jueves, 9 de septiembre de 2010

Haruki Murakami. De qué hablo cuando hablo de correr

Los hechos lo prueban: seña de identidad de toda gran civilización es que siempre nos acercamos a sus núcleos fundamentales por medio de múltiples vías sin jerarquía fija, o de acuerdo con procedimientos variados y a menudo difícilmente predecibles. Así, todos los acercamientos exteriores son aceptables, con un grado de tolerancia que sorprende. Además, la lectura final de un aspecto conserva un aire de familia con productos provenientes de otros principios activos de dicha civilización. Finalmente, incluso lo idiosincrático va adquiriendo dosis de universalidad que la hacen asumible, querible, comprensible. La civilización japonesa reúne, en mi opinión, las tres cualidades. Glosando para el caso de Japón lo que François Jullien dijo hace poco sobre la China, Japón constituye una universalidad particular.

Estos días he estado con gripe y otras penurias. Aproveché el obligatorio tiempo libre (nunca algo es malo en su totalidad: todo suele ser bastante mejor de lo que sospechamos; sólo que lo supuestamente malo lo rechazamos, salvo cuando la vida nos lo impone): estuve leyendo De qué hablo cuando hablo de correr, del escritor japonés Haruki Murakami. Creía conocer un poco la literatura de este escritor, criado muy cerca de donde yo vivía en Kansai, pero la lectura del texto mencionado (¿diario?, ¿cuaderno de apuntes? ¿esbozo de novela biográfica?) me invita a abrir amplias las ventanas y a dejarme penetrar por otros modos de comprensión de su obra.

El hecho es que Murakami corre. Corre cada día desde hace décadas. Es incluso un corredor de fondo o de largas distancias. Interviene en maratones cada año. Corrió una ultra-maratón (cien kilómetros). Todo esto lo cuenta con aire (sincero) de no matar una mosca: nadie tan lejos como él de sentirse el escritor estrella que la crítica anuncia. El fluido texto de Murakami enrieda como en una trenza correr y escribir. En su notoria sencillez, deja implícita el armazón cultural de dos ingredientes mayores de lo que cuenta.
- Una es la profunda conciencia que el ego, yo, tú, cualquiera, lo que llamamos sujeto: nada de eso tiene substancia, como se advierte de forma acusada en el acto de correr. El cuerpo se queja, se agarrota, se resiste. Hasta que acaba obedeciendo a la solicitud de la mente. Ah, OK, eso es el budismo, pueden decir algunos.
- Aquí viene el otro ingrediente: al ritmo de los pasos, la mente ordenancista se vacía, ni siquiera es capaz de dar órdenes a una extenuación ya instalada en la normalidad del evento que narra. Parece que nos vamos del budismo religioso, que entramos en el zen.

Y cuando cuerpo y mente están a punto de desintegrarse, la persona, eso que es y no es o que es nada, atraviesa, cuenta Murakami, la barrera de todo lo que creía comprender y era capaz de experimentar. Atraviesa algo que, desde entonces, caracteriza lo que este escritor persigue (si jugamos con las palabras) y de lo que aparentemente se muestra deseoso de hablar. Ese algo no es simplemente la mente en blanco (que también) sino, sobre todo, una comprensión inmediata de las cosas como son, de forma masiva y a la vez sencilla. Ni aparición de una entidad, ni flash, ni iluminación: una aclaración tranquila de las cosas como son, tan simple que para él no merece más nombre que el que le adjudica: vivir.

1 comentario:

  1. Estoy terminando de leer este libro de Murakami. Y dos cosas se me quedaron prendidas (tal vez porque yo también sea corredor) la frase que el cita de buda: el dolor es inevitable, el sufrimiento opcional. Y el hallazgo de la tristeza del corredor, que creo tiene que ver con la extanuación, punto donde la existencia se abre en un gran vacío.

    Saludos.

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