países.


5) Tres capitalismos
¿Cómo pensar las relaciones internacionales sin presuponer cierta homogeneidad cognoscitiva? Y ¿cómo pensar la diferencia en un contexto de tan estrecha interdependencia como el que se produce actualmente? La reflexión no logra cuadrar fácilmente tamaño círculo.
Si prestamos atención a lo que sucede en el planeta, una cosa que sorprende es la diversidad que se manifiesta por doquier y que se mantiene estable a pesar de todos los esfuerzos homogenizadores de la “globalización” (no olvidemos que conceptos como “globalización” o “interdependencia” en parte no son más que eufemismos que esconden la dura realidad de la “dependencia”). Diferencias, entre sociedades, decantadas durante largos periodos.
En diversos momentos, este ensayo se apoyará sobre esta base: no existe una sola matriz societal que venga bien a todo el mundo. El hundimiento comunista ha dejado al capitalismo sin alternativa ideológica. Vacío ideológico que los países capitalistas “centrales” (UE y EEUU) aprovecharon para reverdecer una añosa teoría de la convergencia: eliminada la vía socialista, afirman Francis Fukuyama y otros, todas las naciones del planeta irán convergiendo en el capitalismo. De múltiples maneras y con diversos calendarios, es cierto, pero con carácter fatal, determinista.
La realidad se opone tenazmente a los deseos del ensayista nipón-norteamericano: la observación de las evoluciones dentro del capitalismo revela otros aspectos de la cuestión. Las matrices societales no evolucionan teleológicamente, como deseaban Spencer y Marx. El cambio macrosocial no se rige por etapas fijas, como pretendiera Rostow. Si algo muestra la evolución de la posguerra fría es la creciente divergencia entre tres modelos societales, los tres dentro del capitalismo, pero persiguiendo horizontes cada vez más lejanos: un modelo anglo-americano, el segundo con fuerte influencia alemana, el tercero centrado en Japón.
El objeto de los capítulos 4 y 5 es identificar algunas de las características distintivas del sistema japonés, en el contexto histórico y geográfico de su aplicación, adaptada, a otros países. Dentro de este empeño, importa destacar que en el inmenso mar Pacífico empiezan a producirse sinergias análogas a las que hicieron posible, hace un milenio, el esplendor del pequeño mar Mediterráneo. A pesar de la crisis que se abate últimamente sobre el SEA, aunque no sea privativa de esta zona, ni ésta sea su causa originante.
En el horizonte internacional, no se avizora convergencia alguna entre diferentes modelos capitalistas. Probablemente no tiene porqué haber convergencia final. Al menos no tiene porqué haberla como necesidad epistemológica o como condición para pensar un mundo globalizado. Sólo existen círculos concéntricos de influencia creciente desde cada uno de los grandes centros capitalistas. Es así como Japón se encuentra en el centro de círculos que se repiten y se amplían, que ya incluyen a los países del SEA y que, ¿quién sabe?, podrían acabar influyendo en ciertas zonas de América Latina.

6) Occidente
Como consecuencia de varios siglos de conquista, colonización y luego capitalismo dependiente, los países de América Latina fueron literalmente “reformulados” en función de modelos occidentales. En oleadas sucesivas, los siglos XVI, XIX y XX fueron testigos de sucesivas aculturaciones de instituciones tales como el Estado, la Iglesia, el sistema de propiedad, la lengua, con decisivas infuencias de España, Francia, Inglaterra y Estados Unidos, con variedades según temas y momentos. A tal punto que a menudo hemos llegado a pensar que nuestra historia latinoamericana constituía una mera prolongación de la del “viejo mundo”. Creímos ser, irremisiblemente, “parte de Occidente”. Un Occidente sumamente diversificado, como vemos. Pero también un Occidente que en algo mantuvo constante la unidad de inspiración y de ejecución: su objetivo nunca dejó de ser el establecimiento de relaciones de tipo colonial, en las que al intercambio desigual se unía una retórica civilizatoria etnocéntrica.
Sin embargo, cabe cuestionar ese destino occidental, para nada “manifiesto”, que interesadamente suele atribuírsele a América Latina. El cuestionamiento podría nacer del hecho de que Occidente “está cansado”(11). Es incapaz de resolver sus propios problemas, entre los cuales la creciente dificultad para reunir condiciones sociales y económicas que hagan posible una auténtica democracia. Incapaz, correlativamente, de proyectarse como espejo en que poder mirarse y así divisar al resto de las naciones del planeta.
Después de larguísimos años de “ayuda al desarrollo” o de “civilización”, los países en crecimiento no acaban de creerse la sinceridad del antiguo dominador. La incapacidad de Occidente se hace patente en América Latina, al punto de poder afirmarse que a ésta por momentos le resulta problemático encontrar una definición completa de sí misma en puros términos de hispanidad, o de europeísmo, o de occidentalidad (11). Y no solamente porque ello implicaría seguir negando el legado precolombino. También, y de forma muy importante, porque Europa o Estados Unidos ya no son tan capaces como antes de servirnos de modelo con el que resolver nuestros viejos intríngulis. Antes tampoco lo eran tanto como pensaban Sarmiento y otros próceres latinoamericanos, pero nosotros nunca nos dimos cuenta del error.
¿Porqué traer a colación América Latina en un libro sobre Japón y el Pacífico? Porque una de las razones cruciales para conocer mejor lo que sucede en el SEA quizá podría ser utilizar esos conocimientos como parte de un inmenso archivo de datos e ideas sobre posibles escenarios futuros para nuestro continente. Aprender a manejar un archivo universal podría ayudarnos a diseñar un modelo propio. Y no podemos emprender dicha tarea sin incluir a Japón y al SEA entre los datos a tener en cuenta.

