sábado, 9 de mayo de 2009

De escritura, de poesía, de China

(2008: revista Kenkyu Ronso, Kioto)

La Escritura Poética China
François Cheng
Pre-Textos, Valencia, 2007, 322 p.


Por fin arriba a la lengua castellana esta obra de François Cheng, fundamental para la China y también para Japón. Su lectura plantea dos tipos de consideraciones, polos de esta reseña:
- las condiciones y características de su publicación (evocando de paso qué implica reseñar);
- el contenido de un libro cuya importancia realzan una bella edición y la ajustada traducción de su original francés.

La novedad. Toda reseña que se precie apunta a revistar algo nuevo. Aquí aparece la primera ambigüedad. El libro ya había sido redactado en 1974-1976 cuando Cheng, profesor de lengua y literatura chinas en París, acompañó durante años lo que, en otro texto, llama la zambullida china de Jacques Lacan: visitaba periódicamente al analista para sesiones de presentación de textos clásicos de la dinastía Tang. Cheng cuenta que al cabo de un periodo de varios años, ocupados intensamente en nuestras sesiones de trabajo (encargo retribuido por Lacan) tuve que pedirle una licencia, necesaria para consagrarme a la redacción de la obra. Esta apareció en 1977, gracias al empecinamiento de François Wahl (especie de Ezra Pound francés), director en Éditions du Seuil. Sólo la pertinaz sequía del orientalismo en nuestra lengua explica que hayan tenido que transcurrir treinta años para su rescate (palabra no excesiva) por la editorial Pre-Textos. Pero el asunto no es tan simple: durante las tres décadas siguientes a su publicación, Cheng siguió mejorando, dice, su texto con cada nueva tirada y cada nueva traducción. Notemos que, sin embargo, nunca actualizó la bibliografía de soporte, ni la francesa ni la china, manteniendo el conjunto un tono setentista. Pese a todo, la obra no pierde un tono completamente actual. Porque, en un plano más profundo, lo que cabe discutir es la noción misma de novedad. Confundir lo nuevo con lo último constituye una auténtica manía en muchos cenáculos culturales, sobre todo si se sienten en la periferia de alguna centralidad soñada. ¿Consiste la novedad en el envoltorio divertido, chispeante, aperitivo del divino pastel? (lo dice sin ironía el mismísimo Baudelaire, en un texto que merecería polémica). En materia editorial, la novedad se produce cuando, al aparecer un texto, la cultura receptora reúne condiciones para que sea asimilado en su totalidad, vertido en el caldero de la cultura ambiente. No es sólo el editor quien marca la agenda de las novedades, ni el reseñador. La novedad de un texto viene condicionada por la previa aparición de un receptáculo mental colectivo digno de acogerla (cosa que, por otra parte, un editor sensible nunca ignora). La cultura en español reúne hoy dicha condición: las consideraciones de Cheng sobre la imbricación entre escritura, caligrafía, pintura y música, o su percepción del hombre como copartícipe de la creación, por ser quien nombra lo creado, enriquecen un debate cultural marcado por la centralidad del lenguaje.

