domingo, 31 de mayo de 2009

Estudio introductorio a cargo del Dr. Philip Brenner

JAPON EN CLAVE LATINOAMERICANA
(REFLEXIONES DESDE ESTADOS UNIDOS)

En ocasión de su primer encuentro con Boris Yeltsin, Bill Clinton pretendía congraciarse con el líder ruso haciéndole esta advertencia jocosa: “Cuando le toque negociar con japoneses, dijo el nuevo Presidente norteamericano a su homólogo, recuerde siempre una cosa: si le dicen que ‘sí’, significa que ‘no’”. Tal vez, la cruda “sabiduría” del Presidente Clinton sólo expresaba una bromita privada entre dos mandatarios. Clinton no pensaba que otros le estaban escuchando. De cualquier forma, su aserto resulta revelador de la profunda ignorancia que caracteriza a la política norteamericana con respecto al gran aliado nipón el cual, no olvidemos, posee la segunda economía del mundo. Tamaña arrogancia también le resultará familiar a muchos latinoamericanos. Podría traer a colación declaraciones proferidas en el curso de la administración Reagan. Durante su única visita a la región, Ronald Reagan comentó a un periodista que la lección más importante recibida en la zona era que estos países son de veras diferentes entre sí...Paralelamente, su Vice-presidente, Dan Quayle, descubría en voz alta que lo que más unifica a los latinoamericanos es el hecho innegable de hablar todos ellos en latín.

