sábado, 15 de agosto de 2009

Más allá de la religión (shomyo, gagaku, gregoriano)

Durante mis últimos años en Japón seguí con atención el acercamiento entre budistas y sintoístas, y el que ambos (sobre todo, los primeros) fomentan con el cristianismo realmente existente en el archipiélago, me refiero al de los misioneros, y en primer lugar al de los jesuitas. No miro el asunto como persona religiosa. Soy un simple laico practicante del zen. Lo aclaro para llegar velozmente a la pregunta crucial: ¿pueden encontrarse los credos fuera de una dinámica que los lleve más allá de lo que eran (más lejos de donde estaban) antes de su encuentro?


Los encuentros interreligiosos atesoran notable grandeza. Así, por ejemplo, ciertas comunidades religiosas se reúnen desde 2001 en Tokio. Rememoran el ataque a las Torres Gemelas de New York desde una óptica ajena a cualquier exclusivismo. Al exclusivismo político, que reparte de forma injusta el naipe de la responsabilidad (para estas comunidades reunidas, no hay crítica solvente de la violencia terrorista fuera de una aclaración sobre la violencia institucional de estados basados en la realpolitik). Y al exclusivismo religioso, cuando una religión reduce el aporte de las demás a mero humanismo en camino hacia la verdad (de cuya universalidad se siente intérprete y depositaria).

La celebración a que quiero referirme tiene cada año lugar en un recinto público y bajo autorización ad casum (la Constitución de 1947 prohíbe todo proselitismo). Consiste en el encuentro antistrófico de tres coros que, lenta y suavemente, suben al escenario entonando: los budistas shomyo; los sintoístas gagaku; los cristianos, gregoriano. Uno se remonta de inmediato a los respondones coros de Sófocles, o a aquellos tres ríos sagrados cuyo encuentro en Allahabad dibuja la nervadura de la espiritualidad hindú: Ganges, Yamuna y el subterráneo e hipotético Saráswati, confundidos y difundidos en camino hacia un océano insondable.

Mientras se escucha la mezcla de armonía y disonancia de tres torrentes conjuntados, uno medita (¡es el fin perseguido!) en las progresivas acomodaciones, transacciones, renuncias y mutaciones que serían necesarias para que esa riqueza espiritual se vierta en un cauce transitable. Aunque cada grupo entona su música, todos entienden que el resultado produce (conduce a) un concierto mayor, que vive de/por la coexistencia entre voces inicialmente disímiles. La audiencia escucha en silencio, engalanando la ceremonia con símbolos comunes a las tres creencias: campanillas, humo de incienso, reverencias y otros gestos corporales.

Hechos diálogo interreligioso, sin embargo, muchos encuentros bien intencionados con frecuencia conducen a simple medición de distancias, apreciación de contrastes o confección de listas de grandes y menudas divergencias, dentro del corralito del sentido común inmediatista de cada uno. Algunas diferencias tienen que ver con los mecanismos discursivos utilizados para explicitar la fe de cada uno. Otras con los sistemas de autoridad vigentes en iglesias de las que cada una de aquellas comunidades cantantes forma parte. Y existen, finalmente, los meandros de una historia cultural de la que cada religión es parte y en la que, de forma singular, cada una se vuelve existencia. Sin distancia no hay relación, recordaba un gran filósofo del siglo XX. El contraste con otros (y hasta la oposición con otros) marca una primera etapa en la configuración de la propia identidad, apostilla otro notable pensador más reciente.

O sea que la diferencia constituye de entrada un elemento positivo, definidor de lo propio, catalizador de la creatividad personal dentro de un paradigma determinado. Uno acepta su identidad como acepta una patria: en parte se apoya en ella y se enorgullece sintiendo pertenencia; y en parte se constata perturbado por muchas de sus oscuras manifestaciones históricas. Uno acepta su identidad como hereda una familia: con sus filias y fobias, con sus vuelos y taras.

Las comunidades japonesas a que me refiero buscan procedimientos que permitan organizar un diálogo que acabe no siendo doctrinal o abstracto, vindicativo o cicatero. Expertos en sus respectivas teologías, las utilizan para elaborar reglas heurísticas capaces de construir un campo común, entendido como terreno enteramente nuevo. No pretenden destruir su propia iglesia (aunque en ella encuentren reticencias, cortapisas y hasta marginaciones). Ni tratan de superar, eludir o sortear la herencia que les toca y que aceptan de forma manifiesta. Lo que intentan es atravesar su pertenencia original. Atravesar, noción fundadora del zen: llegar a ser lo que se es, en el proceso de divisarlo en transparencia. Despertar, dirán esos cristianos, arrimándose al budismo. Llenarse de gracia o de espíritu, responden los budistas compaginando vocabulario y sentimientos. Porque, en el encuentro profundo que buscan, no tratan de demostrar algo, sino sólo mostrar (en el sentido mostrativo que Ezra Pound asigna a la poesía) el advenimiento de una experiencia espiritual común. Piensan que el hombre nuevo sólo puede nacer en un terreno de juego igualmente inédito, dando lugar a una experiencia espiritual que, luego, cada uno podrá verter en odres, antiguos o recientes, compatibles con sus creencias primigenias. Respetuosos de las particularidades propias y ajenas, incluidos credos y dogmas, sin falta les anteponen la eventualidad de una experiencia que, sospechan, ha de tener lugar más allá de la religión.

¿Dónde está, para ellos, ese más allá de la religión? Aunque casi llegan a afirmar, como aquel autobús de Londres y Barcelona, que probablemente Dios no existe, nada tienen que ver con el ateísmo ideológico, ni menos con un anti-teísmo genérico. Por contra se sitúan en el ámbito concreto y preciso, si bien crítico de lo institucional (religioso o no), de una vida sensible a las necesidades colectivas, atenta al acontecer social y político, previsora de las condiciones familiares, colectivas y ambientales necesarias para que la pertenencia a una iglesia concreta sea algo más que opio o ilusión.

¿No será todo ello una simple variante del (loable) militantismo de siempre que ya conocemos? El terreno material es sin duda el de una compasión caritativa, marca de fábrica del auténtico buscador del espíritu. Pero va más allá y atraviesa la institucionalidad inherente a toda cultura material, a fin de sumirse en la intemperie de la aventura interior. Lo que implica ciertas cosas como las siguientes.
* Amar y respetar las creencias, tanto ajenas como propias, aunque considerándolas modos particulares de la universalidad.
* Apoyarse en el cultivo de la experiencia propia y en la asimilación de la ajena, entendiéndolas como invalorables en su peculiaridad.
* Volcar las peculiaridades reunidas en el seno ignoto de un espíritu escondido que nos incluye a todos. Y que nos desborda. Y que nos deja mudos e ignorantes, incapaces de sostener con decencia una verdad absoluta.

1 comentario:

  1. Qué maravilloso debe ser escuchar esos tres torrentes. Todo lo que cuentas es muy interesante, como lo que leo en tu libro sobre los poemas de Murasaki. Saludos,

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