sábado, 9 de mayo de 2009

Midaregami (Cabellos revueltos) de Akiko Yosano

(2009: Cabellos revueltos, antología de tankas de Akiko Yosano)

Asistir al despertar de una conciencia libre es, entre las manifestaciones del arte, una que emociona especialmente. La poesía y la obra crítica de Charles Baudelaire nos lo recuerdan con insistencia: artista (de la forma o la palabra) es aquel que busca, y encuentra, la novedad del mundo, siendo capaz de devolvérsela hecha presente, hecha vida. Además, lo nuevo que se trata de hallar, para los modernos se inicia y se acaba en lo interior. Hugo von Hofmannsthal, estricto contemporáneo de Akiko Yosano, lo expresa así: “La esencia de nuestro tiempo consiste en que nada de lo que ejerce un poder real sobre los hombres se expresa metafóricamente hacia el exterior, sino que acontece en el interior”. Es en la profundidad de su ser donde un artista descubre su conciencia. Desde allí la devuelve al exterior, como expresión inédita de una libertad hecha persona. Esto que digo vale igualmente fuera de un contexto occidental: los poemas de Yosano (1878-1942) constituyen fiel dato de una existencia en pleno proceso de crear y transmitir experiencias significativas. De forma continuada, la actividad poética consiste en alzarse contra lo viejo de una conciencia apresada por el conformismo y las vanas formalidades. Hago notar que, en este caso, quien se levanta contra lo feudal y caduco, proclamando y ejerciendo notable independencia, es una mujer y que sólo tiene poco más de veinte años (a los veintidós publicó la obra que aquí presento, escrita desde los diecinueve). A la emoción se añade entonces gran sorpresa ante el nacimiento de una forma, hasta entonces inédita, de la mente y del corazón. Emoción y sorpresa provocaron en Japón las poesías de esta jovencísima poeta, desde que aparecieron sus Cabellos revueltos (Midaregami), clamoroso éxito de crítica y ventas de una escritora hasta entonces casi inédita.

¿ROMANTICISMO?

En línea con la evolución artística occidental, Japón ha venido asumiendo, a menudo servilmente, las tendencias europeas predominantes: desde que en 1868 se abrió al exterior, instaurando el régimen Meiji, hasta la actualidad. A comienzos del siglo XX, literatura y plástica naturalistas se iban instalando en el archipiélago, cuando la publicación de Midaregami pareció imantar un retorno del romanticismo a Japón. No le faltaban detalles de estética romántica a este texto innovador de Shôko Hô, su nombre de soltera (por homografía, Shôko equivaldrá a Akiko, su nombre literario; y por casamiento dejará el apellido Hô paterno por el Yosano de su marido Tekkan, poeta igualmente). En efecto, la escenografía de muchos poemas de esta serie es romántica, pero con un estilo diferente. Mucho sucede en interiores, con tendencia a mudarse al dormitorio. Entre lances de amor, la voz narrativa toca el koto (arpa japonesa), se prueba o se quita el kimono, mueve con su agitada mano un abanico. Cuando la acción transcurre fuera, el sujeto lírico contempla todo tipo de flores (¡notable todas las que es capaz de distinguir una mocita de veinte años!), o del viento que la despeina, o la profundidad del cielo. Si no es que mira furtivamente al garboso remero o incluso roza con sus cabellos la mejilla de un aprendiz de bonzo. De cualquier forma, Midaregami es una pieza romántica en un sentido más psicológico y profundo, ya que describe el albor de la individualidad de la poeta, el desarrollo de una acusada y desde entonces nunca perdida singularidad. Podemos imaginar el escándalo provocado por esta escritura centrada en el ego, máxime si el autor en realidad era una autora. Agreguemos el pasmo de ver superado de un plumazo, sin aviso previo, otro interdicto social, el que entonces vetaba referirse al propio cuerpo. Akiko, al contrario, lo canta con orgullo, lo contempla con todo detalle, se enorgullece de él, convoca sin falsos pudores la sensualidad:
me miro sumergida,
azucena en el baño,
todo mi cuerpo
proclama la hermosura
de sus veinte veranos.
El romanticismo de Yosano en Midaregami equivale a cantar el amor: sólo el amor, todo el amor, nada más que el amor. Amor a su amante favorito, y de veras amado, luego marido, más tarde objeto de sus celos y, al final, reducto de su nostalgia por el amor perdido ¡aunque siga teniendo veinte años! Midaregami es una juvenil, clara, fresca, detallada excursión por el jardín del amor, visto por una muchachita pudiente y revolucionada de la Osaka de principios del siglo XX:
sólo deseo
sorber toda la miel
emponzoñada
de labios de algún joven
amante, apasionado.

