jueves, 18 de junio de 2009

18 junio 2009: Sentimiento de crisis


Terminada la guerra,la economía japonesa creció y creció a ritmo de vértigo durante veinte años. Pese a todo, desde los 60s y 70s autorizadas voces locales no se cansaron de denunciar el inmovilismo del sistema social y político, incluso cuando expertos extranjeros glosaban las excelencias de su modelo económico. ¿Quién tenía razón?

En los 90, algunas cosas se aclararon: brotaban crisis en todos los frentes. Se decía: estalló la burbuja. Sin duda la financiera, la de la especulación desenfrenada. Y también la auto-imagen de un país aislado, pez complaciente en la inviable pecera asiática. Japón se vio sumido en una crisis que en lo económico duró quince años. Se repuso fugazmente desde 2005, aunque hoy día vuelve a asomar el fantasma de la recesión, esta vez convocado por el desbarajuste internacional. Pero a la crisis institucional local siguen sin verle salida.

Algo que los nipones llaman sentimiento de crisis acompaña desde siempre a la nación japonesa: al establecerse la sede imperial en Kyoto, luego en Kamakura, más tarde en Edo (hoy Tokio). De crisis hablaban los locales cuando llegaron los mongoles, los españoles, los norteamericanos y luego extranjeros de toda laya. Sin embargo, dicho estado de ánimo no es resultado de algún tipo de influencia extranjera. Más bien tiene fuente en la noción budista de mappô (progresiva degradación del Dharma). La existencia tiene ciclos, sostiene esta doctrina. Y es habitual que, después de disfrutar de un periodo boyante, las cosas se orienten hacia la hecatombe, de forma inevitable. Científicos sociales nipones (a menudo de filiación marxista) han explicado más de una vez las claves de tal o cual periodo crítico. De forma involuntaria, su discurso hace intervenir parecida invocación a un periodo inaugural brillante (como fue, por ejemplo, la recuperación japonesa de posguerra), sucedido por una implacable decadencia. En marzo pasado, escuché decir al politólogo Masaru Tamamoto: durante el siglo XXI, Japón no hará más que declinar, contraerse, tal vez desaparecer de la escena internacional. Se me ocurrió responderle: en este punto, los observadores occidentales suelen ser menos pesimistas que los propios japoneses (y menos ligados al discurso religioso). Por toda respuesta me ofreció más te.

Cuando arrecia la conciencia de su propia crisis, los japoneses acentúan la concentración en el trabajo, en lo cotidiano. Lo hacen las empresas, manteniendo el ritmo de producción habitual, la administración pública vigilando idénticos horarios y reglamentos, el sistema educativo con inmóviles programas, la diplomacia con metas rutinarias, así como un partido (el PLD) capaz de cumplir ¡medio siglo! en el gobierno. La crisis ruge, fuera y dentro, y los japoneses no se inmutan. Dan por hecho que lo posible se consigue mediante enorme esfuerzo (en cumplimiento de responsabilidades inmediatas). Sólo que lo posible no consigue incluir horizontes de cambio.

Uno de los aspectos paradójicos de la situación es que, de forma paralela a sentirse la nación en crisis, su investigación tecnológica sigue avanzando, movida por dinamismos que hoy no puedo especificar pero que consiguen independizarse del estupor general ante una realidad que gira sobre sí misma, sin apenas cambiar. Los diarios de hoy detallan la puesta a punto de un tren bala de novísima generación, capaz de desarrollar velocidades de 320 kilómetros por hora. Recuerda la imagen tópica (vale decir, en parte certera y en parte discutible) del Japón tecnológico como un robot sin cabeza, poco dispuesto a abordar los efectos perversos de su hiper-desarrollo.

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