domingo, 31 de mayo de 2009

Cuarta parte: Crisis

MAS PARADOJAS

En esta cuarta parte nos vamos a centrar en una paradoja típica del Japón contemporáneo.
Pareciera, en efecto, que se está produciendo una espectacular incongruencia. Como hemos visto en la tercera parte, en estas últimas décadas a Japón poco a poco le han ido saliendo numerosos admiradores y hasta algunos seguidores. De variadas formas, la mayoría de los países de la zona lo han mirado buscando orientaciones útiles para resolver diversos enigmas que ellos mismos tenían planteados. Los que lo han estado mirando con tanto interés son individuos y hasta naciones: en particular, aunque no únicamente, pertenecientes al llamado en la posguerra “Tercer Mundo” asiático. Sin embargo ese país, otrora considerado como inspiración útil para sus vecinos, se declara a sí mismo en decadencia respecto a su glorioso pasado. Es más, numerosos comentaristas, japoneses y extranjeros, se quejan: argumentan que Japón padece una profunda crisis de la que sus ciudadanos parecen escasamente deseosos de encontrar vías de salida.

Japón: un país modélico, un país en crisis. Ambas situaciones se pueden verificar con facilidad. Precisamente es esta simultaneidad la que produce una falta de correspondencia. Convengamos que parece inoportuno que un país (tan) ejemplar se vea sometido a (tan) severos problemas internos como los que se detallarán a continuación. Si se tratara de una simple contradicción, los dos términos del problema lucharían entre ellos hasta la desaparición de uno de ellos o hasta la superación de ambos. Pero, como veremos, en el caso de Japón no se perciben especiales luchas: modelo y crisis conviven, sin que los países del SEA se planteen, al menos por ahora, una “crisis del modelo” japonés. Tal será, en resumidas palabras, la argumentación central que desarrollará la cuarta parte de este libro.
Por dicha vía, la intención es sentar las bases de una hipótesis la cual, como toda conjetura, puede estar y de hecho está, sujeta a intensa controversia. Porque si aquella afirmación es cierta, podríamos decir que un país (Japón) al que en un momento se le atribuyeron rasgos modélicos (por parte de otras naciones del SEA) ha caído en crisis. Pero, invirtiendo el orden del razonamiento, también podríamos afirmar que un país desde hace tiempo en crisis (hablo del mismo Japón) sigue siendo mirado desde fuera como posible fuente de soluciones (no sólo los países del SEA no desmienten esta afirmación a pesar de la crisis, sino que se siguen agregando nuevas naciones interesadas en pulsar unas u otras “fórmulas niponas”, ahora vistas como “sistemas asiáticos”). La controversia nace justamente de la forma de encadenar esos dos conceptos: ¿”modelo en crisis” o “crisis y modelo”?
Sea cual sea la forma en que establezcamos la relación entre ambos términos, ésta no es una situación inédita en la historia universal. Que a una gran nación o imperio le broten los imitadores justo en su madurez (los frutos sazonan en otoño, antes de empezar a estropearse) es algo que ya sucedió bastantes otras veces.
Le ocurrió al gran imperio chino. Se constituyó tempranamente como unidad territorial, gracias a lo cual pudo proyectar de puertas para adentro ciertos principios unificadores. Las naciones circundantes tampoco lograron liberarse de la fascinación (y del yugo) del poder centralizador de los mandarines. Y ya fue mencionado que Japón, considerando a China nada menos que “centro del mundo”, tomó en el siglo VI la decisión de imitarlo, de copiarlo, intentando transformarse lo más posible en una sociedad idéntica al codiciado modelo. Sin embargo, la China que proyectaba tan potente luz estaba herida por un mal que nunca, ni siquiera actualmente, ha sido capaz de extirpar plenamente de su seno: una configuración estructural ineficaz para apaciguar y coordinar las heterogeneidades internas, una unificación burocrática que nunca consiguió llegar mucho más lejos de Pekín. Así, el imperio chino vivió en constante peligro de escisiones internas, de disolución en el marasmo de peleas entre clanes diferentes, dotado de lenguas, religiones y culturas sumamente distintas, procedentes de horizontes distantes. La historia de la China es larga pero presenta una constante: su crisis interna nunca impidió que las naciones vecinas le siguieran imitando su sistema de escritura, su filosofía, su orden administrativo, su organización laboral, su diplomacia.
La Roma imperial nos proporciona otro ejemplo adecuado a los fines de la propuesta de este libro. El máximo de su extensión coincidió con continuos estremecimientos, con críticos cuestionamientos, con la división entre Roma y Bizancio...sin dejar por eso de ejercer una profunda influencia entre las naciones mediterráneas y europeas occidentales en el momento de definir formas permanentes (y en muchos casos definitivas) que sirvieran de fundamento a sus grandes instituciones sociales: la lengua, la administración, la arquitectura, la osamenta legal, los sistemas de comunicaciones...¡Varios siglos transcurrieron entre el comienzo y el final de la crisis del imperio romano! Dos milenios han pasado desde que muchas naciones decidieron dejarse penetrar por la irradiación de tan potente foco. Al principio, como consecuencia de la ocupación militar de sus ejércitos. Después, por la simple conveniencia de modos y procedimientos más eficaces para solucionar los problemas de cada territorio.
España en América constituye otro ejemplo, esta vez sumamente próximo. Todos lo conocemos. La conquista y colonización de América se produjeron estando la metrópolis en declarada crisis interna, tras la expulsión de moros y judíos. La corona de Castilla unificaba a buena parte de la península ibérica, pero el particularismo regional y local siempre puso en crisis la existencia misma de un sistema unificado. La corona española acumulaba territorio tras territorio en América Latina, al par que su honda crisis de inadecuación a los tiempos modernos la iba haciendo cada vez más inapta para poder ser denominada “europea” (esta espina sólo se la ha empezado a sacar España tras la transición democrática de 1975). Y, sin embargo, su influencia fue abrumadora durante tres siglos en América Latina y la inercia de dicha presencia invisible ha continuado durante los dos siguientes, casi como un estigma, cosa que queda patente cuando se consideran diversos aspectos del sistema institucional latinoamericano: la configuración burocrática del estado, una organización laboral paternalista, modos y regímenes semifeudales de propiedad, las resultantes relaciones sociales notoriamente desiguales, una religión cristiana en muchos casos incapaz de aceptar la convivencia con otras tradiciones religiosas igualmente verdaderas o falsas, etc. (1).
Estos ejemplos podrían multiplicarse. Sin ánimo de concluir, también se puede mencionar al temible león inglés con su Commonwealth, a una Francia en plena crisis proyectando la larga sombra de su sistema administrativo sobre media Africa y, quizá, en el momento actual, también a Estados Unidos, cuya grave crisis se anuncia desde hace tantos años, sin que deje de crecer una influencia que sólo los necios limitarían a la Coca-cola, el MacDonald’s y la iconografía de Walt Disney (2).
Esto significa que no tiene por qué existir, en principio, incompatibilidad histórica entre declive y ejemplaridad. A condición, claro está, de entender bien qué significa la crisis y en qué sentido se efectúa, históricamente hablando, la traslación de modos de hacer o de pensar, desde unas sociedades a otras.

1) Una sociedad en crisis

Japón se queja amargamente de sí mismo. Con la tozudez con que ciertas personas mayores nos presentan el apremiante catálogo de sus dolencias, a poco que les cedamos la palabra. Si nos detenemos a escuchar a los líderes de opinión japoneses, una de las pocas unanimidades detectables entre posiciones opuestas en esta hora de compleja transición es, justamente, la evocación misma de la crisis. “El sistema está fallando” se titula, descarnadamente, un artículo de Shoichi Kobayashi, editorialista del muy liberal “The Japan Times” (3). Takeshi Inoguchi, valiosa personalidad de las ciencias humanas japonesas, nos recuerda hasta qué punto Japón ha hecho de la ambigüedad un auténtico método a la hora de resolver problemas exteriores o internos (4). Kenzaburo Oe ha dedicado numerosos escritos y declaraciones a estigmatizar esta ambigüedad, que considera un vicio cardinal de la nación japonesa. Lo expresó, entre otras ocasiones, con ocasión del discurso de aceptación del premio Nobel de literatura, en 1994: “Como novelista, vivo marcado por las profundas heridas de la ambigüedad de Japón” (5). Según explica por su parte el influyente politólogo Masaru Tamamoto en varios de sus escritos (6), “esta ambigüedad comenzó hace 130 años cuando, clausurando más de dos siglos de aislamiento y embarcándose en una frenética modernización, Japón se abrió al mundo internacional. Hoy por hoy, incluso después de haber conseguido hacerse ‘moderno’, esta ambigüedad sigue ejerciendo un tremendo poder y destrozando a este país y a su gente”. Otros eminentes pensadores y escritores han detallado la lista de los factores de la crisis de una nación estancada entre el “quiero” y el “no quiero”. Según ellos, Japón es una nación conflictuada con su propia identidad: un régimen político sin auténticas alternativas, con una burocracia omnipresente y bastante ineficiente y una corrupción muy extendida, una sociedad dotada de una estructura familiar con huellas de autoritarismo del pasado, una pronunciada desigualdad entre los sexos, un sistema escolar inadecuado para el presente (7).
Se trata de reclamos tranquilos, expresados con amabilidad y hasta con recato, diría que muy “a la japonesa”. Pero se trata de voces muy extendidas, que quien esté atento puede escuchar en talleres y oficinas, en despachos administrativos y aulas universitarias, en las columnas de cierta prensa y en algunos programas de televisión. Para ponerle nombre y epítetos a la crisis japonesa no hay ninguna necesidad de citar a autores extranjeros de la llamada “escuela crítica” o a múltiples políticos occidentales que siguen recomendando “vapulear a Japón” para ver si se despierta. En el capítulo 6 nos detendremos a estudiar las características específicas de la crisis social en Japón. Y veremos que son las características mismas del modelo corporativo las que revelan problemas de funcionamiento.

