Como miles de millones de personas, estos días de traspaso de año hago balance. No es que me dedique a computar debe y haber (se de antemano que cualquier comparación me dejaría de inmediato en la columna de morosos). Sucede más bien que, si algo tiene de kármico la vida social, es por ejemplo esa tendencia irrefrenable a hacer lo que todos hacen y cuando todos lo hacen. Y héte aquí me encuentro haciendo balance. No tema el respetable: no iré por ahí sacando al sol trapitos personales. En cambio, hay un punto de balance auto-crítico que no quiero dejar pasar. Se refiere a Fukushima.
Los días del tsunami hablé bastante en público sobre el hecho. Prensa escrita, radio, televisión, la barra del café, la sobremesa en casa. Me dediqué con ardor, en ese momento, a oponerme a lo que siempre tomé (en eso no creo haberme equivocado) como complot, de parte de otras potencias nucleares, ávidas de desacreditar al rival nipón. Me asistían muchos argumentos, incluyendos bandadas de científicos. En marzo del 2011 pareció que volvíamos durante algunos días a los pestilentes argumentos de los filmes anti-japoneses de posguerra.
Absorto en discutir esa injusticia, no tomé debidamente en serio el hecho de que, aparte del desagradable oportunismo de la rivalidad comercial, había también en Japón (de forma independiente a cualquier relación internacional) un entripado muy serio respecto a las centrales nucleares. Ahora para mi las cosas están más claras. Seguir de cerca la situación durante los meses siguientes al desastre me hizo notar:
- irresponsabilidades gubernamentales y empresariales en el manejo de la crisis;
- partes informativos desviados o francamente falsos;
- excesiva colusión entre sectores de la administración pública y las compañías eléctricas;
- descuidos flagrantes en la atención a las poblaciones siniestradas;
- carácter abstracto y hasta hipócrita de las políticas de reconstrucción;
- fracaso del apoyo popular a los sectores en crisis, pasado el entusiasmo de los primeros días.
Observo que estos aspectos debieron parecerme tan chocantes que al principio los escamoteé de mis percepciones de la primera hora, no tomándolos como hipótesis plausibles. No reniego de los análisis que hice en aquel momento: las potencias nucleares efectivamente se comportaron de forma mezquina. Pero he de reconocer que los severos críticos extranjeros tenían carne abundante en donde morder. Y veo que los reticentes desde el vamos (aquéllos que por sistema se inclinan hacia las hipótesis más negativas), acabaron teniendo razón. Para quien lee este blog, dos coletillas obvias:
- me disgusta la reticencia (ajena) como método de conocimiento;
- me disgusta la imprudencia (propia) de hablar de algo que "creía" ser de cierto modo, cuando los hechos me demuestran que fueron diferentes.
Si bien se mira, me sitúo en la zona de grises en que se mueve toda vida humana. Igual que ocurre con las personas, los hechos colectivos propagan a un tiempo luz y sombra: la aparente solidaridad va acompañada de innegables mezquindades; las promesas se codean con la evidencia de su incumplimiento; las grandes frases ocultan con dificultad engañosos silencios; los oportunistas que critican pueden estar aprovechándose de lo que no por eso deja de ser cierto.
Este mío es un balance sencillo, como cualquier otro. Yo soy como cualquier otro. El zen hace mi vida, por suerte, semejante a la de cualquier otro. Y es allí que reside la increíble oportunidad de irla ajustando (en el aspecto Fukushima y en cualquier otro), a medida que un nuevo destello de luna (tsuki: según Dôgen significa, a partes iguales el astro nocturno y la reflexión) se cuela en la noche de las falsas evidencias. Este año 2012, si es verdad que me voy a dar una vuelta por Japón, pienso visitar antes que nada Fukushima (como ya hice otras veces): silenciosamente ofreceré mi amistad solidaria, juiciosamente trataré de percatarme mejor de cómo van en realidad las cosas por allí.
Es mi módico propósito para este nuevo año.
lunes, 2 de enero de 2012
Fukushima: balanzen
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