FEMINISMO

Akiko se supo escritora desde la adolescencia. Tras entender que no era lo suyo la novela, se decantó por la poesía y empezó a publicar algún tanka siendo todavía menor de edad. Se miraba en el espejo de los mejores vates (la mayoría hombres, mayores que ella, contemporáneos, como el que sería a la vez su esposo y, por breve tiempo, su maestro, Tekkan). Aprendió que, en materia de poesía, siempre estamos al comienzo, nunca dejamos de ser titubeantes aprendices, tartamudos empecinados. Ocurre lo mismo en materia de amores. Aquí y allá, notamos a la voz lírica llena de dudas, haciéndose preguntas que no obtienen respuesta, reconociendo con franqueza sus errores. Desde el comienzo se unió a quienes desmontaban el edificio anquilosado del tanka tradicional, reformulándolo como un instrumento más personal y dramático, dotándolo de la intensidad necesaria para lidiar con cualquier situación interior. Sin embargo, su conciencia en pleno despertar, su condición de pequeño buda en un mundo urbano con ínfulas modernas (y, con creces, el mundo de su familia de ricos pasteleros) expresa la voluntad de patear el tablero de la repartición injusta de roles que, durante siglos, llevó a la preterición de la mujer respecto del hombre. Lo que espontáneamente aporta Midaregami (sin que mediara propósito programático alguno) es la vuelta a Japón de la escritura de género, paralizada desde que la Historia de Genji (Genji Monogatari) dejó de ser considerada piedra angular de las letras japonesas. Yosano de nuevo escribe, como en el siglo XI Murasaki Shikibu, “desde un punto de vista de mujer”. Por una parte, imagina una condición femenina distinta de la masculina: enfática y minuciosa en la observación de los detalles, enteramente proyectada a su reunión o implicación (que no fusión, ni menos liquidación) en el otro género. Incluso ella pensaba (así lo expresa en una carta) que, de no estar emancipado del todo el género masculino, tampoco el femenino podría conseguir su plena libertad. Por otra parte, su condición de fémina la distancia de la viril, cada vez que los hombres se piensan a sí mismos y se expresan socialmente con algunos de los rasgos que Akiko tal vez más odió durante su vida: el autoritarismo paterno, el afán de superioridad sexual de machos sobre hembras, la infidelidad en el matrimonio como rasgo masculino corriente, el moralismo hipócrita, así como las consecuencias de tan maligno síndrome en el comportamiento femenino: obediencia de tinte feudal, retraimiento a roles puramente privados, ausentismo de la esfera pública en materia de economía, política o arte. Peculiares circunstancias inmediatas la ayudaron a emprender la auténtica revolución psicológica que, en esos años, significaba para una mujer tomar las riendas de su vida: desde los doce años su padre la autorizó a ramonear en su rica biblioteca personal, a la cual otras mujeres nunca accedían; a los dieciséis empezó a publicar poesía; a los diecinueve se transformó (fugazmente) en gerente del negocio familiar. De casada no dejó de ser sostén de un marido cada vez más declinante (incluso lo mandó varios años a París, a ver si remontaba como literato), así como de los ¡diez! hijos que tuvo con Tekkan. Todo ello a fuerza de una firme (y delicada también, que no era un toro) aplicación de su visión de las cosas: libre curso siempre a la pasión (amor y odio), una infrecuente capacidad de trabajo (publicó miles de tanka, muy bien pagados ya que era una celebridad) y un tesón a prueba de infortunios (muertes cercanas, marido depresivo, triángulos amorosos). Sólida y atractiva estampa, picaresca y sensual, la de esta mujer, captada entre otros sitios en este bello poema:
apenas entreabro
la puerta de la alcoba y
ya estoy sosteniendo
mis pechos
con ambas manos.