El chino, la China. Aspecto esencial de la reseña de una obra es la fiabilidad que consiga despertar su redactor. Leer un texto innovador es un viaje lleno de peligros: en él lo nuevo resulta no sólo del tema sino, a menudo, del punto de vista propuesto para mirar las cosas. Para sentarnos (y sentirnos) en paz en la lectura de lo nuevo, hemos de creer que el crítico nos ayuda a acceder al contexto esencial de la obra, y por ende a evitar confusiones, tergiversaciones, etc. Más adelante veremos que Cheng es un guía sumamente fiable de la problemática que aborda en su libro. Pero ahora hay que entender que su obra nos llega mediatizada. Basado a menudo en simples textos de solapa o en notas de prensa, el intermediario más importante entre autor y lector es quien escribe la reseña. He repasado notas sobre el libro de Cheng. Varias adolecen de automatismos que quiero discutir. El primero es afirmar, sin matices, que Cheng es chino. ¿Es chino Cheng? Lo es por nacimiento y por lengua inicial. Lo es de facciones. Lo es temáticamente. Siendo mucho todo esto, no agota el contexto esencial de su obra. Porque Cheng ha sido íntegramente formado por la cultura francesa. Por sus lecturas y maestros: son profundamente galos incluso algunos que se resiste a reconocer (pero de los que rezuma), como Gaston Bachelard o el propio Lacan. Cheng (que hoy ya no es anónimo sino completamente notorio, habiendo ganado premios como el Femina, o el de la Francofonía por el conjunto de su obra) es francés sobre todo por la lengua. Lo explica en su discurso de aceptación del sillón 34 de la Académie Française: Me hice francés legalmente y de corazón... especialmente desde el momento en que me lancé a la lengua francesa. Hice de ella el arma, el alma, de mi trabajo creativo. ¿Cómo expresar todo lo que le debo? Está unida tan íntimamente a mi manera de vivir y a mi mundo interior que se ha transformado en emblema de mi destino. Recuerda en esto a contemporáneos suyos como Tzvetan Todorov, Eugène Ionesco o Héctor Bianciotti. Su comprensión de la poética china resulta afín a la de quienes guiaron sus pasos de semiólogo y traductor: Roman Jakobson, Julia Kristeva o Roland Barthes. En nada significa restarle valor a su obra. Al contrario. Cheng es un chino de Francia, un chino enteramente a la francesa. Si la cultura oriental nos es referida por un completo oriental, a menudo no entenderemos el espesor de un discurso que en traducción queda chato, intrascendente. Si, en cambio, es presentada por un completo occidental, con frecuencia viene lastrada por prejuicios occicéntricos, aquéllos que Jacques Derrida compendiaba en la expresión mitología blanca. Cheng atesora el valor del hombre-puente: comprende las fuentes, y además es capaz de enunciarlas en una lengua y con una entonación que las hacen pertinentes y apetecibles. El hombre-puente opera el pequeño milagro de volver cercano, incluso urgente, algo que se anunciaba extraño. Sin embargo, algunos comentaristas omiten este punto, movidos por la estrategia de insistir en que Cheng es chino de toda chinidad. Si es chino, imaginan, lo que dice debe ser cierto. Y a continuación implicitan: sobre todo cuando habla de China. Ahora bien: ¿habla Cheng de China? Volvamos al argumento anterior, abreviándolo para no aburrir. El tema y el centro de operaciones del texto de Cheng son sin duda la poesía china de la dinastía Tang (siglos VII a IX), de la que brinda una copiosa antología, que ocupa la segunda mitad de la obra. Pero, al mismo tiempo, el soplo (diría Rilke, a quien Monsieur Cheng lee y relee) o el aliento (prefiere François, quien se remite a la tradición china) de su obra no es otro que la escritura poética en general. Es notable que centre su reflexión en la noción de wen: si bien lo traducen por escritura, designa las huellas dejadas por ciertos animales, o las vetas de la madera o de las piedras. De forma delicada y profunda, Cheng abre dos series de evocaciones claves. Una, conocida en Occidente, dirigida a la cultura oriental: el pincel escribe y a la par dibuja, con lo cual poesía es sin distinción escribir y pintar poemas. Hijo de esta tradición china, el artista japonés Yosa Buson comenta en un haiku de maestro: se abre el otoño, / cada día un trabajo: / pintar las flores. La otra evocación, infrecuente, sólo un hombre-puente es capaz de suscitarla sin necesidad de agregar ni una sola referencia: la escritura deja unas marcas, diría Barthes, o unas cenizas, prefiere Derrida, significando la materialidad-pese-a-todo de la acción, casi sacramental, del hombre como ser parlante: el signo proferido crea lo que significa, en el momento mismo de expresarlo. En eso pasa un ángel: en el silencio generado, se percibe la sombra de Ferdinand de Saussure, cercano a las reflexiones de Cheng. Uno imagina que las tribulaciones de este chino en Francia pueden haber provenido de la laminación de la sutil orografía generada en y por la escritura.