Contrariamente a la creencia clintoniana de que los japoneses rehúsan decir “no” porque son tramposos, lo cierto es que, desde su cultura, los nipones piensan que verbalizar una negativa implica destruir una relación. Para ellos, una relación previa resulta clave para cualquier interacción. Entonces, si ya existe una relación entre dos partes, un desacuerdo entre ellas siempre podrá ser superado. Mantener una relación expresando un “si” ambiguo les resultará en todos los casos preferible a enfatizar los desacuerdos mediante un “no” rotundo.
Muchas veces los empresarios occidentales se sienten frustrados por este rasgo japonés. Quizá durante una primera reunión, o incluso durante la segunda, los empresarios japoneses no centran la atención en el contrato o en la operación sobre los que supuestamente han de discutir. En tales encuentros, los japoneses se limitan a detectar fiabilidad -o, lo que es lo mismo, a asentar relación- sin iniciar propiamente un intercambio comercial. Esta mentalidad quizá se acerque más a una sensibilidad latinoamericana corriente que a la típica norteamericana. Es una manera de decir que, a primera vista, japoneses y latinoamericanos poseen algunos rasgos más en común entre sí que cada uno de ellos con su socio norteamericano.
Dicha sensibilidad sobre el modo general de establecer relaciones, a mi juicio tiene que ver con la naturaleza distintiva del corporatismo japonés. El corporatismo japonés constituye uno de los aspectos importantes que Alberto Silva analiza en este extraordinario libro suyo. En Japón, si bien las relaciones se inician entre individuos, acaban desarrollándose en el contexto de la comunidad. Igual que en el caso latinoamericano, para los japoneses, individualismo y comunitarismo no se entienden como conceptos antagónicos: más bien se complementan y se refuerzan mutuamente. Una combinación así resulta difícil de calibrar para el norteamericano medio, a pesar de que hace cien años los llamados “pueblos de empresa” (company towns) norteamericanos abarcaban ese tipo de totalidad que el Dr. Silva describe como existente hoy en Japón.
En los Estados Unidos de nuestros días, es corriente correlacionar el ethos comunitarista con los fracasos del socialismo soviético: un elemento más que a muchos permite argumentar en favor de las virtudes del individualismo. Clinton -en este caso, junto con el Primer Ministro británico Tony Blair- intenta ahora vendernos la llamada “tercera vía” , sucesora tanto del individualismo rampante (y de un mercado sin barreras) como de economías centradas en el Estado (y entonces ajenas a las reglas del mercado). Sin embargo, la distinción que los dos estadistas establecen entre individualismo y tercera vía no acaba de expresar diferenciaciones significativas o convincentes. Ambos términos siguen teniendo que ver con una unilateral predilección por los individuos (o por las corporaciones tomadas individualmente), considerados como fuerza motriz del nuevo orden mundial que buscan promover. Es justamente esta orientación individualista la que produjo en Rusia los desastres que todos conocemos, exacerbando el embrollo económico global.
La actual crisis económica le plantea a Estados Unidos no solamente peligros sino también una buena oportunidad para reorganizar el orden global vigente. La “solución” propuesta para acabar con la crisis consiste en una mayor liberalización de Japón y al mismo tiempo de América Latina. Es más que razonable que, en este asunto, a muchos les falten motivos para creer en las buenas intenciones norteamericanas.
En primer lugar, porque la aplicación de las propuestas norteamericanas aniquilaría las relaciones corporatistas que, de todas maneras, ciertas empresas multinacionales japonesas ya dejan erosionar a fuerza de remedar modos operativos occidentales. Como explica el profesor Silva, las relaciones corporatistas niponas emergieron a partir de formaciones precapitalistas, siendo definidas y reforzadas por las características mismas de la nación japonesa. Este punto resulta bastante difícil de entender desde los Estados Unidos. El Dr. Silva observa que Japón fue una nación antes de constituir un Estado; a mí al contrario me parece que Estados Unidos no constituyó nunca una nación. Nuestro país más bien procuró afirmar su nacionalismo como un Estado relacionándose con otros Estados. Su sentido de “patria” (en español en el original) se define antes que nada en términos de guerra, conquista y competencia.
En segundo lugar, las reformas propuestas o en curso abren la puerta a una penetración del capital global mucho más intensa tanto en Japón como en América Latina, con la ulterior destrucción de sus culturas distintivas. Hay más: el capital global limita considerablemente la capacidad de cada Estado, tomado de forma individual, para gobernarse y mantener su soberanía. Pese a lo cual, la apuesta del equipo Clinton se apoya en la esperanza de que Estados Unidos será capaz de sobrevivir mejor que otros países a los peligros de la globalización. Después de todo (razonan) el capital sigue necesitando un aparato coercitivo para defender sus intereses y Estados Unidos sigue siendo el país del mundo con mayor potencia militar. Consecuencia de lo anterior: el capital global muestra colectivamente interés en que el Estado norteamericano siga siendo viable.
La capacidad militar constituye un componente significativo de la concepción que Estados Unidos tiene del nuevo orden mundial, ese que el profesor Silva define acertadamente como “Pax Americana II”. Desde esta perspectiva, la viabilidad de una tal “Pax Americana II” dependerá de la protección que Estados Unidos logre brindarle al capital global el cual, en contrapartida, no dejará de centrar sus operaciones en EE.UU. En contraste con la “Pax Americana I”, de corta vida desde la segunda guerra mundial, Estados Unidos esta vez no podrá enfrentar solo los costos que trae aparejada su condición de policía global. Necesita el concurso de solícitos policías regionales. Con respecto a Asia, la nueva estrategia de la administración Clinton se caracteriza por su “compromiso total” (deep engagement), y Japón aparece en aquella como el aliado favorecido al que encargan la función de gendarme de la región (2).
