El cultivo del zen abre muchas posibilidades de comunicación, mediante contacto directo o a través del blog. Transcribo el siguiente mensaje recibido estos días, fruto de un contacto previo. Lo "edito" con el único fin de hacer imposible cualquier identificación.
Hola, Alberto. ¿Cómo está? Fui el otro día al encuentro de zazen. ¡Un gusto conocerlo!
La verdad es que fue una experiencia novedosa para mí. No sé si me habrá ido bien, pero sí me quedó una agradable sensación. Me pasaron algunas pequeñas cosas que tal vez sería bueno profundizar.
A veces me carcome cierto escepticismo, qué se le va a hacer, pero me da sincera curiosidad lo que usted cuenta sobre el zen, que entiendo como una especie de armonía entre la intensidad y el desapego.
Difícil ser más precisa y sincera, difícil igualmente evadir el deseo de corresponder a su exacta franqueza. Gracias, desde ya, a quienes enriquecen el zen con su actitud y su búsqueda exigente. Me quedó picando la frase final de su mensaje, la cual me brinda un hermoso título para este post.
¿Adónde apunta la armonía?
Del griego armós, armonía habla de ajustamiento, de combinación. Es lo que dice el diccionario. Vista así, la armonía presupone cierta concordancia entre elementos que son diferentes, que están dotados de cierta autonomía en su accionar pero que, a la vez, aparecen de forma simultánea. Es expresivo el ejemplo archi-conocido de la música: armonía designa un uso "acordado" de sonidos, medidas y pausas. El caso de la música se suele trasladar a la escritura, y antes que nada a la poesía: allí el acuerdo se traduce en uso afortunado de sílabas, voces, cadencias y pausas. La poesía y la música se aman en silencio e intercambian cuitas.
Dicho lo dicho, ¿cómo se establece la armonía en una persona?
De un lado, a partir de pulsar los materiales que nos constituyen: somos cuerpo y mente, pero de forma heterogénea, discontinua. A continuación, a partir de aceptar que las relaciones entre ellos nunca están definitivamente "resueltas", al punto de resultar a menudo estridentes, chirriantes, desajustadas, desmedidas (también en ocasiones lo contrario). Notemos que tanto pulsar (o compulsar) como aceptar (o acordar) pueden reunirse en otro verbo que los compendia: (re)conocer. La armonía resulta de un reconocimiento. Del reconocimiento de un equilibrio que vale la pena establecer o restablecer. No me refiero a un equilibrio estático (a modo de repartición definitiva de funciones: tú actúas, yo pienso), ni a uno justiciero (el de los platillos de la balanza). Estoy pensando en un equilibrio dinámico (en movimiento, en crecimiento), vivo (y por ende: siempre imperfecto y provisional).
¿El zen ofrece armonía a una persona?
Mejor decir que la persona puede encontrar SU armonía en ancas del zen. Aquí vale la pena abarcar tres compases de nuestra vida, prolongando la metáfora de la armonía musical.
- El zen ayuda a encontrar el tono. La práctica del zazen pone a la mente a "imitar" el ritmo (decreciente) de la respiración. Dicho de otra forma: el zazen pone las turbulentas conmociones del ánimo en acuerdo progresivo con las suaves mociones de una biología que se aquieta.
- El zen también ayuda a encontrar el ritmo. La actitud propia del zen (estimulada por el cultivo de ciertos "do" o caminos estéticos japoneses; pero, ojo, esto es solo un ejemplo) favorece una continua transmisión (o si se quiere facilita un intercambio permanente) entre la intensidad de la dedicación a la absorbente tarea de existir y el desapego respecto de aquello que, apenas vivido, ya no es en nosotros más que "historia" (o si se quiere: pura cosa pensada).
- El zen ayuda finalmente a darle a nuestra vida una orientación sinfónica.
El pensamiento educido del zen no sólo crea una relación de complicidad (en todo caso: una posible correspondencia) entre la experiencia y su crónica, sino que (como previsible correlato) deja una y otra vez en suspenso todo relato, empeñado en darle cada vez una opción nueva a lo vivido desde el zafu.
domingo, 17 de julio de 2011
Zen: una especie de armonía entre intensidad y desapego
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