sábado, 14 de agosto de 2010

Roland Barthes, el Japón y nosotros, 2: (por Hernán Faifman)



Ante todo, pequeña aclaración: soy un amante de Barthes, soy un tipo cuya vida no podría haber tenido ni el mismo desarrollo (y su cumbre lógica, el mismo desenlace) sin Barthes. Desde la más pura e íntima convicción puedo afirmar que la razón primordial por la que me dedico a la literatura y a la teoría literaria son los brillantes análisis de Barthes. Mi visión del amor, o mejor dicho, del discurso amoroso que define y encarcela al amor, está viciado y atravesado por Fragmentos de un discurso amoroso, texto excelente del semiólogo francés. Por último, para no abrumar, haré una última confesión/concesión: Japón, ese país que se me dibuja tan nebuloso y exótico gracias a las operaciones realizadas en mayor o menor medida por ciertas necesidades políticas, económicas, académicas e institucionales, adquiere bajo la mirada de Barthes nuevos matices y colores. Japón deja de ser un país, y me animo a decir que se convierte en lo que realmente es: un espíritu. Ahora sí, me disculpo por esta cháchara y prosigo al desarrollo del tema que nos compete.

A riesgo de aburrir al lector experto y simplificarlo in exceso para el aficionado, quisiera comenzar con un pequeño resumen de cuál era la situación teórica en la cual Barthes se encontraba antes de su viaje a Japón. Este primer Barthes (pues Japón es un punto de inflexión tan importante en su vida que, a partir de él, comienza una nueva etapa discursiva) había analizado, con un éxito sin precedentes, los discursos mitológicos que legitimaban a la sociedad burguesa de su época. Bajo un interesante andamiaje conceptual, era capaz de descubrir cómo el vino oficiaba de representador de la sociedad francesa, cómo los logros de una poeta pre-adolescente eran usados para enaltecer el leit motiv por excelencia de las clases acomodadas (si se va a tener éxito, que sea joven, y si vas a ser exitoso, que sea individual), etc. Todas estas capas de significación que rodean a cualquier objeto cultural son abrumadoras cuando se conocen, y aún más si se es semiólogo. El estructuralismo, a su vez, seguía siendo una influencia decisiva sobre las ciencias sociales. Pero empezaba a exhibir sus límites: la posibilidad de entender la narrativa (y de estudiarla en términos de estructura) dejaba afuera muchos conceptos, tales como la materia psicológica.

Quizás abrumado por la carga de Cassandra (poseer saber y conocimiento, aunque impotente para cambiar la realidad circundante), Barthes decide emprender, en 1950, un viaje a Japón. La decisión era, por supuesto, radical: el movimiento desde una cultura altamente semántica (es decir, una cultura donde cada quien podía conocer e identificar todos los signos), a otra donde esta tarea resultaba imposible no solo por la barrera idiomática sino por falta de puntos de referencia concretos (cualquier persona que haya salido de su país, aunque sea solo una vez, y abierto su horizonte a otras culturas entenderá este punto sin mayores complicaciones). La solución de Barthes, es la misma que tomaría cualquier semiólogo orgulloso de su condición: partir del Japón real, aquel ente fáctico identificable en un mapa, y desde allí crear un sistema, un Japón propio, un Japón surgido de las percepciones de un foráneo: “También puedo sin pretender en absoluto representar o analizar la menor realidad (he aquí los gestos mayores del discurso occidental), tomar de alguna parte del mundo (allá) un cierto número de rasgos (palabra gráfica y lingüística) y con esos rasgos formar deliberadamente un sistema. A este sistema lo llamaré: el Japón”.

Si bien el viejo Roland es cauto a la hora de equiparar este Japón sensorial al Japón real, me doy el lujo de cometer la osadía. ¿Qué fascina a Barthes de Japón? La absoluta falta de centro, el vacio del signo, la simpleza, si se quiere, de los cimientos constituyentes del Japón, en comparación a un mundo occidental que tanto lo acomplejaba. Un ejemplo de esto ya ha sido canonizado por la crítica: la ciudad de Tokio, dueña de un centro vacío donde habita el emperador, en comparación a ciudades occidentales que tienden a orientarse hacia el centro. Otro ejemplo de gran calidad: la comida japonesa tampoco posee un centro de mesa, lo cual lleva a Barthes a describirla como el “relámpago de lo crudo”. Fragmentaria y ornamental, ni un símbolo más, ni un símbolo menos. El haiku, tema sobre el cual nos explayaremos más tarde, provoca el mismo placer: una escritura que solo vive por el momento, cuya misma simplicidad es su específica norma, a diferencia de la ostentación occidental. El vacío llega hasta las calles: según Barthes, la numeración de los domicilios no cumple ninguna función orientativa. Para orientarse, el peatón debe crear su propio sistema de ubicación, uno que le permita transitar sin problemas. En estos dos párrafos, ya están en germen varios problemas que obsesionarán a Barthes durante la época de los setenta: el autor como escritor (aquel que debe crear su propio sistema de orientación literario), la falta de centro, el vacío como un placer simbólico, la lengua literaria (es decir, la lengua en su estado mas simbólico) como el lugar del goce, la exploración y las tensiones. Japón, como vemos, no es solo un punto en el itinerario de un viajero: es el lugar de la revelación teórica, una especie de Monte Sinaí critico.