2) Un sistema exitoso

Sin embargo...a pesar de lo anteriormente dicho, a Japón le cuesta emprender la profunda reforma política que todos corean, como lógica consecuencia de tan unánime reconocimiento del mal. Y si a Japón le cuesta cambiar quizá es, como sagazmente nos explica Tamamoto en otro de sus textos, porque el sistema japonés gratifica en algo fundamental a sus miembros: “Se pide a los japoneses que cambien un sistema que ha resultado muy exitoso. Los líderes políticos japoneses enfrentan la difícil tarea de inclinar hacia el cambio a una miríada de intereses locales que se consideran a sí mismos muy bien atendidos por el sistema” (8). Desde los sindicatos progresistas hasta los tan conservadores agricultores: un vasto espectro social sigue mostrando relativa satisfacción en temas tan cruciales como baja tasa de desocupación laboral, cobertura sanitaria y red educativa prácticamente universales, estabilidad institucional, medios de comunicación relativamente acordes con la sensibilidad ambiental...como se desprende de sondeos oficiales y privados. Refiriéndose luego a las presiones exteriores que se ejercen sobre Japón, sigue diciendo Tamamoto: “No es una resistencia cultural al cambio lo que impide que los japoneses respondan favorablemente a los requerimientos americanos: no es difícil comprender que los japoneses duden en derribar lo que a sus ojos constituye un sistema exitoso”.
Que hay problemas en Japón lo dejan claro numerosos diagnósticos en términos de crisis. Que la reforma interna es difícil lo prueba el apego que muchos ciudadanos demuestran por las condiciones que hicieron posible el sostenido crecimiento del Japón de posguerra.
Esta paradoja, esta dualidad entre crisis y estabilidad, la ve cualquiera que observe la actualidad económica y social de Japón. Desde fuera, no dejan asimismo de percibirla numerosos jefes de Estado y de Gobierno, políticos, economistas, periodistas, académicos, etc, que están enfrentados con sus propias realidades nacionales y muestran una acusada sensibilidad para valorar las luces y las sombras que proyecta Japón (9).

JAPON EN CRISIS


Desde hace unos cuantos años se escucha decir que “Japón está en crisis”. Los dos grandes shocks petroleros internacionales (1973 y 1981) lo golpearon con dureza: este país carece de fuentes energéticas propias y su carbón no puede considerarse suficientemente apto como “factor clave” en ningún proceso de industrialización (1). Vivió a merced de la especulación internacional durante las crisis energéticas. Pero se repuso con mayor rapidez que el resto de países desarrollados. Su casi “exagerada” velocidad de crecimiento durante los años 60 y 70 parecía acelerar el final de un “ciclo largo” de expansión ininterrumplida, el estancamiento productivo y una progresiva “desindustrialización”. Los más agoreros afirmaron que “el sol también se pone”, como se tituló el mayor best-seller alarmista de aquellos años (2). Japón no parecía darse por aludido. Aunque frenó su meteórico crecimiento de 10% anual de su PNB, siguió avanzando, al menos tanto como las consideradas “prósperas” economías europeas e incluso resolviendo problemas que hoy en día lastran a éstas peligrosamente (3). Por aquel entonces se empezó a hablar de “crisis estructural” japonesa, incorporando nuevos elementos a la explicación de la sempiterna agonía nipona: la burocracia, el sistema educativo, y hasta la “apisonadora” del consenso social (4). Japón siguió creciendo. La crisis de la deuda externa latinoamericana le brindó una extraordinaria ocasión para desdoblar su poderío económico. Ya disfrutaba de sostenida expansión industrial, con intensa ocupación industrial del archipiélago y formando sucursales o nuevas industrias con capital japonés en el SEA, USA y Europa (5). Ahora le sumó el acceso a la primacía financiera, ocupando primeros puestos mundiales desde mediados de los años 80 (6). Entretanto la burbuja financiera reventó sonoramente. Esto dio motivo para que los atentos enterradores de Japón comenzaran a hablar de “crisis terminal”, motivada externamente por graves desórdenes financieros, primero en México, en 1998 en el SEA y en estos momentos en el resto del mundo, en países como Rusia, Brasil, etc (7). Es obvio que Japón acusa fuerte recibo de todas estas dificultades. Pero, contra pronóstico, se mantiene, a la par que los países de la Unión Europea (lo que no es poco, porque está “ más arriba”) y a pesar de acumular un considerable déficit (se calcula un 25% de deuda pública) tiene (teóricamente) suficientes reservas como para “financiar” parte de la recuperación de algunas economías vecinas que, al parecer, realmente se hundirían de no mediar el robusto padrinazgo nipón. Es lo que se está viendo con Indonesia y ya se observó antes con Tailandia. Como en el famoso chiste, “questo é un morto chi parla”. Occidente (sobre todo Europa) insiste en darlo por muerto económicamente, pero la situación japonesa no parece ser, al menos a tal extremo, la que con machacona insistencia nos explican que es.

¿Se trata de “defender” numantinamente a Japón? No es la intención de este libro. Simplemente es menester denunciar la (intencionada y fortísima) tendencia occidental (europea y norteamericana) a desembarazarse de tan molesto y peligroso rival económico por la dudosa vía de los argumentos capciosos superficiales. Aunque las opiniones están divididas sobre el carácter de la crisis “asiática” en general, muchos observadores serios estiman que Japón se recupera (a su manera) de sus indudables achaques económicos actuales, o digamos que puede convivir suficientemente con ellos, demostrando ser un país con “una mala salud de hierro”, en todo caso en igual o no peor estado que el resto de los países industriales. La crisis (grave) que afecta a Japón no es sólo económica, sino antes que eso social y política. Que esa crisis sistémica pueda acabar acarreando la ruina económica del país, nada más cierto, como ha sido señalado con insistencia en estos últimos tiempos. Que esa crisis pueda seguir arrastrándose durante tiempo (ya existe desde hace años), resulta imaginable, dada la forma lenta, a veces lentísima, en que suele degradarse una sociedad. No tenemos más que observar atentamente lo que sucede con Estados Unidos, un tigre herido (muchos así lo afirman), pero de ninguna manera ese “tigre de papel” que en momentos delirantes algunos pensaron tener enfrente. Japón está seriamente tocado por su crisis social. Pero ningún país se hunde súbitamente porque esté afectado por graves y endémicas fracturas internas (8).
Para entender el presente y el futuro de Japón, tenemos que adentrarnos en las raíces y características de su crisis social. En este capítulo se propondrá una manera concreta de enfocar esta crisis, desde el triple punto de vista de los individuos, de la comunidad nacional y del país proyectado internacionalmente.


CRISIS DE IDENTIDAD

En el capítulo 3 insistíamos en el éxito de la difusividad horizontal, uno de los factores determinantes del funcionamento de la sociedad japonesa. Como pocas sociedades, Japón en parte se ha transformado en “una comunidad de clase media” (aunque sin eliminar totalmente bolsones de pobreza y marginalidad, en cualquier caso menores que en Europa y sobre todo EEUU). Para quien vive en Japón no deja de parecer visible la difusión del mismo “discurso marco” (o sea de una ideología motivadora de comportamientos cotidianos constantes y homogéneos) en extensas capas de la población. La escolarización es prácticamente universal. Una cosa es el juicio que podamos emitir sobre la eficacia técnica del sistema educativo japonés, usando criterios tales como el nivel adquirido en ciencias, lenguas y pensamiento crítico. Sin embargo, la opinión más repetida por observadores locales y extranjeros es que la retórica escolar reconfirma y prolonga las mismas ideas que se inculcan en muchas familias japonesas. Afirmar que Japón es “una sociedad educativa” (9) significa sugerir que el proceso de socialización primaria goza de una continuidad hogar-escuela directamente impensable en las otras sociedades desarrolladas (incluso en Alemania) y con mucho mayor razón en nuestras desestructuradas sociedades latinaomericanas.
Esta continuidad tiene que ver con dos factores que serán mencionados con brevedad.
- El proceso de alfabetización es lento y complicado. Los chicos no suelen estar capacitados para comprender los “kanjis” que se utilizan en los periódicos antes de los 12 o 13 años, y a veces más tarde todavía.
- Se sigue escuchando un persistente mensaje de unificación de todos los japoneses en torno a tradiciones comunes. Ya se dijo: raza, lengua, territorio, religión, emperador constituyen el ramillete de clásicos dogmas nipones.
La fuerza homogenizadora de esta auténtica “ideología dominante” va más allá de lo que un occidental puede imaginar. Desde los 15 ó 16 años, todo buen japonés recita automáticamente cuando conviene el manual de buena conducta y de correcta expresión que ha tenido que escribir, recitar, memorizar, interiorizar, al cabo de 9 años de escolarización con una deserción escolar menor que en cualquier país occidental. Se asimila un esquema al mismo tiempo vertical en lo jerárquico y difusionista en lo discursivo, ese que vimos con detalle en capítulos previos. Compartir la niponidad aplaca el sentimiento de estar encadenado a la inexorable línea de mando. La conciencia de ser todos de la misma nacionalidad atenúa la distancia social creada por el rango. Cada uno se mantiene en su sitio sin chistar ya que todos pueden decirse y decir que ocupan el mismo espacio territorial, el mismo terreno religioso, el mismo tronco racial y las mismas coordenadas lingüísticas (¡es fácil sentirse diferente de las demás naciones y cómplice de los propios connacionales cuando se ha vivido la experiencia de aprender una lengua como la japonesa!).

Sin embargo, el discurso familiar y laboral destinado a “formar el carácter” (el omnipresente “kokoro”: corazón, mente, espíritu, mentalidad, humanidad (5)), muestra cada día más sus limitaciones. Sucede que el discurso de la japonidad ha entrado en crisis. O, lo que es lo mismo, ha dejado de ser unánime. Lo siguen predicando desde el “Japón oficial”, a través de las agencias socializadoras habituales (hogar, escuela, despacho, taller, templo, cuartel). Pero porciones crecientes de miembros del “Japón real” se lo creen menos. En Japón asistimos desde hace años a la pérdida de legitimidad de la relación patriarcal (10). Mucha gente deja de participar en el consenso discursivo tradicional. Menos y menos devotos concurren a los templos, salvo para situaciones formales y rituales. La institución imperial sigue sin tener muchos opositores por principio, pero abundan los indiferentes que no acaban de creerse la paternidad universal del “Tenno”. El auge de las lenguas extranjeras resulta un exponente del sentimiento (que decenas de veces manifiestan estudiantes, profesores, vecinos y conocidos) de estar “sitiados” dentro del cerco de una lengua que logra definir bien al ser nacional (es cierto)...pero que resulta inadaptada para la comunicación y el intercambio internacional. De suyo, los hablantes de las lenguas chinas no entienden el japonés, a pesar de escribir parcialmente con los mismos caracteres, “kanjis”. La exclusividad racial, no tan completa como acostumbran a sostener algunos antropólogos tradicionalistas, ya no es considerada por muchos como un privilegio sino, apenas, por parte de vecinos orientales y ciudadanos occidentales, como instrumento de identificacion de una nación no siempre estimada.