La escritura, la poesía. Una vez sorteadas las redes que estorban el acceso a la materialidad del texto de Cheng (solapas, ciertas notas de prensa, expectativas perezosas a fuerza de reiteración, prejuicios culturales), sigamos (a)notando las gemas que atesora. Siendo la lengua su destino y su ámbito de estudios la China, de todas las Chinas posibles en todas las épocas de su larga historia François Cheng escogió la de los Tang. La elección es oportuna ya que, centrados en un periodo que considera clásico, podemos comprender a la vez cómo se constituyó la cosmología, cómo la poesía devino su dimensión más acabada y cómo, a partir de allí (allí se refiere a la era Tang, a la cosmología y a la poesía), irradió hacia el vasto espacio-tiempo chino: modelo a seguir en el futuro, claro; pero igualmente punto de llegada de una muy larga aventura, culminación de algo que la China letrada se dedicó desde siempre a perseguir con asiduidad.

La cosmología tradicional tuvo un extenso desarrollo, cuyo núcleo ya estaba presente en el I Ching (ahora: Yi-jing), siglos VI-IV a.c., en donde confucianismo y taoísmo bebieron para elaborar su concepción del universo. Lao Tsé (Lao-zi) no pudo ser más breve para formular lo esencial, en el capítulo 42 del Tao Te-King (Dao de-jing):
El tao de origen genera el uno
El uno genera el dos
El dos genera el tres
El tres genera los diez mil seres
Los diez mil seres se adosan al yin
Y abrazan contra su pecho el yang:
La armonía nace con el aliento del vacío mediano


El tao. Es el vacío, del que emana el uno (que es el aliento primigenio). Este genera el dos (que son yin y yang). Por su interacción, ambos generan todo lo demás. Pero en medio se ubica el tres, de donde penden, como de recio cordón, la existencia humana, la lengua y la poesía. Según una tradición confuciana, que los taoístas asimilaron, el tres designa el cielo (yang), la tierra (yin) y el hombre. Este posee en su espíritu las virtudes de cielo y tierra, y en su corazón el vacío. El hombre se eleva así a excepcional dignidad: participa de tercero en la creación. Por medio de sus sentimientos y emociones contribuye además al proceso del devenir universal: es capaz de nombrar la creación. Su palabra comparte el rango más elevado con los otros dinamismos creadores. Y se yergue a una dimensión sagrada cuando se estiliza/codifica en forma de poesía. Así, ya hemos llegado...al punto de partida. El lenguaje poético explora el misterio de los signos que consignan la generación y el devenir del mundo. Se estructura en torno a los tres ejes de la cosmología china.
- A nivel lexical, la poesía autoriza un sereno vaivén entre palabras llenas (sustantivos, verbos de acción y verbos de calidad) y palabras vacías (el conjunto de las palabras-útiles: pronombres personales, adverbios, preposiciones, conjunciones, comparativos, partículas, etc.). El juego se produce en dos registros. Se las hace alternar con ingenio para dar vida a los versos (funciones sintácticas, de demarcación y enlace). De forma más profunda, empero, los poetas proceden a un progresivo vaciamiento del texto, mediante reducciones de palabras vacías: los poetas cultivan todo tipo de elipsis e introducen en la lengua una dimensión de profundidad, la del verdadero vacío. La elipsis engendra en la página un vacío físico y modifica las relaciones y las implicaciones de los signos: restituye la naturaleza ambivalente y móvil de los caracteres.
- A nivel prosódico, la poesía regular (que en el caso chino resulta ser la octava) instaura la relación dialéctica entre yin y yang. El estudio de las formas poéticas es yin-yang porque desvela, y a la vez actualiza en escritura, el procedimiento mediante el cual un orden cosmológico se construye en base a la noción y la práctica del paralelismo. La realidad se rige por el principio de oposición y complementariedad, encarnado por el binomio yin-yang. ¿Cómo expresa la escritura poética este contrapunto forjador de realidad? Con orden y método, cual un Descartes de ardiente corazón, Cheng revisa los variados recursos que permiten transformar la escritura en arte de formas y prosodias equilibradas. Se centra en el jin-ti-shi (poesía de estilo nuevo). En su seno escoge sobre todo el lü-shi (octava regular) por parecerle, en concordancia con la opinión china, una especie de mínimo completo. Un lü-shi consta de dos cuartetas y cada cuarteta de dos dísticos. De los cuatro dísticos de un lü-shi, el segundo y el tercero están formados por versos paralelos, el primero y el último por versos no paralelos. La octava crea un sistema formado por elementos opuestos en todos los órdenes (fónico, lexical, sintáctico, etc.), siendo que entre los órdenes establece a la vez una red de correspondencias, por medio de las cuales ellos se sostienen y se implican mutuamente. Cada uno de los signos solicita (dice Cheng) su contrario o su complemento (su otro). Los dos versos se interpelan (digo yo) y forman un conjunto autónomo, un universo. Su brillante y detallada demostración abre dos vías de reflexión que, lo menciono al pasar, me gustaría conversar con el propio Cheng. Una es que el modo de acción del lü-shi evoca inmediatamente las odas de Píndaro, con dos coros antistróficos (dice Aristóteles en su Retórica) y produciendo cada uno una corriente de sonido que, al combinarse con la otra, se torna nueva música, seductora al oído cuando está bien tramada. La otra se refiere a la continua formalización visual de sus puntos de vista (estimulada por el verso chino). Cheng produce figuras que velozmente hacen pensar en otras. Unas son los diagramas con que algunos filósofos de la Escuela de Kioto figuran la naturaleza de Buda. Otras conducen a la frondosa y productiva topología de Lacan, a quien los quiebres del lü-shi literalmente fascinaban.
- A nivel simbólico, finalmente, las imágenes metafóricas aprovechan plenamente la relación ternaria cielo-tierra-hombre. Dichas imágenes construyen un lenguaje simbólico compuesto de figuras que dotan de significado humano a cuanto existe y que, por eso, crean una relación distinta entre signos y cosas, estableciendo además vínculos nuevos entre los propios signos. Un tropo provoca otro, no según la lógica del discurso, sino según las afinidades o contradicciones que existen entre ellos. Cada uno no es eslabón de una cadena rígida. Se comporta como unidad libre que, por sus variados componentes (forma, grafía, sentido formal, imagen simbólica, contenido virtual...), irradia en todas direcciones. El conjunto que forman las figuras entrelazadas (que en ocasiones Cheng dibuja) constituye una inmensa trama de vasos comunicantes.