Se me reprochará, quizás con justa sospecha, que El Imperio de los signos es un libro marginal en la producción de Barthes, una pequeña gota en un océano de grandes ideas y por tal, todas mis inferencias se basan en un forzamiento de los hechos a las necesidades de este artículo. Y aquí me volveré terrorista y contestaré: no es marginal, es fundamental. Para muestra, un botón: durante este viaje, escribe su artículo más famoso “La muerte del autor”, un auténtico llamamiento a liberarse del mal de la interpretación y de la odiosa figura del autor, utilizada para justificar las ideas más disparatadas posibles sobre un texto y tratar de asignarle un significado último, consumible. El Japón barthesiano en toda su fuerza: el placer textual, del significante, la conformidad y el deleite de los márgenes y los centros vacíos. Las consideraciones prosiguen, y se transforman en un proyecto: ahora Barthes se obsesiona por lo novelístico sin la novela, es decir, por la forma de la novela, pero sin el formato de esta. Y aquí, de vuelta, resuena Japón: El haiku, un arte que permite borrar la subjetividad, registrar sólo instantes y el tiempo que pasa. Es decir, el haiku es la fuerza de la descripción (o la descripción de la descripción, que Barthes llama “incidentes”), a su extremo. Tomemos un fragmento, al azar de Incidentes, último proyecto de Barthes antes de morir:
“Hoy, 17 de julio, el clima es espléndido. Sentado en el banquillo del jardín y entrecerrando los ojos como para obliterar toda perspectiva, del modo como lo hacen los niños, veo una margarita en el parterre, aplastada contra el prado en el otro lado del camino ”.

Ahora permítanme transcribir otro fragmento, esta vez de Barthes hablando sobre el haiku en La preparación de la novela:
“El viento de invierno sopla
Los ojos de los gatos
Parpadean"
Increíble, maravilloso, hasta qué punto me hace sentir el invierno este haiku de Matsuo Bashô. Se podría decir, en última instancia: intenta hacer con ese poco de lenguaje lo que el lenguaje no puede hacer: suscitar la cosa misma. Haiku: lenguaje en tanto límite extremo de su potencia, de su eficacia, verdaderamente, el discurso, cuando compensa la lengua, cuando la remunera”.

Como ha quedado evidenciado, es posible (y saludable), leer Incidentes como la culminación del proyecto novelístico que Barthes elabora a partir del haiku: una escritura que se alimenta del momento presente, que solo desea transmitir la emoción instantánea y el peso del sujeto. La pura subjetividad unida al placer de las formas breves. El fragmento que transcribí es notable en su intención: Barthes intenta lograr esa “remuneración” que el haiku realiza con la lengua japonesa, pero a partir del francés. Este fragmento nos quiere transmitir el tiempo que hace, de ahí la economía tan haikiana, o haikish, de la descripción: el detalle de la margarita aplastada en el camino. Otro fragmento lo ilustra con mayor claridad todavía:
“Aunque esto: una mancha, una tenue mácula de algo, quizás mierda de paloma, en su inmaculada capucha”.
De vuelta, economía extrema, puro presente, la descripción en su máxima expresión: Barthes fagocita al haiku.

Me permito concluir con dos consideraciones personales. Por un lado, no se me ocurren muchos casos donde un país haya tenido una influencia tan gigantesca sobre un pensador canónico del siglo veinte. Y por otro, con todo esto en mente, se debería realizar una revisión del apoyo barthesiano en el post-estructuralismo. Afinidad teórica, límites del estructuralismo tradicional….¿O quizás, la influencia oriental sobre un occidental con tendencias obsesivas? El lector, como siempre, será el jurado.

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