En Japón tuve un vecino (y, durante años, amigo) de apellido Ueda. Muy masculino, muy hombre japonés: sostenía que las flores "son cosa de mujeres". Lo decía él, paradójicamente educado en la cercanía de un célebre templo zen de Kioto, el Nanzen-ji. Lamento comprobar cuánto daño puede haberle hecho a la rama rinzai del zen su definitiva "colonización" por la ética confuciana y elitista propia de los samurái.
Estos consideraron al zen como algo de su propiedad, reorientándolo en un sentido afín a la mentalidad de muchos guerreros (antes cuarteleros, hoy corporativos): una fortificación (a menudo masculinista) de la mente, para que el cuerpo sirva con mejor aptitud en las artes de la guerra o del sometimiento del adversario. En ese contexto (no por desviado menos transitado, incluso hoy), acaba resultando un poco ridículo, romántico y blandengue ocuparse de meras florcitas. Para un samurái a la vieja usanza, la naturaleza propicia siempre será de color verde: mil distintos tonos de verde, es verdad; pero nunca alejado de esa gama, como lo muestran a la perfección ciertos films de Akira Kurosawa, como Ran, que hoy se me viene a la cabeza: un fabuloso romance de samurái enloquecidos.
En el armado intelectual propio del soto zen, el de Dôgen (si quieren: en su vocabulario distintivo), las flores (ka, hana) ocupan un lugar importante: son metáfora del lenguaje. Esto es, en un punto, típicamente japonés (agrego que en un sentido shintoista): desde la noche de los tiempos, los japoneses parecen haberse mostrado especialmente ligados a la imagen y a la percepción, cultivando una profunda intimidad con las flores. No solamente por su belleza (que a mi amigo y vecino Ueda, nostálgico de gestas y gestos samurái, le parecía de talante poco viril), sino también, y sobre todo, por su naturaleza efímera. Sus formas y colores están en continua transformación. Los japoneses llaman a las flores "espejos del tiempo": ellas nos ayudan a "ver" el tiempo, el tiempo que pasa, anunciando la estación que llega, o la que se va.
Dôgen asigna a las flores un rol central en su predicación: la "esencia" de las flores no es otra que las formas-colores (en japonés: shiki; en sánscrito: rupa, término similar al que designa el cuerpo, ¡miren por dónde!). Las flores son materiales y, por eso, objeto de nuestra percepción. Al mismo tiempo, carecen de substancia, igual que el lenguaje según Ferdinand de Saussure: "La lengua es una forma, no una substancia", dice el sabio suizo en su Cours de linguistique générale. El juego con la propia vida es un juego de percibir y dejarse penetrar por la insoportable levedad de las flores. El juego de vivir lo insubstancial (y de vivirse como insubstancial) es un juego que adopta la forma del lenguaje (verbal, visual, corporal, etc.) que usamos para referirnos a ella. Se trata, conviene insistir, de un juego serio, uno en el que nos va la vida. Nada casual, entonces, que el lenguaje ocupe un lugar tan crucial (de cruce, de cruz) en la concepción y en la práctica dôgenianas.
Entonces, un hanami nativo es, de estación a estación, la celebración del viaje de la propia vida: en el silencio de la práctica o en "el lenguaje de las flores" (parafraseando a Lorca). Mando una flor a todos los que tienen algo para celebrar: cumplir años, sentirse vivos, comprobar (una vez más) que "hoy puede ser un día feliz" (no es de Lorca esta vez, es de Serrat).
jueves, 24 de noviembre de 2011
Hanami nativo (3)
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