Compromiso total por lo visto equivale a mantener más de 100.000 soldados en la región, dispuestos llegado el caso a “proteger” a Japón. Significa también que, en retorno, Japón debería asumir un rol militar más activo en los conflictos asiáticos. Pero esto último le crea un problema a Japón: el artículo 9 de su Constitución le prohibe entrometerse en acciones militares exteriores. Tal impedimento no parece impresionar a Estados Unidos, quien continúa persiguiendo tenazmente su objetivo. En caso de que renuncie al artículo 9, Japón recibiría como compensación un premio suculento: Estados Unidos lo apoyaría a convertirse en miembro permanente del Consejo de Seguridad de las NN.UU. (quizá con Alemania, India, Brasil y un país africano a determinar). De tal forma, el Consejo de Seguridad comenzaría a funcionar en realidad como gobierno mundial colectivo, quedando integrado por los países más poblados o más ricos del mundo. Este razonamiento constituye una ilustración egregia de la ignorancia norteamericana sobre Japón. En este caso, desconocimiento del intenso compromiso japonés en favor de relaciones internacionales no militarizadas, característica troncal de la nación japonesa desde el final de la segunda guerra mundial.
La llamada “Pax Americana” muestra de esta forma sus verdaderas características. Constituye un mecanismo de mantenimiento de la hegemonía, aunque su segunda versión resulte más compleja que la primera, ya que el capital se va volviendo más y más autónomo (disentangled) en relación a cualquier Estado en particular. El control hegemónico -logrado a través de una dominación al mismo tiempo militar, económica y política- no convierte a cada territorio en simple provincia de un país. La hegemonía se pretende multilateral, ejercida mediante un conjunto de poderes concertados, encargados de establecer y solidificar reglas de conducta globales. Naturalmente, Estados Unidos se reserva en este esquema el lugar de “primus inter pares”, primero entre iguales.
Los países sobre los que se ciernen estos proyectos estadounidenses -particularmente Japón y diversos Estados latinoamericanos- tendrían que entender que poseen una tendencia natural a definir entre ellos alianzas que los protejan contra los coercitivos proyectos norteamericanos. Queda claro que, incluso con su actual fachada “multilateral”, este esquema de hegemonía siempre favorecerá que Estados Unidos ponga sus propios intereses por encima de los ajenos.
De igual forma, la desigualdad entre países será aún más exagerada que hasta ahora, especialmente en muchos países latinoamericanos.También se agravará la desigualdad dentro de cada país. Los sectores conectados con el mercado global recibirán suficientes beneficios, mientras que los mal conectados o inconexos se limitarán a padecer. Una tendencia de este tipo también podría provocar mucha desorganización social (disruption) en Japón, país que ha logrado una igualdad social muy amplia. Los japoneses más ricos (5% en el extremo superior de la tabla) sólo ganan cuatro veces más que los más pobres (situados en el 5% inferior de la tabla). En Estados Unidos, esta proporción varía de 1 a 9, mientras que en ciertos países latinoamericanos oscila entre 1 y 30. Ya sabemos que la desigualdad en América Latina es más pronunciada que en cualquier otra región del mundo. Pues bien, la globalización está agravándola todavía más.
Sin embargo, hay otro aspecto de la cuestión que conviene no perder de vista. Japón y América Latina comparten una visión del mundo que ni es propiamente liberal ni antiliberal. En la medida en que logren poner en común ese ethos integrador de individualismo y comunitarismo, que cada uno de ellos ya posee, no solamente se reforzarán mutuamente sino que pueden estimular el nacimiento de nuevas formas de liderazgo caracterizadas, ahora sí, con los rasgos de una auténtica y específica “tercera vía”. Por supuesto, el corporatismo japonés es bien diferente de la experiencia latinoamericana en la materia, tal como lo explica el profesor Silva. A pesar de la extensiva integración vertical que lo caracteriza, Japón constituye esencialmente una sociedad de clase media, definida como “burocratismo comunitarista”. Por otra parte, en lugar de conflictos de clase, lo que se observa en Japón son conflictos entre élites y sus aliados, manteniendo en ésto una tónica precapitalista. El papel moderador de la burocracia del Estado le da en tercer lugar a Japón una gran capacidad para desafiar al establishment político. Como explica juiciosamente el profesor Silva, estas características japonesas, aparentemente “únicas”, a menudo provocan dudas entre aquellos que sólo desean copiar un “modelo japonés”, aplicándolo mecánicamente a sus propios países latinoamericanos. A pesar de todo, la fuerza que la dimensión comunitaria tiene tanto en América Latina como en Japón proporciona, en mi opinión, un crucial punto de partida común para forjar un orden mundial más progresista.
Por desgracia, tanto la sociedad japonesa como la mayoría de las latinoamericanas carecen todavía de una conciencia clara de su propia personalidad (self). Ello las transforma en presas fáciles en manos de la potencia hegemónica (3). A dicha situación cada región fue llegando por sus propias razones, como explica Alberto Silva, llevándolas en cada caso a una situación que solemos definir como dependiente. América Latina y Japón siempre tuvieron tendencia a considerar a Estados Unidos (y en ciertos casos a Europa) como sus puntos de referencia. Todavía no se han mirado suficientemente el uno al otro, a pesar de que cada uno tiene mucho que aprender del otro. La convicción política que recorre subterráneamente todo el libro es que, aprendiendo cosas sobre Japón, América Latina entenderá mejor la forma de forjar una alianza con su vecino del Pacífico. Una alianza que podría liberarla de su actual monodependencia respecto de Estados Unidos. Pasados de intensa postergación (rasgo común entre japoneses y latinoamericanos) no tienen por qué determinar que el futuro de estos dos aliados potenciales tenga que ser una simple reedición de lo ya padecido.
En esta coyuntura crítica de la historia mundial, cuando un nuevo orden mundial comienza a entrar en escena, el libro del profesor Silva ofrece a los lectores latinoamericanos una orientación perspicaz para dirigirse hacia un destino alternativo. En diversos aspectos me hace acordar al famoso escritor norteamericano Lafcadio Hearn. Intensamente involucrado en la sociedad japonesa a finales del siglo pasado, Hearn fue capaz de describir la cultura nipona con una sensibilidad fuera de lo común (4). Por mi parte agrego que, a diferencia del antropólogo autodidacta norteamericano, Alberto Silva, poeta y sociólogo consumado, se muestra capaz de ubicar a Japón en un contexto global, sin que en el trayecto el país del sol naciente deje de tener pleno significado político para América Latina.
Se me ocurre que ahora tendría que publicarse un nuevo libro, escrito por un académico japonés dotado de igual sensibilidad y centrado en América Latina. Un libro así ayudaría a los japoneses a apreciar todo lo que de su lado pueden aprender sobre América Latina. De cualquier forma, podemos estar agradecidos de tener en nuestras manos este auténtico tratado sobre Japón, capaz de dar información a los latinoamericanos y también de equiparlos para las tareas que éstos enfrentarán en el siglo XXI que ahora comienza.