Resulta significativo: esta crisis de autodefinición estalla precisamente en el hogar y en el sistema escolar, los dos principales y firmes baluartes de socialización del discurso del “kokoro”.
En el seno de las familias, la crisis de relaciones jerárquicas recrudece sin remisión. Decrece la conciencia de estatus. El padre de familia, definido antaño con tintes heroicos como “guerrero corporativo”, sigue trayendo el dinero a casa (lo cual le da derecho a ser machista y mandón) pero no goza del respeto y de la sumisión que hace pocos años exigía a sus hijos. A menudo estos prescinden del mando paterno, encerrados en un artificioso mundo juvenil que hace la fortuna de comerciantes y fabricantes, como consecuencia del alto poder adquisitivo de estos chicos, reflejo de la opulencia familiar. La madre observa la situación con una silenciosa mirada cómplice. Porque, claro está, también se debilita la creencia en la superioridad “innata” masculina sobre la mujer. Veremos en apartados siguientes que esta lucha por conquistar nuevos espacios se libra también fuera de casa. Pero la mujer ya ostenta un firme mando sobre el ámbito doméstico, administrando el presupuesto familiar, guiando la educación de los hijos y redistribuyendo a voluntad los roles internos. Esta evolución incluye, siempre que hace falta, el arrinconamiento del marido al prestigioso pero impotente papel de firmador de cheques (en realidad: depositario del “hanko” o sello familiar) y de usufructuario de la habitación del “tatami”, donde a veces toma las comidas sin compañía (11).
También se hunde en Japón la creencia en un supuesto privilegio por razón de la edad. Esto se constata y se vive antes que nada a nivel familiar. “Papá y mamá crecen en años, pero al parecer no en experiencia o en humanidad” (12). Casi nadie vive ya con los abuelitos. Cuando se encuentra a los mayores por la calle, la situación usual es doble.
- Los ancianos, firmes creyentes en su preminencia por razón de edad, tratan descortésmente a los más jóvenes, se cuelan en las filas y cruzan por la mitad de la calle, contando con que los demás se adapten.
- Los más jóvenes les pagan con la misma moneda. La adjudicación de asientos especiales para ancianos, inválidos, embarazadas, etc, se respeta cada vez menos.
Debajo del estricto código de etiqueta, que sigue siendo observado por todos (a veces después de exigirlo), los miembros de la familia a menudo intercambian gestos inamistosos y libran auténticas guerrillas, enfrentándose “todos contra papá” (12).
Todavía se guardan las formas externas en la familia. Pero los adultos tienen que pagar un precio alto. La paz doméstica “se compra” dando “libertad” a los chicos. La “libertad” comienza autorizando a que los chicos viajen solos en autobuses y trenes desde los 6 años y luego desentendiéndose progresivamente de su vida escolar, o sea del núcleo decisivo de su vida personal y relacional. A medida que crecen, se van ”complaciendo” exigencias crecientes ligadas a horarios, comidas, modalidades de consumo. Carentes de apoyo y compañía familiar, ayunos del calor hogareño, estos chicos estallan cuando pisan la escuela. Lo que está sucediendo en las escuelas japonesas, nadie era capaz de imaginarlo hace años. La indisciplina escolar contradice todos los tópicos habituales sobre la sumisión de los japoneses. También recrudece la violencia escolar, en forma de “ijime” (hostigamiento, amedrentamiento, en forma de maltrato colectivo -psicológico y hasta físico- de una víctima propiciatoria seleccionada entre todos los alumnos de la clase) o de vejaciones fuera del recinto escolar a jóvenes y adultos, llegando a producirse en 1997 y 1998 una serie de muertes sobrecogedoras (13).

Cabe señalar un rasgo común entre estos problemas familiares y escolares tan rápidamente evocados: muchos adultos defienden el mantenimiento formal del código de conducta tradicional. Lo cual los lleva o bien a mirar hacia el otro lado (sin darse por enterados de lo que sucede) o a tirar “pelotas fuera del área” inculpando a los demás: los padres responsabilizan a los maestros, estos se quejan de la falta de condiciones materiales por parte de una administración demasiado “ahorrativa”, mientras que la administración cierra el círculo incriminando erradas prácticas familiares. Sorprende la paralización que está produciendo esta reacción juvenil contra el patrimonio heredado. Ante los ojos de todos se suceden los casos de una crónica bastante dramática. Algunos llegan un poco más lejos y afirman que el sistema educativo es demasiado exigente, que “tensiona” a los estudiantes y que, por vía de consecuencia, provoca todo tipo de irregularidades. Pero pocos actúan. Salvo, claro está, los propios estudiantes, que organizan su autodefensa y concurren a los liceos munidos de cuchillos y otros objetos punzantes o contundentes, a vista y paciencia de profesores que no se atreven a intervenir, en parte por temor a nuevas agresiones físicas y en parte por no interferir en la “privacidad” ajena (14).
Este es uno de los capítulos más significativos y dramáticos de la pérdida del consenso en torno a un código de conducta inculcado (por parte de administradores y gobernantes) como “antiquísimo”, pero descubierto (por jóvenes y no tan jóvenes) como ”inventado” hace recién un siglo y poco, durante el periodo Meiji. En el momento de la “restauración imperial”, urgía dotarse de un instrumento capaz de proporcionar a Japón una ideología legitimadora de la sumisión social. Ahora se intenta lograrlo en las condiciones objetivas del “capitalismo desarrollado”, de la “tercera revolución industrial” y de la “globalización”. Pero, para tales fines, el Japón oficial sigue empleando el mismo discurso de antaño, ése que a muchos parece pasado de moda.
La retórica basada en la relación “oyabun-kobun” (interdependencia en línea vertical entre un padre y su hijo...y luego entre un maestro y su alumno, entre un jefe y su subordinado, todo ello evocando el símbolo inicial del emperador y los ciudadanos japoneses) ha perdido legitimidad. Las mujeres ya no se sienten inferiores a los hombres, los jóvenes no confían tanto como antes en aprender algo del mundo de los adultos, las parejas manifiestan fisuras internas que (contrariamente a muchos países occidentales) no se traducen, por ahora, en un aumento exponencial de divorcios. ¿Cómo puede divorciarse un ama de casa que no trabaja y cuyo poder se apoya, precisamente, en aquel desequilibrio funcional de la familia ya descrito?. Y ¿cómo podría divorciarse el marido cuando tiene a su cargo económico a cónyuge y varios hijos, algunos de los cuales irán a universidades cuyas altas matrículas pagará él? Las fisuras se traducen en relaciones informales extramatrimoniales y, sobre todo, en divorcio de hecho sin separación efectiva, lo que aumenta el silencio y el frío que a veces se percibe en los hogares japoneses. Significativamente aumentan los divorcios de matrimonios compuestos por ancianos, cuando ya ni siquiera existe una obligación económica que los mantenga juntos (15).

La crisis a la que se alude casi nunca toma la forma de una “revolución”. Ni tan sólo de una “rebelión”. Por el momento no hay alternativa. El discurso socializador oficial sigue siendo bastante influyente y muchos se sienten incapaces de reformularlo.
Una solución fácil (y por eso la más frecuente) consiste en crear estrafalarios micromundos ajenos a la corriente principal de la compostura oficial. Si alguien pensaba que los espectáculos callejeros de Londres o Nueva York constituían el máximo dislate -con sus variadísimas tribus urbanas-, que vaya a Harajuku en Tokyo o a Umeda en Osaka. Podrá comprobar que, en materia de extravagancia, muchos jovencitos japoneses resultan al día de hoy insuperables (16).
La otra solución (parcialmente incluída en el ejemplo anterior) es la copia sistemática de modelos extranjeros, tales como se entienden y se practican en Japón, a veces por importación directa pero en general mediante ágiles adaptaciones locales de lo foráneo. Como era de esperar, las modas norteamericanas hacen furor, año tras año, a pesar de que ya pasó más de medio siglo desde la ocupación norteamericana. Los segmentos sociales menos defensores de la retórica oficial rivalizan en repetir códigos de etiqueta o de comportamiento extranjeros, siendo en muchos casos “más papistas que el papa”. Durante los años locos de la economía “de burbuja”, el primer “Beaujolais nouveau” no se descorchaba como pudiera creerse en Perpignan, sino ¡en Tokyo! El vino era transportado el mismo día de su destilación, en un gran avión cisterna, para saciar la novelería de miles de consumidores japoneses. Ya he sugerido que los punkies nipones hacen palidecer a los londinenses (¡que ya es decir!). Más de trescientas academias de baile flamenco por todo el archipiélago nipón dejan muy por detrás a las quizá cien que ostenta con orgullo la propia España. La variedad y abundancia de puntos de venta de todo tipo de “fancy food” (vulgo: “comida basura” de origen norteamericano) es algo que provoca la admiración de los yankis expatriados. Si tales fenómenos no se reproducen en igual medida en el caso de “productos” latinoamericanos es, únicamente, reflejo de la abusiva canalización informativa en favor de las relaciones norte-norte por parte de las agencias de noticias. Aunque, preguntado acerca del tango, del fútbol, de Evita Perón o del “Che” Guevara, cualquier argentino que viva en Japón no dejará de reconocer el aluvión de “merchandising” en esas cuatro materias...En una lista latinoamericana más amplia y cuidadosa habría que agregar el carnaval de Río, la comida mexicana, el romanticismo guerrillero y las proezas del presidente Fujimori, entre otros.
Por carecer de alternativa (salvo los comportamientos excipientes mencionados), la crisis de las relaciones individuales (y de los individuos con sus grupos de referencia, dentro del marco microsocial) que azota al Japón, es lenta en su verbalización (los disturbios estudiantiles sólo constituyen un preanuncio, pero lo gordo pareciera estar todavía por venir) y será sumamente pausada en su resolución.
Puede hablarse de una auténtica “crisis de identidad” japonesa (17). Si nos centramos en la vigencia del corporatismo verticalista-difusionista del Japón (a pesar de la tormenta financiera), lo primero a señalar es que la mantención de dicho molde social retrasa la definición de una moderna identidad propia, al mismo tiempo creíble y generalizada. Lo que ocurre en las familias y las escuelas revela crecientes distancias entre el discurso teórico y la práctica social. Porque, si se reconoce la variedad de situaciones existente, ¿cómo unificarse en torno a un discurso que no la acepta o no la valora?. Y si la innegable variedad no se canaliza y estalla como una tubería que deja salir el agua a chorros, difícilmente podrá convertirse en lenguaje común. Los segmentos seguirán luchando contra los segmentos. El único terreno no conflictivo serán las conveniencias tácticas de los contendores, movidos por intereses inmediatos.
De mientras, la definición tradicional del “ser japonés” es algo sobre lo que se escriben miles de artículos y libros. Algunos de los más exitosos son fruto de la pluma de escritores no japoneses, continuando una tradición bastante antigua en la materia. Muchos saben, o dicen saber, lo que NO es la identidad japonesa. Y se abalanzan contra los pilares del discurso tradicional:
- Japón no es tan homogéneo como lo pintan.
- Los japoneses no son tan renuentes a la transformación social como se asegura al hablar de supuestos “atavismos” anteriores a toda memoria histórica.
- Quizá Japón tiene algo “único” e “irrepetible”...pero se discute si un hecho diferencial tan exclusivo ha de constituir motivo de orgullo o de preocupación, de alabanza o de crítica, de autocomplacencia o de autoescarnio (18).

