domingo, 2 de mayo de 2010

El zen se entrecruza continuamente con el pensamiento occidental contemporáneo





Cuando se lo enfoca de forma conveniente, el pensamiento zen resulta tan actual que no cuesta trabajo conectarlo con reflexiones de hoy día. Valga como ejemplo el siguiente. Por skype, teléfono o mail converso a distancia con cierta joven que busca estudiar en serio la filosofía. Dándose instrumentos para pensar la estética, la obra de arte, ahora le toca abordar el pensamiento del filósofo alemán Theodor Adorno (1903-1969), su dialéctica negativa.

Si logro entender bien lo que me explica, ¿cuál sería el argumento adorniano? Pareciera que (igual que en la Sutra Avatamsaka del budismo), “nada existe fuera de la mente”. Pareciera (aquí también en consonancia con lo que el zen plantea) que al arte se lo encuentra fuera de cualquier órbita sagrada: a fuerza de ser humano, el arte se eleva (sí, aunque suene a contradicción) a la condición de profano. Pareciera finalmente que el desarrollo del pensamiento (de uno hacia las cosas, de las cosas a uno) no termina en síntesis alguna de tipo hegeliano, según la cual habría diálogo entre opuestos (tesis y antítesis; yo y el mundo; mi ojo y la obra de arte) y “el problema” se resolvería en una síntesis reconciliadora. La verdad para Adorno (y para el zen) es que no hay conciliación final entre las partes. No hay reconciliación superadora: sólo cohabitación entre heterogeneidades, sólo fragmentos, sólo contradicciones reales.

Tal vez por eso, en toda realidad (y en la del arte que la joven estudia) ya no cabe apelar a una síntesis, sólo a cierto nivel de “trascendencia”. La vida nos advierte que lo que existe “no cierra” de ninguna manera. Esto no es algo malo. Al contrario: es lo mejor que nos toca vivir. Porque por ese hueco, intersticio o grieta huimos de la prisión del pensamiento craso y nos colamos a “lo abierto”, yendo más allá de un marco o paradigma meramente instrumental. Tal vez en el camino perdamos control de “la pequeña mente” del inicio (como dice el zen). Pero a la vez nos hacemos capaces de descubrir que somos más grandes (porque más vacíos y más recipientes), partícula o parte de un cosmos inagotable que desconocemos, por más que lo abarque todo. Volvemos a ser niños indefensos, esta vez depositados en el seno protector (e infinito) del universo. Y como somos niños tozudamente revoltosos y pretensiosillos, intentamos mirar qué más hay “fuera” del regazo (abandonándonos al coraje de la fantasía intelectiva), en vez de comprender qué hay “dentro” (y por ende ceñirnos a la humildad de la observación). Somos humanos, occidentales y críticos, ¡qué vamos a hacer!

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