7) Modelos
Sin perjuicio del interés nacional y de la independencia política, la historia moderna y contemporánea muestra que en determinados momentos unos países a veces deciden aprender de otros algunos comportamientos o métodos propicios para resolver tales o cuales problemas que no pueden enfrentar con sus propios medios: cómo organizar la concordia interna, la producción económica y la administración de personas y cosas.
Los ejemplos abundan en todo el mundo. Tomemos varios. La América colonial se organizó basándose en el esquema imperial español. Africa, por su parte, tomó de las potencias colonizadoras europeas tanto los argumentos de la dominación como los de la independencia. Y por supuesto está Japón, que “decidió”, desde el siglo VI de nuestra era, “copiar” en todo lo posible a China. España en nuestros días está haciendo lo mismo con la Europa comunitaria. Como vemos, los ejemplos abundan.
Es tan corriente, para un país, “inspirarse” en otros que lograron resolver ciertos problemas, que la tercera parte del libro planteará la cuestión siguiente: ¿con qué fines, en qué condiciones y con qué características pudieron los países del SEA aprovechar la experiencia histórica de Japón, mirándose a sí mismos en dicho espejo?
- Los fines tenían que ver con la resolución de problemas que los países colonialistas habían dejado pendientes en el SEA: el desarrollo económico, la conducción política, la concordia social.
- Las condiciones remitían a una doble serie de factores, internos y externos, entre los que sobresalieron la necesidad (y la posibilidad) de diversificar sus relaciones internacionales en el contexto de la guerra fría, practicando lo que desde entonces se ha dado en llamar un “regionalismo abierto”.
- Las características aluden a las condiciones sociales y culturales de todo préstamo histórico, situación en la que no se planteó una imposible imitación (impensable que un país “shintoísta” sea copiado, en cuanto tal, por sociedades “taoístas” o musulmanas), aunque sí el traspaso de homologías de funcionamiento.
Veremos que el traspaso de modelos no es mecánico sino analógico. Pero ¡atención!: modelo no es aquí ni una “maqueta” a reproducir ni un “ejemplo” a imitar. Tan sólo un “sistema de homologías” que hay que intentar adaptar a los nuevos fines de la sociedad receptora.
La evolución de la cuenca del Pacífico confirma de manera contundente que mejorar las relaciones internacionales obligatoriamente supone incrementar no tanto las afinidades ideológicas sino, con más urgencia que nunca, las afinidades estructurales: formas lo menos incompatibles posibles, lo más complementarias posibles, de organización estatal, de aparato productivo, de soluciones para el desarrollo de la sociedad civil. Ese método (radical, aunque no condenado forzosamente a una imitación servil) explica el éxito que tuvo Japón al importar patrones extranjeros.
Si el cambio social se plantea con un excesivo énfasis ideológico-cultural (erróneo, cabe insistir en ello), los injertos de elementos nuevos se decidirán atendiendo a afinidades inclinadas hacia el pasado común. En dicho caso, el mundo asiático se hubiera seguido enfrentando con un destino cerradamente europeo, marcado por el dilema asimilación o rechazo cultural. Si, en cambio, la transformación histórica busca el fortalecimiento interno y externo de una nación, los nuevos elementos buscarán la plasmación o consolidación de afinidades estructurales. A tientas, con numerosos problemas y dificultades, Asia mira hacia un futuro abierto delante suyo. Pero subsiste una pregunta: ¿será capaz Asia de superar la crisis actual de una forma creativa y atendiendo a sus propios intereses nacionales y regionales? La respuesta a esta interrogante podría tal vez constituir otra investigación.

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