Las preguntas sobre qué son o quiénes son positivamente los japoneses no sólo no tienen respuesta sino que recién comienzan a ser formuladas. ¿Es Japón un país único e irrepetible? ¿O solamente un país oriental? ¿Y porqué no considerarlo como un país geográficamente asiático, aunque cultural e institucionalmente entroncado con China, con Europa y con Estados Unidos, configurando un mestizaje institucional y cultural tan completo que sólo lo creíamos imaginable en América Latina? Muchos japoneses se sienten muy interesados por estas preguntas. En ellas captan que les va la vida, o sea la propia identidad. Manotean para buscar referencias en las que apoyarse...Una parte de lo que encuentran es de fabricación japonesa. Pero otra, considerable, sigue siendo extranjera, europea o norteamericana. Aquellas teorías de “los dos japones” (con sus respectivos epígonos locales) han funcionado como tapón argumental que impide el drenaje de debates autóctonos. Sólo sobre la sólida base de lo propio, se piensa, sería posible escribir un nuevo texto en reemplazo del actual, cuya autoría excesivamente foránea constituye un escándalo que muchos no cuestionan. Algunos reaccionan para refugiarse en un pasado que no sólo no volverá sino que siguen explicando mitológicamente (19). Otros reaccionan en la dirección exactamente opuesta: identifican el incierto Japón del futuro con un presente hecho de micromundos en el que pequeños grupos sobreviven: tolerante, de costumbres democráticas, ajeno a todo machismo, cosmopolita. Podemos encontrar un microJapón pacifista, otro feminista, otro republicano, otro ecologista, otro posmoderno, y otro y otro y otro (20)...Pero lo que no logramos hallar son instituciones o mecanismos que canalicen el descontento en una dirección concreta, o que permitan que nuevas prácticas sociales a pequeña escala dejen de ser segmentarias y se transformen en opciones viables para grandes colectivos.

¿Ahora resultará que no sólo no se defiende a Japón sino que se lo pinta con tonos tan negros como los de la paleta de Francisco de Goya?
Sólo se trata de describir un Japón desconcertado, dividido entre la explicación teórica de lo general (donde sigue primando el lenguaje de la “armonía” y de los “eternos” valores del Japón) y la verbalización práctica de las experiencias individuales o microgrupales, con ocasión de las cuales los japoneses -especialmente los jóvenes- se despachan con toda sinceridad y hasta sin dejar títere con cabeza.
Se intenta describir al Japón real, observable por cualquiera que mire: carente de sociedad civil que canalice el desconcierto individual o microgrupal hacia nuevos consensos concretos.
Japón es actualmente una sociedad en la que cada cual reconoce sin ambajes la profunda crisis de desigualdad familiar, sexual, funcional, pero sin identificar acuerdos en torno a soluciones específicas.
Por eso se puede afirmar que, a pesar de sus éxitos, el verticalismo japonés está en crisis. A pesar de sus innegables resultados integrativos ideológicos, crecientes segmentos de población (a veces caracterizados según generaciones, otras veces según profesiones, y en ocasiones por argumentos ideológicos o religiosos) no quieren ser integrados en/por ESE discurso. Como si fuera poco, la disensión no provoca una especie de “control territorial” por parte de alguna guerrilla ideológica que “libera” territorio mental de manos del dominio oficial. La protesta es sorda, carente de debate, ambigua (21).


CRISIS NACIONAL

No sólo en términos de retórica socialmente estabilizadora: el sistema corporativo japonés también ha logrado éxitos en el terreno de la redistribución social.
¿Qué sociedad capitalista, o socialista (aunque ¿dónde encontrar hoy en día una sociedad socialista en el campo occidental, incluso si allí incluímos a la pequeña Cuba?), qué sociedad occidental en general, puede ostentar un coeficiente tan alto de ocupación laboral? Los años pasan y la tasa de desocupación se mueve en Japón con una cadencia menos dramática que en Norteamérica y sobre todo Europa: en el país nipón, el índice de desocupación aumentó en un punto y medio, como resultado de la crisis financiera, pero sigue siendo considerablemente más bajo que en el resto del mundo desarrollado. Las “crisis” se suceden en la pluma de los comentaristas. Pero la mano de obra disponible más de un vez es insuficiente, especialmente en los sectores económicos de mayor productividad, aquellos que producen bienes y servicios de mayor valor añadido, los más apetecibles para simplificar (tecnológicamente hablando) la vida de millones de japoneses, y también los más oportunos para asegurarle a Japón una balanza comercial permanentemente excendentaria, con una capacidad exportadora que sólo se puede comparar con la de sus “jóvenes” vecinos y competidores. Esto hace posible plena “ocupación” sin la subocupación endémica de nuestras dualistas y tan “liberales” sociedades latinoamericanas. En Japón el trabajo se tarifa de tal forma que el sueldo conseguido es, al menos, suficiente para satisfacer las necesidades mínimas. Es más: Japón ocupa el primer lugar del mundo en cuanto a renta per capita (22).
En razón de necesidades “distribucionistas” que le permiten mantener su modo peculiar de organización y de dominación, al derecho a trabajar van unidos, como perlas en un collar, otros derechos socialmente codiciados. Salud, educación, transporte, pensiones...son derechos que Japón aplica con una literalidad que nuestras pomposas constituciones latinoamericanas dedican a pura declamación abstracta.
Por el hecho de trabajar, todo productor (nativo o extranjero) tiene derecho a su “hoken” o seguro nacional de salud. A él también se acogen quienes mantienen con él relaciones de dependencia económica (esposa, hijos). Abre a una extensa red de prestaciones médicas (externas y de internación) cuya calidad goza de fama en el oeste y cuyo precio (a pesar de recientes aumentos) sigue siendo más reducido que en cualquier país latinoamericano. Los servicios médicos cubiertos por el “hoken” son vastos e incluyen áreas de atención no comunes en el oeste capitalista, como parte de la cura dental o una atenta medicina preventiva. La mejor atención externa es la hospitalaria (años ha, esto se podía entender con más facilidad en países como Argentina, Cuba o Uruguay, entre otros), con la diferencia nada desdeñable que la tecnología utilizada está probablemente entre las mejores del mundo, la organización de los consultorios y la abundancia de médicos evita excesivas colas, pudiendo cada paciente ser atendido en bastantes casos sin pedir cita con antelación. Las tarifas son cubiertas en un 70% por subsidios estatales. El propio hospital distribuye a cada paciente los medicamentos recetados por el facultativo, en la ventanilla anexa de aquella en la que paga la consumición médica. Esta centralización de todo el circuito médico en el hospital asegura beneficios de los cuales disfruta toda la población: investigación de punta, exactitud y puntualidad del servicio, considerables reducciones de costes por eliminación de intermediarios, buen trato proverbial (23).
Del derecho a la educación ya hemos dicho algo. Y aunque sobre la educación en Japón queda mucho por comentar y aún más por hacer, el hecho incontrovertible es que Japón practica aquellas ideas que solemos escuchar de boca de nuestros ministros de educación latinoamericanos (y que normalmente se quedan en simples palabras): la educación es la principal inversión social de un país, con indudables repercusiones económicas cuando se logra pensarla a mediano y largo plazo.
La estabilidad institucional de Japón constituye un factor importante para comprender la exhaustividad del distribucionismo practicado en este país. Si vamos a la organización y la planificación de las actividades económicas, éstas no sólo forman parte del “ethos” nacional, sino que están pautadas por la reglamentación administrativa, que exige continuidad al emprendimiento privado.
Esta visión de largo plazo, el empresario ha solido aplicarla, cuando le ha tocado, a sus obreros y empleados. En la gran empresa, por ejemplo, la costumbre ha sido, durante muchos años, aplicar ciertos principios muy estudiados por autores japoneses y occidentales y que consisten, en primer lugar, en premiar la antigüedad del trabajador, como se vio en capítulos anteriores. La aplicación de esta técnica presupone un doble juego de reciprocidades.
- La empresa prefiere que el trabajador se mantenga en la firma durante toda su vida activa, apenas terminados sus estudios secundarios (esto vale para los obreros) o universitarios (en el caso de empleados, técnicos y cuadros) (24).
- Al asalariado tampoco le gusta “emigrar” hacia otros trabajos.
. Un arreglo así le conviene a la empresa: el trabajador aprende multitud de ocupaciones diferentes (no se practican demasiado los criterios de “especialización”, prefiriéndose argumentos de “polivalencia funcional”), es más flexible ante las exigencias productivas coyunturales (las horas extras en ciertos casos no se pagan o, aunque se paguen, se presupone la comprensiva disponibilidad de obreros y empleados) y protege mejor los secretos productivos o comerciales.
. Al trabajador también le parece ventajoso este intercambio: su estabilidad laboral no tiene sombras, el grueso de su salario le viene por antigüedad, disfruta de beneficios directos e indirectos significativos (además de salud y educación) ligados a transporte, formación industrial permanente, créditos blandos para gastos domésticos y, a veces, a vacaciones corporativas y otros aditamentos previsionales. Este sistema, nacido de las necesidades de las grandes empresas, se ha venido aplicando parcialmente a otros sectores como la administración pública, las universidades, los seguros y la banca. Puede considerarse relativamente extendido (no tanto como en el caso de la educación, por ejemplo) y sirve para ilustrar cómo han ocurrido las cosas en el Japón de posguerra.