SER JAPONESA

Hiperlúcida, romántica a su modo, libertaria en ideas y costumbres, precursora e ícono del movimiento japonés de liberación de la mujer, la joven Akiko de Cabellos revueltos nunca dejó de ser japonesa, ni lo intentó. ¿En qué lo notamos? Una manera de leer este libro es la que han intentado autores como Seishi Shinoda y Sanford Goldstein, ajustados traductores al inglés de los 399 tankas de que consta la obra. Dejan constancia histórica y antropológica de hechos evocados en los poemas. Pero no aclaran del todo que dicha circunstancia es la de una sociedad repartida, sajada, entre la observancia de la tradición imperante (no digo ancestral, o sea shintoísta o budista; digo confuciana, con su carga de rígido moralismo y de acatamiento obligado a la pirámide disciplinaria) y la adopción de modos occidentales (aquí no hablo de modas sino, antes que nada, de actitudes relativas a la autodeterminación y a la libre elección de roles, con independencia de género o posición social). Akiko fue de verdad japonesa, claro que de esa forma ambivalente propia de la época (La misma oscilación se mantiene un siglo después. Esto explica que, en nuestros días, su poesía siga siendo muy popular, en especial entre mujeres: apunta a un espinoso asunto no resuelto). Sostenida por formas antiguas (las de Kioto, muy cerca de Osaka, muy influyente en Osaka) en vías de actualización (cigarrillo, pantalones, amor más o menos libre, coqueteos lésbicos, indiferencia religiosa, intercambio de trabajo profesional por dinero), Akiko Yosano fue una japonesa peculiar como, en la misma época y en sus países respectivos, lo fueron Alfonsina Storni, Gabriela Mistral o Juana de Ibarbourou, mujeres en una sociedad literaria cerradamente masculina. Parafraseando a Virginia Woolf, Akiko era mujer “con cuarto propio”, un lugar independiente desde donde comprender su existencia y plasmarla en poemas. Igual que todas las anteriores, tuvo que soportar el recelo (¡tan japonés!) de mujeres envidiosas y de hombres para quienes la actitud desenvuelta de esta adolescente rozaba la falta de respeto o la indecencia. Su modo de ser no lo sacaba, empero, de lecturas de la tradición occidental, que no cultivó hasta casi el final de sus días, o del contacto con la activa colonia extranjera de Osaka o Kobe, que no frecuentó. Se basó en fuentes nativas sabiamente releídas, por ejemplo Sen no Rikyû, maestro fundador del chanojû (la ceremonia del té) y vecino de Sakai, ciudad al sur de Osaka, hoy su periferia meridional; o Yosa Buson y otros maestros del haiku.

