domingo, 31 de mayo de 2009

Paisaje después de la batalla

Como se sabe, Japón vivió una fuerte crisis financiera de la que, según indicios razonables, se recupera, al menos parcialmente. En todo caso, en septiembre de 1998 ya no se consideraba en medios internacionales que el epicentro de la crisis estuviera en Japón: las turbulencias se habían desplazado a Rusia, amenazando por momentos a Venezuela o Brasil. En noviembre se dejó de mencionar que Japón hubiera sido “responsable” de las todavía presentes dificultades financieras internacionales. En mayo de 1999 se llega a aplaudir que Japón corra en ayuda de sus vecinos e inaugure un “área del yen”, moneda que, por lo visto, tan débil no debe estar.

Crisis ya las había vivido Japón en ocasiones anteriores. Pero la propia fuerza productiva e institucional de esta nación constituye el mecanismo más idóneo para su recuperación. Deberíamos recordar una lección constante de la historia: ningún país fuerte se hunde con la celeridad con que muchos (en el mes de julio de 1998: muchísimos) auguraban el “mutis” de Japón. Quizá éste sea un momento oportuno para que los economistas repasen la breve historia de Estados Unidos (por tomar como ejemplo al país actualmente más potente) y redacten la larga lista de momentos críticos que le tocó vivir...sin que por ello cambiaran sus orientaciones o su poderío. Durante todo el año 1998, el mayor esfuerzo de un estudioso de Japón independiente consistía en no dejarse impresionar por una crisis que, sin ser simple epifenómeno, tampoco conmovió los cimientos del país, al contrario de lo que vaticinaban los más agoreros. A esos analistas les costaba trabajo oponerse a la explicación de casi todos los voceros norteamericanos y varios de los japoneses (las posiciones europeas acostumbran a ser más matizadas -o, al menos, más variadas-, mientras que la mayoría de las cancillerías y medios de prensa de América Latina se limitaron a cantar a coro con el Departamento de Estado y/o el Wall Street Journal, respectivamente).
Ahora podemos decir que esta crisis, en fase de superación en lo económico (para lo sociopolítico, ver el capítulo 6), puso a prueba varios principios que, tal vez por añosos y tradicionales, una buena porción de analistas pareció olvidar en los momentos álgidos. Uno de ellos es que el estado de salud de una sociedad se deduce del funcionamiento de sus instituciones más que del estado de opinión de sus dirigentes (o de los corresponsables extranjeros). Otro es que el estado de salud de una economía se detecta mirando su fuerza productiva mejor que sus avatares bancarios. Y el tercero es que la hegemonía de un Estado sobre los demás nunca es absoluta: el país dominante ha de contar con las otras naciones, incluso si éstas lo reconocen como el más poderoso. Al parecer, la crisis económica de Japón se va desanudando por el único camino razonable: el Estado desarrollista es el que conduce la limpieza de su propia casa. Este giro de la situación brinda considerable apoyo argumental a quienes piensan que, si se quiere conocer el movimiento de un país, antes que nada hay que observar las características permanentes de su estructura social. Tal método permite tener por cierto que los problemas de la sociedad japonesa no son en primer lugar económicos. Son políticos. En este aspecto, la nación no se ha movido sensiblemente durante los últimos doce meses. El gabinete Hashimoto cedió lugar al gobierno Obuchi (con el ex Premier Miyazawa como director de orquesta en la sombra), pero el discurso gubernativo se mantiene incólume, como podrá constatarlo quien siga en detalle el debate político japonés. Al parecer, los políticos nipones conocen los fundamentos de su propia sociedad. Piensan, en consecuencia, que la resolución de los aspectos financieros de la crisis ha de resguardar al máximo las conquistas sociales tradicionales (empleo, cobertura social, educación...). Una vez más, por la vía de los “sí” ambiguos que menciona el Dr. Brenner en su generoso prefacio, Japón puede “nadar y guardar la ropa”, como se dice coloquialmente, puede seguir su propio rumbo sin oponerse ostensiblemente al aliado principal.
No se trata de insinuar que las cosas no se han movido. Sucede, al contrario, que la crisis pasada deja varias lecciones importantes.
La primera se deduce del párrafo anterior. Occidente, y en primer lugar Estados Unidos, conoce poco y mal a Japón. Tal vez es cierto que, como amistosamente comenta en su presentación el Dr. Di Tella, este libro “vapulea” excesivamente a los occidentales. Después de lo visto durante este último tiempo (recordemos las declaraciones de líderes políticos como Bill Clinton y de “popes” económicos como Paul Krugman, para tomar sólo dos ejemplos entre docenas posibles), quizá siga siendo oportuno sembrar alguna discordia argumental entre las filas occidentales, si tal proceder conduce a un mejoramiento de la visión que tenemos de este país. Durante la última crisis, lo que se decía sobre Japón a menudo era parcial y tendencioso, agitando viejos demonios de todo tipo. Una vez más, muchos japoneses se sintieron condenados antes del juicio sumarísimo al que se vieron sometidos por los “expertos” (o no tan expertos) occidentales. Si es cierto que Japón seguirá siendo una potencia mundial y si, al mismo tiempo, es verdad que a los países latinoamericanos les interesa estrechar lazos con Japón, entonces tenemos que profundizar sistemáticamente nuestro conocimiento sobre este país, volviéndolo lo más independiente posible de la propaganda que corre por despachos burocráticos y redacciones periodísticas más a menudo de lo que se piensa. La pretensión de este libro es aportar un ladrillo a la construcción de un saber más fehaciente sobre el país nipón. Se trata de elaborar conocimiento desde un punto de vista latinoamericano, sabiendo que, de rebote, las propuestas desembocarán en el debate internacional.