Ahora bien, hay un “pero”. Este auténtico “contrato social paternalista” ha entrado en crisis en Japón. Entendamos las razones profundas de esta crisis de relaciones sociales.
El malestar comenzó en las pequeñas y medianas empresas ( PyMEs o “chuso kigyo”), mayoritarias en número aunque no tanto en capacidad para absorber mano de obra (25). En ellas la lealtad y el compromiso son menores: las relaciones laborales se despliegan en el contexto de una microsociabilidad “afectiva” que salta a pedazos cuando el lazo que liga a los actores productivos se reduce a lo puramente “funcional”. Dada la organización interna de la estructura productiva (recordemos que a menudo las PyMEs son subcontratistas, proveedoras, de los grandes monstruos industriales), las pequeñas unidades productivas acusan más las fluctuaciones comerciales y son más proclives a la bancarrota, dejando sin trabajo (y por ende sin cobertura sanitaria o beneficios anexos) a sus trabajadores.
En otros casos, la inestabilidad estructural se traduce en contratación de mujeres a tiempo parcial (“paato”), con dos ventajas para el empleador:
- En Japón, a las mujeres se les paga menos que a los hombres por hacer el mismo trabajo. La discriminación sexual microsocial hogareña se repite a nivel macrosocial laboral. No sólo en el caso de las PyMEs: también en muchos otros sectores económicos, se trate de manufactura o de servicios.
- Se las puede despedir con mayor facilidad en caso de que disminuyan los pedidos por parte de la gran compañía “madre”.
Si en la gran empresa el índice de paro se mantiene como hemos visto bastante bajo, éste tiende a crecer a medida que disminuye el tamaño de las empresas.
La escasez de igualdad laboral entre los sexos y el exceso de trabajo parcial están modificando el rostro de Japón. El acceso de la mujer al mercado laboral es intenso pero incierto. Quienes cubren los puestos parciales (y precarios) son mujeres expulsadas de sus casas por la crisis familiar y el tiempo libre ganado gracias a la tecnificación de las tareas domésticas y a la popularización de la comida precocinada. Son mujeres dotadas en su totalidad de estudios secundarios y en número considerable de algún grado superior, algo más concientes de sus derechos y con mayor independencia para exigirlos. El contrato social no sólo se quiebra aquí por razón de la condición social. También se rompe como consecuencia de la dominación de género, que muchos hombres trasladan desde el hogar a talleres, tiendas y despachos. Aunque tímidamente, las mujeres se empiezan a liberar mentalmente en los domicilios y extienden su autonomía de juicio al campo de las relaciones profesionales. Empieza a haber protestas ante la postergación: menos diplomadas universitarias aceptan el rol de “chica que sirve el té” que se les exige en más de un despacho. Incluso se acaban de producir algunos casos de mujeres organizadas ganando juicios en casos de acoso sexual o de discriminación estatutaria y salarial (26).
Así como en el domicilio conyugal comienza a resquebrajarse la preponderancia masculina individual (estatutaria, autoritaria), en el terreno social (expresivamente sintetizado por las relaciones laborales) lo que entra en fase crítica es el prodominio de grupos reducidos (“esclarecidos” y casi exclusivamente masculinos) sobre una masa de población excesivamente preocupada por “pan y circo”, por subsistir y consumir. El aumento de las cualificaciones personales no conduce inevitablemente a ocupar puestos relativos a los estudios hechos: la gran mayoría de los estudiantes universitarios saben que no ejercerán su profesión (27). El efecto diferencial obtenido con grados y diplomas se dirige, más bien, a preparar una capitanía económica, social y política acorde a las necesidades del país verbalizadas por las élites. Cuando se habla de “crisis nacional japonesa” conviene entenderla no tanto como “crisis laboral” sino, más profundamente, como “crisis estatutaria” (28). Estamos ante una crisis de legimitidad de la élite dominante como Japón nunca padeció anteriormente. No se veía nada parecido desde el periodo Tokugawa, en el siglo XVII, cuando se dio el paso definitivo de unificación territorial en torno a los “shogunes”, desplazando al régimen feudal.

La crisis de autoridad elitista ya no se resuelve mediante un régimen repartidor relativamente eficaz, aunque de hecho éste siga existiendo vigorosamente. La gente quiere más. Lo que desean los ciudadanos tiene que ver con la participación, hasta ahora dejada de lado por el planteamiento oficial. La desafección por el “padre” (en términos domésticos) se desdobla (si ahora miramos a nivel macrosocial) en caída en desgracia del “paternalismo”, que expresaba con exactitud el carácter profundo de las relaciones sociales propio del régimen elitista japonés. Los razonamientos cambian. El empresario no me concede una retribución por mi trabajo: soy yo quien me la gano, haciendo con mi esfuerzo posible su veloz enriquecimiento. El profesor no me regala unas gotas de su sabiduría: soy yo más bien el que aprende con la ayuda del profesor (o por mi cuenta, o yéndome al extranjero, si me han tocado docentes adocenados y aburridores). El funcionario no me autoriza generosamente lo que solicito en mi formulario a la administración: solamente organiza y fiscaliza el cumplimiento correcto del trámite, dentro de los marcos reglamentarios fijados por la ley y que, por cierto, lo obligan a él antes que a nadie. Si podemos decir que la nación japonesa “está en crisis” es porque se vive una extensa “crisis de ejemplaridad” en los diferentes campos de la vida social. Los miembros de la élite no cumplen ni por asomo lo que ellos todavía se atreven a exigir al vulgo. Y al vulgo le empieza a quedar claro que la perentoriedad de las exigencias que los grupos dominantes plantean al ciudadano corriente nada tiene que ver con la continuidad histórica, con el fiel cumplimiento de tradiciones comunes o con la estabilidad nacional. A sus ojos, tiene que ver con el mantenimiento de una situación desigual que menos japoneses que antes parecen dispuestos a digerir (29).
Los monjes de algunos templos se enriquecen con cultos tradicionales motorizados desde la institución escolar...pero son escasas las intervenciones religiosas para opinar constructivamente sobre los problemas que preocupan a los ciudadanos. Sorprende la discordancia entre los textos canónicos libertarios del budismo “zen” y el comportamiento rutinario y burocratizado de los grandes monasterios (Kyoto constituye un auténtico palco para observar la escena), enriquecidos más de la cuenta por el cobro de servicios rituales y el billetaje de entrada a los espléndidos “jardines secos”. La paradoja disolvente y liberadora del budismo “zen” cuesta descubrirla en Japón. Más bien, se produce otra paradoja, bastante diferente y un poco irrisoria: son a veces extranjeros los que en voz alta reivindican la agudeza de una visión espiritual sumamente productiva en términos sociales, pero prácticamente ignorada por la población y practicada por grupos políticamente irrelevantes. De la tradición religiosa sólo quedan como sutiles perfumes la perfección estética (transformada, ¡ay!, en una camisa almidonada y sin innovaciones) y la regulación estricta de la vida personal (convertida a menudo en puro corsé ritual sin relación con las realidades cotidianas). Como parte de la crisis de legimitimidad de las creencias tradicionales, habían surgido en su momento “nuevas religiones”, pero fueron absorbidas con demasiada rapidez por el “main-stream” de los intereses corporativos y de los cálculos directa e inmediatamente políticos (30).

