lunes, 5 de noviembre de 2012

El sexto sentido del zen (por Matías Serra Bradford)


El sexto sentido del zen
Sobre: Zen I. Ruta hacia Occidente, Bajo la luna, 329 págs.
por Matías Serra Bradford, Diario Perfil
** Sería ir en contra del espíritu del zen decir que este libro viene a llenar un hueco, pero es lo cierto y es lo que hace. Los lectores que agradecerán este libro tal vez han conocido el zen a través de la literatura: Los vagabundos del Dharma de Jack Kerouac, Seymour una introducción de J.D. Salinger, tenues y gratos poemas de Gary Snyder y Philip Whalen, intensos libros de Peter Matthiessen. O, sin saberlo, a través de las novelas de Kawabata y Tanizaki, de Yasushi Inoué y Natsume Soseki. O se han acercado, desde luego, a los libros de D.T. Suzuki o a poetas del haiku, para entender que el zen no es una religión sino una disciplina, acaso la más suelta y rigurosa. (Si esto suena contradictorio, una de sus búsquedas –en el zen no conviene hablar de objetivos– es la de superar las dicotomías para llegar al dualismo levemente risueño.)
** Quiera o no, Alberto Silva empezó su obra sobre el zen con El libro del haiku, excelente antología que parece haber sido –como un ejercicio zen– una preparación para otra cosa (o para nada, pero una preparación al fin). Si un solo libro sobre zen debería ser suficiente, leer haikus equivale a leer la literatura entera. Al haiku se lo relee una y otra vez, y a diferencia de otras relecturas se lo relee enseguida, porque el lector sufre la impresión, como en el zen, de haberse perdido algo. En Zen I. Ruta hacia Occidente, Silva tiene la delicadeza, el tino y la astucia de citar poetas, no necesariamente japoneses, o que no creíamos tales, como Juan L. Ortiz, José Lezama Lima o René Char. Es que un buen poeta de la paradoja, y de la imagen elíptica y desconcertante, pasa por maestro zen.
** Se ha dicho que el zen no puede transmitirse por medio de las palabras de otro. Ya un maestro antiquísimo había advertido que aquel que intenta comprender a través de palabras ajenas está rascándose el zapato mientras que lo que le arde es el pie, y diversos maestros destruyeron textos para no convertir al zen en “un libro ilustrado”. De lo mejor del ensayo de Silva es justamente el nudo de la cuestión, los comentarios sobre “koan” –una pregunta paradójica que pone a prueba la comprensión habitual– y sobre  “zazen”, la meditación sentada en busca del propio ritmo respiratorio para pacificar la mente.   
** Para Silva, el encuentro maestro-discípulo es el “núcleo más selecto, intenso y misterioso del zen… Dogen inaugura una concepción si se quiere emotiva del maestro espiritual: alguien que te quiere bien”. Era Dogen el que sugería: “recibe la enseñanza del maestro como si se vertiera agua de un recipiente a otro”. A propósito, uno de los capítulos más interesantes –junto al dedicado al experto en la nada Kitaro Nishida y la Escuela de Kioto– repasa el éxodo de estudiantes de filosofía japoneses que migraron a Alemania. Dice Silva que “esta especialización germanista del pensamiento académico japonés duraría hasta bien avanzada la segunda mitad del siglo XX”. Es algo que Mircea Eliade les reprochaba a los nipones durante una visita a la isla: “ustedes están provincializándose”. La figura que aunó todo ese interés fue Martin Heidegger, que decía sobre Lacan –sujeto del último capítulo– “me parece que el psiquiatra necesita un psiquiatra”. (La afinidad entre la cultura germana y la nipona casi siempre tomó caminos inesperados: hace un tiempo que tradicionales marcas alemanas de instrumentos de escritura fabrican algunos de sus modelos únicamente en Japón.)
** Practicar el zen –intentarlo– en ciertos contextos, en ciertos lugares, más que una fantasía o una utopía, es una hazaña. (La mudanza del Alberto Silva, de Kioto a Buenos Aires, tal vez haya buscado poner a prueba esta disciplina en el contexto menos favorable posible.) En el mundo ideal, este libro podría tener consecuencias, modestas pero definitivas, para la vida y la literatura argentina. (Dicho esto, es oportuno recordar lo que repite Silva: “en el zen al oyente siempre le aconsejan que se tome con calma lo que acaba de escuchar”.) Cuando Silva recuerda la definición de karate como el arte de la mano vacía –una mano que no empuña armas–, en que el practicante se vuelve peligroso justo cuando parece desequilibrado, podría estar hablando, de un modo a todas luces oriental, de la escritura. Valdría la pena preguntarse qué es la escritura como quien se pregunta qué es el zen, y responder como lo hacen los maestros, con una frase o una historia que fuera un acertijo: “cuando estás rastrillando el jardín, estás rastrillando tu propia mente”. En el camino, se tiene la impresión de que uno de los umbrales del zen –la concentración o la reverencia, por ejemplo– debería llevarnos a todas las otras virtudes. Y de que en medio de torpezas y sinsentidos, cualquier persona puede ofrecer un momento zen que sirva a otro de ejemplo, así sea en el modo de tirar un avión de papel.
(Publicado en el diario Perfil, Buenos Aires, el 4 de noviembre de 2012)

2 comentarios:

  1. ESte artículo me pareció tan rico y tan bello...
    Agradezco a su autor por lo que enseña, en la biblioteca de mi ciudad encontré el libro de kerouac,Los vagabundos del Dharma, con las páginas unidas, edición 1960.Seré la primera en leerlo.
    Gracias.
    María cora
    mariacorbea@hotmail.com

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  2. Ahora descubro que quien publica el artículo es el autor del libro que ya encargué: El libro del Haiku, por ahí comenzaré...y seguiré.Mi búsqueda es errática.Por eso me encantó que llegara, casualmente, el diario que contenía éste regalo a mis manos
    Gracias nuevamente
    María Cora

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