miércoles, 7 de noviembre de 2012

Lo que se encuentra de puro no buscar

** Algo pasa en Japón con frecuencia: uno sale para hacer algo y de a poco se empiezan a encadenar cosas imprevistas. Por ejemplo: hoy salimos para una 'emergencia odontológica'. Nuestro seguro globalizado con sede en Miami (*ajj&"!¿!) nos indicó dos consultorios posibles a los que ir. Uno estaba en la esquina de casa: ¡un auténtico milagro! si tomamos en cuenta que en Tokio viven veinte millones de personas. El otro estaba a diez estaciones en subte: vamos a este, dijimos, está en una zona desconocida, a ver cómo es. Metro aéreo, mucho paisaje, un montón de gente, fotos robadas de bebés, de ancianos bellos como pasas de uvas, de jóvenes durmiendo con el saco cada vez más arrugado, de gatos en las calles, sí, de gatos fuera de nuestro barrio que dice ser EL barrio de los gatos.
** Llegamos con la dirección en mano. ¿La dirección? Una forma de decir: en Japón las calles no tienen nombre ni número. Entonces, ¿cómo llegar a un sitio? Es un misterio que pone en jaque a toda la nación. No es que uno se confunda 'porque es extranjero': los japoneses también se pierden, todo el tiempo. Los únicos que conocen de verdad las direcciones son los policías y los carteros, que se desplazan con grandes mapas que contienen todas las direcciones posibles de un barrio. En esos mapas, cada casa tiene tres números. El primero corresponde a la sección del barrio: nosotros íbamos al 3, san-chome eso es fácil. Una sección está compuesta por manzanas, numeradas correlativamente: íbamos a la 12. Aquí empieza el problema: 'una manzana' delimita un gran terreno de lotes vendidos. Cada lote se numeró para siempre según el orden de su venta (en el remoto año en que alguien compró el terreno para levantar su casa). Con lo que nuestro número, el 6, resultó ser vecino inmediato del 18 y del 14. Esto indica que no es con números como puede en Japón resolverse una localización.
** El buen sistema es preguntarle a la gente del barrio. Y aquí la cosa se resuelve sola. Señor portero, conoce usted la clínica dental, eh. No pero los acompaño, deja la escoba los porteros barren escrupulosamente, pero no manguerean ya está limpio de antemano, nadie sabe cómo lo consiguen. Se viene de paseo con nosotros. Al cabo de diez minutos, tres equivocaciones y alguna risa nerviosa, nos deja en la presunta puerta del dentista y vuelve a sus labores. Ya somos casi amigos y comentamos con él lo disparatado de la situación, qué cosas Japón, ah cómo es posible.
** Pero sucede que junto a la puerta de la clínica dental hay una tienda de artículos para niños ¡con estos zuecos increíbles de la foto! Se nos olvida un rato la emergencia odontológica (no era para tanto) y nos dedicamos a recorrer el negocio atiborrado, reluciente de colores, con artículos que, vistos de lejos, por sus tonos parecen de una frutería. Al fin subimos por una escalera estrechita, hacemos la cola, nos atiende un pulcro dentista graduado en Harvard, Ma. Habla en perfecto inglés detrás de su barbijo (trad: no se entiende lo que dice), resuelve con diligencia y buenas manos la situación, nos pide que volvamos apenas tengamos un problema, incluso insiste que volvamos a visitarlo. Tal vez volvamos (si Miami da permiso), aunque sea para volver a entrar en la tienda de calzado con que dar la vuelta al día en ochenta mundos.

1 comentario:

  1. que interesante nota ,al dentista fuí con ustedes,claro sin dolor(jaja)rescato lo dificil que has de ser para un turista que no sabe nada de idioma japones?cuando que sus calles no tienen nombre ni números.
    en fin tendran sus razones para ello verdad(¡?)
    Maria

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