El Zen se presenta como “un pensar”: no consiste en filosofía,
teología o metafísica. Constituye algo así como el recuerdo de un hecho inicial
y un retorno a algo aún impensado. Un hecho a punto de suceder y que al fin
acontece, una y otra vez. Una operación que ocurre inmóvil, en silencio, que
dice y se dice en un hablar lo nuevo, una y otra vez, de nuevo.
Por otra parte, el Zen se sitúa en Japón. Me permito partir de la base de
que “Japón” de alguna forma es al Zen lo que “Grecia” fue para Martin Heidegger: algo bárbaro
que destruye modos y tópicos; un acontecimiento matinal, auroral, inaugural; una voz que
consigue decirse pero todavía no es; un a modo de pensamiento-haciéndose
de lo impensado, dicho una y otra vez de forma tentativa, provisional.
Este 'denken' y este 'verstehen' (ya que traje a
Heidegger a colación) siendo muy relevantes (de allí la importancia de la
filosofía del alemán), no le alcanzan sin embargo al Zen. Porque ese pensar y ese
comprender para hacerse ciertos debieran formar parte de una trenza indisoluble, inseparables de un tercer
elemento que, según el Zen, los cataliza. Ese elemento, sin el cual no se pondrían en
movimiento en cuanto pensamiento y vida, no es otra cosa que el 'zazen',
meditación sentada distintiva del Zen. Porque hablar de Zen es antes que nada referirse a la práctica que lo
hace posible, un simple sentarse a verse respirando y a constatarse parte viva
del universo.
Obviamente ‘hablar del Zen’ no podría remplazar ‘hacer
zazen’. En todo momento aquel insiste en validarse sólo (y sólo si)
constituye una práctica (una acción concreta, visible y verificable, por lo
tanto falsable). Zazen designa esa práctica peculiar, lejana a
una simple ejercitación corporal, en cuanto creadora de sólidos puentes entre
mente y cuerpo, vocacionalmente orientada a transformar lenguajes (el del
cuerpo, el de los hábitos mentales) en discursos, o sea en palabra viva y nueva
que brota del acontecimiento desencadenado precisamente por dicha práctica.
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