La crisis de legitimidad de la élite dominante ha tomado en Japón una forma vigorosa y generalizada en la toma de conciencia acerca de la decadencia de la administración pública. El quiebre del esquema elitista tradicional adquiere su expresión colectiva más virulenta en el caso de la burocracia. No en vano la función pública ha epitomizado en Japón el acceso de las élites a la condición de rectoras paternalistas de la sociedad moderna (31). No en vano la burocracia ha constituído la avanzadilla letrada, la vanguardia docta, la minoría cualificada de un país presto a acatarlo todo si con ello conseguía resolver sus problemas materiales (especialmente en la inmediata posguerra) sin perder la unanimidad del código moral. Gracias a la ideología “producida” desde el propio aparato estatal y convenientemente “distribuida” a través de aulas, templos, talleres, despachos, comercios y cuarteles, los funcionarios públicos han sido considerados, históricamente hablando, como la “reserva moral” de la nación. Los funcionarios han gozado de poder discrecional. Esto sólo puede explicarse por la presuposición de un potente mecanismo de autorregulación de tipo moral en la actuación administrativa. Los ciudadanos japoneses han creído a pie juntillas en la limpieza de sus funcionarios. En parte por convicción propia. En parte gracias a la inercia generada por la repetición de un discurso legitimador del poder estatal, tan antiguo como la influencia china sobre Japón.
Aunque la capacidad corruptora del poder nunca adquirió las formas generalizadas y desvergonzadas que a veces se perciben en algunos países latinoamericanos que todos tenemos en mente, es costumbre informativa occidental centrar la atención en los escándalos administrativos japoneses. Nadie en su sano juicio negaría la proliferación de sobornos, negociados, peculados y otras desviaciones que se descubren en Japón, como parte acompañante del crecimiento de posguerra (32). Lo que constituye, en cambio, una novedad es la conciencia aguda y bastante generalizada que la propia población nipona ha adquirido de semejante situación, gracias al poder difusor de los medios de comunicación masivos (33). Se le achaca a la burocracia una contradicción entre lo que la nación esperaría que hagan y lo que realmente hacen. Se ha desplomado la confianza en los funcionarios públicos. ¿Qué se argumenta, en concreto?
La primera crítica apunta a la “permeabilidad” que la administración demuestra hacia velados intereses privados, siempre de orden corporativo. Menudea la publicación de situaciones de “emparejamiento” ilícito de intereses económicos o políticos con sectores de la burocracia estatal. La gran industria de la construcción va de la mano con el ministerio de obras públicas, las compañías de seguros y los bancos aparecen excesivamente “hermanados” con el ministerio de finanzas. Nadie duda del constante cruce de influencias, de favores, de acuerdos por debajo de la mesa, entre el poderoso MITI (ministerio de industria y comercio internacional) y las grandes y no tan grandes organizaciones empresariales. El poder discrecional de los departamentos administrativos (con la consiguiente independencia y libertad de acción para determinar normas reguladoras) constituye un poderoso incentivo para que granjeros y comerciantes detallistas, constructores y bancarios, laboratorios o grandes empresas de distribución, etc., busquen influir directamente en las decisiones que se toman. La burocracia está en crisis porque la población tomó conciencia de los manejos delictivos de unos cuantos de sus administradores.
Su segunda debilidad es la ignorancia. La gobernación del país parece basada en la presuposición (juzgada excesiva) de que un burócrata sabe mejor qué medida tomar ante una necesidad o problema de la población. Hechos recientes demuestran que cuanto más complejas las situaciones y más amplias las poblaciones involucradas en una decisión administrativa, menor la capacidad burocrática para emitir un juicio acertado. De la crítica ética pasemos inevitablemente a la crítica técnica: a la administración pública le achacan cierta incompetencia para lidiar con los temas y problemas surgidos del acceso de Japón tanto a la “tercera revolución industrial” como a la “sociedad de la globalización”. La crítica interna se refuerza con cuestionamientos procedentes de funcionarios extranjeros: esos negociadores japoneses que les toca enfrentar, ¿están en todo momento cualificados para entender debates sobre temas tan diversos como contaminación ambiental, tecnología de defensa o regulación de las finanzas o de la vida social? La burocracia japonesa está en crisis también por su inadecuación funcional a lo que exige el cumplimiento eficaz de sus obligaciones.
La nación japonesa achaca a sus élites burocráticas una tercera tara: la arrogancia. Cuando se quiebra la legitimidad de la dominación (34), las sociedades elitistas carecen de mecanismos colectivos intermedios para dirimir conflictos. En Japón escasean los canales capaces de transformar diferendos en temas de negociación. Faltan mecanismos de concertación aceptables para todos. La resistencia a la autoridad sigue provocando escándalo ofendido por parte del poderoso, incluso cuando el inferior tiene razón. Se observan respuestas similares en un monje que se queda sin grey, un director de colegio al que no obedecen, un funcionario al que le “acatan” formalmente el estatus pero sin realmente “cumplir” las ordenanzas, o un empresario delante de asalariados menos leales y cómplices. No es fácil predecir si el autoritarismo elitista está más o menos lejos de su extinción en Japón. Pero se puede observar que, ante la pérdida de un acatamiento que daban por sentado, la respuesta de muchos superiores no es más que la exasperación. Muchos burócratas suponen que la población tendría que servirlos a ellos y no, como la norma y la lógica prescriben, ellos a la comunidad. La nación se siente ofendida ante la arrogancia de una administración deslegitimada también por su forma de imponer un poder menos deseado que antes. Tercer aspecto de la crisis de la burocracia japonesa: el desprestigio de la misma función de mando, en la persona de aquellos que mandan.
Corruptible, ignorante, arrogante. El juicio crítico que la sociedad japonesa dirige a su burocracia incluye, por extensión, a otros sectores de la élite dirigente. Si podemos hablar de “crisis nacional”, en el sentido de colectiva, es porque incluye a las otras relaciones macrosociales o institutionales: la empresa, la organización religiosa, la educativa. Los japoneses se sienten víctimas de la aplicación de un poder inmoderado, no modulado por un interés público aquiescente y legitimador.

Y sin embargo, la crisis nacional japonesa apenas se traduce en protestas. Así como a nivel familiar o escolar no existen instrumentos de canalización intermedia que favorezcan el diálogo y que protejan de los excesos de los demás, a nivel institucional Japón carece de señales que den orientación a un malestar tan sordo como generalizado. No pasa un día sin que la prensa documente algún escándalo administrativo, alguna corrupción empresarial, algún abuso escolar, alguna irregularidad religiosa. Todos están al corriente. Incluso la gente comenta sobre ello en sus corros. Pero la crisis social muestra su cara más dolorosa y preocupante porque, igual que en el ámbito microsocial, no hay formas de establecer auténticos debates en torno a las inadecuaciones mencionadas. Incluso entre quienes han despertado de la hipnosis argumental sutilmente inoculada tras siglos de dominación elitista, persiste la ausencia de “instituciones intermedias”, sistemáticamente saboteadas con astucia desde las instancias de poder. Entre las muchas historias no oficiales de Japón que quedan por escribirse, una de ellas podría ser la de las estratagemas aristocráticas para desmembrar, desnaturalizar o reprimir las manifestaciones populares, cada vez que éstas han intentado vertebrar alternativamente a la nación con una lógica no autoritaria. Eso le sucedió al movimiento pacifista, al estudiantil, al cooperativo, al medioambiental, por no hablar del específicamente sindical (35). La carencia de mecanismos intermedios (cruciales en toda definición de democracia en términos occidentales) perpetúa la tendencia, muy japonesa por cierto, a resignarse ante lo que aparentemente no tiene arreglo. “¡Qué le vamos a hacer!”: es un término que expresa en este caso la incapacidad (o al menos la impotencia actual) para resolver problemas de los cuales, sin embargo, se tiene una nítida y amarga conciencia. La crisis social no “mueve” a Japón hacia adelante: los ciudadanos japoneses asisten, a menudo paralizados, a una frustrante y estancada situación, haciendo imposible el pronóstico de una rápida resolución. De mientras, la tan cacareada reforma política se apolilla en el cajón de los proyectos abstractos.