UN PUENTE ENTRE AKIKO Y MURASAKI

Antes de lo antiguo siempre viene lo arcaico. Antes, mucho antes, de lo antiguo japonés, traducido en tradiciones ligadas como he sugerido al molde rígido de la autoridad masculina (la de padre, hermano, marido, jefe o bonzo), estaba lo arcaico japonés, ejemplificado en la poética rompedora del haiku y aún antes, desde el siglo XI, en la escritura femenina del Genji Monogatari, el cuento del príncipe Genji. A mi juicio, la clave para entender Midaregami, y de paso buena parte de la poética de Yosano, se encuentra en el puente de plata (conceptual, estilístico y temático) establecido entre una poeta del siglo XX y la escritora que creó la primera novela de la que tengamos noticia en todo el mundo. Un cordón umbilical invisible e irrompible conecta a Akiko con poemas chinos o paleo-japoneses, conocidos más en la biblioteca de casa que en la escuela, y muy especialmente con la Historia o Cuento de Genji. De la intensidad de su aproximación al texto de la aristócrata del siglo XI (leídos en unos caracteres y una forma de dicción incomprensibles para el idioma japonés, ya muy cambiado, de fines del siglo XIX) dará una idea el hecho de haber Akiko traducido el texto original (de unas mil páginas) a la lengua hablada en sus días, salvando distancias similares a las que separan, por ejemplo, al idioma anglo-sajón del inglés de William Shakespeare, y mucho mayor a la existente entre el Poema del Cid Campeador y el castellano de Pablo Neruda. Los tanka de Yosano delatan una cercanía con Shikibu que se mantuvo durante todo su itinerario poético. No sólo Yosano mantiene incambiada la métrica constante del tanka, 5/7/5/7/7 sílabas (contrariando a coetáneos como Takuboku Ishikawa o a su propio marido), sino que utiliza palabras parecidas para cantar su tema recurrente, el amor. Eso explica que la musicalidad de los poemas de la joven de Osaka parezca, en muchas ocasiones, replicar el certero compás de la dama de Kioto. La simbología de la noche, de las flores, del sol y de la luna sigue de cerca el montaje escénico del notable e inigualado culebrón de Shikibu. El sistema de elaboración de personajes líricos también remite, a su manera, a la saga de la corte del príncipe Genji. Akiko vuelve a atreverse a dar voz a un yo lírico directo, logrando por simple presencia parecer a menudo insinuante, provocativa, convincente. Sin olvidar la multiplicidad de voces y tonos fantasmales que, como personajes independientes, enmascaran la personalidad de su dueña y creadora, la moderna Yosano. No hay copia obviamente de la mayor por la más joven, sólo libre, profunda y fecunda filiación, como suele ocurrir con la mejor literatura.

ÁVIDA DE FEMINIDAD

Muchas voces permite escuchar la poesía de Akiko Yosano y muy especialmente sus Cabellos revueltos. Voces ajenas que hace propias, dándole voz a amas de casa en solitarios domicilios, a campesinas afanosas y cansadas, a maduras o ancianas que hacen morada en los templos, a mujeres de la calle, con frecuencia pobres, mendigas, aprendizas de geisha, pescaderas gritonas, prostitutas. Entona también vidas pasadas, devolviéndolas al presente de su escritura, como, mediante constantes alusiones, sucede con diversos personajes femeninos de Murasaki Shikibu: la cortesana, la dama noble, la sacerdotisa, la criada. Y, por supuesto, vidas privadas o secretas de ella misma, Akiko, que deja traslucir en tanka tersos o rugosos, en ocasiones de seda y alguna vez de acero. Como en toda poesía digna de su nombre, la observación de lo exterior se fusiona con la experiencia personal, dándole al artificio literario resultante la invitadora insinuación de que acaso se trata de algo autobiográfico, lo que acostumbra excitar el morbo del lector y acercarlo en zoom al drama presenciado. Así, múltiples rostros de mujer se hacen presentes en Midaregami. Al mismo tiempo son Akiko y no son. Pero siempre nos convidan a entrar en un ámbito femenino íntimo, íntimamente compartido.
Está la jovencita ansiosa y sorprendida:
parece que fue ayer
cuando, frente al espejo,
me miraba vestirme
con completa inocencia
después del baño.
Se entremete la chica insinuante:
mangas de kimono
que nadie todavía
con un cordel de seda
me sujetó a la axila:
¿no me las quitarías?
En otros momentos se impone la rebelde protagonista (¿o es más bien la antagonista?) de un triángulo amoroso o trimonio:
sin nada que decir,
sin pedir nada,
un hombre y dos mujeres
un día seis de otoño
se despiden con gestos.
Muchísimos poemas pintan a la amante enardecida, como éste:
en el recinto del amor
olor de lirios:
¿es mi pelo revuelto
o el temor que su aroma
se diluya en el día?
¿Dónde y cómo se separan, en poemas como el siguiente, la crónica y la experiencia personal?:
la cortesana
no se queja, pero aprieta
el paso hacia esas suaves
manos que la esperan
para desnudarla.
Fémina al fin, toma forma en y por una presencia masculina. Débil e irresoluto, no descollante como poeta y decepcionante como marido, fue Tekkan quien dio en el clavo de la sutil presencia de una mujer, ésa a quien él no osó amar como ella hubiera deseado, y merecido:
les presento,
con nombre que evoca
al otoño, a una dama
de mente incansable
y el pelo revuelto.