Los acontecimientos recientes nos ponen ante un segundo aspecto de la realidad: aunque parezca duro o descortés enunciarlo tan directamente, hay que reconocer que Japón sigue siendo un país argumentalmente dependiente. Por ello cada vez que se publican afirmaciones extranjeras sobre el carácter o la nación japoneses se siente cierta inquietud. Parte de la dependencia aquí comentada también radica en la tendencia, ¡tan japonesa!, a preferir la opinión ajena antes que la experiencia propia. Un aspecto inesperado de la propaganda internacional sobre “la responsabilidad” japonesa en el desaguisado financiero de estos últimos años fue (especialmente entre abril y julio de 1998) la permeabilidad de empresarios, políticos y burócratas nipones ante los interesados argumentos foráneos. Allí estaba el presidente mundial de una afamada compañía afirmando que probablemente a finales de ese junio ya se habría producido el inevitable hundimiento de Japón; o parte de la prensa local analizando los datos domésticos (inflación, desempleo, desorden social) desde las tendenciosas miradas de los extranjeros. Obviamente a nadie se le puede achacar una voluntaria falsedad. Pero, sí, desinformación y cierta pereza mental. Y a los responsables japoneses, por momentos alguna escasez de convicción para apoyarse en el conocimiento propio y sentirse seguros de sus propios análisis. No faltan comentaristas autóctonos (ya citados) que aseguran que falta pensamiento en Japón. Cuando no se sabe qué hacer, lo más cómodo es imitar a alguna gran nación extranjera: antaño China, el siglo pasado Europa, ahora Estados Unidos...Una lectura de los efectos ideológicos que la crisis internacional está teniendo sobre Japón podría ser que Occidente, siempre dispuesto a “explicar Japón” ante los propios japoneses, lo que en realidad consigue es aumentar la inseguridad que el pensamiento japonés tiene en sí mismo (el único pensamiento japonés que parece completamente seguro de sí mismo es el ultranacionalista, pero afortunadamente pocos apuestan hoy en día por tan excesivas posturas). Es urgente que Japón pueda explicarle al mundo sus características (y hasta sus crisis), sin depender de mediaciones norteamericanas.
Así desembocamos en una tercera reflexión conclusiva. En su estudio introductorio, el Dr. Brenner plantea con brillantez y detalle los términos de una contradicción. Por una parte, es propio de toda hegemonía explayarse en ámbitos múltiples, aunque siempre manteniendo como telón de fondo el convincente argumento de la fuerza militar: el ejemplo norteamericano es palmario a este respecto. Por otra parte, sin embargo, existen naciones cuyas presuposiciones en materia doméstica y diplomática no son de tipo “musculoso”, sino de tipo igualitario y cooperativo. En la medida en que éstas últimas están dispersas y mal organizadas, sólo pueden ponerse de acuerdo, y a veces tan sólo en contacto, “a través” de la mediación de la nación hegemónica. Pero, ¿qué pasaría si las naciones no hegemónicas se lanzan a buscar la complicidad permanente de una alianza? Brenner plantea una pregunta seria y de urticante actualidad. La pregunta se plantea pensando, y él así lo dice, en América Latina y en Japón. En su lectura infiere que el hilo conductor de este libro está tejido con los materiales de esa esperanza. Sin duda esto es cierto. También es cierto que ninguna reforma del aparato productivo, ninguna política de concertación social, ningún desarme militar doméstico podrían tener efecto como resultado de la simple voluntad de Estados particulares, por más entusiasmados que estuvieran en superar el modelo productivo fordista, la desigualdad estructural o la diplomacia de las cañoneras. Japón ya demostró que existen maneras alternativas de organizar la producción, las instituciones sociales y la cooperación internacional. Pero su mensaje enmudecerá si no es explícitamente retomado en el plano de los acuerdos interregionales, precedidos éstos a su vez por amplios debates en círculos cada vez más extendidos. Resulta sorprendente, aunque nada novedosa, la idea misma de redefiniciones de una “tercera vía” en el sentido de la igualdad interna y de la cooperación exterior. El tiempo pasado entre que Tony Blair lanzó la idea y esta primavera (japonesa) muestran las dificulatades y limitaciones de dicho concepto. Pero no nos confundamos: se trata de una idea ingeniosa y corajuda. Es, sobre todo, una idea necesaria.

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