CRISIS DE PRESENCIA INTERNACIONAL

Japón es uno de los países en que la ingeniería social resultó más exitosa, logrando “anclar” en la conciencia popular que todos forman parte de una comunidad unánime, proyectada hacia el mundo exterior en seguimiento de su destino. Si la vida práctica, incluso invocando principios universales, nunca dejó de ser localista, ”provinciana”, no puede decirse lo mismo de la imagen que Japón mantuvo del mundo circundante.
Al organizar sus relaciones internacionales, Japón se movió “desde siempre” (desde el siglo VI al menos) y con una constancia inalterable (cada vez que ha tomado conciencia de su interrelación con naciones extranjeras), aplicando dos consignas sólo en apariencia contradictorias: la copia y la responsabilidad. Ambas consignas parecen paradójicas. Pero, ¿no estamos hablando de un país todo entero paradojal?
La consigna de la copia se apoya en la admiración pasiva. Para Japón, el objetivo era aproximarse lo más posible a los centros de dominación, adoptando formas de organización institucional y social, usos y costumbres que lo hicieran lo más parecido al modelo escogido en ese momento (“centro del mundo”). Así le sucedió con las civilizaciones china, europeas y norteamericana. Los mecanismos de actuación durante esos tres largos procesos contienen muchísimos elementos similares (36).
Sin embargo, la copia de modelos extranjeros nunca tuvo como único propósito resolver problemas internos (fortificar el poder central mediante la adopción de escritura, religión y costumbres de la China; adaptar la sociedad a las condiciones de la revolución industrial capitalista mediante la reformulación del Estado, la institución imperial, la educación y los hábitos sociales; permitir la eclosión de un poderío internacional japonés en las condiciones de la “pax americana” de la posguerra, a base de una nueva definición de mecanismos domésticos y diplomáticos). De forma conciente y proactiva, la imitación estuvo destinada igualmente a provocar nuevas síntesis institucionales, haciendo de Japón un país “ejemplar”. Porque, digámoslo claramente, Japón tiende a considerarse a sí mismo responsable de la buena marcha del mundo exterior, como mínimo del que tiene más a mano. En parte porque, sin un entorno mínimamente compatible, una nación carente de recursos estratégicos propios (territorio, fuentes energéticas, alimentos...) jamás podría prosperar. Y en parte porque los japoneses han tendido a considerar que esa centralidad (siempre adquirida, nunca innata) les autorizaba a exportar su experiencia a las naciones circundantes (37).
El Estado se encargó de activar el doble mecanismo de asimilación y difusión. En el capítulo 3 ya entendimos porqué la administración acabó prevaleciendo sobre los otros sectores de la sociedad. Probablemente dicho predominio burocrático fue posible, incluso necesario, por las características estratégicas de Japón. Solamente una nación férreamente coordinada en lo interior podía subsistir en tan difíciles condiciones estratégicas. Inversamente, sólo una nación estrictamente unificada en sus relaciones internacionales era capaz de mantenerse incólume en las complejas circunstancias de la sociedad global.
Tenemos entonces ante nosotros a un país pobre pero ambicioso, de escasos recursos iniciales aunque dotado con la firme determinación de hacerse valer en el mundo y ante el mundo. En suma, estamos ante un país “nacionalista”, en un sentido fácilmente extensible a cualquier país de América Latina (38). El nacionalismo le resultó a Japón doblemente necesario: para lograr la cohesión interna y para asegurar la sobrevivencia exterior. Como sucede en todo país nacionalista, el Estado se transformó en epítome de la nación, en representante “natural” de los intereses ciudadanos, debiendo comportarse de acuerdo con las expectativas (y a veces con los sueños más o menos demenciales) de su base social. Lo confiese o no, todo país nacionalista se considera portador de un “destino” histórico más o menos “manifiesto”, en un sentido similar al que estos términos toman en Estados Unidos (39). En tales casos el Estado, coordinador imperativo de la vida domestica, se desdobla en estandarte de la presencia exterior de la nación. Mientras el Estado se supo legitimado por los ciudadanos, el “orgullo nacional” japonés se sintió convenientemente resguardado. La administración gozaba de gran libertad de acción e iniciativa. Podía moverse discrecionalmente y mantener secretas sus actuaciones y motivaciones diplomáticas. Los miembros de la comunidad nacional (un pueblo hecho de subordinados, clientes, consumidores y hasta de ciudadanos sujetos y dependientes) le autorizaron todo lo que hizo falta, mostrando tendencia a identificar sus objetivos individuales o grupales con los objetivos estatales. Por esta vía, el Estado japonés llevó a sus ciudadanos a confrontaciones difícilmente aceptables. El amor filial y la defensa de la nación en peligro justificaron el ofrecimiento de la propia vida, martirio devenido símbolo de la íntima unión colectiva de la comunidad. El sacrificio en aras de la nación expresa la esencia de la propia colectividad, actualiza la identidad personal, y justifica los sacrificios de individuos y de grupos. La supremacía estatista burocrática adquirió, en países como Japón, plena actualización y completa legitimidad, cuando el Estado pasó a compendiar a la nación por medio del establecimiento de las relaciones exteriores (40).
Hasta 1945, Japón fue adalid de la expansión imperialista, motivando guerras desde el lejano 1895, guerras que sólo se acabaron con el comienzo de la ocupación aliada (más bien norteamericana) del archipiélago.
Desde entonces, Japón se transformó en campeón de la expansión pacífica, primero por medio del comercio, luego también de la industria, más tarde suplementando con las finanzas y desde hace años con todo lo anterior sumado a la cooperación para el desarrollo, ampliando sin cesar una presencia internacional cada vez más intensa.
A pesar de la flagrante oposición entre una vía armada y otra pacífica, en ambas estrategias se traslucen aquellos dos principios mencionados. Sólo un país internamente próspero y unido puede subsistir internacionalmente. Y sólo un país bien posicionado y fuerte en el plano internacional es capaz de mantenerse nacionalmente cohesionado (41).
Para lograrlo, Japón siempre necesitó un Estado fuerte. Ahora bien, ¿qué sucede cuando ese Estado entra en crisis de credibilidad, como prolongación de la crisis individual y colectiva que estamos describiendo?
El Estado japonés padece una creciente crisis de credibilidad en su actuación exterior. EEUU se esfuerza por aparentar que tratan de forma igualitaria a este socio transformado en gran figura de la política internacional. Pero muchos japoneses creen que su país constituye un simple peón (crucial, pero vasallo) movido por la hábil digitación de los Estados Unidos. Nadie ignora esto en Japón. Muchos ciudadanos toman tamaña dependencia como “algo que se da por hecho”. En algunos casos, la evidencia apunta a un hecho necesario: Japón precisó, y sigue precisando guía y protección norteamericana. Así lo afirman prominentes miembros del gabinete gobernante, así como buena parte de la oposición, unidos en un “atlantismo” que antes dividía ácidamente al PLD y al PS. En ocasiones, la conclusión se apoya en el cínico cálculo ya mencionado: “para ellos las armas y la política, para nosotros la producción industrial y los negocios”. Aunque también se fundamenta en la convicción de que quizá no hay otra vía posible o aconsejable (41). El hecho es que la élite gobernante japonesa sigue siendo extremosamente pronorteamericana.
Norteamérica sigue manipulando las decisiones diplomáticas japonesas a fin de lograr sus objetivos. A comienzos de la posguerra, Estados Unidos intervino para reorganizar la máquina económica japonesa en la línea de la “contención” del comunismo (en China primero, luego durante la guerra de Corea) y de la transformación de la sociedad nipona en escaparate “oriental” de las maravillas del capitalismo, alternativa asiática a las hordas comunistas venidas de Yunan al mando de Mao-Tse-Tung. Luego influenció retardando la firma de los tratados de paz y “eternizando” su presencia militar a través de las bases y de acuerdos tan “desiguales” como los del siglo XIX. Luego, transformó a Japón en proveedor de importaciones baratas para el continente norteamericano, de inversiones productivas en todo el universo, en fuente de inversiones “estratégicas” (Japón tuvo que descargar financieramente al amigo americano: los casos de Turquía, Kuwait y los ex países “del Este” son especialmente espectaculares), en soporte del FMI, del BM y del resto de la red financiera bajo mando yanki, en refinanciador de la deuda externa latinoamericana y, estos últimos años, en gran campeón de la “ayuda al desarrollo” (42).
Muchos japoneses están convencidos de que dichos pasos diplomáticos no fueron decididos y tomados en razón de convicciones o de necesidades nacionales, sino en función de las conveniencias de una potencia extranjera. Esto implica una sostenida falta de credibilidad de la nación japonesa cuando tiene que valorar su propia (y deseada) relación con el mundo exterior. En pocos países del mundo esta situación ha generado tanta humillación como en el archipiélago nipón. Si, como han dicho los antropólogos, la “vergüenza” es un criterio crucial para entender a la sociedad nipona (43), este “haji” ha tenido abundantes ocasiones para explayarse por culpa del “enanismo” diplomático japonés de posguerra. Sin embargo, en el caso de Japón, no estamos delante de una situación neocolonial típica como la que acontece a Latinoamérica en relación con la “doctrina Monroe” norteamericana (44). Estamos, más bien, ante el sentimiento de la propia corrupción nacional por causa del influjo militar e intelectual de otra nación (45). Los comentaristas extranjeros fueron unánimes en 1945: un pueblo rabiosamente nacionalista se convirtió en manso cordero entre las manos de EEUU, incluso en entusiasta cooperador y sostén de la ocupación del antiguo enemigo. Luego de la reacción nacionalista de los años 50, tras la firma de los tratados de paz y cooperación con Estados Unidos al comienzo de los 60, poco quedó de la llama nipona.
Vastos sectores tienen la sensación de haberse prostituido, vendiéndose por dinero a la potencia dominante: dinero de los empréstitos de la reconstrucción nacional (hubo una especie de “plan Marshall” también para el caso japonés); pleno empleo en las industrias niponas a fin de hacer posibles las fabricaciones necesarias a la guerra de Corea; abundantes divisas provenientes de las exportaciones a Estados Unidos; dividendos sacados de las inversiones; pingües negocios brotados de las manos de administradores o brokers del casi inagotable capital japonés; posicionamiento financiero a través de la banca; influencia (indirecta pero sumamente concreta) como resultado de una cooperación para el desarrollo pensada en estrecha relación con la estrategia comercial de las grandes corporaciones. Sabios comentaristas e intelectuales sostienen que el Japón de posguerra se prostituyó, vendiendo su alma por dinero (45). Cuanto más rica se vuelve la sociedad japonesa, más amargo es el regusto que tiene al usufructuar una opulencia pagada a tan alto precio moral. Si la falta de credibilidad del Estado en materia diplomática no deja de aumentar es, precisamente, porque la retórica gubernativa no parece moverse ni un milímetro respecto de los días dorados de la “doctrina Yoshida”. Sucesivos gabinetes mantienen un lenguaje lleno de formalidades y ambigüedades que no logra convencer a los ciudadanos. Así, la crisis de credibilidad de Japón en su propia diplomacia degeneró en crisis de identidad nacional, como lo recuerdan muchos incisivos e influyentes comentaristas. Masaru Tamamoto, por ejemplo, lo explica de mil maneras en sus escritos. El pueblo japonés identificó la derrota del 45 con la falta de acierto de su conducción política. Esto le hizo perder fe en el Estado nacional. Poco a poco fue viendo que, japonés en sus mecánicas, el Estado no lo era tanto en sus objetivos (46). La constante necesidad de aprobación por parte norteamericana se transformó en una constante de la diplomacia japonesa, haciendo recordar aquella relación de dependencia filial (“oyabun-kobun”) característica de las relaciones microsociales. No sabiendo dónde está, Japón acabó perdiendo de vista quién es, a fuerza de una “pretendida” pero inexistente diplomacia autóctona, cosa que reconocía hace años el mismo Primer Ministro Miyazawa (47) y que otro ex Primer Ministro, Nakasone, sigue hoy en día estigmatizando (48).
Segunda piedra de tropiezo de la diplomacia estatal japonesa: su falta de legitimidad. Japón recibió con resignación lo que luego acabó considerando un don preciado: la doble imposición del desarme interno y del estado de paz “por siempre jamás”, contenidos en la constitución de 1947 y, especialmente, en su artículo 9, llamado el “artículo de la renuncia” (49). Los japoneses se vieron doblemente despojados: de sus armas (por obligación) y de sus sueños belicistas (por propia convicción). Japón acabó bendiciendo unas imposiciones que le permitían volver a la racionalidad diplomática. Desde entonces, en la sociedad japonesa cuajó (con una profundidad que ha maravillado a numerosos observadores) un sentimiento de paz, conciente, activo y militante. El movimiento pacifista japonés fue precursor en su género y sin duda el más nutrido e influyente.
¿Porqué -se preguntará algún lector- tenía que organizarse un movimiento pacifista precisamente en un país donde la paz fue consagrada en la constitución y celebrada por cuanta autoridad habla del tema? La razón prolonga y completa el apartado anterior dedicado a la falta de credibilidad. Una vez comprobado y consolidado el desarme de Japón (cuando Japón dejó de ser un peligro militar), los Estados Unidos lo involucraron en su geoestrategia. A Norteamérica nunca le interesó que Japón fuera exageradamente pacifista. Desde la expulsión de Chiang-Kai-Shek de la China continental y la partición de Corea, a EEUU le convenía más que su escaparate asiático supiera mostrar los dientes a los vecinos cada vez que fuera necesario. Para descargar a los americanos del peso económico del presupuesto militar, Japón tuvo que dotarse de un ejército camuflado (sus “Fuerzas de Autodefensa” son, actualmente, el tercer ejército del mundo en volumen, aunque con un sentido básicamente defensivo) y lanzarse a una investigación de punta vinculada a las sucesivas estrategias defensivas norteamericanas. La “política de contención” de Keenan obligó a ciertas especializaciones tecnológicas japonesas. La “diplomacia musculosa” -y atómica- de Kissinger y MacNamara llevó a nuevas adaptaciones. La “guerra de las galaxias” de Reagan puso a prueba una vez más la adaptabilidad de la industria electrónica nipona. La “guerra del Golfo Pérsico” jamás hubiera tenido lugar de esa forma ni con tan fulgurante resultado sin mediar la activa participación tecnológica de numerosas empresas japonesas (50).
La contradicción fue siempre flagrante entre las posiciones japonesas (basadas en sentimientos pacifistas y también en cálculos económicos) y las norteamericanas (con la misma eficaz coordinación entre factores nacionales e internacionales que explica el dominio de la escena internacional por parte del coloso nortino). Nunca se ha mitigado en los últimos cuarenta años. Pero la resistencia estatal japonesa jamás fue suficientemente enérgica, ni bastante sincera, para mover a EEUU de sus posiciones.
Ya no se plantea un simple problema de credibilidad. Algunos debaten sobre la legitimidad de una acción gubernamental que, a sus ojos, pisotea el espíritu y la letra de la constitución de 1947. El movimiento pacifista tuvo que organizarse para defender una aplicación coherente de la constitución de paz. Y también para fiscalizar la traducción formal de tan bellos principios en el presupuesto anual de la nación: no dedicar más del 1% del PNB a gastos militares. El movimiento pacifista japonés constituyó, durante décadas, el más celoso fiscal de la aplicación del principio del 1%. Pero sus meritorios esfuerzos nunca lograron impedir crecientes gastos con intencionalidad militar, al servicio de la estrategia norteamericana: Japón está a la cabeza en investigación nuclear, electrónica de misiles, sistemas de detección, aplicación de sistemas expertos a casos de confrontación bélica, etc (50).
Se quiebra, de esta forma, la legitimidad de la acción gubernamental en materia militar. Y se quiebra de una doble manera.
- El tope del 1% se ve continuamente rebasado mediante la dotación de partidas que engrosan oscuros gastos de “investigación y desarrollo”.
- La orientación de dicho gasto no es la defensa del interés nacional japonés salvo que éste se entienda (y así lo pretenden los gobiernos, incurriendo en desligitimación en segunda instancia) como simple defensa del interés global norteamericano.
Por otras vías, la deslegitimación de la acción gubernativa afecta también a la autodefinición nacional, conscientes como son los japoneses de disponer de un Estado “anormal”, “de moratoria”, “provisorio” y en útima instancia “inestable” en términos diplomáticos, a pesar de la continuidad económica que hemos visto (51).
La falta de credibilidad y la falta de legitimidad se retroalimentan mutuamente. La primera transforma cualquier declaración, decisión o iniciativa en ocasiones propicias para sospechar de las verdaderas intenciones oficiales. La segunda provoca pensamientos derrotistas respecto a las posibilidades que puede llegar a tener Japón para dotarse de una diplomacia verdaderamente autónoma.
Nadie cree que algún día tendrá lugar una “guerra comercial” entre EEUU y el archipiélago, dada la intensidad de las relaciones que los nipones han establecido con los yankis. Fuentes oficiales insisten en la inminencia de alguna batalla...pero seguramente significa otra cosa que están ocultando. Pocos creen en la eficiencia de las PKO (“Peace Keeping Operations”, acciones para mantener la paz) bajo mando de la ONU: sucesivos gobiernos japoneses se han comprometido a llevarlas adelante (en parte como derivativo a la creciente presión norteamericana para que Japón “comparta la carga militar”), pero no logran demostrar que, en los puntos medulares, Japón esté en condiciones de desarrollar una estrategia propia y específica de relaciones exteriores.
Divididos entre la desconfianza y el desánimo, los japoneses descreen de la clase política que conduce la diplomacia nipona. Y no aciertan a plantear un auténtico debate sobre las mejores condiciones en que Japón debiera avanzar por la vía de la interdependencia.

