Hace poco más de cien años, un joven y ya experto Rilke escribía: “Vivo mi vida en círculos crecientes, / que pasan por las cosas”. Este reconocimiento de la progresiva fascinación por lo material se repite a menudo en la obra del poeta de Praga: somos operarios (no dice arquitectos) construyendo nuestra vida como una bella cúpula. Pero “¿quién puede acabarte, / cúpula?”, pregunta más adelante, en frase cuyo eco resuena desde El Libro de las Horas hasta las Elegías y los Sonetos. Vivimos (sugiere) nuestra vida en lo incompleto, que es a su vez lo enigmático. Porque, si las cosas se heredan, no comprendemos del todo su sentido. Tampoco aceptamos del todo que nuestro destino “pase por las cosas”. O a veces lo aceptamos y entonces, un juego se establece: vivimos (de a ratos) inmersos en ellas. Todo eso que Rilke nos dice describe nuestra existencia cotidiana, antes de cualquier poesía. Por eso consigue decirnos en lo más simple, que es lo más humano.
Siempre me llama la atención cómo la mejor poesía (mencioné a Rilke, podría agregar a Ortiz y a otros) arranca de la existencia (fluctuante, evanescente) de las cosas exteriores. En ellas “vivimos, nos movemos y existimos”: son nuestra única divinidad posible. En ellas buscamos cumplir el austero mandato de la realidad: en cada paso, a cada instante, restituir lo humano al reino de lo material y dejarlo hablar, es cierto que con palabras nuestras (o que hacemos propias), pero bajo aquella muy exigente condición.
Y me sorprende que el vaivén de tópicos y convencionalismos culturales endilgue en exclusiva a “Oriente” la tarea de expresar que la vida de un hombre consiste en “zambullirse en el torrente” de las cosas, como dice el muy británico poeta Philip Larkin. También las cosas que nos rodean nos explican, y nos constituyen. Esas cosas que pasan figuran nuestro ser transeúnte. Podría multiplicar las menciones occidentales, aunque Oriente siempre se acaba llevando la palma. Oriente –en concreto, el budismo- ostenta en Occidente la imagen de marca de la fugacidad o impermanencia (mujo). Japón –y antes que nada el haiku- posee entre nosotros la titularidad definitiva del instante. Mientras que la naturaleza, leída como soñamos que la leen los nipones y ejemplificada de forma espectacular por el hanami (floración primaveral de los cerezos), pareciera propietaria y gerente de la escuela de las cosas (mono-ha), plan de vida que nos instruye (si lo dejamos) sobre la posibilidad de modificar a cada instante mente y comportamiento, acompasándolos a la lenta e implacable metamorfosis de lo dado. La lección oriental de las cosas podría ser esta: fluye, deviene, circula como el aire, flota en la corriente, dilúyete como las horas y momentos que pasan.
Toda gran poesía es poesía de las cosas que pasan. No sólo la de Oriente, insisto. Mientras viví en Japón, cada vez que volvíamos de Buenos Aires a nuestra casa de Ikeda, en Japón, a comienzos de abril, la naturaleza parecía esperarnos y recién entonces estallaba en forma de hanami (lit: mirar: mi, las flores: hana). Se trata de un evento de masas que consiste en salir a observar cerezos fugazmente revestidos de su más espléndida floración, en el mismo momento en que empiezan a fenecer, despojados por la ventisca o la lluvia que a menudo se anuncia en esas fechas y no tarda en caer, dejando de pronto las ramas del cerezo marchitas, descangayadas. El día, el tiempo, el instante pasajero son materia prima de la poesía.
Em Japón y fuera de Japón hay quienes, siguiendo en esto lo mejor de la tradición nipona, procuran hacer de su vida un poema, de la poesía una práctica de incesante improvisación y reactividad ante las cosas y, de la creatividad resultante, cierta aptitud para comprender que estar vivo tal vez no sea más que “estar despierto” (como en su forma adjetival traducen el vocablo Budha). Uno de inmediato se acuerda del poeta Bashô: “haiku es simplemente lo que sucede en este lugar, en este momento”. Y de Murasaki Shikibu, la joven sabia del Genji Monogatari (relato o novela del príncipe Genji) haciendo la crónica de lo que se estilaba en su lejano siglo XI: “Su Majestad dio una fiesta para celebrar el cerezo floreciendo”. En ella, los cortesanos rivalizan capturando en la malla del tanka (lit: canción corta) –composición de cinco versos de 5-7-5-7-7 sílabas- la experiencia turbulenta de asistir al nacimiento de un evento, sin por eso abandonarlo en su irreparable pérdida. Experiencia más que intensa, en donde se mezclan la extrema excitación y la nostalgia. La escritora Murasaki (lit: Violeta) nos cuenta lo que Genji acaba escribiendo en su abanico bicolor: “Todo cuanto ahora siento no lo había sentido jamás, como la luna al alba se desvanece ante mis ojos en los cielos ilimitados”.
Sin embargo, lo que ocurre en el Japón de nuestros días es bastante menos lírico: los más numerosos acuden en tropel a los bosquecitos de cerezos, reanundando una indeleble tradición. Pero muchas veces no se trata de armonía con la naturaleza sino de una idea instintiva y pasiva de patria. En Japón, la identidad de cada uno se sigue actualizando en el roce con la multitud y en el acopio de ritos que a menudo ya ni se precisa comprender. Contra lo que a veces se piensa desde afuera, a veces resulta arduo en Japón vivir el momento, vivir del instante. Por ejemplo porque el hanami se transforma en masiva excursión a comer y beber a la sombra de cerezos cuyas flores muy pocos admiran. Trenes desbordantes, carreteras impracticables, riberas atestadas de camionetas todo-terreno, quiosquitos humeantes con asados de pulpo, pollo o verdura, gente que ni se acuerda de Murasaki y remplaza el pincel por latas de cerveza y la lírica por orquestaciones estridentes de karaokes desmontables: “El guía ya ni mira las flores del ciruelo”, acota un haiku de actualidad, ya que es en el mes de mayo cuando florecen los ciruelos, con igual éxito de público que los cerezos, todos cámara en mano.
No se crea que critico a Japón en particular. Lo que rememoro se produce igualmente en cualquier sitio, en cualquier momento, en la vida ajena y, por descontado, en la propia. La lección de las cosas es aceptar la mezcla de sublime y ridículo que nos caracteriza, aquí y allá, sin distinguir razas o culturas. Por momentos, “se va la poesía de las cosas / ya no la puede condensar mi vida”, reconoce Pablo Neruda en su Extravagario. Hasta que, de nuevo, la vida de las cosas aparece otra vez y se impone a la costumbre, a la modorra, a la ceguera pensante: “toda cosa, trágica o apacible, se alza en el corazón sagrado del instante para una eternidad de presencia”, remacha Yves Bonnefoy. Cuando esto ocurre, “ha tenido lugar un acontecimiento”. Florecen de nuevo los cerezos, florecen en la cámara de Doris Dörrie, florecen en el alma.
miércoles, 18 de mayo de 2011
Mono-ha, la escuela de las cosas
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Excelente post, Alberto. Me trajo muy buenos recuerdos del hanami a mí tb. :)
ResponderEliminarFelicitaciones por la charla de la Feria y por el nuevo libro! Prometo la próxima darme una vuelta.
Saludos, Virginia.
Un placer leerte, Alberto.
ResponderEliminarPienso en Aware y Aware me hace pensar en el inglés Awake.
¡Un abrazo!
Nicolás
Hola Alberto
ResponderEliminarsiempre lindo leerte
un saludo
julia.