NOTAS

1) Philip Brenner es Profesor de Relaciones Internacionales y Director de Estudios Latinoamericanos en la American University, Washington D.C. Ha publicado numerosos trabajos sobre los procesos de formación de la política exterior norteamericana y sobre las relaciones entre Estados Unidos y América Latina. En estos momentos completa un libro sobre las relaciones cubano-soviéticas en los años 60. En 1996 estuvo en la Universidad Ritsumeikan de Kioto como profesor invitado.
2) Joseph S. Nye (1995), “The Case for Deep Engagement”, Foreign Affairs, Washington, julio/agosto. Ver, tb, Bill Clinton (1996), “The US and Japan: Allies, Partners, Friends”, Washington, U.S. Department of State Dispatch, 22 de abril.
3) Masaru Tamamoto (1994), “The Ideology of Nothingness: A Meditation on Japanese National Identity”, N.Y. World Policy Journal, 11, 1, primavera. Ver, tb, Warren S. Hunsberger (1997), “Japan’s Quest: The Search for International Role, Recognition and Respect”, N.Y., Armonk, M.E. Sharpe. Sobre América Latina, ver: Thomas E. Skidmore y Peter H. Smith (1992), “Modern Latin America”, N.Y., Oxford University Press; Lars Schoultz (1998), “Beneath the United States: A History of U.S. Policy Toward Latin America”, Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press.
4) Lafcadio Hearn (1894), “Glimpses of Unfamiliar Japan”, Boston, Houghton Mifflin and Co.

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