¿REFORMA?

Pudimos observar diversos aspectos de la crisis que afecta a la sociedad japonesa, en la triple vertiente de las relaciones microsociales, la articulación institucional doméstica y la interdependencia global. En realidad, estos tres aspectos configuran un único síndrome. De forma sintética, podemos enunciar que el corporatismo japonés tiene problemas. Se trata de una crisis de todo el sistema, de una deficiencia que afecta a la estructura misma de la nación.
Según algunos autores, la crisis plantea un problema de opciones: se estaría produciendo una contradicción entre libertad y democracia, ambas amputadas, ambas debilitadas por el culpable abandono del ideal de Japón como “comunidad” (52).
Según otros, el fondo de la crisis reside, contrariamente, en la profunda inadecuación entre una teoría social japonesa excesivamente organicista (transformada en doctrina nacional, en mito unificador, en ideología oficial desde la era Meiji, con todas las reestructuraciones de la posguerra, que renovaron la fachada dejando el fondo bastante intacto) y las formas prácticas, observables, en que se desarrolla la vida social (productiva, educativa, gubernativa, etc) en un Japón sediento de modernización (53).
Según la primera interpretación, escasean las verdaderas tradiciones. De acuerdo con el segundo diagnóstico, lo que hace falta es que Japón se convierta más lealmente en esa “shakai” (sociedad) que anuncian tramposamente los discursos oficiales. De cualquier forma, ambos planteamientos concluyen en una progresiva pérdida del consenso necesario para definir, encauzar y superar una crisis que, a estas alturas, pocos se atreven a negar.
Como toda crisis estructural, la japonesa es antes que nada una crisis política. A nadie ha de extrañar entonces (contrariando el enfoque economicista de muchos occidentales) que por parte de las autoridades japonesas se intente (cuando se intenta) un abordaje político. Esto significa reconocer que la crisis ha generado (lo hemos visto) distintas zonas de indeterminación en los principios y de paralización de las prácticas.
Abordar políticamente la crisis estructural japonesa implica varias tareas claves.
Se trata, ante todo, de elaborar un discurso marco capaz de provocar amplio consenso, cosa a estas alturas imposible sin un debate nacional. Debate que necesita acondicionamientos pedagógicos (la gente ha de atreverse a dar su opinión, ha de acostumbrarse a discutir, ha de aprender a disentir) y la abertura de canales que materialicen dicha enseñanza (por medio de instituciones intermedias y redefiniendo las funciones de una prensa que muchos consideran “cautiva” de la retórica elitista). A un año del acceso al poder del gabinete Obuchi, no se han dado pasos significativos en dicha dirección.
La segunda tarea tiene que ver con la toma de decisiones por parte de los cuerpos gobernantes. Se trata de orientarse hacia la redefinición del sistema decisorio y hacia una drástica modificación de criterios para lograr o clausurar acuerdos internos. El único consenso que permitiría resolver la crisis japonesa ya no puede limitarse al coto cerrado de la élite. Tiene que abarcar a toda la nación. Si falta una mínima articulación de la sociedad civil, entonces habrá que arremangarse, retrotraerse a los tiempos de Douglas MacArthur y reorganizar el funcionamiento ciudadano a base de nuevas asociaciones u organizaciones que expresen intereses al mismo tiempo públicos (no sólo los privados, que se dirimen en los pasillos ministeriales) y globales (no sólo interesantes para tal o cual segmento). Los debates, arduos como nunca, continúan confinados al ámbito de la Dieta nacional japonesa.
Como ya se ha dicho, este libro no tiene por objeto la reforma política de Japón. Sin embargo, al definirlo estructuralmente resulta inevitable centrarse en su crisis y, caracterizada ésta, sugerir, aunque sea en términos muy breves, por dónde algunos piensan que se la podría quizá desanudar. De esta forma podremos introducir algunas reflexiones que parecen indispensables para caracterizar acertadamente el problema y los eventuales caminos de salida.
Lo primero a decir es que esta crisis será larga y compleja. Pasará tiempo hasta que sea superada. El proceso para cumplimentar las dos condiciones enunciadas necesita bastante tiempo. Esto se podría decir de cualquier sociedad. Pero tiene especial vigencia en el caso japonés, dado el ritmo lento y cauto que aquí toman las transformaciones sociales.
Lo segundo y en aparente oposición con lo anterior: la resolución de la crisis exige respuestas rápidas. La resolución de la crisis japonesa parece impostergable.
- Impostergable por razones exteriores: la presión internacional “necesita” descerrajar el candado del mercado japonés y para eso cambiar el sistema de relaciones sociales que “cierran” la sociedad japonesas a los inmigrantes extranjeros, a los productos extranjeros, a las ideas extranjeras. La sociedad internacional precisa que Japón se “normalice” y que, para ello, adquiera comportamientos similares al resto de sociedades industriales.
- Impostergable, también, por razones internas: la presión doméstica “necesita” colmar la distancia que separa una vacía retórica oficial formalmente democrática de la vida concreta de los ciudadanos. La sociedad japonesa precisa que el Estado se “democratice” y que, para ello, adquiera comportamientos, que, por vía de consecuencia, la emparejarán con las sociedades occidentales. Tal vez esto permita que surja de nuevo en Japón un liderazgo político que actualmente parece haber desaparecido de la escena.
Lo tercero es hijo de lo anterior. La política japonesa tendrá que encontrar un lenguaje propio, acorde con las exigencias de un nuevo consenso, así como unas prácticas sociales actualizadas. Aquí aparecerán los viejos fantasmas. ¿Libertad o democracia?, se pregunta Yazuhiro Nakasone, defensor como el que más de la reforma política. O, más bien: ¿asianización o europeización?, como sugiere Masaru Tamamoto, según su manera de compendiar el debate en curso. El nuevo lenguaje tendrá que ver con una redefinición de Japón: ¿único o interdependiente?; ¿homogéneo o mestizo?; ¿inmutable o cambiante? Probablemente de todo al mismo tiempo, aunque en proporciones que quedan por ser definidas...y debatidas.
Un cuarto elemento es la constatación de que se proyectan sombras sobre la reforma japonesa. Basta leer la prensa de los últimos diez años para convencerse de que en Japón se vive anunciando el inminente comienzo de un proceso que nunca acaba de asentarse. Según las tendencias, unos dirán que la reforma política no ha comenzado. Otros pensarán que se va haciendo, pero con múltiples obstáculos y cortapisas, más lentamente de lo previsto y de lo necesario. Sin que falten quienes sostengan que desde la ocupación norteamericana Japón comenzó un frenesí de reformas que no tiene ningún pronóstico de menguar (54). Las tres posiciones exigirían análisis específicos.
Una forma de concluir este capítulo es recordar que (si es cierto que la crisis japonesa es estructural y si al mismo tiempo es correcto que la estructura nipona está signada por el verticalismo, el elitismo y el burocratismo) la reforma política tendrá que producirse en el contexto de un cambio sustancial de relaciones sociales ¿En qué plazo podrán éstas modificarse en Japón?

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