CABELLO

Ninguna figura aparece con tanta frecuencia en este poemario de Yosano como los cabellos. En la alcoba, después del amor, huelen a azucenas. Regados sobre el arpa japonesa, miman la actitud de abandono de su amante. A veces hacen sonar alguna cuerda. Expresan la inocencia de una jovencita que se pasea incauta mientras arrecia el viento. Rozando el texto sagrado, sugieren pronunciada proximidad entre el joven bonzo que lee y la pizpireta que no sólo escucha atentamente. Figuran el detallado arreglo que autoriza el ocio o una larga espera. Semejan los confusos sentimientos amorosos de la narradora. Y a menudo los poemas que pintan tales mociones. Por su lozanía remiten a la primera juventud. Buscan ordenarse a fuerza de calzar una vincha. Su largo y su color manifiestan la belleza de quien los lleva. No siempre, ya se ve, la voz lírica pretende figurar a un mismo personaje. Ni siempre se habla de cabellos propios (también pueden ser mechones de un amante muerto o el pelo de una vendedora en el mercado). Pero evocan sin interrupción el tono personal, corporal y pasional de la escritura de Yosano. El pelo es un atributo básico de la mujer japonesa. Akiko no pierde de vista ni un momento que, en la novela de Shikibu, el cabello era el dato más visible (en ocasiones, el único visible) y el que mejor definía a cada una de las féminas retratadas. En diversos tanka se percibe una sutil traslación espacial desde la cabeza y la cabellera del personaje lírico hacia las de una dama de la antigua corte del príncipe Genji. Además, el cabello contribuye a la glorificación del cuerpo femenino que de a ratos Yosano emprende en sus versos. Porque, yendo más lejos aún que Murasaki, la joven Akiko conecta la sensualidad y la sexualidad ya no con la larga melena alisada con plancha a carbón y fijada con laca sino con la desmesura del cabello revuelto. Me figuro que, a sus ojos, el planchado acentuaría la rigidez de movimientos de un cuerpo ya fajado en el kimono y de un rostro demasiado fardado por el maquillaje. Akiko se dirige en dirección contraria: menciona kimonos desanudados, cuerpos desnudados, en intensos movimientos de rotación y traslación, propios del acto amoroso. En parecido escenario, el pelo despeinado, desaliñado, desarreglado, revuelto, enredado, no hace más que retratar la pasión en movimiento, en actualización, sin una conciencia refleja que recuerde las convenciones, sin tapujo o timidez, sin preguntarse por los límites. El cabello personifica una sexualidad nada etérea, muy corporal, segregadora de múltiples efectos. Tan potente símbolo inevitablemente me recuerda en este punto a otra poesía (en todo lo demás diferente) como la de Lautréamont, de una crudeza que llega a ser chocante cuando identifica el pelo con el sexo. Yosano mantiene en cambio un tono suave y comedido (sigue siendo japonesa), pero al tiempo muy sugerente. Un especialista japonés de Yosano, H.H. Honda, traduce midaregami como “cabello en dulce desorden”. Ese dulce desorden es el juego carnal, a la luz de cuyas llamas la jovencita Akiko compuso su primero y ya maduro libro de poemas de amor.

ESTA TRADUCCIÓN

El texto original japonés consta de 399 poemas, compuestos como tanka, con la métrica habitual de 5/7/5/7/7 sílabas. En espera de edición, he seleccionado algo más de cien, por parecerme especialmente representativos de la poesía de Yosano y porque mantienen un tono universal que puede ser captado fuera de las coordenadas de la cultura japonesa. Se ofrecen en versión castellana, la cual se completa con el original en kanji (ideogramas japoneses) y en romaji (escritura moderna romanizada), que permiten al lector entender cómo suenan las palabras y leerlas a placer en voz alta. Esta traducción ha llegado a tan buen puerto con la colaboración de Yuki Sawai. De la misma edad que Akiko Yosano cuando escribió Midaregami, justo un siglo después, con libertad escribió oportunas notas al pie de los poemas, manifestando la sensibilidad de una joven del mismo origen geográfico que la poetisa antologada. Suyos son igualmente los apéndices que oportunamente se publicarán. Por todo ello: arigato gozaimasu!

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