La crítica poética. Él mismo poeta, Cheng presenta y analiza trozos, entre ellos la Balada del Kong-hou, de Li He:
Seda de Wu plátano de Shu / erigir otoño alto
Cielo vacío nubes tiesas / cayendo no flotando
Diosa del río llorar bambúes / Niñas Blancas lamentarse
Li Ping medio del país / tocar kong-hou
Montaña Kun jades quebrarse / pareja de Fénix llamarse
Flores de loto verter rocíos / orquídeas perfumadas reír
Doce pórticos por delante / derretir luces frías
Veintitrés cuerdas de seda / conmover Emperador Púrpura
Nü-wa afinar piedras / reparar bóveda celeste
Piedras hendidas cielo estallado / volver a traer lluvia otoñal
Sueño penetrar Montaña Sagrada / iniciar el chamán
Peces envejecidos levantar olas / flacos dragones bailar
Wu Zhi fuera de sueño / apoyarse contra canelero
Rocío alado oblicuamente volar / mojar liebre helada.


Al lector de su libro Cheng lo considera empeñoso. No rehace el original en su estilo francés. Se limita a dejar plasmados sus elementos, sin preocuparse de vertiginosas elipsis, sin ocultar los gruesos costurones de la trama. Es el lector quien ha de componer cada poema, renovando la experiencia de nombrar, cada uno a su manera, nuestro mundo misterioso y concreto. Sin ánimo de concluir algo que, de suyo, no tiene fin, pongo punto final recordando que el aliento de la escritura de Cheng es en todo punto poético: busca que las imágenes y la música, ajenas a cualquier opinión, sean las que hagan presente el poder de la creación artística.

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